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La golfa que llevas dentro

en Dominación

Mi mujer se ha ido relajando en el plano sexual desde que estamos casados. En nuestra etapa de novios acostumbraba a hablar de una manera muy desinhibida y presumía de haber vivido experiencias sexuales de esas que no todas las mujeres confiesan y que, por supuesto, muchos hombres no vivimos por mucho que fantaseemos con ellas.

La cuestión es que nuestra vida sexual había entrado en una espiral de rutina que estaba provocando que, cada vez, folláramos con menos frecuencia o con menos intensidad que cuando éramos novios. Como escuché hace poco en la tele, nuestra vida sexual había perdido la "x" y la falta de apetito estaba provocando las primeras broncas conyugales. Había que hacer algo y, un día por fin, preparé una noche de sexo a la que habría que ponerle no dos, sino tres o hasta cuatro rombos.

Yo llegaba de la calle y, al entrar en casa, mi mujer estaba sentada delante del ordenador curioseando sus redes sociales, de espaldas a la puerta del despacho. Me acerqué hasta ella y comencé a masajearle los hombros. Acto seguido, y con la excusa del masaje, aproveché para desabrocharle la camisola del pijama y la dejé caer para que los hombros quedaran al descubierto. Obviamente, sus tetas también quedaron desnudas.

Tras haber masajeado durante un ratillo los hombros y las cervicales, sustituí la presión de las manos por suaves caricias. Comencé en el mismo sitio en que las tenía, sobre los hombros, pero al ser caricias me tomé la libertad de ampliar el radio de acción para poder llegar con la punta de los dedos a sus pezones. Y continué con las caricias.

Mirando con ella la pantalla del ordenador mientras hablábamos de temas triviales, mis manos continuaron con su tarea y se apoderaron de todo su cuerpo, de cintura para arriba, como campo de acción. Pasaba la yema de un dedo por el contorno de una teta, lo deslizaba luego alrededor del ombligo, volvía al pezón para juguetear con él y estuve así hasta que sus pezones se erizaron definitivamente.

Yo seguía de pie detrás de ella. Solo que me dejaba caer un poco hacia delante para que mis manos pudieran llegar hasta su ombligo. Cuando comprobé que estaba excitada me llevé una mano a los pantalones y los desabroché para quitármelos. Lo hice sin prisa y con delicadeza. Mientras que una mano continuaba acariciando la piel de mi esposa, la otra tiraba de mi ropa hacia abajo para dejarme la polla al aire.

Mi mujer reconoció el ruido de los pantalones al caer al suelo y la vi sonreír de refilón. Volví a llevar la mano que había tenido ocupada con la ropa a su cuerpo y continué haciéndole caricias por las clavículas y las tetas. Ella se recolocó en la silla, con los dos pies apoyados en el suelo y las piernas levemente separadas. No lo dudé un segundo y una de mis manos se lanzó en caída libre desde el hombro, restregándose por toda su piel, hasta colarse por debajo del elástico del pantalón del pijama para terminar estrellándose contra el monte de Venus.

Sobre el tanga, metí la palma de la mano entre sus piernas para sobarle la vulva y, conforme la saqué y la volví a deslizar hacia arriba en dirección a su boca, también fui acercándole la polla. Pasé mis dedos por sus labios y la cogí del mentón para que girara la cara. Conforme sintió el tacto del miembro en la oreja, empezó a abrir la boca sin dejar de girarse.

Empezó a meterse la polla en la boca lentamente y con suavidad. Se la fue tragando hasta casi conseguir metérsela entera. Y, mientras lo hacía, cogí un pañuelo negro que había traído preparado y aproveché para vendarle los ojos.

Me saqué los zapatos y los pantalones mientras disfrutaba de las pausadas mamadas que mi mujer me hacía. Le gustaba lo de la venda en los ojos, se lo notaba en la forma de chupármela. A continuación la levanté de la silla y la llevé hacia el dormitorio. Antes de tumbarla en la cama la desnudé y aproveché lo de quitarte la ropa para recorrer con la mano todos y cada uno de los poros de su piel.

La tumbé boca arriba en la cama y le cogí las manos para llevarlas hacia su cabeza. Pasé unas esposas por uno de los barrotes del cabecero y la esposé. Son uno de nuestros juguetes sexuales, las tradicionales esposas forradas con peluche en piel de leopardo.

-…Me vendas los ojos, me esposas… ¿Y esto? -.

Esa manera de hablar entre susurros de mi mujer era un buen indicador. Cuando habla es señal de que está muy excitada y, por lo tanto, es un buen momento para ponerle al sexo una pizca de picante más del habitual.

-Un poquito de novedad, de hacer cosas que no solemos hacer… -empecé a contestarle - …¿Te parece bien? -.

-Todo lo que me haces me parece bien y me gusta, ya lo sabes… -respondió.

Mi mujer continuaba destapando el frasco de la excitación con cada palabra que decía. Y acababa de decir las palabras mágicas, esas que abren las puertas de la desinhibición. Solo que, en esta ocasión, se iban a abrir mucho más de lo que se pudiera imaginar.

Me coloqué sobre ella, pero con los cuerpos separados, y comencé a besarla en la boca. A continuación comencé a besarle el cuello, las orejas y, poco a poco, comencé a descender hacia su entrepierna recorriendo toda su piel con mis labios. Me detuve en sus pezones, en ambos, y también jugueteé con la lengua alrededor del ombligo. Le di bocaditos en los huesos de la cadera y, finalmente, mi boca comenzó a sobrevolar su vulva pero sin llegar a tocar aún ninguna parte extremadamente sensible.

En un par de ocasiones hizo el amago de querer echarme las manos sobre la cabeza pero no podía porque estaba esposada. Entonces no tenía más remedio que expulsar la excitación retorciendo su cuerpo sobre la cama. Eso me pone mucho, así que conformé comenzó a manifestar los primeros escalofríos yo me fui encelando en hacer que fueran cada vez más frecuentes. Y todo solo con la boca, buscando los rincones de su cuerpo que más podían excitarla.

Por fin decidí que había llegado el momento y paseé la lengua sobre su clítoris. Estaba abierta y empapada, preparada para disfrutar del sexo en plenitud. Saboreé sus jugos unos instantes para, a continuación, separarme de nuevo de ella con la intención de coger algo del cajón de la mesita de noche.

El sonido del vibrador hizo que mi mujer se mordiera el labio antes incluso de sentirlo sobre su piel. Luego, conforme lo pegué sobre el clítoris, comenzó a retorcerse de placer de nuevo y empezó a exhalar los primeros gemidos. Lo acerqué al orificio de la vagina y empecé a penetrarla lentamente hasta que los dieciocho centímetros de vibrados con forma de polla gruesa estuvieron en su interior. Acto seguido, y con delicadeza, comencé a sacarlo y a meterlo varias veces, follándola con el consolador.

Saqué el juguete para meterle la polla. Ella continuaba tumbada boca arriba, esposada al cabecero y con los ojos vendados y yo, de rodillas entre sus piernas y con las mías abiertas, le había cogido del culo para levantarla un poco y facilitar la penetración. Fui entrando poco a poco hasta que me clavé y, a partir de ese momento, comencé a cabalgarla con movimientos de cadera mientras que le acercaba el consolador a la boca para que lo chupara.

Me dejé caer hacia delante y le mordí los pezones. A continuación la lamí desde las tetas al cuello y, finalmente, le susurré al oído:

-Me vas a comer la polla… -.

Le solté las esposas de una de las muñecas y pudo, por fin, mover los brazos. Volví a incorporarme, sin salir de su interior, y le di un par de empujoncitos más antes de ayudarla a que adoptara la posición necesaria para poder meterse mi miembro en la boca.

Me puse de pie sobre el suelo a los pies de la cama y coloqué a mi mujer a cuatro patas sobre el colchón de frente a mí. Se metió la polla en la boca y comenzó a chupármela como una posesa. A mis espaldas, casi pegada a la cama, se encontraba la ventana del dormitorio y terminé por abrirla para apoyar el culo sobre el marco mientras que mi mujer seguía mamando.

La ventana del dormitorio suele tener siempre la persiana echada así que, cuando la abrí, me quedé esperando la reacción de mi mujer, a quien no le gusta eso de que puedan verla. No dijo nada así que deduje que, o bien no la había escuchado o bien no le importaba que la hubiera abierto porque daba por sentado que la persiana estaría echada.

A pesar de que la mamada estaba resultando magnífica, tenía otros planes en mente y estaba llegando el momento de ponerlo en práctica. Así que cogí a mi mujer de la cabeza y, lentamente, la fui separando de mi polla para adoptar una nueva postura. La hice que se acercara aún más al filo de la cama. Tanto que, para apoyarse, tenía que poner las manos en el alféizar de la ventana. A continuación me subí en la cama, me situé de rodillas detrás suya y la penetré a la par que colaba una mano desde delante para estimularle el clítoris mientras empezaba a follármela.

-¿Y si la persiana estuviera subida? –Le pregunté –No sabes si hay alguien que te pueda estar viendo… -.

Evidentemente mi mujer fue incapaz de responder de inmediato. Estaba tan extasiada con el polvo que estábamos echando que, en ese momento, su última preocupación era que la persiana estuviera subida o bajada. Me apreté contra ella y estiré el brazo para llegar a la correa del mecanismo y tiré de ella un poquito para que la persiana se oyera.

-Está echada, ¿Ves?… - comencé a decir entre lascivos susurros -pero me apetece subirla… ¿Quieres que la suba? Me apetece provocar al riesgo y, si alguien mira, enseñarle lo bien que folla mi mujer… Porque follas de vicio ¿Sabes? Seguro que, en el fondo, tú también quieres que la suba… -.

Tiré de nuevo de la correa y la persiana subió otro poquito. Mi mujer seguía gimiendo de placer y su excitación iba en aumento. Cada vez que escuchaba la persiana se apretaba contra mí, oprimiendo su abierto culo contra mi pelvis y moviendo las caderas con frenesí. Estuve follándomela en esa posición hasta que la persiana subió del todo. A esas alturas del polvo, mi mujer ya gemía continuamente y movía el culo de una manera que era evidente que le importaba una mierda la ventana, la persiana y los vecinos mirones. Ella en lo que estaba era en el polvazo que estaba pegando y, ¿Quién sabe? Tal vez el hecho de sentirse expuesta la excitaba más aún.

Lentamente detuve la cabalgada y la separé de la ventana para volver a tumbarla boca arriba en la cama. Volví a esposarla al cabecero y la calmé besándole todo el cuerpo mientras que un par de dedos juguetones se colaban entre sus piernas. Mi mujer continuaba a ciegas, totalmente a mi merced y, de momento, disfrutaba con las cosas que estábamos haciendo. Así que cogí sus bolas chinas y se las metí para, a continuación, levantarme y dejarla sola tumbada en la cama.

Mientras las bolas hacían su trabajo y mantenían a mi esposa más caliente que una estufa me quedé observándola. Había doblado las piernas con las rodillas hacia arriba y no podía evitar separar el culo del colchón y levantar la pelvis cada vez que las contracciones de sus músculos vaginales le producían un espasmo de placer. Era encantador verla gozar de esa manera.

Sin hacer ruido, y tratando de tardar lo menos posible, salí un momento del dormitorio y regresé antes de que mi esposa se sintiera sola. Volví a sentarme de rodillas entre sus piernas y me acerqué a besarle el clítoris para aumentar los puntos de estimulación y el placer del que estaba disfrutando.

Volví a soltarle las esposas de una de las muñecas y la levanté de la cama para sentarla, con las piernas bien abiertas, en un puf que tenemos en el dormitorio. Me coloqué detrás de ella, la volví a esposar con las manos a la espalda, y comencé a acariciarla y a masturbarla pasando las manos por su cintura en busca de su perlita.

-¿Sabes por qué te he sentado aquí? – volví a preguntar entre susurros.

-No –respondió mi mujer.

-Porque es el lugar perfecto para exhibirte si en la puerta del dormitorio hubiera una webcam… Tu cuerpo desnudo, tu excitación, tu intimidad al descubierto para alguien al otro lado del ordenador… -.

Mis manos continuaban estimulando su clítoris mientras le hablaba. Por otra parte, las bolas chinas continuaban en su interior y le resultaba casi imposible abrir la boca para hablar sin que se le escapara un gemido de placer.

-…Seré bueno y quitaré el trasto de en medio… -.

Me levanté con la intención de que mi esposa notara que me separaba de ella y me dirigí hacia la puerta del dormitorio.

-¿quieres un cigarrito? –pregunté.

-¿ahora? –respondió mi mujer.

-¿Quién te ha dicho que esté hablando contigo? –Le repliqué -¿Y si hay alguien más en casa? ¿Acaso me oíste cerrar la puerta cuando llegué? -.

Se quedó sin palabras. A estas alturas, y aun con los ojos vendados, mi mujer ya no sabía qué pensar y estaba totalmente desconcertada. Lo único que tenía claro es que las bolas chinas la estaban volviendo loca de placer y, por mucho que pudiera preocuparle el hecho de estar a solas o no en casa, no tenía intención de dejar escapar la experiencia que estaba disfrutando y quería vivirla hasta el final.

De todas maneras tampoco quise darle tiempo a que se preocupara demasiado. Podía darse el caso de que se le cortara el rollo y no era plan de que eso ocurriera. Así que volví a entrar en el dormitorio, la cogí de los brazos y la puse en pie. Le quité las esposas y volví a echarla en la cama para que se tumbara boca arriba.

No dudé un segundo en meterme entre sus piernas, sacar las bolas chinas y empezar a comerle el coño a la vez que me la follaba metiéndole tres dedos. Jadeaba de placer. Continué comiéndomela con ansia, cogiéndole el clítoris con la boca como a ella le gusta y jugando con mi lengua a hacerla tocar el cielo. Sus jadeos comenzaron a sonar con más fuerza, estaba a las puertas de llegar al orgasmo y eso me animaba a comérmela con más ansia aún. Separó la pelvis del colchón y me apretó la cabeza contra su entrepierna. Seguí chupándole el clítoris y follándomela con los dedos. Antes tres, ahora cuatro… Entonces por fin pasó y el orgasmo fue tan exagerado como escandaloso. Mi mujer empezó a correrse entre jadeos y suspiros y yo me quedé pegado a su sexo resistiendo sus embestidas pélvicas hasta que comenzó a calmarse.

Me separé de su sexo y subí a besarla en la boca. Mientras lo hacía le desaté el pañuelo y, juntos, esperamos unos segundos antes de que ella se atreviera a abrir los ojos. Cuando por fin lo hizo pudo comprobar que, a pesar de estar la persiana subida, una toalla caía sobre la reja de la ventana de manera que nadie podía haberla visto durante todo el polvo.

A continuación, y victima de la curiosidad, se giró sobre la cama para ver si cerca de la puerta del dormitorio estaba el portátil pero no lo encontró. Lo mismo que tampoco había ninguna otra persona viéndonos desde el salón.

-¿Te ha gustado? –le pregunté.

-Me has acojonao un par de veces pero ha sido increíble –respondió.

-Y… sin embargo… en las tres ocasiones ha terminado por darte igual que fueran verdad o no… ¿Y si lo hubieran sido? -.

No dijo nada, prefirió que nos besáramos. Estaba claro que yo no podía exponerla sin su consentimiento a nada que no le guste y, cuando lo comprobó, respiró aliviada.

-Puedes confiar en mí –le dije –Sólo haremos las cosas que quieras hacer… Pero ahora podemos sumar tres más a la lista… -.

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