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Relato de Terror: Proserpina

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Proserpina

Master Kleizer

Desde que tengo uso de mi conciencia ella ha estado siempre conmigo. Ella es mi diosa, mi verdadera amiga. En los exámenes siempre me ayudó, especialmente en las matemáticas y en historia, a veces incluso, se metía en mi cuerpo y cuando "despertaba" me hallaba con el examen hecho y perfecto.

Por años me negó su nombre, pero recuerdo todas las ocasiones en que extendió sus mórbidas alas oscuras para defenderme. Siempre la veía durante mis sueños y cuando me quedaba solo, nunca la dejé de percibir cerca de mí, su piel era tan blanca como la tiza, sus cabellos tan dorados y a la vez pálidos como haces solares que se escabullen entre los nubarrones de tormentosos días, sus ojos de pupilas tornasoladas siempre captaba guardándome desde las tinieblas, eran lo primero que de ella veía como anuncio de sus apariciones, siempre envuelta en su austero vestido negro o a veces, azul oscuro como el firmamento después del ocaso, aún ahora no me ha dicho cómo murió, pero su belleza de mortandad siempre me fascinó.

Una vez, en la escuela primaria, durante el recreo y en un día soleado y nítido, otros niños la emprendieron conmigo, pero justo antes de que mis lágrimas se asomaran, la ví erguida a varios metros a espaldas de mis agresores, consciente de que su arcana belleza era solamente prerrogativa mía, y ante esto, reí y les advertí que su fin estaba cerca si osaban tocarme una vez más; el más gordo y pedante se me acercó mofándose y cuando retraía su rechoncha piernecita para patearme, ella, mi diosa personal, se materializó tras él en menos de un parpadeo y con una expresión de odio puro, lo abrazó desde atrás, alzándolo en vilo y retorciéndose de horror él y todos los demás niños gritaron espantados cuando vieron al cerdito ese flotando y manando borbotones de roja sangre de espantosas heridas, rasguños que se abrían ante sus miradas atónitas y el cuerpecito ascendía más y más hasta que su cadáver fue depositado en el techo del edificio, del tercer piso, y casi se matan el conserje y el forense para llegar a él, y lo que escuché de mis anonadados padres esa noche, que a ese briboncito lo hallaron ensartado en la antena parabólica, y es que, de todos los niños que ululaban y lloraban, solamente yo reí, victoriosamente. Desde ese día comenzó mi fama de raro, de brujo, corriendo rumores que yo había hecho pacto con el Diablo –y en esto no iban muy lejos- y que me hablaba con malos espíritus, entre otras cosas.

Así, todo aquél que se atrevía a importunarme pronto moría víctima de un desdichado accidente o en un horroroso asesinato nunca resuelto por las autoridades, la gente a mis alrededores cultivó un enorme pavor hacia mí.

Durante mi pubertad, desde los doce hasta los quince años, ella, Proserpina, hizo las delicias de mis supuestos sueños húmedos, sus manos glaciales como hielo no respetaban ningún rincón de mi templo, y con gusto a la medianoche sorbía de su boca su saliva con sabor a sangre tibia y su lengua a veces entraba hasta mi estómago, todo su sinuoso cuerpo de piel blanca como el alabastro era mío, como yo era suyo, y me susurraba frases sibilantes y ecoicas a mis oídos mientras yacíamos carnalmente, en idiomas nunca antes escuchados por mí ni por orejas mundanas e ignorantes.

Entonces, Proserpina empezó a reclamarme ofrendas.

La primera fue una dulzura de quince años, Maggie, si mal no recuerdo. Luchó por su vida mientras la arrastraba hacia los matorrales donde mi oscura y arcana diosa aguardaba imponente y sus ojos como teas y clamaba: "!Sacrifica su honra en loor mío!", no siempre lo decía en español, su predilecto era el sánscrito y a veces, un dialecto más gutural muy distinto a las estructuras sonoras predominantes. Ante mi señora ultrajé a la víctima propicia, de cabellos castaños y ojos claros, y con mis dientes salvajes le arranqué la punta de su lengua pero eso solamente tornó sus alaridos más desgarradores todavía. Entonces, cuando conquistaba a mi víctima, ella, Proserpina, se metía en mí, tomaba posesión de mi cuerpo y renovando sus fuerzas, ultrajaba por segunda ocasión a la doncella, y Proserpina, aún en mi cuerpo materializaba un cuchillo de hoja negra y reluciente como el azabache con la que degolló a la tierna joven, y ella la vio morir con su victoriosa sonrisa. Cuando la muchacha expiró, Proserpina, con esa misma daga fantasmagórica, procedió a decapitar el cadáver todavía caliente y palpitante. Cuando se me concedió de nuevo, dominio pleno de mi cuerpo, me hallé con la testa de Maggie en mis manos, y su expresión de inefable horror. La enterré en el patio.

Así inició esta cacería que era el ritual exigido por mi diosa noctámbula. ¿Qué obtenía yo a cambio? Sus favores. Ella en mi lecho cuando lo solicitara, ella que hacía los exámenes por mí, ella que posesionaba los cuerpos de las muchachas más hermosas para someterlos a mis depravados designios, rara vez permitiéndoles vivir luego de cada orgía, porque, después que yo las gozaba, Proserpina salía de ellas para entrar en mí y violentarlas por segunda vez.

El hedor en el patio era ya casi insoportable para mis dieciocho años, y desde hacía dos que los medios alardeaban con el violador-decapitador todavía impune y triunfal. Entre Proserpina y yo las poseímos ricas, pobres, feas, hermosas, remilgadas, desvergonzadas, nacionales, extranjeras, licenciadas, analfabetas, niños, haciendo un total de 114 víctimas para cuando unos albañiles excavaron mi patio por mandato de mis padres –debido al nauseabundo olor- y realizaron el macabro hallazgo de las 114 cabezas, ni una sola serena, todas con muecas anunciando un mismo mensaje: el más absoluto terror.

De inmediato, la policía se hizo presente y fui capturado, tres días después de mi dieciochavo cumpleaños, y al día siguiente, en todos los diarios del país aparecí heroicamente en primera plana, y las familias de mis víctimas clamaban en las afueras del Juzgado Unificado de Letras de lo Criminal la pena de muerte para mí.

Cuando los medios sensacionalistas me entrevistaron y deseaban averiguar el por qué de mi "monstruosa" conducta, les respondí: "Porque esa era la voluntad de Proserpina, mi diosa de la noche, lo que ustedes llaman violación y homicidio eran mis misas y ritos litúrgicos, era mi deber hacia mi maestra de la medianoche." "¿Y por qué su maestra no lo defiende ahora?", me preguntó un atrevido jornalista, al que contesté: "Porque ella desea hacer algo asombroso, porque es audaz, porque a su lado, Lucifer es un vil charlatán." Así pasé a los medios como un irreparable demente. Fui condenado a vida en prisión y trasladado para esos fines a la Penitenciaría Nacional, porque decidieron que yo era demasiado peligroso para la mínima seguridad de los sanatorios mentales del país.

Durante la primera semana, en tres ocasiones quisieron los demás reos aplicarme la Ley del Talión, mas las tres veces retrocedían despavoridos, cuchicheando entre ellos el ver una lóbrega y encapuchada figura femenina a mi lado, de ojos rojos como llamas y manos de piel blanco cadavérico y sus uñas larguísimas y aceradas. Entonces, durante todas las noches, tanto celadores como reos, afirmaban escuchar pasos y susurros ininteligibles o en idiomas ajenos a sus burdos oídos, y muchos otros aseveraron avistar una figura cual jovencita enlutada y velada deambulando entre las celdas, atravesando paredes y moviendo objetos, insonoros sus pasos; todos, hasta los más temibles criminales lloraron como niños –como las víctimas inmoladas a Proserpina- rogando ser reubicados en otros centros penales porque ese edificio estaba embrujado, "aquí anda un espanto", decían. Y hubo uno que comentó: "Es el obscuro ángel de la venganza, enviado por Dios para mortificarnos por nuestros delitos, para dar sentido a las plegarias de justicia por parte de los deudos de nuestras víctimas, este es nuestro castigo divino y debemos afrontarlo con humildad y resignación."

Un año después de mi ingreso definitivo a la Penitenciaría Nacional, a la medianoche del 2 de Noviembre, un misterioso incendió brotó, rodeando las llamas todo el edificio y al despertar y desamodorrarme la vi ante mis barrotes y con un sutil gesto, unos cinco haces luminosos verdes surgieron efímeramente del suelo en torno a ella y el metal se dobló como mantequilla, abriéndose un hueco.

-Ven –me dijo, sin mover sus perfectos labios. Mis compañeros de celda se apretujaron en la pared presas de indescriptible temor por la aparición. Mi Proserpina portaba su vestido negro y un sombrero de ala ancha velado, que apenas dejaba entrever su rostro pálido y casi inexpresivo, sus pupilas ardiendo como soles. Caminé tras ella, que parecía flotar varios milímetros sobre el suelo, y todos los reos callaban demudados al ver a mi diosa satánica con sus ojos presagiando cruel infierno para todos.

Salimos del edificio sin mayores problemas, los celadores parecieron no vernos y Proserpina, invocando otro hechizo, abrió un etérico túnel entre las despiadadas llamas. En lontananza se escuchaban las sirenas de los bomberos. Una vez afuera, ella, Proserpina puso un hacha en mis manos y me dijo: "Allí vienen los deudos de tus ofrendas, arrastra cuantos puedas hacia el abismo, muere dignamente y compartiré mi reinado de tinieblas contigo, decepcióname y dejaré tu alma errar confusa y desorientada en el infinito limbo hasta el final del tiempo en que tu alma será borrada si te encuentras en el lugar equivocado. Ahora, bríndame una ofrenda más y cumple con tu deber de súbdito mío." Así me habló ella en ese lenguaje sonoro y macabro, el idioma hablado en el Infierno.

Enarbolé mi hacha filosa y con torva faz aguardé a mis rivales, los infieles, y pronto de las callejuelas surgían señores y jóvenes, con palos y machetes, farfullando "¡allí está el desgraciado!" y corriendo hacia mí. Con mi primer sesgo le cercené la diestra a un muchacho que se echó a aullar sobre el asfalto, mientras, recibí un garrotazo en mi espalda que me obligó a arrodillarme pero pude mutilar el pie a uno de mis enemigos hasta que llegaron los que portaban machetes y otros armas blancas y acabaron conmigo en pocos minutos, ardiendo intolerablemente cada herida, algunos hundiendo su filo en mi carne y dejándolo allí, y solamente perdí el conocimiento y la vida cuando una motosierra empezó a separar mi cabeza de mi cuerpo.

Desde entonces mi alma vela errática, porque decepcioné en mi patético despliegue de fuerza a mi señora, que, las pocas veces que la encuentro me da la espalda, y la luz libertadora también parece rehuirme, pero mi actual estado descarnado no impide que continúe mi hobby de poseer incautas jovencitas.

Testimonio obtenido psicográficamente por la médium Ayes Salazar en una casa en las afueras de Tegucigalpa, Honduras, donde la hija y la esposa de un matrimonio padecen violaciones espectrales. Al parecer, el relato del descarnado se cortó súbitamente junto a un fortísimo golpe a la puerta principal de la casa que nos sobresaltó a todos (la médium, la familia agraviada, un sacerdote católico y yo, el parapsicólogo) y Salazar dijo: "Ella está aquí y no desea que éste, una víctima más de su iniquidad, hable con nosotros." Al terminar estas palabras, la silla sobre la que se sentaba la señora Salazar cayó junto con ella hacia atrás, escuchando todos unos gruñidos y sonidos de cadenas en el piso inferior. El sacerdote, padre Subirana, bajó de inmediato a inspeccionar. La médium estaba inconsciente y manando sangre de su boca, oídos y nariz. Fue hospitalizada. El padre Subirana no tuvo percances en el piso inferior pero me confesó mientras aguardábamos el dictamen médico de Ayes Salazar en Clínicas Viera, que en la casa, cuando inspeccionaba, sintió una oleada de frío e inefable temor, la maldad pura; y a pesar que el buen hombre pasó todo un fin de semana bendiciendo la casa y rezando en ella, limpiándola, la familia –que no desea darse a conocer- decidió marcharse. La médium sufrió un paro cardíaco al final de la sesión espiritista, y falleció ocho días después de un segundo paro, estando en coma en el hospital.

R.W.

28-02-2003

Tegucigalpa, Honduras

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