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Magdalena, su padre y los demás. Parte 1

en Amor filial

Magdalena, su padre y los demás.

Parte 1: Magdalena, Clara y Enrique.

 

         Cuántos secretos, cuántos sucesos ocultos hay bajo la luz del sol, tras las paredes mudas, enigmas horribles algunos, impresionantes otros, sin embargo, la mayor parte de las veces ocurre un fenómeno, que un hecho dado parece correcto y placentero a algunos, y repudiable y deleznable a otros. Que cada quien juzgue entonces, lo que se narra a continuación, pues no es diariamente que puede tenerse noticia de una escultural joven de piel nívea y curvas incitantes, cual avatar de Afrodita o Astarté, enjabonando su cuerpo fogoso y untándolo con aceites y perfumes en su lujosa bañera, temblando de amor y deseo, no por cualquier hombre, sino por el hombre que le dio la vida, su progenitor, su padre.

         Magdalena se acicalaba así, ansiosa de recibir a su padre, ya no solo como figura paterna, sino como hombre, y ella como mujer amante, ansiaba convertirse en una visión agradable para su macho. Magdalena y su padre, Enrique, llevaban dos meses prolongando su pecado, y esa víspera, había una especial excitación rebullendo en el pecho de la joven, pues sería esa noche que se consumaría la primera fase del pacto, pues aguardaban la llegada de Clara y hacer realidad la candente fantasía.

         Magdalena emergió del agua, chorreando cristalina agua desde sus curvas que semejaban riscos lujuriosos, y tras secarse y peinarse detenidamente, procedió a vestirse con el baby doll rosado que su padre había tenido a bien comprarle días antes, reservando su estreno para esa noche de sábado.

         Hacían el amor en los amplios aposentos de él, donde eran menores las posibilidades de miradas indiscretas. Enrique ya había destapado el vino tinto preferido de su hija/amante, ansioso por hacer suyo una vez más la diosa que el destino le había dado por hija. Lot se la pasó de poca madre con sus tres hijas, tras quedarse sin mujer a causa del incidente en Sodoma; Agamenón había hecho lo suyo con Electra; incluso Edipo saboreó los encantos de su exuberante hija Antígona… por qué él habría de tener menos derecho, discurseaba su mente, intentado aplacar cualquier resquicio de culpabilidad, mientras servía la cena y llenaba las copas, palpitando con especial frenesí su excitado corazón al llenar la tercera copa e imaginar que en pocos minutos tendría, además de su bellísima hija, a su no menos preciosa amiga, la rubia Clara de tan solo veinte años.

         El timbre sonó entonces, retumbando en los oídos del ansioso Enrique como si de un trueno se hubiese tratado. Magdalena aún no terminaba de prepararse, así que descendió sólo a la entrada para dar paso a Clara. Enrique suspiró y abrió una de las altas puertas de roble. Su corazón pareció querer salirse de su pecho cuando su mirada se encontró con los ojos azules de Clara, su piel dorada y su rubia cabellera resaltando gracias al corto, ajustado y provocativo vestido de noche carmesí que llevaba puesto, junto a elegantes aretes y zapatos de tacón alto de igual color.

         -Hola, Clara, buenas noches, me impresiona lo bella que te ves esta noche –la saludó Enrique, titubeando un poco. Siempre besaba la mano o la mejilla de Clara, a quien hasta entonces tenía como amiga de su hija y habitante únicamente de sus fantasías destinadas a no cumplirse nunca, pero esa noche era diferente.

         -Buenas noches, don… buenas noches, Enrique –le saludó ella a su vez, vacilando también, al eliminar el “don” del trato al padre de Magdalena, y apreciando su fornido y cuidado cuerpo, evaluando los resultados de las dos o tres visitas semanales al gimnasio, teniendo en cuenta los relatos de Magdalena en cuanto a la virilidad de su padre en cama. Clara lo encontró guapo y atractivo, a pesar de sus sienes entrecanas y su bigote fino.

         Clara y Enrique dudaron un momento, pero ambos pensaron seguramente, con lo que se avecinaba y qué más daba un beso de saludo. Los labios carnosos de la joven se juntaron fugazmente con los de Enrique, intercambiando electricidad esos dos cuerpos que en cuestión de minutos, desprenderían chispas. Clara sonrió como niña pícara y pasó adelante. Enrique pasó su brazo alrededor de la fina cintura de la universitaria y la condujo a sus aposentos en el segundo piso de la mansión.

         Arriba, los esperaba una sonriente Magdalena, envuelta en una bata de seda rojiza. Fue al encuentro de Clara, convidándole un inesperado saludo, exactamente el mismo que con Enrique, lo cual fue gratamente presenciado por el susodicho, quien estaba al tanto del nuevo nivel de intimidad alcanzado por su hija y Clara la semana recién transcurrida.

         Los tres tomaron asiento en la pequeña mesa circular para degustar una breve pero apetitosa cena, pues no es conveniente hacer piruetas ricas con la barriga demasiado llena, según había leído Magdalena en alguna parte.

         -Así que aquí estamos los tres –dijo Magdalena, frotándose las palmas de sus manos, sumamente emocionada. Clara sonrió, recuperando su confianza y su seguridad, igual que Enrique.

         -No sé si desean comer antes o después de… de los puntos de agenda de esta noche –dijo Enrique, tratando de reponerse a su nerviosismo, pues no todas las noches se tiene la oportunidad de retozar de lo lindo con dos ninfas sacadas de las páginas de la mitología griega, o de dos apsaras extraídas de las ilustraciones milenarias del Kamasutra.

         Las dos chicas rieron, complacidas de sentirse bajo los auspicios de un auténtico macho alfa. Clara tomó la mano tibia y fuerte de Enrique, dedicándole una de las mayores expresiones de lujuria que Magdalena pudo verle en su vida, y la joven rubia dijo:

         -No sé tú, Magda, pero llevo casi diez días con mi boca haciéndoseme agua por tragarme la verga de tu padre, me has hablado tantas maravillas de su palanca que soy incapaz de esperar más –confesó, apretando la mano de Enrique, transmitiéndole su urgente necesidad de ser montada como una yegua en celo.

         Enrique y Clara se inclinaron para besarse, primero con delicadeza, de labio, para segundos después, abrir sus bocas y dejar que sus respectivas lenguas escudriñaran las interioridades del otro, gozando Clara al succionar en repetidas ocasiones, la amplia y tibia lengua de quien esa velada sería su marido.

         -No puedo esperar a tener esa lenguota tuya hurgándome abajo, amor –dijo Clara, con tono sensual, desterrado de su ser todo atisbo de timidez o confusión. Magdalena le propuso montar a su padre y eso era lo que Clara venía a hacer, además, su tío andaba en un trabajo fuera de la ciudad, precisamente, la mamada que Magdalena le vio obsequiarle, era un breve regalo de despedida, por tanto, Clara andaba quemándose, casi literalmente, por ser empalada, y la química entre ella y Enrique comenzaba a denotarse como muy propicia.

         -La idea es que de ese cuerpecito tuyo, ricura, para mañana, no haya una sola curva u orificio que mis manos o mi lengua no hayan recorrido –dijo Enrique, suavemente, como si no estuviese presente su hija.

         -Preferiría que me pasaras la verga por toda mi piel –dijo Clara.

         -Podemos intentarlo también, dulzura.

         A todo esto, Magdalena estaba que echaba humo, rezumando néctar su intimidad, muy complacida al prever lo bien que Clara y su padre iban a entenderse en esa tórrida sesión sexual de trío incestuoso programada para esa noche.

         Clara y Enrique se pusieron de pie y se abrazaron fuertemente, devorándose con inusitado deseo; Magdalena suspiraba y acariciaba su sexo observando las manos de su padre recorriendo impunemente el espléndido cuerpo de piel dorada de Clara, trémula de concupiscencia. Magdalena se puso de pie también y dejó caer la bata de seda rosada alrededor de sus perfectos pies; Clara interrumpió su frenética morreada con el padre de su mejor amiga pues se vio verdaderamente impactada por la belleza de Magdalena.

         -Dios, mujer, eres un espectáculo –confesó Clara, y en ese instante, Enrique desató las ligas que sujetaban el vestido de la joven rubia, anudados tras su esbelto cuello de cisne, y la prenda roja cayó también a los pies de Clara. Enrique suspiró, admirando la increíble belleza de aquellas dos jovencitas nada pudorosas, apreciando los encantos helénicos de su hija y el cuerpo firme y delineado de Clara, que vestía ropa interior negra traslúcida, viéndose asombrosa con sus aretes de joyas rojizas y sus zapatos de tacón alto de igual matiz.

         Enrique tomó de la mano a cada uno de aquellas pléyades, las atrajo hacia él, rodeándoles sus sinuosos talles con sus brazos gruesos y fuertes. Las muchachas se besaron ante la mirada complacida y atónita de Enrique, y más temprano que tarde, se fundieron todos en un apasionado beso triple, un revoltijo de labios, lenguas, saliva y deseo a torrentes.

         Enrique acarició los suaves y redondos traseros de las jóvenes. Las nalgas de su hija Magdalena eran más grandes y curvilíneas, suaves y tibias; los glúteos de Clara eran menos generosos, pero no por eso menos apetitosos y firmes, calientes y atléticos. Las dos lujuriosas universitarias mugían respondiendo a los deliciosos estímulos que recibían de las caricias a sus traseros, apretándose más contra el afortunado hombre que iban a compartir. Sus delicadas manos aviesas pronto desabotonaron con inesperada rapidez la camisa blanca de Enrique, dejando al descubierto su torso cubierto de vello. Clara se quedó extasiada, nunca había visto un hombre así, con tanto vello, derritiéndose al sentirse a punto de ser cabalgada por un auténtico león.

         En breves instantes, las manos inquietas de las ninfas ardiendo de deseo, bajaron la cremallera de Enrique y pronto asomó un miembro grueso y largo, cabezón; apenas Clara sujetó esa torre de carne en sus manos, gimió de placer, relamió sus deliciosos labios y se arrodilló frente al padre de su amiga. Magdalena, ni corta ni perezosa, se hincó también ante su padre y simultáneamente, las lenguas de las jóvenes comenzaron el ataque contra ese pene. Enrique jadeó feliz, contemplando el soberbio espectáculo de aquellos dos querubines, recorriendo su verga dura como acero con sus lenguas aterciopeladas y sus carnosos labios juveniles, gimiendo ellas, emocionadas.

         -Qué grande la tiene tu papá, Magda, yo tampoco me bajaría de un pedazo como éste si fuera mi padre –confesó Clara, antes de engullir el glande del trémulo Enrique, quien acariciaba las cabezas de sus bellas amantes. Magdalena y Clara compartían la pija de Enrique, la chupaba una luego la otra, y tácitamente, abrieron sus bocas y las posaron a los lados del cilindro y moviéndose al unísono, la recorrían de la punta a la base y viceversa, arrancando suspiros de adolescente virgen en el maduro más suertudo del planeta Tierra.

         Las chicas entonces, suspendieron su caliente labor para bajar el pantalón de Enrique, hasta dejarlo desnudo de pie ante ellas. Magdalena sujetó su pene y lo levantó, para que ella y Clara se apoderaran, con sus boquitas, cada una de un testículo, estimulándolo en su interior, mamándolos, haciendo resoplar a Enrique, aferrado de las cabelleras de sus amantes. Luego volvieron a dedicar su atención al pene, que lucía más duro, largo y cabezón que antes. Clara aún no salía de su asombro y deleite. Las succiones impetuosas de las muchachas resonaban por toda la estancia; sus bocas se encontraban, sus labios chocaban y se besaban, la verga de Enrique resplandecía, cubierto totalmente con la saliva de las dos beldades, palpitante y listo para el embate.

         Enrique las levantó y las acercó a la ancha y lujosa cama matrimonial. Besó a Clara, desinhibidamente, sus lenguas retorciéndose. Enrique empujó a Clara, haciéndola caer sobre el colchón; Clara amó ese gesto brusco, un presagio de la clase de bestia dispuesta a hacer con ella lo que quisiera. Enrique se arrodilló ante ella y le sacó el matapasiones negro, dejándole los altos tacones.

         -Déjate los tacones y los aretes un rato, Clarita… te ves como una verdadera prostituta así –dijo Enrique, jadeando y resoplando, lejos de su cortesía inicial. Clara se mordió los labios, riendo suavemente.

         -Vine a putear y me alegro que me veas como una puta más de tu harén, amor, soy tu putaaaahh… -la voz de Clara se resquebrajó súbitamente, cuando Enrique recorrió la ranura de su vagina con su lengua. Enrique aprovechó para manosear a gusto las delineadas piernas de la zorra rubia mientras iniciaba despacio su verdadera cena: el coño de Clara, la mejor amiga de su hija.

         -Ooooh, qué sabrosura! –exclamaba Clara, con sus ojitos bien cerrados, retorciéndose sobre la cama. Mientras tanto, Magdalena, hincada atrás de su padre, le acariciaba el pene y le besaba la espalda, excitada de sobremanera, con sus ojos brillantes de lujuria, atestiguando cómo su padre devoraba el sexo de Clara, quien lloriqueaba y se estremecía, en el séptimo cielo.

         -Muéstrame cómo se lo lames a esta puta que tienes por amiga –dijo Enrique a Magdalena, haciendo espacio para ella entre las rutilantes piernas de Clara. Magdalena inclinó su cabeza y comenzó a lamer y besar los labios de la vagina de Clara, show que puso a mil a Enrique. Clara se aferraba del pelo de Magda y profirió un alarido, alzando su cabeza para ver a padre e hija, en consuno, devorándole la concha, las lenguas de ambos entrelazándose, sus dos pares de labios juntándose para succionar salvajemente su clítoris, haciendo que Clara se revolviera como si de un exorcismo se tratara… “Dios santo, padre e hija me tienen en la gloria, nunca me separaré de estos dos”, logró decirse a sí misma, Clara, en un muy breve lapso de lucidez, pues las oleadas de placer inusitado, casi que nublaban su juicio. Clara, como pudo, se libró del sostén, pues sus pezones estaban tan duros y sentía que iban a explotar en su prisión de lencería negra. Casi al mismo tiempo, Magdalena y su padre extendieron su respectivo brazo para apoderarse de un seno de Clara, ebria de lujuria, casi desfalleciendo y aullando como ánima en pena, con los desastres que aquellas dos bocas producían en su vagina, junto a las dos traviesas mano que acariciaban sus pechos y oprimían sus pezones, Magdalena más gentilmente que su padre, más fuerte, pero sin llegar a causar dolor molesto.

         Padre e hija se besaron con ardor, y Clara se incorporó para apreciar aquella escena que la calentó casi violentamente, y hasta ese instante reparó en las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas… sólo su tío, a veces, la hacía llorar de puro gusto durante una buena cogida. Enrique se puso de pie, tomó las piernas de Clara y las ubicó sobre sus hombros. Clara y Enrique se vieron a los ojos, resoplando los dos. El bello y sensual rostro de Clara se transfiguró de sorpresa y júbilo al sentirse penetrada por el padre de su amiga, abriendo su boca y cerrando sus ojos al sentir el vientre de Enrique pegado al suyo, rasurado, descargando su peso aquél para profundizar la penetración. El pene de Enrique era largo y grueso, produciendo un gusto inefable en Clara.

         -¿Te gusta, puta? ¿Estás contenta? A esto venías…

         -Me gusta demasiado, me vuelves loca, siento que me muero con tu verga adentro, cógeme ya, por favor –le suplicó Clara.

         Y Magdalena, mientras se removía el baby doll, contempló emocionadísima, cómo su padre empezaba a bombear despacio a Clara, quien lloriqueaba cual quinceañera en su primera vez. Magdalena ardía más y más, escuchando las groserías y palabras soeces que su padre y su mejor amiga se intercambiaban mientras se hacían el amor; Enrique aumentaba la velocidad de sus embestidas, resonando como aplausos el chocar de carnes, plaf, plaf, plaf, plaf, plaf!

         Magdalena se tendió junto a ellos, relamiéndose de placer, viendo las caras de felicidad de Enrique y Clara, en especial la de ella, enrojecida, sus ojos lacrimosos, una máscara de mujer siendo satisfecha; Clara abría su boca y veía a Enrique a veces con asombro y a veces con lujuria; Enrique se apeó de Clara y se apoderó de su hija de cuerpo divino, echándose sobre ella y mirándola a los ojos la penetró; Clara apenas se recuperaba del brutal asalto, aún atontada, respirando pesadamente, ahíta de placer y satisfacción, renovando su deseo morbosa al ver al padre sobre la hija, arrancándole verdaderos berridos a ésta, besándose impúdicamente, como amantes legítimos… Clara empezó a acariciar su ardiente vagina, su corazón a mil por hora, viendo la sangre agolparse en la cabeza de Magdalena, su rostro desfigurado de placer, mientras Enrique la penetraba una y otra vez, chocando sus carnes… Enrique era un toro, una bestia, tal como Magdalena se lo había advertido, pensó Clara. Magdalena aulló entonces, entregándose a los temblores propios del orgasmo.

         Enrique la besó más despacio, quedándose dentro de ella, acariciando su cabello, viendo como la respiración de su amantísima hija iba normalizándose. Cuando Enrique se incorporó, grande fue la sorpresa de Clara al verle la pija, tiesa y resplandeciente con los jugos de Magdalena. Enrique se quedó de pie al borde de la cama, tiró de Clara por sus piernas esbeltas y la sentó. Clara supo lo que su macho deseaba y procedió a meterse esa barra de carne en la boca, paladeando la mescolanza de jugos femeninos y líquido preseminal, tragando todo aquello, mugiendo y sintiéndose satisfactoriamente puta, escuchando a su amiga resoplar y gemir aún, atontada como ella lo estuvo hace pocos instantes.

         Clara usó sus manos y su boca para masajear ese miembro que le parecía tan exquisito, se lo tragaba casi todo y lo dejaba brillante de saliva, chorreando ella misma de su boca. Los sonidos del chasquear de la baba calentaba vertiginosamente a los dos amantes. Clara le acariciaba los huevos y devoraba con sumo deleite la verga pétrea. Enrique, entonces, la llevó de la mano hacia un diván cercano a la pared y a una lámpara de lectura. Enrique se tendió sobre el acostado diván, apoyando su cabeza sobre varios cojines, dejando su pija apuntando al cielo. Clara se inclinó para mamársela nuevamente, le fascinaba chupar miembros erectos, desde que lo hizo por vez primera en el tercer año del colegio a un chico de último, luego a sus novios y one night standers, finalmente a su tío, y ahora a ese ejemplar de mazo; Clara se lo tragaba cuanto podía, su cabeza como un yoyo, Enrique jadeaba, viendo la rubia melena subiendo y bajando por su pene, restallando los chupetones y chorreando los hilillos de saliva.

         Tras ellos, Magdalena se había sentado al borde de la cama, sobándose su sexo, candente al ver el respingado trasero de Clara, y de cómo ella se comía con verdadera felicidad la polla de su padre. Luego, Clara procedió a sentarse y ensartarse por segunda vez; Clara y Enrique suspiraron al unísono a media que la joven rubia iba descendiendo, saboreando el ingreso de aquella carne en la suya, hasta que los vientres de la muchacha y el hombre se fundieron; Clara, únicamente con sus aretes carmesí y sus tacones altos color rojo, subió sus piernas al diván, flanqueando con ellas al embelesado Enrique y la mejor amiga de su hija dio inicio a la cabalgata, sujetándose de las orillas del mueble de madera.

         Clara gemía, jubilosa, impulsándose cada vez más con mayor furia y velocidad; Enrique la veía extasiado, y recorría su torso, le acariciaba los senos, se los apretaba y le metía los dedos en la boca; Clara cogía como una endemoniada, su tez enrojecida de nueva, saboreando cada galope, cada salto. Enrique la atrajo hacia él, pues le excitaba mucho observar de cerca el rostro de sus amantes, le agradaba ver las muecas y expresiones que hacían, lo ponían a mil. Se besaban y jadeaban, Enrique se emocionaba tanto por un no sé qué de inocencia núbil aún rondando el aura de Clara. Su cuerpo de piel dorada había adquirido un brillo que resaltaba su tersura y sus curvas pecaminosas, debido al sudor que se deslizaba por todo su ser. El diván crujía a causa del peso y los saltos, y Clara pasó de los jadeos y suspiros a los gemidos, luego a los lloriqueos y frases histéricas hasta culminar en una serie de alaridos, estremeciéndose en medio de un orgasmo intenso como una tormenta; Enrique rugió a su vez, apartando las consecuencias de lo que iba a hacer y reventó en las entrañas de Clara, quien lo miró sorprendida, sintiéndose plena con aquél repentino calor en su interior, estableciéndose entre ellos un vínculo muy profundo. Clara se abrazó a Enrique, comiéndose a besos, quedándose con el pene adentro de ella, palpitando. Tras ellos, Magdalena pudo alcanzar un nuevo clímax con sus manos, sumada a la fantástica escena que acababa de ver.

         Más tarde, Clara y Magdalena bebían vino tinto acomodadas en las sillas de la terraza, enfriándose con el aire nocturno del gran calentón de minutos atrás. Magda vestía su bata, mientras que Clara llevaba puesta una camisa blanca de Enrique.

         -Qué cogida más infernal, Magda, nunca me lo imaginé –dijo Clara, al fin, sonriendo levemente.

         -Te lo dije, mi papi es un semental, y aún no termina, deja que tome agua y coma algo –le dijo Magdalena, orgullosa.

         -Parece que ahora me tendrás más frecuentemente por aquí –le dijo Clara, y ambas rieron.

         Más tarde, tras haber comido algo y lavado, Enrique pidió a las muchachas que le mostraran cómo se hacían el amor desde hace una semana. Ellas se acostaron desnudas en la cama, y Enrique acercó una silla acolchada, acercando otra mesita para el vino. Clara y Magdalena comenzaron a besarse, aumentando gradualmente la intensidad de los besos y las caricias, mordisqueándose sus labios, chupándoselos, sus lenguas también, viendo de reojo a Enrique y riendo. Clara demostró mucha dedicación, acariciando y comiéndose los redondos y grandes pechos de la quejumbrosa Magdalena, en tanto su amiga succionaba y mordía con suavidad sus pezones gruesos y duros.

         Clara acostó a Magdalena y ella se colocó encima, al revés, para iniciar un fogoso 69. A estas alturas, la virilidad de Enrique ya estaba en vías de recuperar nuevos bríos. Ver a su hija haciendo el amor con su mejor amiga era algo condenadamente caluroso. Las chicas se quejaban mientras se causaban verdaderas oleadas de electricidad placentera con sus lenguas jugueteando en sus partes íntimas, chupándose y lamiéndose, introduciendo sus lenguas. Enrique pudo apreciar que era más ducha Clara en eso de chupar cosas y lamer coños. Finalmente, Clara encaró a Magdalena, siempre encima de ésta, y la montó como unas dos horas antes hizo con su padre, y empezó a frotar su sexo contra el de Magdalena. Las chicas resoplaban e iban tornándose cada vez más bulliciosas, a medida que Clara se movía más rápido sobre ella, produciendo una deliciosa fricción, que enloquecía de gusto a las jóvenes. Ellas interrumpieron abruptamente su labor, al sentir que Enrique se subía en la cama. Les hizo un gesto para que permanecieran en esa posición, Clara sobre Magdalena. Se ubicó tras ellas, con su verga tan tiesa como al inicio de la noche. Con su mano empujó a Clara para que se abrazara con Magdalena, ellas se besaron, curiosas. Enrique colocó una almohada debajo de las suaves nalgas de Magdalena, para elevarlas. Magdalena abrió su boca y gimió feliz cuando su padre la penetró de golpe y empezó a bombearla con salvaje frenesí, golpeando su vientre las nalgas de Clara, quien no paraba de acariciar los pechos bamboleantes de Magdalena y de besarla en la medida de lo posible.

         -¡Sí, papi, sí, sabes que me encanta tenerte dentro de mí, sí! –aullaba Magdalena. En eso, Enrique salió de su hija y sin previo aviso, enterró su miembro hasta la base en Clara, quien respingó y empezó casi a sollozar, contentísima, mientras Magdalena la contemplaba, sonriendo al ver las expresiones de gozo de su amiga. Enrique salió de Clara y volvió a taladrar a Magdalena, arrancándole gratos chillidos. Enrique repitió la operación, impresionando a las dos jovencitas con su potencia, brindándoles un orgasmo a cada una; ellas se mordían, besaban y arañaban, enloquecidas de placer. Enrique se sentía cercano a una nueva explosión, y se mantuvo follando a las dos temblorosas y escandalosas universitarias, hasta que no pudo más y eyaculó en medio de intensos rugidos, cubiertos los tres en sudor. Los tres guardaban en sus rostros una expresión de cómplice sorpresa. Enrique extrajo su pene palpitante, con su glande enrojecido… no de la carne de Clara, sino de Magdalena, por vez primera había eyaculado dentro de ella. Magdalena estaba casi en éxtasis, nunca lo hubiera esperado en esa ocasión, y la sensación fue tan cataclísmica, tan profunda, sus uñas semi enterradas en la piel de Clara, que le sonreía con sus ojos lacrimosos de puro sexo.

         Nadie volvió a comentar ese hecho, pero a las chicas les dio gusto saber que aquél hombre terminó dentro de cada una de ellas. Se acostaron y al día siguiente, por la mañana, con su erección matutina, Enrique dio unos dignos buenos días a su invitada de honor. La primera fase del pacto estaba consumada.

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