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Lo que cuesta vale

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LO QUE CUESTA VALE

Hace unos años fui designado secretario de un importante congreso médico a realizarse en Buenos Aires. Como tal debía ocuparme de todo lo referente a la organización del evento. Recurrí entonces a una conocida empresa dedicada a esas tareas.

El gerente de la empresa luego de interiorizarse de las características de la contratación, que era importante dado el considerable monto de dinero que implicaba, designó como nexo a una de sus asistentes con la que debía tratar.

La asistente en cuestión era Mónica, una espectacular rubia de unos treinta años con aspecto de mujer seria y profesional. Rondaba los 1,75 de estatura, melena al hombro, un rostro sumamente agraciado en el que destacaban sus ojos azules y su boca de labios generosos; abundante, sin ser exagerado, su busto; caderas amplias y bien marcadas; una grupa de ensueño; muslos largos y bien formados; y unas piernas como para hacer publicidad de medias.

Todo esto pude apreciarlo a pesar de que su vestimenta era muy recatada. El típico traje de chaqueta y pollera bajo la rodilla no lograba ocultar los encantos que cubría, aunque los disimulaba y me exigía un esfuerzo para imaginar lo que no se mostraba.

Mantuvimos tres reuniones estrictamente laborales, allí me demostró su inteligencia y profesionalismo a ultranza. Por ello supuse que nuestra relación no iría más allá de la organización del congreso; pero una débil llamita de esperanza subyacía en mis intenciones.

No sin trabajo llegué a enterarme de que era divorciada desde dos años atrás, y que no se le conocían asuntos sentimentales posteriores ni anteriores a su matrimonio que había durado dos años solamente.

Cuando con guiño de complicidad le comenté al gerente sobre la belleza de su asistente, este me desalentó, confiándome que Mónica era muy recatada y con convicciones morales muy firmes.

Pero el camino a la victoria está empedrado de dificultades, y la única batalla que se pierde es la que se abandona.

Luego de la tercera reunión de trabajo debí volver a Mendoza por un tiempo.

A mi regreso a Buenos Aires telefoneé a Mónica para anunciarle mi visita en la empresa a fin de que me informara de los adelantos en la organización del congreso.

Mi primer objetivo era ganar la confianza de la mujer, y lo intenté llevando la conversación hacia otros temas ajenos al que nos relacionaba y ocupaba. Poco logré avanzar en este sentido, no se desviaba de los objetivos laborales trazados.

Al día siguiente debimos concurrir ambos al auditorium donde probablemente se desarollaría el evento a fin de evaluar las comodidades. No aceptó que la llevara en mi automóvil, por lo que quedamos en encontrarnos en la puerta del Teatro San Martín, una de cuyas salas rentaríamos.

A pesar de que ya conocía a fondo el lugar, por ser asiduo concurrente a espectáculos teatrales, y por haber participado allí en varios congresos, me hice el ignorante por el sólo placer de recorrer las instalaciones en tan agradable compañía. Y como es deber de caballero cederle la delantera en todo, me recreaba contemplándola desde atrás, sobre todo cuando subíamos escaleras.

Sabía que en Buenos Aires no había otro lugar más apto para el congreso. Pero aduje que no terminaba de decidirme y le propuse que tomáramos un café para conversar el asunto. Fuimos a una confitería elegante, porque me negué a volver a su oficina alegando falta de tiempo.

Revolviendo su café parecía que ella se sentía más distendida, quizás el ámbito de trabajo la cohibía. Allí, después de haber acordado en que el San Martín sería la sede del congreso, recién pude derivar la conversación hacia otros rumbos, libros, cine. Mónica me demostró una cultura general muy amplia.

Le propuse que abandonáramos el trato protocolar , y nos tuteáramos, ya que deberíamos trabajar bastante tiempo juntos. Ante mi sorpresa aceptó.

Luego de los cafés propuse una copa, ya era cerca del mediodía. Dos martinis le resultaron adecuados.

Rechazó mi invitación a almorzar, me confió que nunca almorzaba para mantener su peso y su figura. La acompañé hasta la playa de estacionamiento en la que había dejado su auto, y allí nos despedimos con un apretón de manos. La noté menos helada que en ocasiones anteriores.

Dejé pasar dos días antes de variar la estrategia. Por la tarde, cerca de la hora en que sabía que dejaba su trabajo, la llamé por un detalle urgente y le propuse que fuéramos a cenar, ya que yo no disponía de otro momento, así mientras comíamos podríamos hablar del tema tranquilos. Ante mi sorpresa aceptó, no así el que pasara a buscarla por su domicilio.

A la hora convenida nos encontramos en la puerta de un restaurante exclusivo en la zona de Recoleta. Todo mi ser dio un salto al verla, su atuendo ya no era el de la eficiente ejecutiva. Venía enfundada en un bello vestido de noche que, si bien era recatado por abajo y por arriba, destacaba un tanto más su exquisita y madura belleza.

Fue una excelente cena, y en la mejor compañía.

Mónica sólo comió ostras con champagne, compartimos ese plato pero yo seguí con carne asada y postre. Con el café tomamos sendas copas de coñac VSOP.

En la cochera, junto a su auto nos despedimos con un beso en la mejilla, aunque yo hubiera deseado algo más.

Enfrié la cosa en los días subsiguientes. En una semana sólo la ví dos veces en su oficina. El sábado al mediodía la llamé a su casa (había conseguido su teléfono particular por si debía comunicarme con ella para resolver alguna urgencia) y la invité a ir al cine al atardecer.

Me dijo que sí, que necesitaba distraerse luego de una semana ajetreada.

De común acuerdo elegímos un filme que venía con muy buena crítica, era del género de suspenso, acción y terror.

En la oscuridad de la sala, en las escenas culminantes, aferró mi brazo asustada. Pero rechazó mi mano que se ofrecía para contener su miedo. La sola proximidad de esa mujer me excitaba. Al salir del cine debí disimular trabajosamente la erección ostentosa que portaba.

Comentar la película vista es un ritual insoslayable. Fuimos a un bar cercano, y con dos vasos de whisky empezamos la charla. Los whiskys se sucedieron en el debate acalorado sobre lo que habíamos visto, debate que generé a propósito.

A una hora prudencial le sugerí que fuéramos a cenar a un restaurante francés en La Lucila (localidad del gran Buenos Aires algo distante pero muy chic), y Mónica me hizo una concesión suprema fuimos, cada uno en su auto , hasta el edificio de departamentos en que vivía ella. Dejó su auto en la cochera y partimos juntos en el mío.

Fuera de su oficina, y en un día no laborable, me pareció que bajaba un tanto su férrea guardia. Durante la magnífica cena abordamos muchos temas hasta que llegamos a lo personal. Adopté mi rol de hombre solo, desprotegido, incomprendido.

Esta táctica suele dar resultados porque estimula el sentimiento protector que anida en el alma de toda mujer. Mónica se reveló como experta conocedora de vinos, y descorchamos algunas botellas de malbec. Amén de los martinis previos y los brandys posteriores. Esta vez comió algo más y pidió postre.

Al salir me confió que de haber venido en su auto no se hubiera animado a manejar de regreso.

En el recorrido se adormiló, y algunas veces apoyó su cabeza en mi hombro. Así estaba al llegar a su casa. No advirtió que ya habíamos arribado cuando detuve el auto y apagué el motor.

Toqué su hombro izquierdo para despertarla. Se pegó más a mí, estaba soñando con la película.

Al descender del auto la vi vacilante, por lo que no se opuso a que la acompañara hasta su departamento. Una vez en la puerta se vio casi obligada a invitarme con el último café.

Un living muy lindo, decorado con buen gusto. Puso una música suave mientras preparaba el café en la cocina.

Al regresar se sentó a mi lado en un sofá de tres cuerpos. Lo profundo del asiento hizo que su vestido se levantara un tanto y me permitiera contemplar el nacimiento de sus muslos. Al ser verano y no llevar medias pude admirar su piel tostada y suave a la vista.

Ella misma sugirió más whisky, al día siguiente no debía levantarse a horario.

Por influencia del alcohol y de la situación la charla giró a temas más íntimos. Me contó de sus dos años de divorciada en los cuales no había habido sexo de ningún tipo. Pese a haber tenido varios pretendientes ninguno le había interesado ni para un simple beso.

A modo de chanza le pregunté si no se habría olvidado de besar.

Asombrado pasé de cazador a presa. Se acercó y tomando mi cabeza puso su boca sobre la mía y me penetró con su lengua. Durante unos cinco minutos pude mantener mis manos quietas. Al segundo siguiente mi mano se apoyó en su rodilla y de allí inició el camino ascendente por su muslo.

Al sentir la mano invasora Mónica se frenó, se alejó y se puso a llorar desconsolada. En una catarata de palabras me dijo que no pensaba llegar a eso, que la había descolocado con mi caballerosidad y gentileza, que había bebido más de la cuenta, que su soledad era muy dura, que aunque le había movido el piso ella no era una cualquiera que se entregaba al primero que pasara, que se había mantenido durante dos años sin un hombre. En fin una serie de argumentos valederos.

Para mí era imposible retroceder desde el punto al que habíamos llegado. Y mis argumentos no fueron menos valederos que los suyos. Me gustaba demasiado, creía estar enamorándome, también yo estaba solo. Y si habíamos congeniado hasta allí no era aventurado avanzar algo más.

Y para demostrarle cómo me había puesto tomé su mano y la deposité sobre mi verga dura y caliente. Por sobre mi ropa la apreció durante un par de minutos, y casi me hace acabar vestido.

Volvió a servir whisky, tal vez para darse ánimo. Y vaya si se lo dio, vaso en mano se acostó atravesada en el sofá, apoyada en mis piernas y ofreciéndome su boca.

Mientras nos besábamos dejé mi vaso y la abracé. Esta vez mi mano derecha acarició sus tetas, la tela del vestido era tenue y me permitía sentir sus pezones duros y erguidos.

Mi diestra cambió otra vez a sus muslos levantando su vestido, la vista era incomparable, y el tacto de lo mejor. Llegué a su tanga empapada por la secreción de su concha caliente. Sin dejar de jugar con nuestras lenguas aparté la tela y con el índice empecé a sobar su clítoris; una aceituna grande y caliente.

Sentí su primer orgasmo antes de que se pusiera de pie y tomándome de la mano me guiara hacia el dormitorio. Una cama matrimonial nos guiñaba llamando.

De pie volví a abrazarla y juntó su cuerpo al mío apretándome en su abrazo. Mi poronga erecta se fregaba contra su vientre. Desprendí los botones de su vestido y ella me ayudó a quitarlo de sus hombros dejándolo caer al suelo. Retrocedí dos pasos.

Ante mis deslumbrados ojos estaba la hembra más hermosa que recordaba. Todo lo que había imaginado resultó escaso ante esa realidad.

Rápido me desvestí hasta quedar en slip. Antes de quitarle el soutien la abracé desde atrás apoyándole la pija en el culo perfecto. Luego, siempre desde atrás, tomé sus dos tetas recreando mis manos en esos globos perfectos, sus pezones estaban duros como carozos.

Le bajé la tanga hasta las rodillas y ella moviendo sus piernas terminó de sacarla, se agachó algo para hacerlo, y el culo se mostró en todo su esplendor.

Ya en la cama me saqué mi slip, tomando su mano la llevé hasta mi verga. La sacó como asustada. Me contó que su único hombre había sido su ex marido. Y era del Opus Dei; ella tomaba anticonceptivos a escondidas, porque el tipo se negaba a usar condones. Sólo la cogía con la luz apagada y en la posición del misionero. Mónica no conocía el sexo oral ni el anal ni la masturbación. Su ex marido la cogía sin calentarla previamente, le decía que gozar era pecado. Ella sufría desde su psiquis y en su cuerpo. Conoció muy pocos orgasmos en su vida de casada; estos fueron producto de su naturaleza caliente y reprochados por su ex.

No quise apresurarme en esta primera vez. La acaricié entera y tan sólo eso la puso a punto. Me gritó que por favor la cogiera ya, y se tendió boca arriba abriendo las piernas, en la única posición que conocía.

Me coloqué dentro de la maravillosa Y griega de sus muslos, y con la poronga en una mano le abrí los labios vaginales masajeando su clítoris. Otro orgasmo gritado. Pidió otra vez que se la metiera.

Mi glande comenzó a entrar en su concha. Con la mitad de mi verga adentro sobrevino otro orgasmo ruidoso. Al fin podía darse el gusto de gritar su placer.

Con mucha calma y deleite le fui poniendo la pija entera y la deslicé por la estrechez de su vagina. Mónica empezó un orgasmo eterno. Tomamos ambos el ritmo adecuado; ella elevaba su pelvis cuando yo empujaba hacia delante, y la bajaba al retirarme yo. Mientras ella gritaba desaforada; totalmente fuera de control conciente me decía cuánto estaba gozando la cogida. Mi leche pugnaba por volcarse en esa dulce cavidad. En una penetración profunda, y sin pensarlo para nada, acabé con fuerza en su interior. Ella siguió con su orgasmo hasta que mi herramienta perdió su rigidez y solita abandonó su dorada prisión.

Nos quedamos en silencio, apenas tocándonos hasta quedarnos dormidos .

La noche recién empezaba y podía llegar a durar varios días.

Me había llevado más de un mes llegar hasta esa noche.

Como viejo jugador de truco pensé " LO QUE CUESTA VALE".

CONTINÚA.

Sergio.

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