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El reino de la barbarie

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Con paso erguido pero vacilante, la muchacha acudió. Andaba desnuda pero sus delicados pies no se movían sobre la sucia tarima de un burdel sino que pisaban el suelo, de mármol y adornado por alfombras, de un palacio. Se acercó al trono, sin poder evitar que temblaran ligeramente sus brazos y la bandeja de oro que sostenía en ellos. Sobre la bandeja portaba una copa llena de exquisito vino traído desde Meridia, realmente un caldo selecto, como cualquier otro que pudiera hallarse en las bodegas reales. Pero aquel bárbaro desmañado que agarró la copa con rudeza no era capaz de apreciarlo sino que lo engullía por pura vanidad. Sorbió ruidosamente la mitad de su contenido, para después arrojar la copa de oro con brillantes incrustados con descuido, como si del hueso de un venado a medio asar se tratara y él se hallara aún en su sucia cabaña en los bosques del salvaje Norte. Acabó de limpiarse los restos del vino, en los labios y en la barba, con el dorso de la mano.

La muchacha se retiró con prisa y temerosa, y en su tímida huída, un individuo más joven que el que se sentara en el trono y del que era vástago, le cacheteó descaradamente las nalgas desnudas. Apenas si se atrevió ella a protestar con un débil gemido, antes de desaparecer.

Y mientras el vino de la copa arrojada se derramaba sobre una alfombra nerkilia, tan exótica como costosa, y arruinándola sin remedio, dos hombres se miraron en silencio e intentando hacerse una idea acerca del otro.

Uno de ellos representaba el pasado y esperaba su destino al pié de la escalinata del trono con las manos fuertemente atadas. Ese trono había sido suyo, aunque no por mucho tiempo para lo que era habitual entre los reyes septrios. De los cuarenta y pocos años que Dhormes había vivido, había reinado sólo diez. El peto de acero mostrando la divisa del águila real y la espiral del dios Neptos, era la única señal de su posición, si bien estaba más que sobradamente abollado y ajado por el combate. De todas formas, había en él un porte orgulloso y aristocrático que le confería autoridad aunque sus cabellos negros, sobre los que ya no portaba su corona, estuviesen sucios y revueltos, su piel llena de heridas, y sus manos atadas a la espalda.

Su rival, en cambio, significaba el presente y la victoria de él y de todo su pueblo. Mientras que su adversario aguardaba el veredicto de pié, él ocupaba con sus posaderas un trono que ya no dejaría perder y por el que lucharía hasta la muerte. Le rodeaban tres hombres, un adolescente y dos adultos, que eran sus hijos.

El bárbaro sentado en el trono era Raksond, líder de los angharanos del Norte. Primero, caudillo de un pueblo desperdigado, ahora rey, y pronto, pensaba él, emperador. Jamás se había visto personaje tan extraordinario y fuera de lugar en el salón de audiencias. Sus dedos estaban profusamente ensortijados, y abundantes colgantes y collares se derramaban desde su cuello sobre la barba y la cota de malla. También había pulseras en ambas manos y pendientes en sus orejas. Lo cierto es que con tan exagerada y vulgar ostentación de riqueza, parecía que el jefe angharano pretendiera burlarse de los lujos y refinamientos de la civilizada aristocracia, porque no había conseguido sino aparentar ser más bárbaro de lo que en verdad ya era. Su mirada se adivinaba implacable y cruel, y bajo los collares de oro no había dejado de mostrar una ristra con los dientes de sus enemigos, como acostumbraban los guerreros de su raza; y este distintivo lo llevaba con el mayor orgullo porque lo tenía en más valía que todos los fatuos adornos de oro. Sus hijos también se mostraban enjoyados e igualmente fieros pero más sonrientes y vulgares: carecían de la astucia y de la frialdad de su progenitor.

Los ojos del rey bárbaro eran los del lobo viejo y endurecido, pero su presa sostuvo la mirada y le hizo frente, porque no era un cordero el que se encontraba ante Raksond sino un hombre que puede que ya no tuviera el poder pero que conservaba el orgullo del que lo ha ejercido con dignidad.

Ahora el viejo lobo sólo deseaba quebrantar su espíritu.

- Saluda a tu sucesor y nuevo rey de Septria – comenzó con placentera fanfarronería -. No, de todo Occidente, y muy pronto del mundo. Yo soy tu señor y tú no eres nada. Podría hacerte mi esclavo y dejarte vivir o podría hacerte degollar como a un animal. No soy compasivo pero me complacería oyéndote pedir perdón y concediéndote una muerte rápida o la esclavitud, según sepas divertirme con tus lloriqueos. Empieza poniéndote de rodillas.

Dhormes no dijo nada.

- ¡Te he dicho que te arrodilles, perro! – rugió el angharano.

Desde luego, Dhormes no se arrodilló y se mantuvo de pié. El guerrero que le custodiaba le propinó entonces una fuerte y traicionera patada desde atrás que le hizo caer de rodillas sobre la escalinata.

Los hijos del bárbaro rieron, pero su tenebroso padre ni siquiera sonrió antes de continuar su estudiado discurso:

- Mírame. Ya no eres nadie ni tienes nombre. El poder de tu país se ha apagado y ahora el mundo pertenece a mi pueblo, el de los invencibles angharanos, porque tus ejércitos fueron aplastados y su rey morirá muy pronto... ¿No te gustaría saber cuál será tu muerte?

Dhormes ni siquiera pestañeó. Siguió hablando el bárbaro:

- Sí, tú crees, y lo piensas en este momento, que tus hijos podrán vencerme. Pero la resistencia que ellos levantaron desde las provincias del Sur, ha sido aniquilada. En la batalla no fuiste tú él único que fue hecho prisionero sino que muchos guerreros de tu pueblo cayeron abatidos por el valor de los angharanos. Y el resto huyó aterrado. No sabemos que ha sido de dos de tus hijos, pero el tercero ha tenido el honor de medrar mi collar -. Y sostuvo con los dedos la siniestra ristra de dientes para que Dhormes viera algunos dientes más blancos y recientes que los demás.

El antes rey no quiso mostrar su dolor, apenas si palidecieron sus mejillas, pero su enemigo no dejó de notarlo y se regocijó de ello.

- Tus hijos fueron valientes pero estúpidos como tú. Tampoco se salvó tu mujer... Hubiera cuidado bien de ella pero prefirió el suicidio. Aunque, pensándolo mejor, quizás fue más inteligente que tú y toda tu progenie...

Ahora sí mostró Dhormes una mueca, ocultando mal su dolor a aquellos bárbaros. Pero no tendría tregua porque el cruel angharano hizo una señal y entró un grupo de unas veinte muchachas. Habían sido elegidas entre las cautivas más hermosas y muchas de ellas habían nacido nobles, para convertirse en concubinas entregadas al servicio y placer de los hijos de Raksond y de él mismo. No llevaban sino collares de oro en los delicados cuellos, una brutal muestra de sumisión, porque estaban completamente desnudas para que sus salvajes amos pudieran vejarlas a placer y obligarlas a satisfacer su lujuria en todo momento.

Entre ellas se encontraba la chica de la bandeja, pero también había otras dos muchachas, una de cabello rubio y otra con el cabello negro, con ojos igualmente verdes y hermosos que se abrieron de par en par viendo los ojos de un hombre que eran precisamente verdes.

- ¡Papá! – exclamaron antes de cubrirse como podían con las manos y echarse a llorar. Quisieron dejarse caer sobre el suelo para ocultarse de la vista de su padre, pero fueron obligadas a levantarse rápidamente a base de puntapiés.

Esta vez, el severo caudillo bárbaro se permitió sonreír. Había jugado su baza final, y el placer de ver a su enemigo doblarse y cubrirse el rostro con las manos superaba al que pudieran conseguirle todas aquellas jóvenes.

- ¡Bárbaro que apestas el trono en que te sientas indignamente y que no te corresponde! ¡Rata cobarde! – protestó Dhormes, pero el bárbaro sonreía a pesar de los insultos, porque pertenecían a alguien realmente desesperado.

Dhormes se cubría con ambas manos, sin que le importara ya mostrar su dolor. Su mundo había terminado y él continuaba vivo. ¡Los dioses eran crueles habiéndole negado la muerte en la batalla! ¡Muchos hombres honorables habían muerto en combate y él había tenido que vivir para ver esto! ¡Para saber que sus hijos nunca le sucederían y que su esposa se había suicidado en la desesperación! ¡Para saber que sus pobres niñas eran vejadas como las rameras de un burdel! ¡Para saber que nada de lo que él había querido permanecería, ni su estirpe ni el reino que había heredado! ¡Y serían tantos los que sufrirían! Las lágrimas cayeron de sus ojos pero en cuanto en las sintió en sus manos, ya no cayeron más y su cuerpo tembló de ira.

Lanzando un rugido que estremeció a los mismos angharanos, tiró violentamente de las muñecas y los nudos se rompieron como hilos. Antes de que el negligente guerrero que le vigilaba pudiera reaccionar, se vengó de la patada de antes con un puñetazo que le ensangrentó la cara y lo derribó al suelo. Se apoderó de su espada corta y terminó de rematarlo...

- ¡Apresadle! ¡Le quiero vivo! – rugió Raksond, desocupando el trono para ponerse a cubierto de Dhormes, que subía enloquecido por la escalinata.

Era muy exigente el bárbaro, porque fueron muchos los guerreros que murieron o quedaron malheridos para conseguir apresarle. Porque Dhormes ya no era un ser civilizado sino un bárbaro como el que se sentara en el trono que antes fuera suyo, y la sangre bullía en él e hinchaba las venas de su cara, enrojeciéndola, mientras insultaba y plantaba cara a sus adversarios. Pero la ira no embotaba sus sentidos sino que los agudizaba, y su espada describía arcos mortíferos y los muertos y heridos caían por la escalinata del trono y acababan amontonándose unos sobre otros. Él cayó como un héroe, abatiendo a los enemigos, hasta que el agotamiento finalmente pudo con él y lo aprovecharon para reducirle y derribarle.

Luego seguirían las torturas. Los angharanos no eran negligentes en esta cruel ciencia y se emplearon con todo su odio. Pero indigno e inmisericorde sería explayarse describiendo los tormentos que padeció. Mejor diremos que Dhormes murió como un rey, sin suplicar la muerte, y demostrando una templanza y dominio de sí mismo que acabaron por hastiar al cruel reyezuelo bárbaro.

Entonces, cuando no le quedaba aliento para hablar ni ánimo para desear otra cosa que el fin, fue decapitado, y su cabeza empalada detrás del trono. Raksond esperó a que terminara de pudrirse y quedara el cráneo seco y desnudo. Ordenó entonces que fuera engarzado en una diadema de acero, y cambió la corona de oro y diamantes por este horror, que resultaba mucho más de su gusto. He aquí el espíritu artístico de aquella salvaje raza que no supo ni quiso crear una civilización sobre las ruinas de la que destruyera.

No tuvieron su lugar en este decadente reino de barbarie los sabios, los artistas y los mercaderes. Tampoco hubo momentos de esplendor, tan sólo guerras y matanzas continuas contra los extranjeros, y también entre ellos mismos. Pero hubo quienes resistieron en la decadencia y quedaron para dar a la civilización una oportunidad y levantarla otra vez.

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