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Judit y Holofornes el asirio

en Fantasías Eróticas

La Biblia nos cuenta que la heroína Judit salvó a su ciudad de los asirios gracias a sus artes de seducción. He aquí una versión más realista, creo yo, y donde he tratado de descartar detalles muy poco creíbles. Es una historia violenta y con un final cruel pero así era la mentalidad de los pueblos de Oriente Próximo y no es que haya cambiado demasiado...

Siendo el año duodécimo de su reinado, Nabucodonosor, grande entre los reyes de Asiria, reunió un ejército como no se hubiera visto en país alguno y con el que sojuzgar a todos los pueblos de la tierra. Así se hizo, y los soldados de ese ejército eran tantos miles que aparecían incontables para los ojos, y cada soldado portaba una espada, arco o lanza con el que servir a su señor. Y al frente de tan formidable fuerza puso Nabucodonosor a su fiel general Holofornes.

Era Holofornes un hombre implacable y cruel, aun entre los asirios, y lo demostró no concediendo piedad alguna a los que trataban de oponer resistencia a su ejército, porque eran muertos en combarte, los más afortunados, o torturados hasta la agonía para ejemplo de los que pretendiesen rebelarse en el futuro contra el poder de Asiria. La ciudad que no abría las puertas no era perdonada y después de un corto asedio, hombres, mujeres y niños eran degollados sin distinción, y los edificios eran incendiados para dejar un rastro de cenizas y cadáveres que no dejaba dudas acerca de que allí habían estado los asirios...

Los rumores de semejantes horrores hubieron de llegar a los hebreos y el pueblo de Israel tembló ante la implacable determinación de aquella raza de crueles conquistadores que venían como un castigo de Yáhveh. Con verdadero fervor oraron en los templos e hicieron ofrendar a Yáhveh para que perdonara sus pecados y los ejércitos asirios no pisaran el suelo que su dios les había prometido.

No sabemos si Yáhveh oyó sus llorosos ruegos porque la ambición de Holofornes también quiso el país de los israelíes. Sus consejeros le hablaron de un pueblo que adoraba a un único dios y que era orgulloso e indómito porque aborrecía a los demás pueblos y sus dioses.

Como en nada asustaba aquel misterioso dios al jefe de las tropas asirias, se encaminaron sin tardanza a aquel país. Nadie podía contar las pisadas de los solados pero eran decenas de miles, y puede que doce mil de ellos montados en formidables caballos, sin contar con los que transportaban los pertrechos y víveres que necesita todo ejército. De esta manera se presentaron ante las puertas de la ciudad de Betulia, superando en numero a los habitantes de ésta.

Betulia respondió con orgullo y se negó a dejar entrar a Holofornes. Disgustó tan absurda resistencia al general asirio pero al mismo tiempo la esperaba y le complacía, porque sus ojos nunca se cansaban de ver manar la sangre al tajo de su espada ni sus oídos de escuchar los lamentos de los vencidos. Ordenó envenenar las fuentes de la ciudad y su ejército se dispuso para el asedio.

Después del orgullo inicial llegó el miedo y nadie reía ya en Betulia, tampoco los niños, que presentían la fatalidad que se cernía sobre ellos aunque sus madres no quisieran contarles como los asirios degollaban a los niños como corderos. Los sacerdotes instaban a rogar a Yáhveh y eran escuchados, pero no podían acallar el miedo.

Judit no daba ningún crédito a los sacerdotes y demás que predicaban en las calles y plazas de Betulia, juntando a las desesperadas multitudes ante ellos. Era la viuda del rico Manasés y una mujer singular. Desde que enviudara muy joven porque su marido falleciera por insolación, se había entregado a la vida alegre. Las malas lenguas, que nunca han encontrado mejor ocupación que hablar de las faltas ajenas, contaban los hombres que frecuentaban su casa, porque Judit, además de joven y acaudalada, era la más bella entre las mujeres de Betulia y puede que aun entre todas las hebreas.

Los suyos eran unos ojos tan vivos y seductores como toda ella, y su rostro resplandecía bajo la melena castaña. Su cuerpo estaba exquisitamente formado y sabía hacerse desear antes de despojarse de sus joyas y hermosos vestidos y sorprender a sus amantes con una desnudez que en los pueblos idólatras hubiera inspirado a algún escultor, pues ella se les aparecía radiante cual griega Afrodita o fenicia Astarte. Los afortunados, que no eran pocos, la adoraban y le daban placer y regalos como los paganos que ofrendan a sus ídolos.

Esta forma de vida no agradaba en cambio a la ilustre familia de su difunto marido y preferían olvidarla. Tampoco es que importara mucho a Judit para seguir con una existencia de comodidades y placeres... Sin embargo, la llegada de los asirios terminó con esa alegre vida porque le preocupaba no menos que a sus compatriotas la amenaza que pendía sobre ellos. Después de veinte días apenas quedaba agua en las cisternas de la ciudad. Algunos eran de la opinión de suplicar piedad a los asirios y dejarles entrar antes de que fuera demasiado tarde, y casi todos los demás temblaban presintiendo en lo que se avecinaba.

Poco confiaba Judit en la piedad de los asirios y poco menos en las oraciones. Tras idear su propio plan se presentó al consejo de ancianos que gobernaba la ciudad y lo expuso ante ellos. Los ancianos vacilaron porque encontraron que era un plan perverso; y sin embargo creían su muerte segura, aunque no lo reconocieran, cuando los asirios tomaran la ciudad. Aceptaron y arreglaron la salida de Judit de la ciudad. Entonces la hebrea se encaminó al campamento de los asirios.

Sorprendidos de ver una mujer tan hermosa y dirigiéndose a su campamento, le salieron al paso dos soldados. Ella les dijo que Holofornes gustaría mucho de recibirla y desde luego la creyeron, porque la devoraban con sus ojos. Igualmente encantado quedó Holofornes cuando fue llevada ante él.

- ¿Qué buscas en mi campamento, hermosa hebrea?

- Busco mi salvación, porque los gobernantes de Betulia son soberbios y no comprenden cuán poderoso es el poder de Asiria y de su general Holofornes, y como tus tropas no tardaran mucho en asaltar sus murallas; y habrá muchas muertes entonces – le respondió ella con serenidad y sabiendo agradar su vanidad.

- No te equivocas, porque ellos me obligan a tomar duras medidas que servirán de ejemplo a todos tus compatriotas. Los dioses que nos protegen han querido que he haya de pasarlos a todos a cuchillo, porque Asiria no ha tenido, ni tendrá, piedad con los que se nieguen a reconocer su grandeza – dijo el general con una torva sonrisa -. ¿Por qué habrías de salvarte entre ellos?

- Porque una mujer hermosa puede dar más placer viva que muerta – respondió simplemente, y Holofornes la miró en silencio y con un brillo libidinoso en los ojos. Finalmente soltó una carcajada y dijo:

- ¡Sea, pues! En verdad que me habían engañado mis consejeros, porque en este país no hay sólo rebaños de ovejas y corderos y montes pedregosos y olivos, sino que oculta tesoros mucho más deseables. No temas por tu vida porque estás desde este momento bajo la protección de Holofornes, segundo del gran rey Nabucodonosor.

Se cumplieron las órdenes del general y Judit se instaló en una tienda donde fueron atendidas sus necesidades sin falta, porque Holofornes quería que recibiese un trato de princesa la mujer que le había seducido.

Apenas si se preocupó desde ese momento Holofornes de los asuntos militares, sino que Judit era su principal interés: la ciudad ya caería con toda facilidad. La agasajó con muchas de las joyas que había obtenido en sus botines, con la esperanza de que le acompañara de buena gana a Niniveh, capital de los asirios, y si no... la llevaría de todos modos porque ninguna mujer discutiría su voluntad.

Judit le acompañaba en las comidas y así la conocieron sus oficiales. Ninguno de ellos fue indiferente a los encantos de Judit y los alabaron, si bien discretamente porque no se les escapaba que su señor estaba muy interesado en ella.

A la noche siguiente Holofornes estaba decidido a tomar a aquella seductora mujer y dio orden de celebrar un banquete donde estaría con ella y todos sus oficiales. El vino era abundante y alegraba la cena. Judit se sentaba a la diestra de Holofornes y reía siempre sus gracias y escuchaba con interés sus bárbaras historias de militar, mostrándose seductora en todo momento. No probó el vino que sirvieron en su copa sino que bebió de la de su señor hasta que sus mejillas se colorearon ligeramente. Luego vinieron algunas bailarinas que tenía Holofornes para divertimento suyo y de sus generales y danzaron para ellos. El general asirio las miraba sin mucho interés, más atento al cuerpo de Judit que se apretaba contra el suyo. Ella se apretó aun más contra él para susurrarle en los oídos:

- Realmente me siento agotada. ¿Me llevaréis de vuelta a mi tienda... o a la vuestra?

Nada deseaba oír más Holofornes. Antes de que las bailarinas acabaran su danza, él se levanto para coger a Judit entre sus fuertes brazos y llevarla a la intimidad de su tienda. Los oficiales le miraron envidiosos antes de que saliera.

Los guardias se hicieron a un lado para dejar pasar a su señor, que sostenía a la bella extranjera en sus brazos, forcejeando en broma para animarle. Tampoco habría podido hacer mucho por zafarse esos fuertes brazos, porque el general asirio había apresado a muchas cautivas en ellos y las había tomado a la fuerza. No haría falta forzarla esta vez y la soltó en el lecho. Entonces Judit le ofreció lo que tantas veces había ofrecido a sus amantes: se despojó de su túnica celeste y apareció desnuda sin otra cosa sobre su piel que las joyas regaladas por Holofornes. Éste perdió el aliento por un instante porque los pechos de la mujer eran redondeados y su piel hermosísima. Estaba ebrio por el vino y quería embriagarse ahora de esa mujer.

Cierto es que tampoco desagradaba a Judit la compañía de Holofornes, porque el general era un hombre vigoroso y fuerte, que gustaba de cazar con arco o jabalina. Y es que, habiéndose despojado de su faldellín, Holofornes mostraba un pene totalmente erecto a Judit. Por esto ella le insinuó entre risas:

- ¿Utilizaréis vuestra lanza para atravesar a esta gacela?

La pregunta bastó para acabar de excitar a Holofornes y él fue a ella y, cogiendo con sus fuertes manos las menudas y redondeadas nalgas de Judit, la alzó en vilo hasta acoplarla sobre su sexo. Judit gimió cuando sintió la fuerza viril dentro de ella y mordió de pura excitación los fuertes hombros del asirio. Agarrándose en ellos, se levantaba y se dejaba caer luego para sentir el roce del pene entrando y saliendo en ella; y cada vez que lo hacía recompensaba a Holofornes su esfuerzo con más gemidos de placer. El juego encantaba a Holofornes, que apretaba su hermoso culo en sus grandes manos.

Como se cansara aquel juego, Holofornes se dejó caer en el lecho y con él arrastró a Judit. Se abrazaron y besaron con más pasión que ternura y revolviéndose, hasta que él quiso probar el abrigo cálido de los muslos de su invitada. Abrió sus piernas como fueran varas de madera y la montó y volvió a penetrarla, regocijándose con la cara de placer de Judit y sus dulces gemidos.

Ella tenía la mirada perdida ante el musculoso pecho que subía y bajaba sobre ella, tocando cada vez que bajaba sus pezones erectos y dulces como dátiles. Se dijo para sí que el condenado asirio era un magnífico amante. Casi sintió lástima de no poder guardarlo encadenado en su alcoba como si fuera un perro para gozarlo cuando quisiera...

Su cuerpo estaba sudoroso y sus piernas flojeaban pero no su voluntad. Más flojearon aun cuando él se corrió en ella y su semen manó como el vino entre sus piernas.

- ¿Estáis agotado, mi señor? – le preguntó con cierta sorna y Holofornes la miró fascinado.

- El general de las tropas asirias puede dar más de sí – le contestó con una sonrisa.

Ella le devolvió la sonrisa pero reconoció para sí misma que pocos amantes podían haber dado tanto de sí... y llevó su boca a su pene para recoger aquel dulce y blanco mana que lo cubría. Una vez que la polla asiria estuvo erecta de nuevo, y no tardó demasiado en conseguirlo, se sentó sobre él para manipularlo con su mano e introducirlo dentro de ella. Judit era una mujer exigente con sus amantes y movió sus graciosas caderas sobre él para ver hasta dónde podía dar de sí el vigoroso asirio.

No fue en absoluto defraudada porque él resistió largo rato antes de correrse de nuevo y le dio mucho placer mientras movía sus caderas montándole como a un caballo. Pero acabó por correrse y ahora sí que consiguió secar aquel manantial entres sus piernas ya sobradamente húmedas por su propia humedad y el semen de antes.

El asirio cerró los ojos dejándose llevar por la ola que arrastra las últimas sensaciones del placer. Tenía decidido que aquella mujer sería suya.

Cuando de nuevo abrió los ojos, apenas dispuso de un instante para contemplar a su amante, sudorosa y con una expresión fiera y decidida, mientras sostenía su propia espada con ambas manos. No tuvo tiempo de reaccionar porque ella descargó entonces el arma con todas sus fuerzas y cortó de un perfecto tajo su cuello de toro, y la cabeza de Holofornes, todavía con una sonrisa de placer en los labios, cayó al suelo. Judit contempló el cuerpo vigoroso y desnudo del general y lo admiró, habiéndole dado tanto placer. Reconoció que era tan cruel como perfecto amante y dio entonces otro corte en la entrepierna para quedarse con lo mejor que había en el asirio... Luego se vistió y, ocultando la cabeza del general bajo su túnica, salió de la tienda. Dirigió una sonrisa insinuante a los centinelas que no habían dejado de pensar en las maravillas que disfrutaría su líder en aquella tienda...

A la mañana siguiente los oficiales asirios encontraron el cuerpo de su líder desnudo y decapitado en un lecho De sangre. Fue el principio de la confusión. Los asirios se sentían aterrados y más lo estuvieron cuando divisaron la cabeza de Holofornes empalado en las murallas de Betulia. Se sintieron furiosos porque la ramera hebrea había asesinado a su general, pero había mucha confusión y discordias que entre los oficiales; también había un ejercito hebreo a las puertas de la ciudad y el sitio fue levantado con mucho apresuramiento para regresar humillados a Asiria.

En Betulia la alegría fue inmensa y hubo grandes festejos para celebrar la marcha de los asirios. La vilipendiada Judit se convirtió en la heroína de la ciudad y de todo Israel. Desde luego siguió disfrutando de su alegre vida y no le faltaron nunca amantes, pero ahora ella pasaría a pertenecer a la memoria del pueblo del Israel y su historia quedaría entre las hojas del libro sagrado de los judíos, si bien algo deformada porque su lujuria era difícil de digerir para el pueblo más puritano de la Antigüedad...

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