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Cuentos no eróticos: Evolución

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I

Los labios, que eran como dos morcillas, una montada sobre la otra, resultaban tan inexpresivos como los ojos cansados y medio cubiertos por los somnolientos párpados. El rostro grasiento y pálido parecía inerte detrás de las tres papadas que aprisionaban la redondeada barbilla. El cuerpo obeso y sin energía era como una patata de la que sobresalían unas extremidades cortas y sin músculos.

Y sin embargo, reaccionó con sorprendente agilidad cuando se iluminó la pantalla que había ante él. Los dedos, gruesos como salchichas, saltaron sobre el teclado y empezaron su baile monótono y constante sobre las teclas. Los párpados se abrieron en par y los números de la pantalla se reflejaban en sus enormes pupilas.

Se mantuvo así durante horas, en constante concentración, procesando las largas series de datos, los gráficos de la empresa y algún que otro párrafo de texto. Su capacidad para procesar información era impresionante, una conquista de la evolución que había adaptado a los humanos primitivos al mundo tecnológico y moderno.

Mientras trabajaba, y a pesar de la concentración, recordó que tenía hambre, como le ocurría siempre después de dos horas sin comer. No hubo problema: el ergonómico sillón en que trabajaba, en su propio hogar, había sido diseñado para cada una de sus necesidades. Bajo los reposabrazos sobresalían tubos de distintos colores. Agarró un tubo rojo y lo aprisionó entre los gordos labios. Luego fue pulsar un botón y el tubo empezó a llenar su boca de deliciosa carne picada, con ese aceitoso sabor que tanto le gustaba. Así, sin dejar de trabajar un minuto, ingirió un par de kilos de carne picada de excelente calidad colesterol extra. Para ayudar a digerirlo, pulsó otro botón y sorbió por un tubo azul un litro y medio de coca-cola. Nada mejor que un ligero almuerzo durante el trabajo.

Después de terminar los informes, los envió a la oficina, a la que apenas si acudía un par de veces al mes, por correo electrónico y se relajó sobre el sillón al que había adaptado perfectamente su enorme cuerpo para economizar los movimientos al máximo. Agotado por la extenuante labor de procesamiento de datos, pensó que se merecía un descanso. La pantalla del ordenador se desconectó y su organismo le recordó que seguía teniendo hambre.

Sacó entonces un tarro de plástico del frigorífico que tenía estratégicamente al lado. Contenía deliciosas salchichas, cubiertas con espesa salsa de manteca. ¡Qué grasienta delicia! Las devoró sin dejar una sola y, para terminar, sorbió otro litro y medio de refresco.

Ni que decir que un humano primitivo no hubiera tardado en morir con semejante dieta, pero es que su cuerpo estaba más que adaptado. Disponía de un aparato digestivo preparado para asimilar las grandes cantidades de alimento que devoraba; de un aparato circulatorio resistente a la altísima concentración de colesterol, grasas y azúcares; y de un no menos importante aparato excretor, listo para elaborar y desechar kilos y kilos de estiércol. Por otra parte, el sillón disponía de una ranura para que cayeran todos esos excrementos y terminaran en las cloacas, sin que tuviera que moverse lo más mínimo. Ni siquiera había tenido que aprender a controlar sus esfínteres en la infancia sino que lo soltaba cuando su cuerpo lo necesitaba y el sillón se encargaba de todo. Resultaba maravilloso cómo la Naturaleza y la tecnología se habían aliado para conseguir este prodigio de comodidad y adaptación.

Otra maravilla tecnológica era el televisor de pantalla extraplana de cinco metros de largo y tres de alto del que disponía para escoger entre los miles de canales por satélite. Podía pasar la tarde entera saltando de un canal a otro sin que se repitieran nunca, atrapando alguna escena más o menos interesante. No parecía mal plan y encendió el televisor.

Él era la cúspide de la evolución: el hombre del futuro. Si bien es cierto que no todos eran así. Porque la Naturaleza, en su sabiduría, había cogido a ese mono carroñero que había sido el hombre en sus orígenes y le había adaptado al mundo moderno dividiéndolo en distintas subespecies. Cada subespecie tenía una tarea determinada: de esta forma, la división del trabajo que había alabado aquel economista llamado Adam Smith había sido llevada a sus últimas consecuencias. Él pertenecía a la subespecie de los oficinistas.

La verdad es que a menudo reflexionaba sobre estas cosas. Un oficinista no debía pensar demasiado pero es que no podía evitar preguntarse por qué eran las cosas así. Mientras contemplaba la pantalla con sus pupilas grandes como lupas, un regalo de la evolución para soportar la visión de pantallas luminosas desde que despertaba hasta que se acostaba, se preguntó por qué apenas sí se veía gente como él en la tele. Casi todos eran humanos primitivos, seres bípedos y estilizados que ya no existían. La humanidad, que decía sentirse orgullosa por el progreso, se resistía a creer que había cambiado. Había cerrado los ojos a la evolución y prefería fascinarse por el pasado. Ya había empezado esto a ocurrir a principios del siglo XXI, cuando era evidente que la evolución había empezado aunque tímidamente.

Y esto no ocurría sólo en los canales de televisión. Toda esa pornografía que circulaba por internet era el resultado de acumular un gigantesco archivo del pasado. Los humanos modernos apenas sí conservaban el dimorfismo sexual, y el aparato reproductivo se había reducido al límite. Pero aunque careciera de pene y testículos, no dejaba de encontrar placenteros y fascinantes todos aquellos vídeos y fotografías de siglos pasados...

Imbuido en estos pensamientos, cambiaba velozmente de canal. Apenas tardaba unos tres segundos en apretar el mando a distancia porque estaba nervioso. Muy pocas veces podían verse humanos modernos en la pantalla, pero había excepciones. Los miembros de la subespecie de los políticos aparecían en algunos canales. Pero a él le aburría la política. Jamás se había interesado por la política ni había hecho el tremendo esfuerzo de ir a votar. ¿Seguirían existiendo votaciones? Quizás la subespecie política se hubiera convertido en una elite que se votara a sí misma...

Lanzó una maldición en voz baja. Él era un trabajador, que debería estar aprovechando su tiempo libre pensando en cosas agradables, y en vez de eso, tenía pensamientos desagradables sobre temas que no podía comprender, porque la evolución le había diseñado para procesar datos no para razonar.

Dejó de pensar y decidió que era momento de dormir. No tuvo que trasladarse a ninguna cama: el respaldo del sillón se reclinó hacia atrás. Tomó algo de calmante por un tubo blanco y enseguida se durmió.

 

II

La única novedad del día siguiente fue la limpieza semanal. Él no podía lavarse a sí mismo sino que cada semana llegaban a su casa dos miembros de la subespecie de los obreros para encargarse de ello.

Apenas hablaron entre ellos: los miembros de subespecies distintas no solían simpatizar entre sí. Para los dos obreros, él no era más que un gasterópodo que vegetaba sobre un sillón y les parecía asqueroso. Para él, los obreros eran dos primates con el cerebro de un neandertal. De todas formas sentía cierta envidia por ellos. Al menos ellos podían moverse con facilidad, si bien el precio de su corpulencia había sido un embrutecimiento casi animal. Sus brazos eran tan largos y musculosos que se apoyaban sobre ellos para caminar como hacían los extintos gorilas. Los sucios monos azules con tirantes no cubrían sus torsos, vellosos como felpudos. Debían ser dos hembras por la ausencia de barba: apenas mostraban en sus caras de mandíbulas cuadradas unos pequeños bigotes con pelos escasos y duros como las cerdas de un cepillo.

Con cuidado y con esfuerzo, las obreras cargaron su pesado cuerpo hasta una bañera que más bien era una pequeña piscina. Como ya estaba desnudo (la subespecie de los oficinistas no solía vestirse para estar en casa), sencillamente le echaron un chorro de jabón y le aclararon luego con una manguera.

Estaba más que acostumbrado, pues le habían lavado desde siempre, pero esta vez tuvo el pensamiento de que era algo vergonzoso. Pensó en cómo aquellas dos hembras debían burlarse de su cuerpo graso y sin genitales. No, últimamente él no se encontraba bien. Debería tomar algún antidepresivo pero no lo hacía; no quería hacerlo por alguna extraña razón.

Por fin se quedó solo. Decidió aletargar su cerebro con unas horas de televisión y lo consiguió. Encontró una comedia del siglo XXI que le pareció muy graciosa y sus papadas se agitaban mientras reía.

Habría pasado una buena tarde de todas formas, pero la comedia acabó y siguió un documental de naturaleza sobre las ballenas. No le gustaban nada esos documentales sobre animales extintos y lugares desaparecidos, pero el mando no respondió.

¡Estropeado! Sí, la tecnología era la fiel aliada del hombre pero no dejaba de dejarle plantado en los momentos clave. Le había fallado: ahora tendría que llamar por teléfono y esperar una media hora hasta que se le trajeran un mando nuevo desde la tienda...

¿Y si cambiaba el canal él mismo? Había visto en los antiguos programas de la tele que antes el canal del televisor podía cambiarse manualmente. Claro está que ésos eran televisores muy primitivos, pero quizás también los televisores modernos disponían de control manual. Debajo de la pantalla había algunos botones. Nunca había tratado de averiguar para qué servían pero uno de ellos debía ser el botón que necesitaba. Sólo tenía que levantarse y moverse unos tres metros.

Esto era más fácil decirlo que hacerlo. Esos tres metros resultaban, en realidad, enormes para él. Recordaba que en su infancia podía andar y hasta correr un poco, cuando todavía no había alcanzado el quintal. Pero ahora superaba los trescientos kilos y sus músculos se habían atrofiado. No podía hacerlo...

¡Sí! ¡Sí que podía! Él no dependía de otros para cambiar el canal del televisor. Él iba a cambiar el canal de su televisor, sin ayuda. Apoyando las manos sobre los reposabrazos, hizo un tremendo esfuerzo para levantarse. Resoplaba por el cansancio pero no se rindió: movió una pierna fuera y piso el suelo.

¡Estaba de pié! ¡Se había levantado él solo! Entre jadeos, se sonrió por lo que había hecho, como si aquel paso fuera lo más increíble que hubiera hecho en su vida. Le costaba muchísimo mantener el equilibrio pero sólo tenía que dar un par de pasos más y...

Cayó al suelo en redondo, haciendo un ruido seco al estrellarse contra el suelo, y gimió de dolor. Debía haberse lastimado porque todo el cuerpo le dolía. Quizás se había roto el tobillo y también una docena de huesos más de las piernas y de los brazos. Una enorme desilusión se apoderó de él y dejó de quejarse. Se sintió triste por la derrota y permaneció en silencio: no tenía fuerzas ni ánimos para levantarse. Su cuerpo graso estaba brillante por el sudor y, echado boca abajo sobre el suelo, parecía una gigantesca oruga.

En la tele había acabado el documental. Ahora echaban otra serie y, con mucho esfuerzo, pudo verla. ¡Qué ligeros parecían esos antiguos humanos sobre sus pies! Los enormes mofletes de ardilla empezaron a humedecerse. Las pupilas lloraban lágrimas silenciosas y espesas. Se sintió miserable, realmente miserable. La cúspide de la evolución había caído al suelo como un árbol viejo y ya no podía levantarse. Los protagonistas de la serie reían mientras él lloraba y yacía impotente en el salón de su casa, como si fuera un minusválido. Entonces hizo un esfuerzo final.

Se apoyó con las manos sobre el suelo e hizo un esfuerzo que le hizo llorar aún más de dolor. Arrastrándose sobre el enorme vientre, consiguió moverse hasta la base del sillón y cogió unos cuantos tubos del reposabrazos. Se los metió todos en la boca y apretó los botones.

Carne picada, chocolate y coca cola llenaron al mismo tiempo su boca. Entre lágrimas, él tragaba todo lo que podía y devoró kilos y kilos. Llenó boca, buche y estómago y seguía cayendo comida. No dejó de comer. Su rostro pálido adquirió un matiz rojizo y luego se volvió de color violeta. No pudo gemir de espanto porque la boca estaba bloqueada por el alimento y el aire había dejado de llegar a sus pulmones. Asfixiado, se desplomó entero sobre el suelo y no volvió a levantarse ni a moverse.

La evolución había fracasado.

*****

Agradeceré vuestros comentarios.

Un saludo cordial. Solharis.

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