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El pescador

en Hetero: General

Fue por un tarro, un simple tarro de cristal lleno de anchoas en aceite, que ni mi hermano ni mi padre pudieron abrir. Mi tío, que nos la había dado para que probáramos las anchoas que elaboraban en el pueblo, lo abrió sin dificultad y yo le vi entonces como a un hombre... El tarro parecía muy pequeño bajo esas manos suyas, tan grandes y fuertes. Las miré con interés y cierta excitación, porque eran unas manos fuertes y bronceadas, de dedos largos y robustos, muy distintas de las manos pálidas y delicadas de mi padre. Eran las manos de un pescador, acostumbradas a llevar pesos, agarrar cuerdas y hacer nudos, y no las manos de un oficinista como mi padre, que se limitan a recorrer las teclas de un ordenador. Esas manos se habían endurecido, como todo él, con el aire del mar.

Mi tío Benito nos había invitado a visitarle al pueblo. Era un hombre moreno y de rasgos parecidos a los de mi padre, pero tan diferente a él en lo demás, como lo eran las manos de uno y otro. Mi tío era más robusto y más alto, con menos barriga y más músculos en los brazos, alegre de carácter y siempre hablando con rapidez y ese tono rudo y provocativo, pero no antipático, tan característico de las gentes del Norte de España. Vivía con la abuela porque no había querido atarse al matrimonio: era el cabeza loca de la familia, pero a todo el mundo caía bien.

Y a mí empezó a caerme más que simpático... Estaba a esa edad, sería una quinceañera, en que los hombres maduros parecen especialmente atractivos, y más si lo son realmente como mi tío. Ya digo que, aunque había pasado los cuarenta, era el hermano mayor de mi padre, se mantenía bien físicamente y resultaba muy agradable. No pude evitar enamorarme. Pero él sólo me veía como a una sobrina, claro.

Se preocupaba mucho de que sus sobrinos no se aburrieran, y nos enseñó el puerto a mi hermano y a mí. Luego digo de pescar con caña y aunque nunca me había interesado la pesca, me parecía desesperante esperar y que no picasen nunca, yo me apunté enseguida... Cuando se está enamorada, todo lo que le interesa al otro, acaba interesándote a ti. También vimos la lonja del pueblo, donde mi abuela tenía un puesto para vender pescado. Mi tío la ayudaba cargando las cajas de pescado y a mí me gustaba verle levantando las cajas de madera y llevándolas...

Aparte del barco con el que solía a faenar con los compañeros, mi tío tenía un barco más pequeño, se llamaba El pejino, con el que salir en solitario para entretenerse. Pintado en azul y verde, tendría como unos siete metros de eslora, una pequeña cabina en la proa, y un par de velas. Una tarde que hacía buen tiempo, nos invitó a salir al mar, pero mi hermano no se apuntó: había quedado con algunos amigos que se había hecho en el pueblo. Mi tío quedó algo desilusionado porque le había acompañado muchas veces cuando era un niño.

- A mí sí me gustaría ir – solté de repente y algo nerviosa.

- ¿Seguro que no te marearás? – me dijo mi hermano con sorna.

- ¡No me marearé!

La única vez que había navegado en aquel barco, y era muy pequeña entonces, me había mareado tanto que no había querido volver a hacerlo.

- ¡Muy bien! Vamos los dos – aceptó mi tío, más contento ahora.

Y dejamos el muelle. El barco se movía como aquella otra vez en que me había subido a él, pero yo procuraba no quejarme porque era la ocasión de estar a solas con mi tío... y cuando el barco se distanció de la costa, nos quedamos pero que muy a solas los dos.

- Bonito, ¿eh? – comentó, sentado y mirando al mar hasta el horizonte. Al otro lado se veía la imponente peña en el extremo izquierdo de la bahía, con el pueblo de Santoña detrás, y en el otro extremo el pueblo de Laredo. La bahía empezaba con la playa en Laredo y luego continuaba con la ría y las marismas, y los rocosos acantilados en ambos extremos. Realmente era un hermoso paisaje

- Sí, es precioso – le respondí, sintiéndome muy a gusto en ese momento, a solas con él y en un sitio tan agradable, y olvidando el movimiento del barco. Hubiera querido que me cogiera entonces de la mano y...

- ¿Pescamos un poco? – me propuso.

- Vale.

Sacó un par de cañas y echamos los anzuelos al agua. Me sentía feliz y lo de menos era que picaran los peces o no... pero el caso es que picó uno en mi anzuelo. Me sentí alegre como si hubiera ganado un premio.

- ¿Ves como es cuestión de paciencia y pican?

Echamos el pez a un cubo y seguimos la pesca. Picaron algunos más, hubo suerte, pero el último fue el mayor de todos, una hermosa lubina que cogió mi tío con satisfacción; pero no parecía tan grande cuando la agarraba en su mano... Sin pensarlo, pasé el brazo alrededor de los hombros de mi tío. Él no le dio importancia pero yo me ruboricé en cuanto me di cuenta. ¡Pero eran tan fuertes esos hombros! La camiseta azul marino que llevaba lo disimulaba un poco, pero era fácil notarlo. Sentí cierta emoción mientras mi tío sólo se fijaba en el pez, y bajé la mano por el hombro y luego por el brazo, sintiendo la suave caricia del vello sobre los músculos... Ahora mi tío acabó por darse cuenta y soltó el pez en el cubo para mirarme a la cara, pensativo. Yo me ruboricé entera y bajé los ojos.

- Eres muy guapa... – me dijo simplemente, con voz lenta, como si se hubiera percatado de golpe de que era una mujer y no una niña. Estoy segura de que hasta ese momento, ni se le había ocurrido pensarlo.

Sentí la yema ancha de sus dedos en la mejilla y me pareció que la piel ardía aunque estuviesen húmedos los dedos por las escamas de la lubina. Al sentir el extremo del índice cerca de mi boca, abrí los labios y el dedo entró. Excitada, lo chupé sin saber muy bien qué estaba haciendo. Su mano izquierda me acariciaba mientras la mejilla izquierda y me excitaba de una forma que pensé que podría hacer lo que quisiera conmigo; y eso era lo que yo quería.

Sacó el dedo de mi boca y abrí los ojos. Vi su mirada y supe que había encendido también su deseo antes de que me apresara la cintura con los brazos y me empujará contra él.

Mi tío era un hombre hablador pero no esta vez... No me dijo nada y sencillamente acercó su boca a la mía. Su aliento se acercaba hasta que cogió mis labios entre los suyos. Nos habíamos puesto de pié y apenas nos manteníamos en equilibrio con el vaivén de las olas. Me agarré a sus hombros para no caerme y sentí mis pechos en el hueco de sus manos. Luego tiró de mi camiseta arriba y yo estiré los brazos para que me la quitara. Inmediatamente me quitó el sujetador y empezó a jugar con mis pechos con sus dedos largos y fuertes. Se quitó la camiseta y me estrellé contra su pecho bronceado y casi sin grasa.

Sin saber cómo, me encontré tumbada sobre la cubierta de madera del barco y con el intenso olor a sal y mar penetrando en mi nariz. Él se fue al suelo y me aplastó con ese enorme pecho suyo contra la cubierta. Me sentía oprimida entre él y la madera, tan excitada...

- ¡Átame! – gemí de pronto. Él me miró extrañado, como si hubiera sugerido algo raro, pero reaccionó rápidamente y fue a por algo de cuerda. Me colocó las manos en la espalda y las ató con un nudo marinero como los que tenía en una vitrina en su casa. Apretó el nudo con fuerza pero besándome mientras.

No tengo ni idea de qué tipo de nudo era pero lo que sí sé es que era imposible soltarlo y ahora yacía inmovilizada sobre la cubierta y con las piernas abiertas. Me quitó a toda prisa el pantalón corto y luego tiró de las bragas hasta dejarme sin ellas. Toda nuestra ropa había ido a parar a la cabina y estábamos desnudos. De refilón vi que tenía el pene completamente tieso y lo noté rozando mis piernas, abiertas de par en par.

Con sus manos sujetaba mi cabeza mientras yo temblaba del cuello a los tobillos. Me aplastó aún más con su cuerpo cuando entró dentro de mí. Yo solté un gemido y luego otro y otro más cada vez que empujaba su cuerpo contra mi pelvis.

Le miré a la cara, estaba sorprendido.

- ¿Eres...? – me preguntó, y no le dejé acabar:

- No, lo era -. Y suspiré: mi virginidad era cosa pasada y no importaba ya.

Lo que importaba es que su cuerpo se agitaba con fuerza como los peces que colean fuera del agua mientras se asfixian. Yo gemía como si muriera y realmente estaba muriendo... Entonces se corrió.

Con un cuchillo cortó los nudos y me ayudó a levantarme. Tenía las muñecas doloridas pero el resto de mi cuerpo me parecía ligero y a la vez pesado. No nos dijimos entonces una sola palabra. Después de vestirnos, nos dirigimos a la costa.

Volvimos a hacernos a la mar todas las veces que pudimos, pero ahora dejábamos la pesca para después y en cuanto nos encontrábamos lo suficientemente lejos de la costa, yo acababa pronto tendida y desnuda en la cubierta, con las piernas abiertas sobre sus hombros. No decíamos nada mientras él empujaba dentro de mí. Sólo se oían los jadeos, los gemidos, el ronroneo del mar y el sonido de las gaviotas. Yo gemía sin miedo porque nadie podía oírnos en la soledad del mar: podía expresar todo lo que sentía en mi cuerpo con un sencillo ah, hasta agotarme. Luego me recuperaba sosteniendo la caña y feliz, picaran o no.

Los días fueron pasando y la cuerda con que me ataba, me excitaba mucho que lo hiciera, se fue terminando. Me sentía feliz con esta vida despreocupada pero deseando y temiendo el momento de hablar en serio. Yo era una adolescente y él también lo era en el fondo. Procurábamos no reflexionar ni hablar de sentimientos pero era un momento inevitable.

El penúltimo día tampoco nos atrevimos. En vez de eso, me desnudé otra vez y me ató. Pero no acabé en la cubierta sino que me llevó hasta la popa, la parte posterior del barco, me hizo arrodillarme y, presionando suavemente mis hombros, me obligó a echarme hacia delante, sobre el borde del barco y mirando al mar. El agua no estaba a mucha distancia de mis pechos y sentía algunas gotitas frías de las olas. No temía caer porque él me sujetaba con las manos fuertes por los hombros. Noté su pene rozando mis piernas y me emocioné pensando en lo que iba a hacer... Resbaló por mis nalgas hasta llegar a la entrepierna y sentí cómo entraba gruesa y derecha. Empezó a empujar, con fuerza pero sujetándome bien. Yo gemía cuanto quería y miraba el horizonte infinito del mar mientras él empujaba una y otra vez, sin cansarse, como el vaivén de las olas. La brisa refrescante del océano acariciaba mis pechos y me endurecía aún más los pezones, tiesos como mástiles. En ese momento me sentí como si fuera el mascarón de proa del barco. Otro empujón y miré las olas de abajo. Dediqué mis gemidos al océano. Me sentía húmeda en la entrepierna y no era por la humedad del mar...

Entonces, una ola mayor que las demás me caló entera y grité de sorpresa. Pero yo me reí a carcajadas y él también se rió un poco, pero sin dejar de metérmela. El agua estaba helada y me estremecí desde los pechos a las nalgas.

- Te has calado entera – me dijo.

- No ha sido nad... ¡Ah!

Se estrelló contra mis nalgas. Ahora empujaba más fuerte, era el final, y yo sólo sabía decir ah mientras veía las olas como si no fueran reales. Cuando se corrió, me echó tan adelante que pensaba que iba a caerme.

Estaba calada y me dejó una toalla para secarme un poco. A la vuelta dijimos que me había asomado más de la cuenta y me había sorprendido.

Y llegó el último día, el día más triste. Apenas habían pasado unas horas desde que yo había sido el mascarón de proa de su barco y había amado el océano y nos hicimos a la mar para un último viaje. No duraría mucho además, porque había que preparar el equipaje para salir a la mañana siguiente y muy temprano.

Mi tío estaba serio y pensativo.

- Mañana os marcháis – dijo. Le costaba mucho hablar de ello y no sabía cómo empezar.

- ¿Cuándo nos veremos? – me atreví a preguntar.

- El próximo verano, supongo – dijo simplemente, y yo me enfurecí porque no era la respuesta que esperaba. Había imaginado otras cosas, poco sensatas pero más felices.

- Entonces, ¿no vamos a decir nada? ¿Sólo ha sido un juego? – pregunté, tratando de parecer tranquila pero sintiendo mi garganta oprimida por el enfado.

- Tú no puedes quedarte conmigo. Te puede parecer que tu padre es un hombre tranquilo, pero yo conozco bien a mi hermano y sé que si él supiera lo que he hecho... No sé cómo he podido hacerle esto.

- ¡Se trata de nosotros, no de mi padre! – Estaba furiosa y con los labios apretados. Sólo conseguí que mi tío se pusiera más nervioso.

- Eres una menor de edad, y mi sobrina además. Tú no puedes desperdiciar tu vida con un pescador que es mucho mayor que tú. Yo no podría hacerte eso.

Lo dijo con mucha tristeza pero no me importaban sus razones. Sólo pensaba que me había traicionado y no hablé una sola vez antes de desembarcar el muelle. Lloré todo ese rato, con la cara vuelta al horizonte.

Le odiaba y me prometí no hablarle nunca jamás, pero este tipo de promesas se hace con demasiada facilidad y luego nunca se cumple cuando queda en nuestra memoria algo más que el odio. Ni siquiera me despedí a la mañana siguiente y durante semanas estuve muy deprimida. Pero luego llegó un curso y pasaron muchas cosas. Olvidé lo malo, lo que había querido y no había podido ser, y preferí pensar en todo lo maravilloso que había ocurrido. Volví a ver a mi tío y hablarle, sin rencor y como si no hubiera ocurrido nada. El Pejino seguía atado en el muelle pero preferí no volver a subir en él: había demasiados recuerdos a bordo del pequeño barco.

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