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Follábamos poco (I) - Merche

en Autosatisfacción

Oscar y yo follábamos poco. Por culpa de la crisis terminó agarrándose una depresión que no vi venir. “Tranquila Merche, es solo un bajón. Se le pasará”, me decía. Y, cuando quise darme cuenta, tenía ya una depre tan gorda en lo alto que, incluso, había perdido todo su apetito sexual.

Se le quitaron las ganas hace tiempo. Primero empezó poniendo excusas, como el cansancio, y luego pasó a combinar esa con la de empezar a sentirse mal, precisamente, cada noche de fin de semana. Luego, directamente, me dijo que nos habíamos vuelto rutinarios y que, así, le costaba mucho predisponerse. Porque, ya, eso de que fuera él quien tomara la iniciativa, era totalmente imposible. Y el día que me propuso hacer realidad alguna de sus fantasías, después de escucharlas, le dije que ni loca. Pretendía exhibirme por las ventanas de casa, o delante de la webcam, quería que nos montáramos un trío o, incluso, que nos trajéramos a otra pareja para follar juntos en casa. ¡Pero bueno! ¡¿Qué tiene de malo el sexo monógamo y heterosexual que practicamos en la intimidad, cariño?! ¡¿Es que no te gusta cómo te la mamo?! ¡¿Es que ya no te pongo?!

No sé vosotras, pero yo en mi casa soy la más puta del universo. Oscar me puede decir lo que le dé la gana, hacerme lo que le dé la gana, tratarme como le dé la gana que, cuanto peor lo haga, más perra me pondré. Pero eso solo ocurre a solas y con los persianas echadas, que bastante rubor paso cuando pienso en que mis gemidos han debido despertar a todo el vecindario.

Aunque, bueno, igual esto ya no es del todo cierto…

Hace unas semanas empezaron a sucederse una serie de acontecimientos que me han traído hasta este estado de desinhibición en el que me hallo y por el que no me reconozco. Esta noche Oscar se va a enterar de lo que es una buena zorra con ventanas abiertas. Todas las ventanas que quiera.

Resulta que la crisis a mí también me ha afectado y, mi amiga Marta y yo, hemos tenido que dejar el local en el que teníamos nuestra tienda de bisutería artesanal. Así que nos hemos centrado en la venta por internet y, ahora, trabajamos desde su piso. Pasamos las tardes entre pantallas de ordenador, hilos de plata, piedras de colores y un largo etcétera de abalorios y herramientas con las que realizamos nuestros trabajos.

Hemos montado nuestro cuartel general en la sala de estar del piso de Marta porque es un lugar estupendo para poder trabajar; Amplio y luminoso. La habitación, prácticamente, tiene pared y media de cristal porque las puertas para salir a la terraza son dos cristaleras grandes haciendo esquina y porque, además, las barandillas de la terraza también son de cristal. Así que tenemos muchísima luz y, de paso, unas vistas alucinantes del valle donde vivimos.

 El edificio en el que está el piso tiene un gemelo simétrico al lado, una pijada de diseño urbanístico que, al final, solo ha servido para que los vecinos de un edificio y otro nos tengamos perfectamente controlados gracias a las grandes cristaleras. No es coña, Vemos perfectamente al vecino de justo enfrente y al de debajo. El de arriba y el de más abajo, ya se ven nada más que regulín pero, a estos dos, ¡Sus salones enteritos!

Marta tiene puestos unos visillos vaporosos y unas cortinas por toda la cristalera. Cuando trabajamos, solemos recoger las cortinas y dejar los visillos echados. Aunque los vamos abriendo según vayamos necesitando más luz antes de encender las lámparas. Y hace un par de semanas, en una de estas que fui a abrir los visillos para que nos entrara más luz, me llevé una sorpresa con el vecino de enfrente. ¡Estaba en pelotas tirado en el sofá con un portátil delante, sobre una mesita!

Esa tarde trabajamos poco, la verdad. Nos la pasamos con el cachondeo de espiar al vecino y hablando de sexo. Marta y yo coincidimos en que esa escena era propia de un tío y que nosotras no la haríamos. Me decía Marta que, para empezar, si tuviera ganas de andar desnuda por su casa lo primero que haría sería echar, como mínimo, todos los visillos.

-Oscar sería feliz con una casa así –le dije-. Si por él fuera, ¡Como este tío!, en pelotas y a la vista. ¿Sabes que quiere que lo hagamos con las ventanas abiertas para que nos vean?

-Pues como todos los tíos, Merche. Se excitan fantaseando con que nos exhiben y con ver como otros nos follan.

-Pues eso último no me la había dicho.

-Pues es una verdad como un templo. Tírale de la lengua y te lo acabará reconociendo.

Nos resultó imposible concentrarnos, por lo menos a mí. Y no es que me pasara la tarde espiando al vecino por entre los visillos, que sólo lo hacía de vez en cuando, sino que mi cabeza no hacía más que reinar y reinar haciéndose preguntas y buscando respuestas. ¿Qué tenía de excitante eso de que te vieran? Porque, a mí, por más que lo intentara, no me lo parecía.

Durante dos tardes seguidas el vecino estuvo haciendo exactamente lo mismo. Entraba desnudo a su salón, encendía el portátil y chateaba mientras se tocaba. Pero, a la tercera, apareció en escena una chica. Marta y yo volvimos a espiar y a olvidarnos del trabajo. El vecino y la muchacha se acariciaron, se magrearon, se masturbaron y terminaron follando en el sofá mientras nos parecía verles hablar al ordenador. ¿Estarían ciberfollando con alguien?

Al día siguiente Marta se marchó por motivos familiares a su pueblo y, cuando quedamos para darme las llaves, me dijo que estaría fuera un par de días como mínimo y que me moviera por su casa como si fuera la mía. Que se quedaba tranquila porque, así, se la vigilaba. Subí al piso un poco más tarde que de costumbre y, cuando entré al salón, me lo encontré con las cortinas y los visillos recogidos. Me acerqué a la cuerda para cerrar los de la cristalera que da a la del vecino y, al hacerlo, el tío me vio. Totalmente desnudo, para no perder la costumbre, al verme levantó el brazo y me saludó como si tal cosa.  Yo levanté un poco la barbilla para devolverle el saludo pero, de inmediato, corrí los visillos para dejar de verle. Que no es que no quisiera verle, que lo cierto es que el tío estaba para mirarlo, sino que me daba vergüenza la situación. No tenía por qué ver las experiencias sexuales de nadie. Y menos que nadie supiera que las estaba viendo.

Después de quedarme tranquila, comencé a prepararme sobre la mesa de trabajo las herramientas y los materiales que iba  a utilizar para hacer unos pendientes mientras seguía dándole vueltas a pensamientos sexuales que me provocaban inquietud.

Fue entonces cuando, mirando a la cristalera que daba al valle y que seguía abierta, el tema se me empezó a ir de las manos…

No hay un solo edificio frente a esa cristalera. Orientada al sur, la vista se pierde en el frondoso valle en el que se salpican algunas urbanizaciones de dúplex y, al fondo del todo, los chalets de los ricos de la ciudad. El caso urbano queda a mis espaldas, hacia el norte.

Me desnudé junto a la mesa y me quedé quieta mirando a la cristalera. Mi campo de visión aún me mostraba el interior del salón y eso me hacía sentirme a salvo, protegida. Pero tuve curiosidad por saber si la sensación de seguridad desaparecía o no si me acercaba al cristal y, dando pasos de fe, fui avanzando hasta que dejé de ver el salón y todo lo que aparecía ante mis ojos era un espacio abierto e infinito tras el cristal.

El valle me llamó. Aquellas vistas no podían disfrutarse en su totalidad con un cristal de por medio así que, no me preguntéis por qué, no dudé en abrir la cristalera pero quedarme todavía dentro de la casa. Y lo cierto es que la sensación cambió por completo. A las vistas que estaba disfrutando se le sumaron los sonidos y, de repente, se convirtió en otro mundo totalmente diferente. Un mundo que me animaba a salir a la terraza para sentirlo en plenitud.

Y fui capaz de salir...

Apoyé las manos en la barandilla con los brazos estirados como medida para separarme de ella y cerré los ojos por unos segundos. El trino de los pájaros, el sonido de la calle allá abajo, el aire libre rozándome todo el cuerpo… Aquella sensación activó una especie de potenciador de la sensibilidad que me hizo descubrir niveles que desconocía. Hasta la más leve brizna de brisa era capaz de erizarme toda la piel.

¿Cuántas de vosotras ha tenido la oportunidad de estar desnuda en medio de la naturaleza con total relax? ¿A que me entendéis?  Quien no haya tenido oportunidad de sentir esa sensación que se haga la siguiente pregunta ¿Por qué iban Adán y Eva desnudos por el paraíso? Es una pregunta con muchas respuestas, sí, pero todas con profundas conclusiones que pueden aproximaros a la increíble y placentera sensación que produce esto de liberarse de la necesidad de ropa. ¡Alucinante!

Abrí de nuevo los ojos y miré hacia el edificio de al lado. Afortunadamente el vecino no tenía ángulo de visión para verme pero, sin embargo, justo después de haberme sentido aliviada porque no me podía ver, sentí la excitación del qué pasaría si me viera. Y me puse cachonda.

Ya os dije antes que el vecino estaba bueno, ¿No? Pues, desnuda en la terraza, no pude evitar encontrarle una connotación sexual a la escena. Y me vino a la cabeza la fantasía de ser espiada por el vecino. De saber que un tío así de bueno me desea pero no se atreve a decírmelo y por eso me observa a escondidas… ¡Ainsss! Qué peligrosa es la necesidad de sentirse deseada…

Oscar ya no me hacía caso y el vecino seguro que estaría encantado de hacérmelo si tuviera oportunidad. No sabía qué hacer. ¿Le dejaba verme? ¿Me hacía una paja y que se me quitara el calentón para poder pensar con claridad?

Entré de nuevo al salón y me acerqué a los visillos para espiar al vecino. Seguramente volver a verle me ayudaría a tomar una decisión.

Estaba, como de costumbre, sentado en el sofá con el ordenador en la mesita. No me cabía en la cabeza que un tío que estaba tan bueno como él perdiera el tiempo en el cibersexo. Con ese cuerpo podría salir y ligarse a la mujer que le diese la gana.

-Internet es para fracasados –pensaba.

Sin embargo el vecino era la prueba de que esa afirmación no era cierta. Aquel hombre escultural, guapo y bien armado estaba disponible en el ciberespacio para satisfacer las fantasías de quienes contactaran con él. Y yo empecé a querer satisfacer la mía propia.

Di varias vueltas por el salón pensando qué hacer y cómo hacerlo. Había pensado en coger el visillo desde uno de sus extremos y cruzar toda la cristalera con él en la mano para recogerlo en el otro extremo. Así podría camuflarme entre la tela y, si miraba, lo más que podría verme sería el brazo, las piernas y el contorno del culo. Sin embargo esa opción no terminaba de convencerme porque no podría tenerle vigilado sin que se diera cuenta de que le estaba observando. Así que opté por coger la cuerda del riel para recogerlo con su mecanismo, que se quedaba junto a la silla en la que me sentaba a hacer mis trabajos. Así podría espiarle desde detrás de la tela y el no me vería hasta el último momento.

-Estás loca Merche –me repetía a mi misma mientras tomaba aire antes de empezar a tirar de la cuerda.

Tal y como había supuesto, el vecino tardó poco en darse cuenta de que estaba abriendo los visillos. Le veía por el filillo del ventanal. Había empezado a tirar de la cuerda y él estaba hablando con alguien por el ordenador pero se dio cuenta enseguida de que se estaban moviendo las cortinas y miró para acá. Continué tirando de la cuerda. Si paraba justo después de que mirara, se podría dar cuenta de que había algún tipo de intencionalidad. Y aquello tenía que parecer totalmente natural.

Ya no había marcha atrás…

Se me aceleró el pulso y mi estado de excitación subió algún que otro gradito más. Estaba sentada en una bola azul enorme de esas de goma, de espaldas a la cristalera, pero girada sobre mi lado izquierdo para ir tirando de la cuerda mirando hacia el mecanismo del riel que quedaba, sobre pared de ladrillo, justo al filo de donde comenzaba la enorme cristalera. Poco a poco los pliegues de la cortina fueron pasando por delante de mi cara hasta que, al terminar de pasar el último, el cristal me dejo, de nuevo, a la vista del vecino.

Me giré hacia la mesa como si no le hubiera visto mientras me reponía del subidón que me acababa de dar al ser consciente de que me estaba viendo desnuda. De espaldas, pero desnuda. Me encantaría haber visto su cara en aquel momento. Me imaginé cómo se me debía ver desde su sofá y le visualicé de inmediato con su mirada clavada en mi raja del culo. ¡Claro! Sentada de espaldas sobre una pelota de goma se me tiene que ver un buen culo. A todo esto, para que os hagáis una idea de los cerca que está un edificio de otro, tengo que deciros de, de su sofá a mi pelota, tiene que haber poco más de diez o doce metros. Como si, en un autocar, uno estuviera en la punta de adelante y otro en la de atrás y solo hubiera cristal y aire de por medio.

Seguro que estaba loco por poder cruzar su mirada con la mía…

A mí me pasaba exactamente lo mismo. Sentía verdadera curiosidad por saber qué estaría haciendo. Si estaría pendiente de mí o del ordenador, dónde me estaría mirando, qué me diría su mirada. En mi mente su rostro era el de un hombre rendido a mis encantos que no había podido evitar levantarse de su sofá y acercarse hasta su cristalera para poder verme todo lo cerca que le fuera posible.

Imaginarle así, con las manos pegadas al cristal y erecto, me puso tan cachonda que sentí como resbalaban sobre la pelota mis primeros flujos vaginales que se deslizaron sobre la goma hasta mojarme el muslo. Quería hacer algo pero no sabía el qué. Algo que me permitiera cruzar las miradas aunque fuera durante unos instantes para ver qué ocurría. Tenía la sensación de que podía sentir un chispazo que me conectara con él y me moría de ganas por comprobarlo.

Tenía claro que, lo que no iba a hacer, era levantarme sin más y pegar las tetas contra el cristal. No me parecía un modo elegante de entablar contacto aparte de que, como tampoco me había liberado aún de todos mis tabúes y todavía me daba vergüenza hacer lo que estaba haciendo, no habría sido capaz de hacerlo.

Eché un vistazo al salón para ver si se me ocurría algo y encontré la respuesta en la tele y el sofá de Marta. Es un sofá blanco que se queda de espaldas a la cristalera que da a la del vecino y que tiene, en la pared de delante, colgada la pedazo de pantalla plana que Marta tiene en casa. Un auténtico bicharraco de chorrocientas mil pulgadas. Me la quedé mirando y, en la negrura de estar apagada, descubrí que se veía el reflejo de lo que entraba por la cristalera. El reflejo de enfrente, la casa del vecino.

-¡Venga ya! –exclamé sorprendida- ¡No jodas!

Enseguida tuve claro que mi objetivo era irme al sofá pero me faltaba pulir el cómo hacerlo, qué pasos dar y con qué intención. ¡Era una decisión que no se podía tomar a la ligera! Así que, al final, decidí que, lo que haría, sería levantarme, recorrer el salón por entre la cristalera y la espalda del sofa y tirarme en él desde el lado que queda frente a la cristalera que da al valle. La chaise longue del sofá queda al otro lado, el que pega a la mesa de trabajo, así que, tal y como me iba a acomodar en el sofá, con la cabeza hacia la puerta y los pies hacia el valle, ese era el camino lógico a recorrer y el que, además, me daba la opción de estar desnuda delante del vecino sólo unos segundos. El tiempo suficiente como para poder cruzar las miradas a ver qué sentía pero también el justo para no tener que exhibirme más de la cuenta.

-Muy loca, Merche. Muy loca –me dije mientras me armaba de valor y, finalmente, terminaba por levantarme de la pelota para cruzar el salón.

Evidentemente lo primero que hice mientras me giraba y me ponía de pie fue mirar en busca del vecino para ver lo que tardaba en mirar y la cara que ponía al verme. ¡Fue alucinante! No había terminado de dar el primer paso cuando levantó la cabeza y me miró. Los ojos se le abrieron como platos y, casi al instante, sonrió de tal manera que me conectamos de inmediato. Inclinó levemente la cabeza a la par que hacía un simpatiquísimo gesto de satisfacción apretando los labios y poniendo cara de “Oye! Estás muy bien, ¡¿Eh?!” que me hizo sonreírle y levantarle la mano para devolverle el saludo. Y no dejó de mirarme hasta que, al tirarme en el sofá, el respaldo del sofá cegó mi campo de visión.

-Uffffffffffff!! ¡Qué subidón!

Enseguida me recosté para ver si, en la tele, se veía un buen reflejo de lo que me apetecía ver y, cuando lo vi, resoplé excitada. Tenía una imagen excelente. Veía perfectamente la mesita con el ordenador, el sofá y a él que seguía mirando hacia aquí. Ahora no podía verle con detalle los gestos de la cara, pero eran perfectamente definibles los rasgos principales y, por tanto, el resto de atributos de su cuerpo también.

Mientras seguía mirando hacia mi sofá le vi como empezaba a acariciarse los huevos. Me estaría imaginando tumbada desnuda en el sofá y le excitaba imaginarme así. La cuestión es que el sentimiento de deseo continuó creciendo entre los dos y, encantada de verle acariciándose por mí, subí la pierna izquierda por encima del respaldo del sofá, que no era excesivamente alto, para que cayera por detrás con el propósito de seguir alimentando la imaginación de mi vecino y disfrutar viéndole a ver qué hacía.

Paso de acariciarse los huevos a masajearse el miembro con la punta de los dedos y seguía mirando por el cristal. Se puso de pie y se acercó a la mesita, giró el ordenador y, dándole la espalda, se acercó a su cristalera para seguir mirándome.

Continué mirando a la negra pantalla y, pegado a su cristalera, le vi girar la cabeza hacia el ordenador como si estuviera hablándole a alguien. ¿Quién sería? y ¿Qué le estaría diciendo? Me puse nerviosa unos segundos pero después me relajé. Fuera quien fuera y del sexo que fuera, me veía menos aún que el vecino. Y lo cierto es que, al final, eso de que el vecino le dijera a quien fuera algo sobre mí terminó por excitarme aún más. Le había llamado la atención lo suficiente como para que se centrara en mí y, además, también hablaba de mí.

No podía sentirme más deseada y excitada a la vez. Sentía curiosidad por saber qué estaría diciendo. El seguía de pie junto a su cristalera mirando hacia aquí y, de vez en cuando, giraba momentáneamente la cabeza para hablar con el ordenador. La escena me excitaba. El seguía amasándose con el miembro sujeto a modo de pinzas por las yemas de sus dedos y yo, mirando su reflejo, empecé a recorrerme la piel suavemente con las uñas empezando por el pecho y siguiendo por el vientre.

Cuando llegué a la entrepierna y deslicé la yema del dedo sobre mi clítoris, sentí el primer y placentero espasmo. Apreté los labios y volví a pasar el dedo sobre él y, entonces, no pude evitar comenzar a masturbarme. Mientras conseguía mantener los ojos abiertos miraba el reflejo de la pantalla. El vecino seguía ahí, pendiente de las convulsiones de la pierna que veía caer de mi sofá y haciéndose ya una buena paja. Con ritmo pausado, pero constante. ¡Me encantaba!

Estaba tan cachonda que perdí la vergüenza por completo y decidí llevar el juego al siguiente nivel. Había llegado el momento de establecer contacto con el vecino.

En esta ocasión lo tuve más claro y fui mucho más resuelta y decidida que cuando me vine al sofá. Me levanté, me fui de nuevo a la mesa pasando de nuevo por delante de la cristalera y del vecino que, por educación, se soltó el rabo mientras me seguía mirando, cogí un folio, un rotulador de punta gorda, escribí mi dirección de Messenger, encendí mi portátil y, mientras arrancaba, pegué el folio en la cristalera para que el vecino lo viera y me agregara.

Cambié la pelota de sitio y la puse entre el sofá y la mesa para quedarme de costado a la cristalera y vi al vecino volver a su sofá y acercarse la mesita para dejarse el ordenador a mano. Comenzó a teclear y, tras pulsar el intro, se quedó sentado mirándome. Mi ordenador aún estaba terminando de arrancar así que, mirándole también, levanté los hombros pidiéndole disculpas y paciencia con una sonrisa. Cuando terminó abrí el Messenger, acepté su solicitud de amistad y, tras abrir la ventanita, le hice una video llamada.

Su voz era tan cálida como su forma de ser y su sentido del humor. Enseguida entablamos una conversación educada y simpática en la que, la evidente connotación sexual del momento, solo estuvo presente en medio de bromas de buen gusto y comentarios picarones exquisitamente medidos. Manteníamos la temperatura de tan particular situación pero no teníamos prisa por subirla. Íbamos a mantener una charla interesante.

Le conté toda la historia que os he ido contando hasta ahora a vosotr@s y no tuve reparo en reconocerle que, si me había atrevido a llegar hasta dónde había llegado en ese momento, era porque me transmitía confianza y me atraía físicamente. Que, de no ser así, nunca lo habría hecho.  Sonrió y me dio la razón.

-Solo cuando estás seguro de lo que haces es cuando puedes hacerlo. Tú, conforme te has ido sintiendo segura, has ido dando nuevos pasos. Así es como se hace… ¿Y qué? ¿Cómo te sientes ahora que estás aquí?

-Paradójica –respondí-. Estoy haciendo, sola y a la vez, lo que nunca haría con Oscar. Exhibirme desnuda por la ventana y por una webcam…

-¿Y eres capaz de sacar alguna conclusión?

-Solo que antes no era capaz y ahora sí y que creo que he descubierto el por qué.

-¿Significa eso que volverás a hacerlo? ¿Sola o con Oscar?

-Pues no lo sé… Lo de la webcam tal vez, pero abrir las ventanas de casa no creo, que allí me ven los vecinos a diario y me moriría de la vergüenza. Pero en otro sitio, no sé… Supongo que sí, que podría dejarme ver por la ventana como me estás viendo tu ahora… Esta no es mi casa, tú no eres mi vecino y, sin embargo, ¡Mira! Me excita que me veas…

-Pero solo porque te transmito confianza y te resulto atractivo –bromeó-. ¿Te has puesto un límite o, por el contrario, hoy te estás dejando llevar hasta dónde le apetezca a tu curiosidad?

-Me parece a mí que ya no me queda mucho más por hacer, ¿No crees?

-¡¿Cómo que no?! Aún puedes hacer muchas más cosas… Te queda desatar o no tu apetito sexual, masturbarte, decidir si lo haces a solas, delante del ordenador, detrás de un cristal o en medio de la terraza… Puedes plantearte si te apetece salir de esa casa y venir a la mía, si lo harías vestida o desnuda… ¡Pues anda que no puedes hacer cosas todavía! ¡Todas las que se te ocurran!

Me reí con sus palabras mientras que las asimilaba rápidamente. ¿Quedaba algo que me apeteciera hacer? Sí, por supuesto. Tenía que quitarme aquel calentón de alguna manera y, la única que se me ocurría, era tener un orgasmo. ¿Cómo? Eso era lo que me quedaba por decidir. Ya había dado muchos pasos esa tarde, ¿Quedaba alguno más que me apeteciera dar?

-Hay que ponerle la guinda a esta tarde de locura –concluí en voz alta.

A partir de esa frase, el vecino y yo empezamos a hablar de sexo abiertamente. Le conté las guarradas más salvajes que había hecho con Oscar y él compartió conmigo también alguna de sus más oscuras y excitantes experiencias. Estaba poniéndome como una moto tan solo de recordarme en los polvos que le había estado contado y de imaginarme participando en las que escenas que me describía él. Y, de las experiencias pasadas, llegamos a la que suponía nuestro presente y que era la que estábamos protagonizando en esos momentos. El vecino me confesó su alto grado de excitación, yo le confesé el mío y, entonces, llegó el momento de hacer algo más.

-Me siento muy cómoda contigo –le dije sonriendo-. Me apetece terminar mi experimento como Dios manda…

 Me levanté y rodé la pelota de goma hasta ponerla en el centro de la cristalera y me senté sobre ella de frente al exterior, exhibiéndome para el vecino.

-¿Me oyes? –dije levantando un poco la voz por si el ordenador no me captaba.

-Sí –Le escuché perfectamente responder.

-Estás espiando a tu vecina la exhibicionista –empecé a decirle-. Cuéntame cómo me ves…

Crucé una pierna sobre la otra y me recosté levemente para poder apoyar mi espalda contra la parte de atrás del respaldo del sofá sobre el que también estiré los brazos y eché la cabeza levemente hacia delante para que mi melena, que me tapaba la mitad de la cara, cayera sobre mi pecho y me quedé mirándole en esa postura. Él, de inmediato, comenzó con su relato…

-Tengo una diosa desnuda frente a mi ventana. Una mujer que parece estar dibujada con compás y en la que, cada una de sus curvas, es una exaltación a la belleza femenina. Morena de labios carnosos y pecho firme y esbelto con unas caderas tan bien moldeadas que  sólo pueden ser obra de Dios.

Me está mirando, sabe que estoy aquí y no se esconde. No tiene pinta de querer esconderse sino que, más bien, parece estar dispuesta a compartir conmigo hasta el más íntimo de los rincones de su cuerpo y el más profundo de sus placeres…

¡Qué labia tenía el vecino! Después de escuchar esa cálida introducción no pude evitar empezar a acariciarme. Comencé por el pecho y, a la par que me metía los dedos en la boca para empaparlos, me abrí de piernas sentada sobre la pelota con la espalda totalmente erguida y sacando pecho. Presumiendo de mi cuerpo y totalmente desinhibida…

Bajé las manos por mi ombligo y, mientras que una se quedó en jarra apoyada en la cadera, la otra llevó las yemas de mis dedos hasta mi perla preciosa. La acaricié, deslicé los dedos por mis labios superiores e inferiores, jugueteé con ellos en la boca de la cueva del tesoro y los volví a posar sobre la perla. Necesitaba frotarla para hacer salir al genio de la lámpara…

Y la froté… Y la continué frotando hasta que el maravilloso genio me hizo gemir como una posesa y me dejó extasiada y sin aliento…

Me hice una de las mejores pajas de mi vida. Aquel tío y aquella situación me habían desarmado y me habían hecho conocer placeres que, hasta entonces, ni había imaginado que existieran. Me gustó que el vecino me devorara con la mirada, que se pajeara viéndome tocarme y, sobre todo, que en ningún momento dejara de relatar cómo le excitaba lo que estaba viendo y hacerlo sin hacerme sentir ofendida en ningún momento. Descubrí que el exhibicionismo puede ser muy excitante y supe que era un tabú del que me acababa de librar con la ayuda de aquel tío.

-¿Te ha gustado? –le pregunté una vez que volví a sentarme frente al portátil.

-A mi me gustará siempre –respondió-. ¿Te ha gustado a ti?

Asentí sonriente y, de ahí, comenzamos a relatar los mejores momentos y a hacer un balance de toda la tarde. De las cosas que había hecho, de las sensaciones que me habían producido y de las conclusiones a las que me llevaban. Y así estuvimos hasta que, cerca de las ocho y media, y después de vestirme de nuevo frente a la cristalera, me despedí de él por ese día y me marché de la casa.

Marta estuvo fuera un par de días más y, aunque seguí saludando al vecino cada tarde y charlando con él por el portátil, no se volvió a repetir la experiencia exhibicionista. El sí que seguía con su costumbre de pasar la tarde en bolas con el portátil pero yo prefería trabajar. Lo del primer día había sido una experiencia que tenía que vivir y que, ahora que ya la conocía, no tenía por qué repetirla por costumbre. Ahora sabía que podía disfrutar de ella y que eso solo sería cuando a mí me apeteciera y me lo pidiera el cuerpo. Así, sí que me gustaba. De cualquier otro modo, no.

Como os dije hace un rato, Oscar va a tener oportunidad esta noche de descubrir esta nueva faceta mía. Le he preparado una noche en casa de Marta que ni se imagina.

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