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Ulises (4: la princesa Náusica)

en Fantasías Eróticas

Gracias a la magia de la ninfa Calipso, la balsa de Ulises avanzó rápida y segura en el mar mientras los días se sucedían monótonos y Ulises no se cansaba de otear el sempiterno horizonte azul buscando tierra y rogando que perteneciese a la de su amada Itaca.

Pero ocurrió que Poseidón, el que mueve las tierras y agita los mares, regresó del país de los etíopes donde estaba y supo que Calipso había dejado marchar a Ulises de Ogigia. Se enfureció enormemente y su ira se convirtió en terrible tempestad. La magia de la ninfa no podía evitar que las olas zarandearan la balsa del héroe y le hicieran temer por su vida.

En esta difícil situación le encontró Ino, la de los pies hermosos, la hija de Cadmo que había sido mortal y ahora disfrutaba de una existencia eterna en los fondos del océano. Asomó su cabeza y Ulises vio sus cabellos largos flotando sueltos en el agua como una medusa y sobresaliendo sus pechos lo suficiente para distinguir los rígidos pezones como rompeolas. Era una visión turbadora y su voz suave en medio de la tempestad no convenció a Ulises cuando le aconsejó saltar al mar y dejarse llevar por ella hasta su isla.

Sin embargo, Ulises no confió en su ofrecimiento. Recordaba a las sirenas de canto sensual y enloquecedor que despojaban a los marineros que las escuchaban de toda razón, hasta hacerlos arrojarse al mar, y allí los abrazaban y los sumergían entre risas mientras morían ahogados y dichosos entre sus brazos largos y sus hermosos pechos, arrebatándoles el aire con sus labios...

La prudencia salvo a Ulises de una muerte segura. Ino era inmortal pero no dichosa porque no podía tener la compañía de un hombre, y atraía a los mortales para copular con ellos en el mar; morían inevitablemente cuando trataba de llevarlos con ella a las profundidades donde vivía. Se retiró airada por la negativa de Ulises y afortunadamente para él no vio cómo una gigantesca ola precipitaba a Ulises y su frágil balsa al mar.

De nuevo Ulises despertó en una playa extraña y de nuevo no era su isla sino la costa del lejano y rico país de los feocios. Alcino era el rey de aquel país y Náusica su amada hija, y la que encontró el cuerpo de Ulises varado en la arena. Contempló el cuerpo desnudo del héroe y le parecieron muy hermosos sus cabellos castaños, su figura viril y también otros encantos que no tenía oportunidad de ver en un hombre... Con la ayuda de sus dos doncellas le socorrió y le llevó al palacio de su padre.

Los feocios no eran un pueblo que recibiese muy a menudo extranjeros pero fueron hospitalarios con Ulises y le dieron motivos para recordarles con agradecimiento. El rey Alcino pudo oír su fascinante historia y admiró al héroe llegado por sus proezas; también envidió su estancia en la isla de Ogigia. Ulises comió los ricos manjares de su anfitrión y participó en los juegos a los que eran aficionados los feocios, destacando en el lanzamiento de disco como en su juventud en Itaca.

Desde que le había encontrado desnudo y tendido en la playa, la princesa Náusica estaba más admirada aun que su padre por el recién llegado y su heroica historia y la destreza mostrada en las competiciones acabaron de hacerle desear a aquel hombre. Pasaron pocas noches antes de que se presentase en secreto y acompañada de sus dos doncellas a la habitación donde dormía aquel hombre.

Se sorprendió Ulises de verla entrar allí mientras reposaba en el lecho y más se admiró cuando le confesó su amor y añadió después:

- Sé que no puedo ofrecerte la inmortalidad y la belleza de la ninfa Calipso. ¿Qué podría darte yo que esa mujer no pudiera darte? Sin embargo yo también quiero retenerte a mi lado y te ofrezco lo poco que tengo.

Entonces las doncellas la despojaron de su túnica y Nausica apareció ante Ulises sin otra ropa que una minúscula tela que cubría su sexo. La hija de Alcino era la mujer más hermosa entre los feocios y todos los nobles deseaban desposarla. Su cuerpo no era tan maravilloso como el de Calipso pero sí más tierno por su piel blanca y sonrosada, y su juventud, porque Nausica apenas había cumplido los catorce años. A esta belleza tan joven y deseable de dulces cabellos castaños y jugosa boca, sumó la posibilidad de convertirse en su rey: su padre aceptaría gustoso tenerle como yerno.

Ulises se excitó y sintió su pene crecer bajo la manta. Era fácil tomar aquello que le ofrecía y convertirse en rey de un país mucho más rico que su isla pero había rechazado la inmortalidad y los placeres de Calipso, y ahora rechazó igualmente la oferta de Náusica, aunque sin dejar de alabar sus encantos para no herirla.

La princesa no se sintió herida porque era lo que lo esperaba. Habló entonces mientras su cara enrojecía por el rubor:

- A quién le es hecha una oferta a cambio de algo es libre de aceptarla o no, pero si esa oferta es un regalo está obligada a aceptarla. Y yo quiero darte lo que una mujer sólo puede dar una vez, esta noche, y sin más contrapartida que saber que será tuya...

Y la princesa se despojó entonces de la tela y quedo totalmente desnuda. Ahora Ulises pudo ver su sexo virginal entre sus piernas y la deseó aun más

- Escúchame, bellísima princesa de los feocios. Tu padre me ha acogido con generosidad y la generosidad no puede ser correspondida abusando de ella. Yo no podría tomar su tesoro más valioso...

Así trató de razonar Ulises con ella pero le interrumpió.

- Me tendrás, quieras o no, porque si no aceptas tomar mi regalo yo misma me desvirgaré pensando en Ulises, al que tanto deseo...

La cara de Náusica estaba enrojecida por el pudor que se mezclaba con el deseo febril y apasionado. Intuyó Ulises que su voluntad era inquebrantable y cedió a su propio deseo: la princesa era tan apetecible... Ulises la invitó a entrar en su lecho y pronto pudo acariciarla y envolver su joven cuerpo con el suyo. Náusica suspiró entre sus fuertes brazos y los acarició, beso sus labios con su joven e inexperta lengua y le invitó a tomar lo que tanto deseaba darle mientras él besaba unos pechos aún pequeños pero erguidos y de pezones duros como el granito.

Era Ulises ya un hombre maduro pero no tuvo dificultad en tomarla. La dejó reposar sobre el lecho y empujó dentro de ella. Su pene traspasó el umbral que tanto deseaba atravesar y fue recompensado con los gemidos de dulce dolor de Náusica, que lloraba y gozaba al mismo tiempo viendo perdida su virginidad. Un último gritito señaló el final y ahora el recio pene de Ulises estaba muy dentro de ella y él empujaba a placer y cubría de besos la cara descompuesta de gozo de la princesa.

El dolor había dejado paso al placer y Náusica le abrazaba fuertemente y ansiando que eclosionara la virilidad de aquel hombre dentro de ella. No creía que tanto placer fuera posible y rogaba a Ulises:

- Tómame, Ulises, te lo ruego, tómame...

Ulises sonreía pero quería darle más placer aun. Sacó su pene y tocó con sus dedos el coño que era virginal hacía tan sólo un momento. Empezaba a estar húmedo y mojó la punta de sus dedos para que Nausica los chupara mientras él volvía a meter su pene en ella.

Creía ya Náusica que era imposible gozar más y se sentía agradecida y furiosa con él. Le suplicaba que acabase de tomarla, que la llenara con su semen, y excitaba más a Ulises pero sin hacerle perder la paciencia. Veía desesperada la sonrisa del despiadado Ulises, que no quería terminar de darle placer. De nuevo el héroe hundió sus dedos en su sexo y ahora los sacó completamente húmedos hasta la última falange y se los hizo probar a la desesperada Náusica. Sus piernas flojeaban ya y su cara estaba totalmente enrojecida, como si se ahogara. Era el momento y Ulises le concedió lo que tanto quería. Desbordó su abundante semen dentro de su princesa y ella gimió de tal forma que sus doncellas, que la esperaban fuera de la habitación, la escucharon con mucho interés. Náusica no podía moverse ahora del placer y quedó mirando los frescos de la instancia con la mirada perdida y el coño inundado por el semen de su héroe.

Pasó aquella noche abrazado a Ulises pero, antes del alba, entraron las sirvientas y ayudáronla a incorporarse porque sus piernas vacilaban de tanto como había gozado Ulises en ellas, y a vestirse; y la llevaron a su habitación.

Acabó algunas semanas después la estancia de Ulises en el país de los feocios y Alcino no sólo le dio un barco como le había prometido sino gran cantidad de objetos de oro de su palacio, porque quería compensar de algún modo las penalidades en su viaje; y aun animó a los nobles a prodigar su generosidad con el visitante. Reunió así Ulises un tesoro mayor que el que le había correspondido en el saqueo de Troya, pero lo que realmente le ilusionaba es que llegaría finalmente a Itaca.

Montó seguro en el barco y se hizo a la mar, viendo a Alcino y a Náusica en el puerto hasta que desaparecieron de su vista. Miró los ricos regalos de los feocios y pensó que ninguno tenía comparación con el que le había concedido su bella princesa.

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