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La calle del deseo I

en Orgías

El fin de semana pasado la temperatura de mi calle fue mucho más alta que la de las del resto del barrio, sobre todo al caer la madrugada. No sé qué nos dio a los vecinos, pero hicimos algo que, al menos mi mujer y yo, no habíamos hecho en mi vida.

La noche del viernes hizo un calor insufrible. Los rigores del verano están pasando facturas muy altas por mi tierra y nos está trastocando. Las noches de treinta grados son un verdadero infierno y, tanto lo son, que no había pasado ni un cuarto de hora desde que habíamos apagado la luz y abierto la ventana de par en par que, en nuestro particular infierno, escuchamos los primeros gritos.

Mi esposa y yo dormimos con la cabeza bajo la ventana de nuestro dormitorio y, al escuchar aquello, nos incorporamos levemente para ojear hacia fuera. Vivimos en la segunda planta de un viejo edificio que está en una calle de apenas diez metros de ancho. Casi podemos colarnos en las casas de nuestros vecinos de enfrente. Abajo, a pie de calle, pasa un carril de circulación y, aparte de las dos aceras, solo queda un carril para aparcamiento en línea en el que caben cuatro coches.

No volvió a escucharse nada hasta pasados unos segundos.

-¿Oyes? –me preguntó mi mujer.

-Sí, lo he escuchado.

Era un grito de mujer; Ahogado, como contenido pero terminaba por escaparse. De chifle agudo, juvenil diría yo. Volvió a escucharse.

-Eso son gemidos, estoy convencida.

Lo eran.

Teníamos la persiana casi cerrada, dejando una ranura de no más de cuatro dedos por si decía de aparecer alguna ráfaga de brisa fresquita y para evitar que, los del tercero y el cuarto de enfrente, nos vieran en la cama. Dormimos desnudos, como imagino que casi todo el mundo  con este calor, pero no es plan de que mostremos nuestras intimidades, la privacidad de nuestros hogares, al resto de la humanidad.

El ser humano es paradójico, preserva mucho su intimidad pero se muere por conocer la de los demás. Mi mujer y yo no volvimos a relajarnos sino que, por el contrario, permanecimos atentos para volver a escuchar los gemidos de aquella chica.

Empezaron a ser más frecuentes.

Se escuchaban en la lejanía, como si vinieran de varias  plantas más arriba de nuestro mismo edificio. Primero eran gemidos ahogados aislados, luego pasaron a ser cadenciosos, siguiendo un ritmo, después volvieron a ser más pausados pero intensos, como si el ritmo de penetración fuera más lento pero también más profundo y, finalmente, se convirtieron en una sucesión de ritmos y volúmenes que indicaban que, quien fuera, estaba echando un señor polvazo que no tenía pinta de ir a terminarse pronto.

Nos volvimos a acomodar sobre la cama, tumbados boca abajo, ella a la derecha de la cama y yo a la izquierda, pero aquella banda sonora no me invitó a dormir precisamente, sino a todo lo contrario. Empecé a hacerle caricias a mi mujer por la espalda a la par que comprobaba que, contra el colchón, mi polla empezaba a sentirse oprimida. Dibujé círculos sobre la piel de su cuerpo y, lentamente, fui bajando la mano hasta que le alcancé los cachetes. Se los acaricié también con suavidad y, poco a poco, fui llevando la mano hasta meterla por entre las piernas para que sintiera mi tacto cada vez más cerca de su sexo.

-¿Qué? ¿Qué la vecina te está poniendo tonto, no?

No le respondí. Continué amasándole el interior del muslo mientras me hacía la pregunta y, cuando se cayó, tiré de la pierna un poco hacia mí para que las abriera. No opuso resistencia.

Ahora mi mano se movía con mayor facilidad por su entrepierna, tanto que podía rozarle con los dedos los labios del coño. Aún los tenía secos, había que magrearla más y así lo hice. Continué gozando del tacto de su piel en mis manos y ella poco a poco se fue poniendo cómoda, abriendo cada vez más las piernas y, cuando le pasaba la yema de los dedos por la ingle rozando con sus labios vaginales, hasta levantaba levemente el culo. Estaba a tono.

Me incorporé, me puse de rodillas detrás de ella y me dejé caer hacia adelante para empezar a besarle los cachetes que, firmemente, sujetaba haciendo pinza con mis manos. De los besos pase a los bocaditos y, de los bocaditos, a echarle el primer salivazo sobre el ano para que chorrerara hacia la vulva. Colé dos dedos entre sus cachetes, le abrí el culo y empecé a lamerle el ojete al tiempo que, con los dedos, le empapaba el coño.

Estando así nos sorprendió otro gemido que sonó mucho más cerca.

-¡Para un segundo!

-¿Qué pare? –pensé-. ¡Tú estás loca! Con lo cachondo que me tienes, ofreciéndome los dos agujeros… ¡Ya no hay quien me pare!

Dejé de lamerle el ano pero no de sobarle el coño que, por fin, lubricaba por su propia excitación y se mantenía en una humedad y viscosidad perfecta. El clítoris ya la resbalaba con facilidad y resultaba sencillísimo estimularle cualquier terminación nerviosa del coño. Jugueteé con su sexo suavemente durante unos segundos esperando escuchar otra vez ese nuevo gemido y, al producirse, mi mujer se acercó todo lo que pudo a la ventana y estiró el cuello para mirar hacia las ventanas de enfrente.

-Yo creo que viene de ahí –dijo estirando un poco más el cuello y señalando con ese movimiento no sé si a la ventana de enfrente o a la de arriba-, pero no veo nada…

-Sube la persiana por si ves algo más… -le propuse.

Daba por hecho de antemano que no me iba a hacer ni caso, ya os he contado antes por qué tenemos las persianas bajadas en casa. En ese preciso momento, no estábamos en una postura que, además, invitara a subirla. Pero yo es que, además, tengo un fetiche con el sexo y las ventanas abiertas que me puede y disparo cada vez que tengo ocasión por si suena la flauta.

-es que no llego –me respondió.

¡Y sonó!

No le di tiempo a que matizara sus palabras si es que tenía intención de hacerlo y, conforme la escuché, me incorporé casi de un salto y me acerqué hasta la correa. Ni pregunté cuánto subirla, volví a probar suerte y tiré de ella lo suficiente como para subir la persiana por encima de las tres cuartas de ventana y regresé a continuación a mi posición original: de rodillas besándole los cachetes y con la mano juguetona volviendo a colarse entre sus piernas. Ni opuso resistencia ni protestó por la persiana; Y a mí me puso de un palote que parecía mi polla la orza de un barco.

Levemente protegidos por el visillo de la ventana, continuamos con nuestro juego sexual mientras que observábamos el exterior.

Hundí de nuevo la cara entre sus cachetes para llegar con mi lengua a todo su sexo, llevando flujos de la embocadura de la vagina al ano y viceversa. De vez en cuando me entretenía en meterle la lengua por el coño, a lo que mi mujer respondía con suaves gemidos, mientras que, a continuación, volvía a subir al culo para hacerle un buen beso negro y meterle también la lengua. A esas alturas de excitación, mi mujer ya levantaba la pelvis con frecuencia y cada vez hacía por aguantar más tiempo con el culo en pompa. Empezaba a pedirme polla.

Volvió a escucharse el gemido más cercano y, en esta ocasión, pudimos descubrir de dónde venía; Era el balconcito del tercero de enfrente, justo una planta por encima nuestra. Su puerta de dos hojas se abría hacia fuera y se plegaba contra la pared que sostenía el balcón de forja del dormitorio. Tenía las cortinas recogidas a los lados y la vecina, a cuatro patas sobre su cama, que tenía los pies muy cerca de la puerta del balcón, se iluminaba por la luz de la calle desde la cara hasta el bamboleo de sus tetas cada vez que, por la inercia de los pollazos que le estaban dando, salía despedida hacia delante.

-¡La veo! –susurró mi mujer-. Es la de arriba de enfrente.

Levanté la vista sin sacarle la lengua del ojete y busqué el lugar que me indicaba. Efectivamente, la vecina de en frente, una chica treintañera, morenaza, con su novio o su marido y que está buena a rabiar, asomaba a la luz cada medio segundo desnuda y en postura y con gesto de estar pasándoselo teta. Controlaba los gemidos bastante mejor que la otra, que aún no había dejado de escucharse, pero alguno que otro se le escapaba. Entre las dos, tenían la calle amenizada.

Mi mujer no dejaba de mirarla mientras yo seguía calentándole los bajos. Volví a cogerla por la pelvis y la recoloqué de rodillas sobre la cama, le puse la almohada en el alféizar de la ventana, tiré del culo hacia mí levemente para que se quedara abierta, cruzó los brazos sobre la almohada, apoyó las tetas sobre ellos y se puso en pompa para que la penetrara. Le emboqué la polla, luego la cogí por las caderas y, poco a poco, comencé a penetrarla.

-Mmmmmmm –exageró morbosamente mientras me sentía entrar -¿Es que quieres que sea la tercera en unirme al concierto?

Ya no solo no es que no opusiera resistencia a hacer cosas que no solía hacer sino que, además, aportaba nuevos elementos; Jugaba. Se movía en un nivel de desinhibición superior al habitual y me tenía loco. No podía moverme ni un centímetro o me correría solo de mi grado de excitación. Tomé aire, respiré pausadamente unos segundos para dominarme y me dije: “¡Pues vamos a jugar!”

-Ya te arrancarás cuando quieras –empecé a responder en un solemne pero también suave y morboso susurro-. Yo lo que ahora quiero es, simplemente, que disfrutes con lo que estás viendo y con lo que te estoy haciendo. Ya tendrás tiempo de ser la tercera o…

-Aaaahhhhh!! –una tercera voz gimiendo atronó en toda la calle interrumpiéndome.

-…No, la tercera ya, no –terminé de decir.

Nos echamos a reír por aquella casualidad y, nuestras risas, llegaron hasta la morenaza que, de inmediato, miró a nuestra ventana. Se encontró con mi mujer asomada plácida y eróticamente, con las tetas a la vista sobre sus brazos cruzados por encima de la almohada y con un gesto en su cara que no pude ver pero que, lejos de hacer que la morena se escondiera, provocó que se acercara un poco más a los pies de su cama para que la farola de la calle la dejara constantemente iluminada. Eso sí, se mantuvo quieta unos segundos, sin que la cabalgaran.

Se estaban observando como dos gatas en celo: cachondas pero prudentes. Me di cuenta de que podía ver la cara de mi mujer reflejada en el cristal de la hoja de la ventana y comprobé que, si la morenaza estaba buena, aquella mirada convertía a mi mujer en una diosa; Le daba una nueva dimensión a su ya de por sí exuberante belleza. Me sentí el hombre más afortunado del mundo y, del subidón, le clavé la polla sacándole un nuevo gesto de placer extremo y un gemido que fue la cuarta voz que sonó en la calle.

Empezamos a follar suavemente, os recuerdo que aquel grado de excitación me tenía el orgasmo al límite y totalmente descontrolado; Y no quería acabar tan pronto. Afortunadamente mi mujer estaba también tan cachonda que apenas necesitaba moverse para sentir placer; Éramos casi como gatos de escayola desbordados de placer.

Entonces la calle se desmadró no sé cómo. En menos de un par de minutos se podían identificar al menos diez voces diferentes gimiendo, incluso la primera de un hombre. Mi mujer y yo seguíamos follando y la vecina de enfrente no nos quitaba ojo mientras hacía lo mismo. Creo que me veía, mi mujer se animó y terminó de subir la persiana y me daba algo de la luz de la calle, y tenía cara de estar disfrutando con lo que estaba viendo.

-¿Te gusta que nos mire? –pregunté a mi mujer-. ¿Ya no te importa que te vean?

-No, ya no –respondió-. Reconforta y tranquiliza saber que, en nuestra calle, somos todas igual de desinhibidas.

-De golfas –le repliqué.

-De putas –me remató, poniéndome de nuevo al borde del orgasmo.

-Pues le vamos a enseñar a la vecina cómo me come la polla mi puta…

La descabalgué y me puse de pie sobre la cama pegado a la ventana, tan pegado que recostaba mi hombro sobre el cajetín de la persiana. Mi mujer, de rodillas, se quedaba a una altura ideal para meterse la polla en la boca. Y no dudó un segundo en hacerlo y, mientras me hacía una mamada épica, la veía cómo seguía mirando a la vecina.

El coro de gemidos continuaba sonando en la calle mientras que la divina boca de mi esposa me hacía maravillas. Y la vecina mirando,  y mi mujer exhibiéndose… Aquello no podía ser más excitante. Pero resulta que lo fue…

-Se han salido al balcón...

Mi mujer se sacó la polla de la boca para poder hablar pero no dejo de menearla mientras lo hacía. Por mi posición yo no podía ver la calle y, cuando la escuché, me quedé mirándola unos segundos antes de agacharme para mirar hacia fuera.

El concierto de gemidos mantenía su nivel. Al menos diez parejas andábamos follando despreocupadamente en aquel momento y lo curioso es que no se oía a nadie protestar, como si los desvelados quisieran ser cómplices morbosos de aquella singular situación y los dormidos soñaran dulcemente mecidos por los sonidos del placer. La calle era un lugar hospitalario, acogedor, seguro. Y que la vecina se atreviera a tomarla desde su balcón activó mi siguiente fetiche: el de los espacios abiertos. Me bajé de la cama, cogí de la mano a mi mujer y, tras decirnos con la mirada lo que iba a pasar, vino detrás de mí.

Los pasillos de planta de mi edificio son vistos a la calle. Recorren la fachada de punta a punta como si fueran un enorme balcón y, en ellos, se abren las puertas y ventanas de cada una de las cuatro casas que hay por planta. Están protegidos por un muro de ladrillo que sube algo más de un metro veinte desde el suelo y, aunque algunos vecinos tienen puestos toldos, las cristaleras están prohibidas en las normas de la comunidad. De hecho, la comunidad nunca ha querido cerrar los pasillos porque, precisamente, que sean abiertos forma parte de la esencia del propio edificio.

Abrí la puerta de la calle y salí al pasillo en primer lugar; Desnudo y erecto. Eché un vistazo a las ventanas y balcones de enfrente y, aunque creía poder adivinar de dónde provenían algunos de los gemidos, solo la vecina morenaza estaba a la vista. Muy bien a la vista además. De pie y apoyando las manos sobre la barandilla de forja de su balcón, se dejaba hacer por la mano de su pareja que, pegado completamente a su espalda, la rodeaba con el brazo para colarle los dedos en el coño.

Tiré suavemente de mi mujer para invitarla a salir al pasillo. Y salió. La coloqué en la misma postura que estaba la vecina y yo me puse exactamente igual que su pareja. Masturbar al bellezón de mi mujer a la luz de las farolas de la calle, con ese tono anaranjado que le daba un color tan especial a su piel, fue una autentica experiencia. Aparte, evidentemente, de estar haciéndolo en la calle y compartiendo el momento con otra pareja. Que también tiene lo suyo.

Estábamos con nuestra sesión de exhibicionismo compartido cuando reconocimos una voz gimiente que ya habíamos escuchado antes pero que, ahora, podíamos ubicar con una exactitud meridiana: mi vecina de al lado también estaba follando.

-Acércate a la ventana y diles que se vengan fuera –le susurré a mi mujer oprimiéndole debidamente el clítoris con la yema del dedo.

Y lo hizo…

Recorrió los diez metros que separan nuestra puerta de su ventana, se plantó en medio para que se le recortara toda la silueta en el marco y llamó a la vecina.

-Vecina… Vecina… salíos, que estamos follando en el pasillo…

La vi acercar la cara a la ventana y hablar en voz baja durante unos segundos. Luego se giró, regresó hasta donde estaba yo intercalando miradas conmigo y con los vecinos de enfrente y, tras cogerme el brazo y recolocarse tal y como estaba antes de ir a por la vecina, volvió a ponerme la mano sobre el coño y me apretó el culo contra la polla.

No podía creerme que la vecina se fuese a sumar al momento. No le pregunté a mi mujer qué le había dicho porque me podía la excitación y el deseo de escuchar cómo se abría la puerta de su casa. Y estaba ansioso por oírla. Mi vecina es una universitaria que lleva dos años viviendo al lado, de veinte recién cumplidos y un verdadero primor; Dulce, educada y, a la vez, con un morbo tan descomunal que, de tener dos años menos, serían de diez años de cárcel la cantidad de cosas que le haría.

Cuando escuché su puerta no me lo podía creer. Primero salió ella y, detrás, su novio y, detrás, otro amigo. ¡¿Cómo?! ¡Qué maravilla de vecina! Nos miraron, miraron a los de enfrente y, por las mismas, volvieron a sus asuntos; ellos magreando a mi vecina por todos los rincones de su cuerpo y ella dejándose querer con los ojos cerrados.

Volví a coger a mi mujer por las caderas, le coloqué las piernas y el culo y la penetré. Me costaba mantenerme con las piernas flexionadas pero aquel polvazo bien lo valía. Terminé por encontrar la posición, usando la pared de la fachada de mi casa como respaldo y, con ese punto de apoyo, continuamos follando.

La morenaza y su pareja no tardaron en seguir nuestro ejemplo y, en la misma postura, se pusieron también a follar. Y ella desató un gemido que volvió a retumbar en toda la calle. Se notaba diferente; Esa sutil diferencia entre el orgasmo que sale a través de una ventana y el que se grita directamente a la calle. Y los vecinos lo notaron. Pasado medio minuto ya se podía ver a cuatro parejas más; Una la de justo enfrente de nuestra casa, otra, en la planta de la morenaza, pero dos balcones más allá y otras dos en mi edificio, las del quinto.

Y allí estábamos, seis parejas y un trio follando a la vista y, otras cuatro o cinco más, follando en la intimidad pero regalándonos sus gemidos. Compartiendo el deseo, cruzando miradas y disfrutando del sexo todos juntos.

Me quedé mirando a mi vecina con sus dos amantes y disfrute de ellos; Tan jóvenes, con esos cuerpos tan “de juguete” y, a la vez, tan deseables. Algo diferente, que no mejor, que la experiencia que atesoraba el cuerpazo de mi mujer a sus cuarenta recién cumplidos. Y se me cruzaron los cables y volví a jugar.

-¿Te apetece probar alguno de los yogurines? –le susurré con la misma lascivia que nos había acompañado toda la noche-. Enséñale a esos niñatos cómo folla una tía de cuarenta…

Detuve la cabalgadura para invitarla a moverse si decidía hacerlo, para dejarla a su libre elección. Ella se apretó contra mí, metiéndose mi polla hasta el fondo y, moviendo levemente las caderas en círculos, se los quedó observando unos segundos.

-A mí esas poyillas me bailan ahora en el chichi…

-Pues que te la metan por otro sitio que no sea el chichi –le respondí metiéndole el dedo gordo por su ya estimulado, lubricado y dilatado esfínter.

Gimió de placer.

-¿Cómo eres tan cabrón? –me dijo-. Estás haciendo conmigo lo que te da la gana.

-Porque lo estás gozando como una perra –le contesté.

-Como una buena perra… -terminó de decir casi entre jadeos y totalmente cachonda.

Se separó lentamente de mí y salí de sus dos agujeros. Volvió a dirigirse hacia el trio y, tras magrearse con la vecina y comerle la boca, trincó al amigo por la polla y se lo trajo de vuelta a casa. Dejamos la puerta abierta y entramos al dormitorio, descorrimos el visillo para que la morenaza y el marido nos vieran bien y hasta encendimos una lamparita para crear un juego de luz. Me tumbé boca arriba sobre la cama con la cabeza debajo de la ventana, mi mujer se puso a cuatro patas encima de mí y el muchacho se situó de rodillas detrás de ella.

-Dale un poquito por el coño para lubricarte el rabo –le dije.

Miré a mi mujer fijamente, esperando ver cómo estaba de decidida por si tenía que frenar al muchacho. Nos mantuvimos la mirada el tiempo necesario para que me dijera que todo estaba en orden y, cuando puso esa sonrisa de lascivia y fue ella la que se fue dejando caer hacia atrás para meterse la polla del muchacho sin que él se lo esperara, supe que tenía la mejor esposa del mundo.

-esta noche hago lo que te apetezca –me dijo-, estoy tan cachonda que necesito decirle que sí a todo…

La mejor del mundo, desde luego.

Sacudió al muchacho varias veces. La verdad es que se lo estaba follando ella porque el, con el flipe de verse en la que se estaba viendo, el chavea estaba paralizado. Así que, después de gozarle en el coño unos segundos, mi mujer paró, le sacó la polla al muchacho y alargó la mano en busca de la mía.

-Solo embócala…

Se colocó sobre mí humedeciéndome el glande con los flujos que, a un milímetro, le chorreaban por todo su sexo. Fue acomodando las piernas y poniendo el culo en pompa sin dejar de sentirme para ofrecerse al chavalillo. El muchacho le embocó la polla en el ano y se quedó quieto, imitándome.

De nuevo fue mi mujer la que marcó los tiempos. Cuando estuvo preparada volvió a dejarse caer lentamente hacia atrás para, simultáneamente, meterse dos pollas en el cuerpo. Y lo gozó, ¡Vaya si lo gozó! Gimió con tanto placer que su voz reinó en la calle durante tres infinitos y súper excitantes segundos. ¡Hasta un óle salió de alguna de las ventanas! Cuando mi mujer pudo abrir los ojos, primero me miró a mí aún con el mismo gesto de placer con el que había exhalado aquel gemido y, al cabo de un par de segundos que terminaron con una sonrisa cómplice y feliz, levantó la vista para buscar a los vecinos de enfrente. Estaba encantada mostrándole al mundo lo bien que se lo pasaba follando. La veía tan desinhibida que no me habría extrañado si, en aquel momento, se le hubiera ocurrido gritarles algo a los vecinos de enfrente.

-Veníos, que también tengo para vosotros –por poner un ejemplo.

Su excitación terminó por ser incontrolable y le desató el orgasmo. Lubricaba tan bien que se deslizaba con facilidad empalada por dos rabos y se fue acelerando. En menos de un minuto su culo se apretaba contra nosotros a tres mil revoluciones. Sus tetas se bamboleaban descontroladas delante de mis narices y, como en el juego de la manzana, trataba de engancharle un pezón de un bocado para comérmelo con pasión. El orgasmo le contrajo todos los músculos de la zona vaginal y anal y, con aquellas contracciones, hizo que el muchacho también se corriera. Me resultaron incluso nostálgicos sus adolescentes gemidos. ¡Qué diferente se ve el sexo cuando llegas a según qué fases de la vida!

Permanecí inmóvil durante un rato más, dejando que mi mujer terminara de disfrutar su orgasmo sin meterle prisa. ¡Es tan placentero sentir sus contracciones oprimiéndote la polla! Volvió a ser ella la que marcó los tiempos. Cuando creyó tener fuerzas suficientes se puso a cuatro patas y se fue echando hacia delante para desmontar de las dos cabalgaduras. Aún estaba suficientemente mojada y, aprovechándolo, se permitió el lujo de aguantarnos los glandes en la misma embocadura de ambos agujeros para disfrutar también de la expulsión definitiva.

-Vamos en busca de los otros…

Se levantó totalmente recompuesta, como si no acabara de llevarse un orgasmo épico de esos que, de cuando en cuando, le veo en la cara. Y, sin embargo, allí estaba, dispuesta a seguir con el juego.

Salimos de nuevo al pasillo y allí seguía la vecina con su novio, follando contra el murillo del pasillo. En el edificio de enfrente ya se podían ver perfectamente seis parejas cerca de sus ventanas y en sus balcones. Solo una seguía follando, las demás, desnudas, simplemente se limitaban a disfrutar del inexplicable calentón comunitario que estábamos viviendo esa noche.

-Enséñale ahora tú a la vecina como folláis los cuarentones –me sorprendió mi mujer-. Sé que puedes hacer que chille más fuerte de lo que lo he hecho yo… Házselo; Que se entere de lo que es follar con gusto…

Y, dicho esto, se fue hacia Laura y su novio y empezó a meterle mano al chico para separarlos.

-Del niño me encargo yo… -dijo finalmente.

Se arrodilló en el pasillo y empezó a comerle la polla con la maestría que te da la experiencia. Al novio de mi vecina le costaba mantener las rodillas derechas. Ella, mi vecina, buscó mi mirada y sonrió picaronamente llevándose el dedo a la boca. ¡Truquitos de juventud! ¡Qué bien funcionaréis toda la vida!

Me acerqué a ella con decisión y, como es pequeñita, no me costó mucho levantarla en peso para sentarla sobre mis hombros apretándome el coño contra la boca. Y empecé a comérselo a lengüetazos prolongados y húmedos, asegurándome de presionar bien al sentir el clítoris bajo la punta de la lengua. Mi vecina levantó los brazos para apoyarse contra el techo del pasillo y comenzó a arquear la espalda hacia atrás, dejando caer su larga melena suelta, a la par que comenzaba a gemir al compás de mi lengua.

Dice mi mujer que tengo un don para comer coños. De hecho, la frase exacta es “¡¡Dios!! ¡¿Pero cómo puedes comerme el coño así?!”. Lo cierto es que se lo debo a ella; Llevamos tanto tiempo juntos que he tenido oportunidad de aprenderme todas sus indicaciones y todos los buenos resultados de mis experimentos hasta el punto de que ya los hago de manera natural, instintiva.

Por otro lado me pasó que, estoy tan acostumbrado al sabor y la textura del sexo de mi mujer que, cuando me eché el de la vecina a la boca, no pude evitar compararlos porque eran evidentes las diferencias. El de mi vecina sabía a inocencia y deseo reprimido. Estaba rico, muy rico; Tanto que le busqué con ansia el sabor a liberación que sabía que debía tener y, cuando lo encontré, conseguí solo con la lengua que mi vecina gritara más fuerte de lo que lo había hecho mi mujer.

La cogí con las dos manos por los cachetes y la bajé para penetrarla y dejarla sujeta solamente por mi polla. Era tan pequeña a mi lado que, empalada, se sostenía perfectamente. Sin embargo la sujeté también con una mano abriéndole los cachetes y, como no podía ser de otra manera, deslicé uno de mis dedos alrededor de su ojete hasta que se lo terminé metiendo.

Sus gemidos no dejaron de sonar hasta que terminó por correrse escandalosamente. Tampoco es que le hubiera hecho nada del otro mundo pero, claro, les falta tanto por vivir a su edad…

La descabalgue y la arrodillé delante de mí. Me cogí el rabo y empecé a meneármelo con fuerza apuntándole constantemente a la cara. Abrió la boca y asomó la lengua pero, lejos de metérsela, la miré a los ojos sin dejar de pelármela hasta que, sin avisar, le corrí la cara con una profusa corrida. Luego se la planté delante de la boca y ella, inteligente, la chupó hasta donde pudo y succionó para estimularme los últimos espasmos eyaculatorios.

Mi mujer, que había acabado ya con el novio de la vecina, vino hacia nosotros y se agachó para besarme la polla a la par que, con sus besos, se la iba sacando a la vecina de la boca. Una vez fuera, mi mujer besó a la vecina mientras se incorporaban y, al ponerse de pie, finalizó el beso y, dirigiéndose a la morenaza de enfrente y su pareja, al final les dijo algo.

-Segundo B. Veníos, que vamos a echar ahora una cervecilla… -e invitó a la vecina y sus chicos a entrar en casa.

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