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Cuentos No Eróticos: El crepúsculo de un rey

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Con dolor despegó los párpados, pegajosos de la sangre seca que cubríale la cara desde la oreja derecha hasta la barba castaña, ahora de color escarlata, y finalmente pudo contemplar en silencio y de pié la luz del alba.

Una línea roja en el horizonte, estrecha como si la aplastara el enorme y todavía azul oscuro cielo sobre ella, anunciaba otro día que, sin embargo, era igual a los demás y al mismo tiempo distinto. Bien podía decirse que era el último día para muchos.

Cierto que la tierra no temblaba, resquebrajada por tremendas grietas supurando mares de fuego en los que ahogar la civilización y todas sus ciudades. Así les gustaba hablar a los apocalípticos y éstos eran muchos en estos tiempos en los que cualquier mendigo que predicara calamidades se convertía en profeta. No, esto no había ocurrido y puede que no ocurriera jamás, pero ese amanecer era el crepúsculo de un reino y también de la vida del joven soldado. Llegaba el principio del declive y ningún sabio podía conjeturar qué habría de venir después, y si es que existía siquiera algún futuro. La civilización se hundiría entre los gritos gozosos de sus salvajes enemigos y los lamentos de los derrotados y de los moribundos, y no entre mares de fuego, porque así había ocurrido antes y así volvería a ser.

Y él seguía pensando en sobrevivir. Aunque el reino se hubiera hundido ante sus ojos con lo que restaba de sus otrora gloriosos ejércitos, él quería sobrevivir, aunque le hubieran sido arrebatadas todas las cosas que había amado y por las que había vivido hasta entonces. No importaba: ahora quedaba la venganza y ésta era razón suficiente para continuar viviendo...

El joven guerrero se sintió viejo por vez primera en su vida, y su cota de malla, elaborada con anillos de hierro, se tornó en una pesada carga ahora que se apareció ante sus ojos el espectáculo más desolador de su vida.

El Sol no fue misericordioso y siguió levantándose, como si nada hubiera sucedido, sobre los míseros mortales y sobre el único superviviente en un campo de muerte. La luz del amanecer descubría los cadáveres y éstos dejaban de semejar rocas informes para que pudiera distinguir los cuerpos de muchos y gallardos guerreros. Por sus rostros supo que allí quedaban los más valerosos y arrojados jóvenes del reino y que les acompañaban los experimentados veteranos. Las cotas de malla y las armaduras brillaban bajo la luz del Sol, relucientes a pesar de toda la sangre vertida y de las abolladuras. Sintió estremecerse: ¡eran tantos los guerreros muertos!

Así pasó las primeras horas de la mañana: recorriendo a paso lento y cansado el campo de batalla, lamentando cada compañero caído. También había muchos enemigos y algún consuelo sentía cada vez que veía a uno de aquellos bárbaros. Pero el consuelo que nos da un enemigo muerto no puede compensar, ni de lejos, el dolor por un compañero caído.

Sus sentidos, aunque algo embotados, reaccionaron, y descubrió que el cuerpo de un caballo caído en el suelo se movía. Desde luego, no era el mismo caballo el que intentaba moverse, porque estaba patentemente muerto; tenía los ojos abiertos y la lengua fuera en un gesto de agónico dolor. Más bien parecía que un hombre tratara de levantarlo, y enseguida se echó al suelo para ayudarle a mover el cuerpo del animal. No era el único superviviente sino que allí, bajo los cadáveres de un caballo y algunos soldados, había otro camarada. Parecía muy debilitado y no podría haber escapado sin la ayuda del joven. Cuando asomaba un tercio de su cuerpo, le agarró por los hombros y empujó hacia atrás hasta conseguir liberarle. Después le tendió en el suelo, se hallaba demasiado lastimado para levantarse, y le miró con los ojos muy abiertos.

Se encontraba en un estado lamentable. Había sangre en su cara y en todo el brillante pectoral y hasta en las piernas. Su pierna izquierda le colgaba inerte y resoplaba fatigado, con los ojos entreabiertos. Pero su salvador se sentía maravillado por el yelmo de plata. Ante sus ojos, su rey se estaba muriendo.

- ¡Mi señor! – dijo, tan sorprendido y afectado que olvidó cuadrarse correctamente.

- Gracias, soldado... Quiero morir bajo el Sol y no aplastado bajo el cuerpo de un caballo, aun cuando fuera un animal magnífico y que nunca se asustó en la batalla.

Las palabras sonaron dignas pero lentas y cansadas. El guerrero sintió un desánimo infinito y deseó no haber vivido para esto... Luego olvido este pensamiento porque su primer deber era servir a su señor y no había lugar para la autocompasión.

- Señor, dadme vuestra mano y saldremos de aquí. – El rey le sonrió como si hubiera dicho una tontería –. Os conduciré fuera del campo de batalla y a salvo.

- Mi pierna está rota y mi reino perdido. No me queda mucho de vida. Déjame estar y dime tu nombre, soldado.

- Ghetar.

- Entonces déjame, porque pronto vendrán en mi busca y si te encuentran conmigo, serás su prisionero. Esa gente no tendrá piedad y no mereces morir así por un viejo perdido.

Ghetar quiso replicar, la situación era tan inusual que se hubiera atrevido a replicar a su rey, él, que nunca había desobedecido a un superior. Pero el rey le hizo una señal con la mano y calló. Pasaron algunos minutos en silencio.

El joven soldado miraba el horizonte desde la suave pendiente del cerro donde había encontrado al rey. Su vista encontró a un lejano grupo de hombres que se acercaban a ellos. Las pieles y cascos oscuros les delataban: no eran amigos.

- Debo llevaros conmigo o seréis su prisionero.

- Jamás seré su prisionero. Es el momento de que me prestes un último servicio. Coge tu espada y dame el descanso que merezco.

Ghetar abrió mucho los ojos y le miró atónito. ¡Él, matar a su señor! ¡No haría tal cosa! No podía hacerlo: había jurado defender su persona, arriesgando su vida si era necesario. Ahora su rey le pedía la muerte y él no podía acatar tal orden, no... Por otra parte era su rey y no podía ser desobedecido.

El rey notó que vacilaba y volvió a hablarle:

- ¿Me negarás una muerte rápida? ¿Has jurado defenderme y me entregas a unos desalmados que harán escarnio de mi persona antes de darme la muerte más indigna?

Pero el joven vacilaba. El rey le miró con rabia pero luego con más comprensión.

- ¿Es que no cuenta antes el honor que la vida? – le preguntó lastimeramente.

Las manos le temblaban cuando llevó la punta hasta el lugar entre la cintura y el pecho donde el pectoral no protegía la carne. Tocó el sitio y por fin se decidió: hundió el hierro hasta empaparla en sangre y su rey se agitó en un último estertor de muerte. Abrió éste mucho los ojos y luego los cerró en paz. Su servidor ni siquiera pensó en recuperar su espada: estaba empapada en la sangre de su señor y él no era digno de empuñarla siquiera. En cambio, se agachó para recoger otra espada que encontró algunos metros más allá, y quedó en silencio, esperando a que viniesen por él. Pronto estaría muerto también.

Los minutos fueron eternos pero él no se movió porque velaba el cadáver de su rey y sólo lamentaba no tener tiempo de darle una mínima sepultura. El silencio era casi total, solamente roto por algunos gritos lejanos y los cascos de los jinetes. Les esperó espada en mano.

*****

No sé si será correcto seguir escribiendo en esta serie de "cuentos no eróticos" que comenzó Trazada, ahora que él se ha ido.

Agradeceré vuestros comentarios y críticas.

Un saludo cordial. Solharis.

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