miprimita.com

Don Juan Tenorio: La Duquesa de Nápoles

en Hetero: Infidelidad

El virrey de Nápoles estudió al joven que había delante de él con curiosidad. Sobre su aspecto y presencia no había queja posible porque era alto y gallardo, atractivo y de buena figura. Vestía con elegancia y sabía llevar con distinción los costosos y nobles atavíos. La barba cuidada y los cabellos oscuros, los ojos olivaceos, y los rasgos atractivos de su cara le concedían un aire distinguido y seductor. No obstante, en la sonrisa de su boca se adivinaba cierta ironía e incluso arrogancia. Había buenas razones por las que uno no debería fiarse de esos ojos astutos, y en todo él se revelaba la confianza, excesiva y soberbia, propia del que carece de escrúpulos. El virrey no supo intuir esto y los quebraderos que ese joven iba a traer a su casa.

- Así que éste es vuestro sobrino... – dijo el virrey, después de un examen a todas luces insuficiente en la medida que no supo prever cuán peligroso era ese mozo.

- Don Juan Tenorio, siempre a vuestro servicio – se presentó el joven, con una reverencia tan falsa como educada, pues había una estudiada falsedad en cada uno de sus gestos; especialmente cuando trataba de parecer amable.

El joven no estaba solo sino que le acompañaba su tío Pedro Tenorio, quien, como favor a su hermano Diego, había prometido recomendar a su sobrino para alcanzar un puesto en la administración de Nápoles. El apellido Tenorio estaba entre los linajes más ilustres en España; una familia de ricos hacendados, siempre leales al servicio del rey, y, por supuesto, cristianos viejos de la primera a la última generación.

De todas formas, Pedro Tenorio parecía algo nervioso. Su hermano le había proporcionado informes tan inquietantes sobre su sobrino que se resistía a creerlos, amén de las muchas advertencias. Nada deseaba menos que el escándalo.

- Vuestro sobrino parece un joven inteligente y cortés. Si no me equivoco, este muchacho hará carrera. Intuyo además que se mostrará trabajador y diligente con sus tareas – opinó el virrey, que no advirtió la sonrisa irónica de Juan.

El protagonista de nuestro relato ya había protagonizado, válgame la redundancia, muchas otras historias, a cual más escandalosa. Desde la adolescencia, su inclinación al vicio, la burla y el engaño habían sido patentes. Ya en su juventud en Sevilla, su ciudad natal, había seducido a todas las criadas y había dejado sus primeros bastardos... Realmente la familia de los Tenorio habríase visto notablemente acrecentada de incluir a todos los bastardos que en adelante dejaría el hijo de Diego.

Pero cuando empezó realmente a hacer carrera en el vicio fue al tiempo que comenzaba la carrera de Derecho en Salamanca. Allí se destacó entre los estudiantes, que como todos sabemos, son particularmente inclinados al vicio y la molicie, no precisamente por su amor al estudio sino por quebrantar la paz conyugal de los hogares de los ilustres y austeros hogares castellanos.

De vuelta en Sevilla, el joven se encontró muy a gusto en el alegre barrio de Triana, entre marineros y rameras. El vino era bueno y ayudaba a olvidar a tantas mujeres... También aprendió a acceder con facilidad a los hermosos patios de las mansiones andaluzas para seducir a las damas casadas. Su padre empezó a saber de las fechorías del que ahora llamaban "el burlador de Sevilla", y dicen, no sabemos hasta qué punto podemos dar crédito, que sus cabellos negros empezaron a grisear desde entonces por los disgustos que le diera su perverso vástago.

Luego, en la Villa y Corte de Madrid, se desenvolvió pero qué muy bien en las intrigas cortesanas y cornudas. Aquí aprendió a caminar embozado y con la espada siempre a mano en las oscuras y estrechas calles de la capital. Hasta que acabó metido en un escándalo mayúsculo con sangre incluida.

Esto fue el colmo, así le pareció a Don Diego, al que todavía quedaba mucho por aguantar, y Juan fue enviado a Nápoles para ocuparse en la administración de este territorio del Imperio. Pero no fue una decisión adecuada porque el Sur de Italia no era el lugar más propicio para enfriar las pasiones de Juan. El sevillano se encontró en tierras de Sol y calor como las españolas, envueltas en esa lujuria alegre y jovial del Mediterráneo.

Además, la dulce lengua italiana fue muy de su agrado y si había aprendido con gusto la lengua de Dante y Petrarca, fue en Nápoles donde aprendió a apreciarla mejor mientras las rameras le acariciaban los oídos con impúdicas palabras de zorra. Había mujeres hermosas en Italia y esto fue más que suficiente para excitarle.

Por ejemplo estaba la esposa del virrey, la duquesa Isabela. Más joven que su esposo pero menos que Juan, la italiana tenía buena figura y caminaba con altivez, con la melena azabache sujeta por una redecilla en un moño tan apretado como su corpiño. El español apreció de refilón la apretura del corpiño y encontró unos ojos negros y en apariencia candorosos.

Juan pensó mucho en esos ojos mientras bebía. Acabado el tedioso trabajo de funcionario, se refugiaba en la taberna y se lamentaba por ese dichoso empleo que no le interesaba en absoluto. Cavilaba entonces sobre si el corpiño de la italiana estaría tan apretado como para meter su dedo entre las tetas de la duquesa y se sonreía el muy bribón.

Fue en una taberna donde conoció al duque Octavio, otro aristócrata vividor como él, pero carente de su singular astucia. Hicieron buenas migas y pronto bebieron juntos y hablaron. Por supuesto, hablaron de mujeres, tema por excelencia del buen libertino. Fanfarronearon de conquistas hasta que Octavio, queriendo ganar la discusión, dijo:

- Pues sabed, amigo Juan, que mi amante es la mujer más hermosa de Nápoles.

- ¡Así lo quisierais! Pero yo no puedo daros la razón y os digo que eso no ha de ser así.

- ¿Y por qué no? – preguntó el duque, algo picado.

- Porque no hay en esta bella ciudad mujer más hermosa que la duquesa Isabela, esposa del mismo virrey.

El duque Octavio calló mientras apuraba otro trago de vino. Miró a Juan, dudando de lo que iba a decir. Finalmente habló:

- Entonces no hay hombre más afortunado ni mayor conquistador en esta ciudad que yo. Porque sabed que esa dama sólo pertenece al virrey de día, mientras que su lecho es mío en las noches.

El sevillano quedó sinceramente sorprendido:

- ¡En verdad que os pido excusas porque ahora no albergo dudas sobre quién es el conquistador aquí! Concededme que os dedique mi sincera admiración y que igualmente os envidie por vuestra suerte.

Y con halagos así, el español consiguió saber todos los detalles con el que el italiano había conseguido a la duquesa.

- Mañana mismo he de gozarla, pues ya os digo que soy hombre ingenioso e infalible – acabó de decir, y Juan le escuchó con interés para saber los detalles de la conquista y del engaño al cornudo virrey. Luego soltó una risotada y Octavio rió con él, ¡pobre idiota!, sin comprender realmente de quién se reían...

Al día siguiente apenas si pensó Juan Tenorio en los dichosos legajos de papeles que se amontonaban sobre el escritorio, sino que reflexionó sobre el asunto mucho más interesante de la duquesa. Se había prometido, y no importaba que estuviera algo borracho o no, que esa mujer sería suya. ¡Pardiez con la italiana! ¡Bien había adivinado que esos ojos negros no eran tan candorosos como pretendían parecer, y que esos labios eran demasiado sensuales!

Pensó que seducir a esa mujer no habría de costarle demasiado porque era mujer liberal y que sabía procurarse aquellos placeres que su ocupado esposo no podía darle. Pero él había pensado algo mejor. Sí, existía una única cosa mejor que seducir a una mujer y era engañarla... Y a la hora de urdir engaños, nadie podía superarle.

¡Qué estúpido había sido el necio Octavio dándole toda la información que necesitaba! ¡Aprendería ese gallo a alardear de conquistas! Juan se apresuró a llamar a su criado Catalinón para ponerle al corriente de lo que había tramado. De este tal Catalinón diremos que era un hombre abyecto y vulgar, adulador y rastrero. Precisamente el tipo de individuo que Juan necesitaba para ejecutar su plan...

El silencio estaba en cada pasillo y en cada habitación del palacio. Al virrey de Nápoles, hombre responsable, le gustaba que su casa estuviese ordenada y recogida a esas horas de la noche. Por ello, la criada y el hombre que la seguía habían de caminar con cuidado, sin hacer ruido. Para el hombre, que ocultaba su rostro bajo la capa y el sombrero, no resultaba difícil seguir a la criada, que le iluminaba el camino con una candela: estaba acostumbrado a caminar con sigilo en la oscuridad y sin hacer apenas más ruido que un gato.

Por fin llegaron ante la puerta de la habitación y la criada le dejó, pues era él quien debía entrar. El interior se encontraba en semipenumbra, muy débilmente iluminada por la luz de la Luna que se colaba por la ventana. Sobre una cama, distinguió la silueta de una mujer y le pareció que la duquesa, pues era ella, yacía desnuda sobre la exuberante melena ahora suelta. Los ojos de Isabela eran invisibles pero oyó la respiración de una mujer ansiosa.

- ¿Por qué has tardado tanto, amore? – le preguntó con voz que pretendía sonar enfadada pero no muy seriamente.

La espera sólo había hecho crecer su deseo y esto el hombre lo sabía muy bien: le gustaba hacerse desear. La italiana había esperado impaciente a su amante y lo cierto es que el duque Octavio no había podido acudir. Nada serio, pero resulta que el desdichado se había quedado dormido al pié de un naranjo y con la sien amoratada por un garrotazo, obra del criado Catalinón y de un par de rufianes a sueldo.

Don Juan Tenorio se sonrió para sí. Se sentía muy seguro de sí mismo y tenía por cierto que aquella noche había de dejar muy alto el apellido de los Tenorio. No respondió a la pregunta de la duquesa y empezó a desvestirse con la máxima presteza, a lo que también estaba acostumbrado. A Isabela le gustó este comienzo y esperó, o mejor dicho, desesperó, a que él se desnudara antes de subir a la cama. Luego su cuerpo cayó sobre el de ella y se abrazaron mientras una boca ansiosa resbalaba por su cuello.

- ¿Tienes prisa, amore? – le preguntó con voz melosa, y él respondió a la necia pregunta callándola con sus labios y con su lengua. No podía verla pero sí examinar su cuerpo con sus rápidas manos, otro arte en el que nuestro protagonista era muy ducho. Con los dedos ágiles recorrió el cuello y los hombros esbeltos, siguió la voluptuosa curva de sus perezosas caderas, los hundió en el hermoso culo, y acabó comprobando aquella cuestión que le mantenía tan intrigado...

- ¡Amore! – exclamó entre risas la feliz Isabela, notando que agarraba sus pechos con sus habilidosas manos. No le decepcionaron. Había allí unas hermosas tetas con las que llenar un magnífico corpiño con que excitar la imaginación de los hombres y también las palmas de las manos de ese bribón. Muy gustoso, hundió los dedos en esas tetas y luego le pellizcó los pezones. Le divirtió oírla gemir: ¿qué más daban nobles que plebeyas? Todas eran mujeres y como mujeres deseaban lo mismo, aunque algunos hombres no comprendieran esto. Él sí lo sabía y pensaba hacerla su ramera esa noche.

Isabela volvió a quejarse cuando le retorció los pezones pero él no hizo mucho caso. Abrió sus piernas para montar su cuerpo sobre el de ella, sin dejar de celebrar con besos y lengüetazos la opulencia de sus pechos mientras se encajaba en su entrepierna. Palpó la generosa raja que se abría entre las piernas de la italiana y ésta se estremeció cuando él la acarició suavemente pero con atrevimiento para acabar de someterla. El español comprobó que estaba húmeda y dispuesta para ser follada, con gran alegría para él. Con esta misma alegría, metió la polla, dura como un florete, y se hizo sitio en el ansioso y húmedo coño que le esperaba.

- ¡Qué ardoroso vienes a mí esta noche! ¡Oh, incluso diría que es aún más larga y generosa...! – exclamó ella, encantada, y Juan Tenorio tuvo que aguantarse la risa.

Pero la fornicación es faena seria y Juan hundió su polla en la impaciente mujer, obligándola a abrir la boca para recuperar el aire que se le escapaba entre jadeos. Y volvió a hundírsela y sacarla una y otra vez. Se hundía en ella para dar lo mejor de sí como amante. Porque al hijo de Don Diego Tenorio no le gustaba dejar insatisfecha a una hembra por muy viciosa que fuera, y la duquesa lo era y mucho.

Isabela celebraba con voz temblorosa cada vez que él se la metía hasta el fondo. Porque gemidos y no versos es el reconocimiento que espera todo varón en la cama. Y esta noche los gemidos fueron muy distintos a los que dedicaba al virrey porque no había nada que fingir...

Él callaba. Estaba muy ocupado en besarle el cuello y los hombros, también en morder esos pechos de Afrodita, que no de Madonna. Mordió ligeramente una de las tetas y consiguió excitar aún más a aquella lujuriosa mujer que gritaba de placer y se le entregaba con la dedicación de cualquier muchacha de burdel, acaso más porque lo hacía por el vicio y no por el lucro. El cuerpo de la napolitana se retorcía de placer y ella no podía ver cómo se sonreía el español cuando le comía y mordía suavemente los pechos. Él la sentía excitarse y se sabía muy superior al virrey, al duque Octavio y a cualquier otro varón que se hubiera metido entre esas piernas antes o después.

Isabela acarició los testículos de él:

- Por cierto que te noto más hábil y varonil esta noche. Están tan duros tus cojones, amore... ¿Por qué no te corres dentro de tu zorra, como tanto te gusta?

Estas palabras agradaron mucho a Juan Tenorio y le pareció que era una zorra muy sensata.

- ¡Amore! – exclamó cuando él decidió que era el momento y acabó de rematar la gloriosa faena. Los cuerpos de ambos estaban sudorosos en esa cálida noche de verano pero él se quedó muy fresco después de derramar todo el abundante líquido sobre ella. Lo que no entró en su coño, quedó en las sabanas.

Juan se levantó entonces y comenzó a vestirse. Ella seguía desnuda y se había dejado caer rendida y encantada de tanto placer.

-¡Qué noche tan feliz! ¡La mejor que me has dado, Octavio! ¡Ojalá todas sean así! – dijo ella, y Juan apenas podía reprimir la risa. – Ahora déjame que te vea.

Isabela encendió una vela... y no podría expresar su sorpresa al distinguir una cara que no era la de su duque.

- ¡Tú no eres el duque Octavio!

- No, pero os he servido igualmente y seguramente mejor. Don Juan Tenorio de España, el Burlador de Sevilla, para serviros esta noche y todas las que deseéis.

La duquesa, aquella mujer que tantos amantes había tenido y que tan fácilmente se había deshecho de los escrúpulos que debe tener una mujer virtuosa y demás naderías, se sintió escandalizada y supo lo que era la virtud... Trató de ocultar su desnudez, que Juan no había dejado de admirar a la luz de la vela, comprobando que la había juzgado muy bien con sus manos, con una sabana y se sintió furiosa y ultrajada.

- ¡Cómo os habéis atrevido a engañarme, miserable!

- Pero, "amore", no lo toméis tan a la tremenda. Podría haberos seducido y sé que me hubierais encontrado de vuestro gusto. Pero ¿por qué la demora de la seducción sabiendo que era cosa segura que acabaríais en mis brazos? No hubiera resistido aguardar un par de días y de noches...

- ¡Porca miseria! ¡Hombre arrogante! ¡Te crees que podéis conseguir a la mujer que os propongáis porque sí! ¡Socorro! ¡Hay un hombre en mi habitación! – empezó a gritar Isabela.

Juan Tenorio se sintió sorprendido porque no se esperaba aquello.

- Me decepcionáis: os tenía por mujer inteligente. ¿Pretendéis castigarme con el escándalo? Pues sabed que no hay escándalo del que Don Juan Tenorio no escape y salga airoso -. Y salió enseguida de la habitación.

Sencillamente desapareció. Antes de que la servidumbre y el propio virrey despertaran de su agradable sueño, Juan Tenorio había escapado del palacio por una de las ventanas.

¡Desdichada duquesa! Después de que su marido se hubiera sobrepuesto a la impresión de que un hombre había allanado su morada con la mayor impunidad, exigió explicaciones y todo acabó por salir a la luz. El virrey hizo salir a los criados porque la escena que siguió fue muy violenta, y no llegó a más porque temía el escándalo. Algo inútil, porque el escándalo era cosa inevitable.

Juan Tenorio, en cambio, no dejaba de sonreírse mientras escapaba. Todo habría salido perfecto si la estúpida italiana hubiera sido más razonable pero qué más daba: la noche había sido pero que muy provechosa. Lo que no contaba es con que le saliera el paso el duque Octavio y realmente el pesado y forzoso sueño no había mejorado su humor.

- ¡Miserable Juan Tenorio! Bien imaginé que debíais estar detrás de todo esto. Pero aquí acaba vuestra noche, porque nadie hace mofa así del duque Octavio sin pagarlo.

Y dicho esto, fue a desenvainar su espada... que no encontró. El criado de Juan había tenido el suficiente juicio para arrebatársela después de dejarle dulcemente dormido. En cambio, fue Juan Tenorio el que desenvainó la suya.

- Por favor, amigo Octavio, no os airéis en vano. Había mucha mujer para ti y para mí. ¿Por qué disputárnosla?

El duque Octavio echaba chispas por los ojos como un basilisco y, viéndole, Juan empezó a soltar carcajadas y no dejó de hacerlo mientras le dejaba allí plantado y furioso.

Evidente es que Juan no pudo seguir viviendo en Nápoles. La servidumbre del virrey no tardaría en extender los rumores de que un hombre había profanado el hogar de su amo, y antes o después se sabría quién era ese villano. Por otra parte, el duque Octavio le hubiera matado o al menos lo hubiera intentado. Había que dejar Nápoles, e incluso sería aconsejable abandonar toda Italia, y Pedro Tenorio se encontró con que tenía que facilitar la huida de su sobrino. El buen hombre estaba furioso pero no quería que su apellido se manchara aún más. Sin decirle una palabra, le acompañó al puerto muy de madrugada. Su sobrino subió al primer barco que zarpaba a España: un mercante que se dirigía a Valencia.

- Indigno sobrino. Enmendaos o acabaréis como no lo ha hecho ninguno de nuestra familia. Temed el castigo de la Ley y también el del cielo, que siempre llega al final.

- ¡Qué largo me lo fiáis! La muerte está lejana y vuestro sobrino sabe apañárselas. ¡Espero que volvamos a vernos! -. Y con estas palabras acabó de subirse a la nave, dejando a su tío con el gesto malhumorado y moviendo negativamente la cabeza. ¡Mal había de acabar un joven tan libertino!, pensó. Luego hizo una oración, pidiendo no volver a encontrarse con un sobrino tan bribón y libertino, y se marchó del puerto.

Y de esta forma acabó la primera aventura del sevillano fuera de España.

*****

Agradeceré vuestros comentarios.

Un saludo cordial. Solharis.

Mas de solharis

Mis adorables primitas

De buena familia

El encuentro más inoportuno

Ella, robot

La sorpresa

Sin mente

El descanso del minero

Cuando los yanquis asesinaron a Mahoma

Los mormones

El nudo gordiano

Cuartetas para una verga

El tercero

La tercera

Relatos Interraciales: Cifras y opiniones

Mi alegre penitenciaría

La perrita de mi vecina

La sopa

Lo hago por tu bien

La mirada felina

Los Serrano: Uno más uno son sesenta y nueve

Cuentos No Eróticos: La tumba de Xerok

Una mujer para Superman

Lluvia de otoño

La Verga del Dragón

Cuentos No Eróticos: El crepúsculo de un rey

Lágrimas de borracho

San Jerónimo

Si bebes no conduzcas (aventura de Torrente)

Don Juan Tenorio: Noche de bodas

Almejas en su salsa

Cuentos no eróticos: Evolución

La sacerdotisa de la vidriera

Luz

El pescador

La fuente

El reino de la barbarie

De cómo los homosexuales salvaron la civilización

De cómo los homosexuales hundieron la civilización

La anciana memoria

El cubo de la esperanza

Lo que dejé en Cuba

Las huríes del profeta

En este lado del espejo

El jefe de estudios

Barbazul

Judit y Holofornes el asirio

El sueño

El secreto de Artemisa

El espíritu de la Navidad

Sexo a la japonesa

La suerte es una fulana

El balón de playa

Amigo mío

Estrenando a mi hijo

La joven que no podía hablar

Yolanda

La decadencia del imperio romano

Un domingo cualquiera (Real Madrid-Atlético)

Encuentros en la tercera fase

Amigas para siempre

El culo de la princesa

Ulises (5: La matanza de los libertinos. FIN)

Ulises (4: la princesa Náusica)

Ulises (3: la partida de Ogigia)

Ulises (2: la hechicera Circe)

Ulises (1: la ninfa Calipso)

El sátiro

Una mala hija

Mi adorada primita

Domando a mi novia

El placer y la culpa

Mi mujer, con otra mujer

El abuelo

Nosotros dos y su joven vecino

La hermana de mi novia

El primero al que se la chupé

Marcado por el dolor

Un culo para tres

Aventuras de Asterix y Obelix

Sexo en la calle