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Don Juan Tenorio: Noche de bodas

en Hetero: Infidelidad

I

Apretaba la calor en la campiña florida, no muy lejos del río Guadalquivir, en una estival tarde de agosto. Juan Tenorio marchaba tranquilo y muy a gusto a caballo, con el ala del sombrero cubriéndole los ojos y una sonrisa en el semblante sereno. Mostrábase satisfecho de regresar a su hogar con un título universitario y, lo que era más importante, con muchas y excitantes experiencias de estudiante. No había malogrado los cursos en Salamanca estudiando sino que los había aprovechado, pero que muy bien, en amores y participando en las juergas con los demás estudiantes. Ahora quería volver a su casa en Sevilla.

Su criado Catalinón le acompañaba también a caballo, pero no parecía igualmente contento. Suponemos que el calor debía agobiarle y que además se temía las explicaciones que Diego Tenorio pudiera exigirle acerca de los desmedidos gastos y del liberal estilo de vida del hijo al que le había encargado vigilar.

Estando en pensamientos felices el uno y en sus preocupaciones el otro, fue que Juan escuchó música y también risas, cerca de ellos. Prestó, se acercó adonde le llegaba el ruido para encontrar, tras unos almendros, a un numeroso grupo de campesinos en pleno festejo. Todos se volvieron a él en cuanto le vieron, pero Juan les sonrió amablemente para que no se sintieran intimidados por su presencia:

- ¡En verdad que hace un soleado día, hecho para festejar esta hermosa jornada! La envidia me llena viéndoos disfrutar de esta manera.

- ¡Ah, habéis hablado bien! ¡Unios a nuestra alegría y participad de nuestra fiesta, joven! – intervino un campesino con las mejillas rosadas por el vino.

- Saludos, noble señor – dijo otro, interrumpiendo al campesino, un hombre maduro y casi calvo que parecía tener autoridad sobre todos ellos -. Festejamos la unión de mi hijo Bactricio y de la bella campesina Aminta. Adivino por vuestra distinguida presencia que sois de alta cuna, y no sé si os sentiréis a gusto entre gente humilde como nosotros.

- Os equivocáis, porque Juan Tenorio se siente muy a gusto entre las gentes sencillas. Me uniré a vosotros e incluso contribuiré con un pequeño regalos de bodas.

Dicho esto, se llevó la mano a la bolsa y sacó algunas monedas de oro que dio al padre. Éste quedó más que satisfecho con la dadiva y se deshizo en agradecimientos. No tenía Juan en más estima el dinero que la que le merecía: era generoso y aun derrochador. Se apeó del caballo y Catalinón tuvo que hacer lo propio. El joven no era de los que se hacían de rogar para participar en cualquier juerga o festejo que se presentara y se unió encantado a los campesinos.

Para su sorpresa, aquellos campesinos se sintieron muy pronto a gusto con la compañía del aristócrata. El joven comió y bebió con ellos, participó en sus bromas y hasta bailó con todas las mozas, con más gracia que ningún otro, y todas estuvieron contentas de bailar con él, que tenía en mayor gusto los animados bailes populares que las pausadas y ceremoniosas danzas cortesanas. Un mozo tocaba la flauta y no se le daba mal. Le acompañaban hombres y mujeres con sus cantos y el ritmo desenfadado de los panderos. Porque también el pueblo sabe divertirse.

Bactricio, el novio, se sentía tan feliz que no creía que los demás pudieran serlo tanto. Su padre era un villano rico que poseía tierras, las suficientes para mantener empleados. Hacía tiempo que el joven había decidido que Aminta sería suya y su padre se la había conseguido. A los humildes padres de la muchacha les pareció que era un contrato muy ventajoso y todo quedó acordado. Desde luego, la había escogido porque era la más hermosa de todas las campesinas.

¿Y en qué pensaba la novia? Ella se sentía aún más ajena a la fiesta. ¿Era feliz? Bien, nunca había estado enamorada de Bactricio, pero aun así pensó que era afortunada. Nunca se le hubiera ocurrido decir que preferiría un marido de su elección. Y sin embargo, no parecía tan satisfecha como su prometido. Estaba más flemática y sus ojos oscuros parecían algo apagados, lo que no le restaba hermosura. Aminta halló los ojos de Juan observándola y volvió la vista al suelo. Apenas le veía de refilón, pero le parecía que ese hombre la penetraba con sus ojos aceitunados. La verdad es que era un hombre guapo... ¡Qué tontería! ¡Era el día de su boda y ella pensaba en un desconocido, que se había presentado allí por sorpresa!

Pero estos pensamientos no los sabía nadie, y todos los demás sólo pensaban en divertirse. Comieron hasta saciarse a costa del rico padre de Bactricio, y luego bebieron hasta sentirse pero que muy animados. Catalinón yacía en la hierba y pasaba una feliz borrachera. Su amo se encontraba más despejado y les propuso cantar algo.

Cantaron hombres y mujeres canciones populares y Juan cantó con ellos muy alegre. Luego le pidieron que cantase él algo y cumplió. Entonó una canción que había aprendido en una taberna en Salamanca con otros estudiantes. No era de las más picantes pero bastó para que algunas mujeres se sonrojaran. Pero ese día era fiesta y no importaba. Todos rieron y los hombres se animaron a acompañarle en el canto, en presencia de las mujeres.

Luego bailaron de nuevo y la novia, arrobada en sus pensamientos, se encontró que una mano la animaba a levantarse. Era Juan Tenorio y quería bailar con ella. A todos les pareció normal que el aristócrata quisiera bailar con la novia pero ella se sintió rígida. Aquel hombre la perturbaba. Parecía tan decidido. Y esos ojos la devoraban. Tuvo que esforzarse para bailar pero acabó divirtiéndose incluso. Mientras, Juan aprovechaba para comprobar que no se había equivocado: la novia tenía un cuerpo hermoso mientras se movía con el baile y su rostro parecía más hermoso cuando sonreía.

La fiesta se prolongó durante toda la tarde y hasta la noche. Entonces las mujeres decidieron que para ellas habían terminado los festejos y la madre de Aminta y su suegra se llevaron a la joven a la que había de ser su nueva casa. ¡Qué sensaciones las suyas cuando atravesó el umbral de la casa en la que había servido y que ahora resultaba, por un feliz revés del destino, que sería suya algún día! Estaba sonriente pero entonces pensó en el aristócrata de ojos penetrantes y se sintió culpable otra vez. ¿Por qué? Ella no había hecho ni pensado nada malo...

II

La espera en el lecho fue muy larga. Se desnudó y ocultó bajo las sabanas, asustada por lo que habría de ocurrir esa noche. Por supuesto, era una muchacha virgen: sólo así la habría aceptado Bactricio. Nada sabía de las cosas que pasan entre hombre y mujer en la cama y sólo podía pensar en los animales que había visto procrear... y ella no se sentía a gusto pensando en que la tomaría como un perro toma a una perra, sobre esas sabanas.

¡Qué sorpresa la suya cuando no vio entrar a su marido sino a Juan Tenorio! Se apresuró a cubrirse con la sabana hasta el cuello, al tiempo que exclamaba escandalizada:

- ¡Hombre atrevido! ¡No os da vergüenza entrar en el dormitorio de una mujer que aguarda la noche de bodas!

- Oh, sabed que sin mí no tendríais esta noche a vuestro amado Bactricio, pues él viene conmigo. – Y Aminta vio que, en efecto, su marido estaba con él, pues cargaba con su cuerpo en los hombros... Juan depositó el cuerpo en el suelo y Aminta pudo apercibirse de que dormía profundamente, plácido como si durmiese en un colchón de plumas y no con el duro suelo bajo la espalda.

- ¿Qué le ocurre? – preguntó con voz cándida y afligida.

- No os preocupéis: se trata tan sólo del mal del vino. La juerga fue alegre y vuestro marido no quiso irme a la zaga a la hora de beber. Yo soy consumado bebedor pero él no estaba acostumbrado. – Juan sí lo estaba y había procurado, además, beber menos de lo que parecía, de forma que tan sólo se sentía algo achispado, lo que estimulaba su ya de por sí suelta lengua, y su mente permanecía despierta.

Aminta torció el gesto de disgusto. Había esperado el momento con ansiedad y nerviosa, y su marido había preferido emborracharse. Casi olvidó que había otro hombre, y sobrio, en la habitación.

- ¡Cómo ha podido! – se lamentó con amargura.

- ¡En verdad que tenéis todo el motivo para enojaros! Es hombre indigno el que prefiere un vino, por bueno que sea, a una mujer. Y en el día de su boda no debiera pensar en otra cosa.

Vio que Aminta lloraba ligeramente y él la miró con deseo. Acarició su mejilla para consolarla y ella se sobresaltó al sentir las yemas cálidas de sus dedos sobre las lágrimas frías.

- Sabed que yo siempre he tenido muy claras mis preferencias. Y una mujer tan hermosa como vos bien mereciera estar acompañada todas las noches. Quisiera yo beber de vuestros labios jóvenes y de vuestros ojos - le dijo, y también hubiera querido beber de los pechos que no podía ver pero que se le antojaban deliciosos, pero esto no lo dijo.

- Sí, pero no soy vuestra sino de Bactricio.

- Y yo os digo que el hombre que prefiere el vino a una mujer es un necio y no la merece a ésta. También os diré que, para mí, la hermosura eleva a una mujer sobre su posición social más de lo que una riqueza pueda elevarlo a un hombre. No debieras sentirte honrada por tener a un villano rico como marido sino que debiera ser él quien se sintiera agraciado por el destino. Porque sois tan hermosa que bien podríais ser la mujer de un príncipe.

Aminta se sintió escandalizada pero halagada al mismo tiempo... Había sabido tocar sus fibras más sensibles con sus delicadas palabras y eran frágiles las últimas barreras que quedaban por derribar a Juan.

- ¡Pretendéis demasiado! Sólo soy la hija de un campesino...

- Mejor decid que sois hermosa como una princesa. Porque muchas aristócratas quisieran para sí vuestros encantadores rizos y vuestra piel suave como el satén... – Y mientras decía esto, sus manos le acariciaban no sólo las mejillas, sino también el cuello y los hombros. Aminta se rendía a esos ojos brillantes y ansiosos y esa voz varonil y seductora. Estaba de Dios que Aminta no pasaría en soledad la noche de bodas, pensó Juan...

- ¡Pero está mi marido! ¡Delante de nosotros!

- ¿De veras? Eso bien puede arreglarse.

Ni corto ni perezoso, Juan empujó suavemente el cuerpo del durmiente bajo la cama hasta que quedó completamente oculto. Los lindos ojos de Aminta se abrieron como platos y se sintió escandalizada, pero también divertida y seducida, por el atrevimiento de Juan. En el fondo, lo que más deseaba era saber si ese hombre sería tan atrevido sobre las sabanas...

- Problema resuelto: nadie nos ha de ver ahora. Dejadme, pues, que pueda descubrir lo que él no supo apreciar – le dijo Juan con voz seria.

Aminta quedó rígida con el contacto de su mano e hipnotizada por su mirada. No reaccionó cuando corrió la sabana lo suficiente para ver asomar sus tiernos pezones y Juan siguió corriéndola hasta descubrirla entera.

¡Qué bocado tan hermoso tenía para sí! El cuerpo de la muchacha era tierno y al mismo tiempo picante. La piel, suave y pálida, y su rostro cándido, eran deliciosamente tiernos y no habían sido probados aún, pero sus pezones rosados eran como guindillas en este plato tan dulce y sus azucarados labios estaban hambrientos. El cuerpo era delicado pero las caderas anchas y los pechos maduros ya revelaban que no era una niña sino una mujer que esperaba una noche de sensaciones...

Juan se prometió que le daría todas esas sensaciones y se regodeó la vista y el tacto mientras la tocaba. Él sabía bien cómo acariciarla para excitarla y rozó sus tetas y su vientre terso con la punta de los dedos. Entonces ella quiso apretar las piernas pero él la hizo abrirse más para acariciar el interior de sus muslos y deslizar el dorso de la mano sobre el inocente vello jamás profanado. El cuerpo de la novia se volvió rígido pero él no dejó de acariciarla y ella sintió que sus piernas flojeaban tanto como su pudor...

Juan se sonrió y se dijo que la noche era larga y había empezado bien. Se apresuró a desnudarse, y cuando ella hizo ademán de querer apagar la vela, él se lo impidió.

- Mejor mirad lo que tanto placer os dará. Sé que nunca os han dejado verlo y es injusto porque ha de daros mucho placer. – Y levantó la barbilla de Aminta para que pudiera ver el pene que había entre sus piernas. Duro y espléndido como un florete que está deseando probar la sangre, ella lo admiró con curiosidad, extrañeza y temor mezclados. Él se subió a la cama y empezó a besar su cuerpo mientras la muchacha pensaba en cómo sería posible que "eso" entrara en ella. Lo quisiera o no, sucumbía al placer de los besos y caricias preliminares, que la preparaban para lo que había de llegar. Luego la cogió con suavidad por los tobillos y los echó sobre sus hombros. Se inclinó hacia delante hasta doblar sus piernas y tenerla de tal forma que ella no podía hacer nada por evitar que él la penetrase: tampoco es que deseara hacerlo.

Juan sintió su aliento ansioso al tener su cara frente a la suya mientras empujaba dentro de ella, y el gemido que soltó cuando la penetró, resonó en su oreja. Ella gemía porque la virginidad que había preservado con tanto cuidado, se esfumó en cuanto él metió su polla y la desgarró ansioso. Aminta se admiró de la facilidad con que la virginidad había sucumbido a la virilidad de aquel hombre y de cómo él la había hecho suya y no podía sino jadear cada vez que él empujaba contra su coño. Sentía la respiración acelerarse cuando él arremetía más deprisa y volverse más despacio cuando él aminoraba algo la marcha para volver a arremeter con redobladas fuerzas y doblando sus piernas para entrar aun más adentro.

Juan besaba su cuello y sus pezones para enternecerla y metía luego la polla con más fuerza para escuchar los gemidos de ella en sus oídos ¡Que tratará aquel Bactricio de superar esto!, pensó el orgulloso fornicador. Agarró las suaves nalgas de Aminta y empujó aquel culo como si pudiera encajar más aún su polla. Aminta gimió con más fuerza. ¡Que tratara de superarle!

Los gemidos de Aminta dedicábalos a Juan, pero no los oía sólo él. La madre y la suegra de la novia comprobaban, satisfechas, desde detrás de la puerta, que el matrimonio se consumaba. ¡Si ellas hubieran sabido que su hija y nuera se había entregado a otro hombre y en qué forma gozaba! ¡Y si hubieran sabido que el novio también escuchaba desde debajo de la cama! Bien es que incierto decir que Bactricio escuchaba, porque dormía profundamente y sobre él se solazaban los amantes y a lo suyo. En su tremenda borrachera, ¿quién sabe si le inspiraron algún feliz sueño de voluptuosidad?

Juan se sonrió feliz y desahogado, al menos en parte. Ella suspiraba porque había terminado y estaba maravillada de aquella sensación que se había apoderado de ella y que no podía describir. No había imaginado que pudiera ser tan placentero.

- Así que esto es lo que ocurre entre el hombre y la mujer... – susurró ella, desnuda y mirando a Juan con los ojos brillantes.

- Pueden ocurrir muchas cosas más, créeme – le contestó Juan, acariciándola desde los hombros hasta las nalgas. Aminta le miró con extrañeza y él se sonrió porque aún podría enseñarle muchas cosas esa misma noche.

De esta forma, se entregaron a muchos otros placeres. Ella volvió a yacer bajo él pero ahora sus pechos caían sobre las sabanas mientras él los acariciaba, porque Juan estaba sobre su espalda. No podía verle pero sí sentir la polla que se colaba, traviesa, entre sus piernas y atravesaba su sexo. No era tan distinto a cuando los animales fornicaban entre ellos y, sin embargo, los animales no podían sentirlo lo mismo porque ellos apenas sí demostraban emoción, mientras que ella gemía una y otra vez, de felicidad y por el placer que la desbordaba mientras celebraba mucho la virilidad de Juan...

III

Era ya entrado el mediodía cuando, al fin, Bactricio despertó. Con la reseca de la borrachera, bien pudo parecerle que le habían metido en un armario. No reconoció el lugar estrecho y oscuro en que se hallara hasta que logró salir de debajo de la cama. Aminta, ya despierta y vestida, le saludó con una sonrisa.

- ¿Por qué estaba bajo la cama? – le preguntó, con una cara que hizo sonreír aún más a Aminta.

- ¿Cómo? ¿Ya no recuerdas la noche y cómo gozaste de mí? Estabas tan bravío y tan fogoso que parecías capaz de todo. Luego me dejaste y te echaste a dormir en el suelo porque eras como un animal descontrolado.

- Lo cierto es que desearía gozar como dices... – le respondió él, tratando de alargar las manos hacia ella.

- ¡No seréis tan desconsiderado que después de gozar de mí toda una noche, pretendáis hacerlo también por la mañana! Sabes que vuestra fogosidad ha agotado mi cuerpo y que esperaréis a la noche porque no he tomado a un sátiro por esposo.

Esto lo dijo con el tono de ser la mujer más virtuosa del mundo y Bactricio tuvo que aguantarse las ganas hasta la noche. Lo que nunca supo el desdichado fue el mal que había llevado a su ordenada casa aquel Juan Tenorio. No es que le hubiera arrebatado el derecho a ser el primero, porque nunca recordó nada y no pudo averiguar el engaño. Lo realmente terrible para él fue que habiendo gozado Aminta con Juan y conocido a un hombre mucho más capaz, le resultó a ésta tan insípido estar entre los brazos de su desmañado marido que se procuró en adelante gozar con otros amantes más diestros. Que los cuernos que Juan colocó, otros habrían de afilarlos y alargarlos aún más.

*****

Aquí termina el segundo relato sobre Don Juan Tenorio. Sé que no sigo el orden cronológico, porque he ido escribiendo según se me ocurrían las historias. A quien le interese, puede leer la primera aventura, La Duquesa de Nápoles:

http://www.todorelatos.com/relato/36769/

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Agradeceré vuestros comentarios.

Un saludo cordial. Solharis.

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