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De cómo los homosexuales hundieron la civilización

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Ocurrió que, no hace mucho tiempo y en un reino muy cercano, vivían hombres y mujeres felices y virtuosos que vivían conforme al orden racional y metódico que Dios había preparado para ellos... Bueno, maticemos que en realidad no eran tan virtuosos, porque ni uno dejaba de practicar el vicio, pero lo hacían de forma digna y discreta: practicando la virtud pública y el vicio privado.

Así, un caballero podía mantener a sus amantes sin que por ello dejara de ser un honorable padre de familia. Un matrimonio estaba indisolublemente unido después de haber probado los intercambios de parejas y otros juegos perversos. El varón que había sido azotado duramente por la fusta de una extraña mujer ataviada de cuero negro y sobre sus altos tacones, se mostraba orgulloso ante los demás y con la cabeza bien alta. Nadie dejaba de saludar educadamente al vecino que venía de pasear al perro que le había hecho una felación antes. La adorable hija que bebía los viernes hasta quedarse borracha y dejar que cualquier chico se la llevase a la cama, no dejaba por eso de ser menos adorable, como tampoco dejaba de serlo su hermano, que tenía las manos cubiertas de callos tanto teclear en busca de pornografía cibernética...

Éste era nuestro reino feliz, en el que todos vivían según el vicio privado y la virtud pública. La economía prosperaba y no pasaba un día sin que se levantase otro sexhop, burdel o sala de cine x. Todo esto gracias al buen gobierno de los políticos, que no por mantener a sus amantes dejaban de cumplir con sus obligaciones, y a la virtuosa predicación de los sacerdotes, especialmente amantes de los niños, con los que no dudaban en llevar la máxima “dejad que los niños se acerquen a mí” hasta sus últimas consecuencias. En resumen, era una vida ordenada y que nadie pensaba que pudiera terminar.

Pero ocurrió que un día, algunos de ellos pretendieron llevar el vicio más allá. A las perversiones ya citadas, tan sólo unos pocos ejemplos porque ocurrían muchísimas más, añadiremos que algunos gustaban de mantener relaciones con los de su mismo sexo. No se les prohibía, desde luego. Tenían su sitio como todos los demás, pero su soberbia era tal que no se conformaron con ello y pretendieron hacerlo de forma pública.

No sabemos cómo ocurrió exactamente. Quizás algunos decidieran vivir juntos. Dejaron de ser discretos y se supo. Luego muchos siguieron su ejemplo, hombres y mujeres (entonces se les llamaba gays y lesbianas según el sexo respectivamente, u homosexuales en general).

La sociedad empezó a padecer el pánico colectivo. No se trataba sólo de que les asquearan estas costumbres porque, en general, a cada cual le disgustaban los vicios de los otros y consideraba que tan sólo su propia perversión era adecuada y de buen gusto. Lo que realmente provocó la alarma es que quisieran hacerlo públicamente y pretendiendo además que podrían mantener relaciones serias y formales, nada menos.

Esto fue la gota que colmó el vaso y muchos anticiparon ya la caída de la civilización. No se equivocaban pero no fueron escuchados porque los que vislumbran más allá del presente nunca son escuchados. Incluso el Sumo Pontífice avisó de la cólera divina que podría llegar; tampoco fue escuchado.

Entonces se aceptó plenamente el vicio y desapareció la virtud pública. Ahora cada uno mostraba sus vicios y nadie se escandalizaba de nada. Y en esto los perversos homosexuales arrastraron a muchos con ellos. Los hombres ya no podían dejar a sus esposas ir a visitar a sus amigas por temor a perderlas y las mujeres no abandonaban a sus maridos ni para ir el trabajo. Ya nadie confiaba en nadie.

¿Y los niños? Los niños, pobres criaturas, empezaron a malearse, especialmente los que quedaban a cargo de los homosexuales, que se atrevían a tal desatino. Así, algunos desarrollaban tendencias homicidas mientras que otros afirmaban ver a los muertos paseándose entre nosotros para advertirles del error que estaba cometiendo la sociedad. Raro era el adolescente que no acababa siendo un drogadicto o, peor aun, un travestido o una marimacho.

 

La civilización estaba perdida. El reino se hundió en el caos y la anarquía moral y fueron muy pocos los que escaparon al torbellino del vicio. Estos pocos exhortaban al resto a abandonar su vida de libertinaje y trataron por todos los medios de convencerles. No pudieron hacerlo y sufrieron por la suerte de los demás porque Dios revelo al Sumo Pontífice que tanto vicio merecía un contundente castigo.

Sin embargo, sus escasos seguidores le suplicaron que perdonaran a los perversos porque eran muchos los que aún se conducían rectamente. Prorrogaron el fin pero no más, porque su número decreció. Primero fueron millones, luego cientos de miles, decenas de miles y finalmente unos pocos centenares.

Ya no era posible perdonar tanta impiedad. El reino se había convertido en una Sodoma donde cada cual creía que podía decidir sobre su vida y vivir según sus gustos y creencias; así de absurdos eran sus habitantes. Tanto libertinaje tenía que terminar y no pudo seguir siendo disculpado.

Llegó el último día y los fieles se congregaron en los templos y aguardaron la purificación. Oraron todo el día y al ponerse el Sol su misericordioso Dios iluminó el cielo estrellado con nubes de fuego. La tierra se resquebrajó y el reino se hundió entero con todos los perversos como fueran destruidas las ciudades de Sodoma y Gomorra.

Quedaron los leales a Dios y construyeron una nueva civilización, más virtuosa que la anterior. Así encontraron la felicidad en la virtud del trabajo duro y la sumisión. Construyeron templos más altos bajo el alegre ritmo del látigo y practicaron el celibato, el ayuno, la obediencia y demás virtudes que conceden la verdadera felicidad.

Y vivieron felices y encontraron la salvación eterna, que es el bien último y verdadero.

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