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El Pasajero

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UNA IMAGEN DEL PASAJERO

Herr Kleizer

 

Por esas emergencias del trabajo, tuve que ir de emergencia de San Pedro Sula a Tegucigalpa, saliendo de mi casa como a las diez de la noche; ni siquiera me tomé la molestia de revisar si mi pequeño Honda estaba preparado para el largo viaje. Me despedí de Beatriz y mi hija ya estaba dormida.

La noche era regida por una imponente luna llena, que me pareció más grande y fluorescente que lo usual, la carretera a su vez, estaba especialmente solitaria. El frío era casi intolerable, por lo que apagué el aire acondicionado y bajé el vidrio de la ventana, pero sólo un poco porque el sereno era casi igual de cortante en su helor.

En el asiento del pasajero tenía mi fiel cámara fotográfica, y es que soy periodista. Como a eso de las once de la noche (es que hasta el reloj olvidé e iba calculando el tiempo a puro "empirismo") transité a toda velocidad los linderos del Lago de Yojoa, cuyas aguas reflejaban casi sobrenaturalmente los haces lunares.

En ese instante, vi algo que me llamó la atención: una silueta humana caminando flemática en el borde de la carretera. A medida que me acercaba me parecía ver que se trataba de una joven muchacha envuelta en un largo manto amarillento, ocultas sus facciones, apenas visibles sus manos tan blancas como la luna, que aferraban la prenda.

Pasé a su lado y, algunos segundos después, detuve el vehículo y retrocedí hacia ella, hasta pararme a su lado.

-Buenas noches –le saludé.

La muchacha se detuvo y me miró, percibiendo el brillo de sus ojitos tímidos tras el velo de oscuridad de la improvisada capucha.

-¿Para dónde vá a estas horas? ¿Quiere que le dé jalón? –y al decir esto, le quité el seguro a la puerta del asiento trasero.

La joven se mantuvo en silencio. Me imaginé que era tímida por naturaleza y además, que no es prudente para una mujer confiar en un extraño en tales circunstancias, pero no podía permitirle seguir afuera, a la intemperie y a merced de los verdaderos maleantes. Aunque a ella no le constaba que yo no era uno.

-Véngase conmigo, yo la llevo –insistí y abrí la puerta. Ella dudó unos instantes más, y con irreal sigilo, se escurrió en el asiento trasero de mi carro. Cerré la puerta, puse el seguro y proseguí mi camino.

Transcurrieron varios minutos, y la joven continuaba callada. Yo la miraba por el retrovisor, sin poder distinguir sus rasgos todavía. Y por alguna extraña razón, mi corazón se agitó poco a poco, alguna especie de pseudo-inteligencia en mi ser trataba de avisarme...

-¿Para dónde vas, muchacha? –le pregunté, entonces, hastiado de tanto hielo.

Ella apenas asintió, pudiendo percibir un raro temblor en su cabeza, y gimió quedamente, como si estuviera enferma.

-¿Está usted bien? –le pregunté.

Otro gemido fue su única respuesta.

-No te me acerques... –dijo entonces, si se puede decir que "dijo", porque más bien me pareció una suerte de emanación sonora y ecoica, que fonemas producidos por cuerdas bucales.

-¿Disculpe? –le pregunté.

-¿Qué cosa eres? –"dijo" ella, viéndola casi recostarse atrás.

Decidiendo que había algo extraño en esa jovencita, alcé mi mano para prender la luz interior del vehículo, y el halo dorado inundó la cabina. Y apenas bajé mi mano, vi la cara de mi pasajero...

Pude contemplar, por un diabólicamente largo segundo, esa dentadura filosa y amarillenta, esos huesos ennegrecidos, su cabello desgreñado y sus ojos blancos desprovistos de vida, que entonces se movieron y se clavaron en mí, y eso lanzó el chillido más espantoso de toda mi vida y se abalanzó sobre mí, mordiéndome y arañándome, provocando que perdiera el control del carro, por lo que me salí de la carretera y fui a impactar contra un árbol.

No sé cómo, todavía, pero tuve la lucidez y la condición necesarias para bajarme del vehículo, tomando casi por reflejo habitual mi cámara y huyendo; pronto oí los pasos de esa bestia inefable e indeterminable corriendo tras de mí, gruñendo como animal salvaje.

Me giré sobre mis talones, como pude, apuntando mi cámara, no deseaba perderme esa oportunidad, pero la oscuridad era implacable. Puse mi cámara en modalidad nocturna. La divisé entonces, subida en una rama a pocos pasos de mí. Le apunté y fotografié; el flash, aunque más sutil, debió ella percibirlo de alguna manera, porque inmediatamente después, esa cosa se trastornó más todavía.

Saltó hacia mí, evitándola como me lo permitió mi cuerpo desesperado y la oscuridad, pues la luz de la luna era bloqueada por la frondosidad de los árboles, inclusive perdí la orientación e ignoraba hacia dónde se hallaba la carretera.

Corrí despavorido y ese monstruo me persiguió, rugiendo y profiriendo alaridos inhumanos.

Vi, al final del túnel vegetal, las inconfundibles luces de un vehículo, que aminoró su velocidad, quizás porque su conductor reparó en el extraño ajetreo de gritos y rugidos.

Poco después, ya cuando caí de rodillas exhausto, noté que el monstruo ya no me perseguía, ¿le habrían ahuyentado las luces? No lo sé, pero si es así, ¿por qué no huyó cuando yo me le acerqué en mi carro? Porque andaba de cacería.

Estaba bañado en sudor, y hasta entonces, mis heridas comenzaron a arder en todo su apogeo. El fornido conductor del camión apuntó una linterna hacia mí y vino a socorrerme. Me ayudó a caminar hasta su vehículo.

-Por el movimiento de las luces –me dijo-, noté que un carro se había salido de la carretera y cuando se apagaron de un solo, supe que había chocado, yo vengo de Tegucigalpa y desde el cerro lo noté.

-Gran golpazo se dio, ¿verdad? ¿Andaba usted solo? –me preguntó.

-Sí.

-Qué raro, me pareció oír a una mujer gritando.

-Era algo parecido.

 

Y el camionero me miró con curiosidad y un poco de temor supersticioso. Me apoyé en el chasis de su rastra y, le conté en pocas palabras, mi rarísima aventura con esa aparente muchacha indefensa que de repente se convirtió en un diablo.

Mi oyente se santiguó repetidas veces durante el relato, y luego me dijo lo siguiente:

-A usted le salió la Sucia, la de verdad –y me lo dijo, casi como un secreto. Yo lo miré impresionado, ese cuentecito rural jamás se me pasó por la mente cuando tenía casi encima a ese engendro.

El camionero prosiguió:

-Muchos creen que no existe, porque casi siempre son mujeres pícaras que se disfrazan para asustar a sus maridos mujeriegos y borrachos, o para hacer maldades, pero hay una Sucia, o una Cegua, de verdad, que de verdad es del Infierno, y es la que le acaba de salir a usted.

"Una vez se me cruzó, haciendo de noche esta misma ruta, no fue ni un segundo –y chasqueó sus rechonchos dedos-, pasó corriendo, cruzando la carretera, a varios metros frente de mí, pude ver que es como una muerta podrida, toda gris, casi en los huesos, pero se puede convertir en mujer bonita para atraer víctimas.

-¿Y para qué quiere víctimas, las mata?

-A veces... –me susurró el hombre-, pero casi siempre, le basta con alimentarse de nuestro miedo, y creo que con usted ya tuvo su cena.

El camionero, Joaquín, me llevó hasta una gasolinera, de donde pude llamar a mi colega Federico en Tegucigalpa. La luz blanquecina de los cilindros me relajó mucho.

-¿Qué te pasó, José? –me preguntó por teléfono.

-Tuve un accidente muy raro, Federico, no puedo llegar, pero conseguí algo que ningún otro diario tiene...

-¿Qué cosa?

-La primer imagen fotográfica de la Sucia.

Federico guardó silencio, del otro lado de la línea, incrédulo.

-Yo sé que es difícil de creer, ni yo mismo creía en la Sucia hace menos de dos horas, pero la ví, me atacó, y le saqué una foto, y es una cosa espantosa, pero a la vez grandioso –y observé la macabra imagen en la diminuta pantalla.

-Bueno, lo que tengas, tráelo y aquí lo miramos.

-Bien.

La imagen de la Sucia recorrió el continente, claro que todos dijeron que era falsa, que la tecnología de hoy se prestaba mucho a facilitar fraudes semejantes, aunque nunca indagaron si yo tenía ese equipo, y con el tiempo, bajo el descrédito, la bulla de mi foto murió, excepto para pocos creyentes. Esta es la historia de la imagen de aquél inesperado pasajero...

FIN

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