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Extraña decisión

en Control Mental

La vida, no cabe duda, se conforma como una concatenación de hechos casuales, de pequeños acontecimientos que desencadenan otros, y cada uno de ellos despliega un abanico de posibles nuevos pequeños acontecimientos que, a su vez, van poniéndonos en camino de accidentes nuevos en una sucesión tan compleja que hace que no existan dos vidas iguales, por más que con frecuencia cada hecho afecte a varias personas.

Las vidas del común de los mortales son vidas normales, por que cada suceso es, aunque seleccionado aleatoriamente de entre muchos, consecuencia lógica de sus antecedentes, de tal manera que siguen un hilo lógico, una lineal sucesión de pequeñas incidencias sin sobresaltos destacables.

En ocasiones, sin embargo, sucede algo que introduce una ruptura radical, una alteración tan sustancial del transcurso predecible, que su resultado es un sobresalto que trastorna por completo nuestro camino y nos saca abruptamente de la normalidad para introducirnos en lo extraordinario. A partir de ese momento, el resto de los hechos de nuestra existencia pasan a ser consecuencia de aquel, de tal modo que el futuro deja de ser predecible, perdemos nuestras referencias, y nos vemos obligados a navegar el mar de la duda, a adivinar cual debe ser nuestra reacción ante cada acontecimiento anómalo.

De esta manera se desencadenan las biografías apasionantes de los héroes, y también las vidas miserables de quienes se muestran incapaces de acertar, y terminan, error tras error, superados por acontecimientos que no logran dominar, marginados, hundidos en las consecuencias funestas de sus propios pequeños fracasos.

Hasta aquí todo es sabido. Probablemente nadie con un mínimo sentido de la realidad del mundo que le rodea ha descubierto nada nuevo en mis palabras. Sin embargo mi historia no es común, y es por eso que quiero darla a conocer en este foro, por ver si alguien comparte conmigo el desconcierto que produce no vivir una vida que pueda encajar en ninguno de los modelos que, al menos yo, reconozco como "normales": no vivo una vida vulgar, sin incidencias; no domino una situación incontrolable haciendo gala de un extraordinario ingenio; ni siquiera me hundo en la miseria impotente ante una sucesión de desgracias insuperables.

Sencillamente vivo en una irrealidad en que, con frecuencia, muchas de mis decisiones no las tomo yo. Por alguna extraña razón que no acierto a comprender, parece existir un centro de decisión sobre mis acciones que está fuera de mí.

Pero permítanme, queridos amigos, que pase a relatarles mi extraña historia, y sean ustedes tolerantes conmigo si en algún punto encuentran la indefinición lógica, habida cuenta de que yo misma apenas consigo explicarme qué sucede, que pueda hacer pensar que falta consistencia en lo que escribo.

Todo empezó hace más o menos cuatro meses, cuando, cómo tantas noches incapaz de conciliar el sueño, me puse un gabán ligero sobre el camisón y unos zapatos, y salí a dar un paseo por las calles desiertas de la urbanización, respirando la brisa fresca y limpia que sopla desde el mar en primavera y dejando que mis pasos me llevasen deambulando por entre los setos y jardines, parándome a oler las flores, recreándome en los juegos de luces y sombras que las farolas producen en la vegetación; disfrutando en fin de la sensación deliciosa de libertad que produce moverse por los espacios vacíos entre las sombras.

No supe por qué, ahora ya ni siquiera intento comprenderlo, de repente me encontré apoyada de espaldas en una farola. Recuerdo que estaba fría. No fue el deseo de hacer una travesura amparándome en la noche; ni siquiera un súbito arrebato de lujuria incontenible, cómo sucede en las películas porno y las novelas malas; no respondí a nada que sucediera en mi interior, a ningún deseo explicable, por más que resultase poco convencional.

Sencillamente lo hice. Dejé caer mi peso sobre la farola, me desabroché el gabán, metí mi mano bajo la tela leve del camisón, y comencé a acariciar mi sexo sin urgencia alguna, tranquila y sosegadamente, sin llegar a tener la sensación de necesitarlo ni buscar explicación por absurda que fuera.

Al principio mis movimientos resultaban mecánicos. Deslizaba los dedos entre los labios cómo tantas veces había hecho en soledad en casa, recorriéndolos a lo largo sin prisas, buscando que se fueran humedeciendo antes de llevarlos al clítoris. Poco a poco fui sintiéndome excitada, y la caricia iba haciéndose nerviosa, provocándome ese escalofrío que conozco tan bien, y el deslizarse más lúbrico, más suave, más intenso. Sentía la humedad en los dedos, y el recorrido se hacía más largo, rodeando los pliegues que envuelven el botón, que ya sentía inflamarse.

Por alguna extraña razón parecía no tener conciencia alguna de anormalidad en lo que hacía. Mis piernas iban poco a poco aflojándose y no recuerdo en qué momento terminé sentada en el suelo, sobre el faldón de mi gabán, gimiendo mientras pellizcaba suavemente el clítoris envolviéndolo en la piel que lo rodea, deslizando incluso los dedos empapados por encima mismo, sintiendo esa especie de cosquillas brutales que me provoca y que suelo rehuir, temblando.

De repente le vi de pie frente a mi, a unos ocho o diez metros, mirándome desde debajo del ala ancha de un sombrero anticuado. Era, es, un hombre de edad indefinida -no podía ver su rostro- mediana estatura, y cubierto por una gabardina inapropiada, de amplias solapas levantadas. No hacía nada, solo estaba parado frente a mi mirándome.

Inexplicablemente no hice nada, o más bien no dejé de hacer nada. Debí haberme incorporado para huir, pero permanecí sentada frente a él, respirando agitadamente, con las piernas muy abiertas y los talones apoyados en el suelo, masturbándome muy excitada ya, cómo una zorra, dejando que me miraba mientras me corría casi a gritos, temblando con los ojos en blanco, pellizcándome los pezones por encima del camisón hasta hacerme daño, estremeciéndome durante una eternidad hasta que lentamente, muy lentamente, la tensión de mis músculos fue aflojándose y quedé caída en el suelo casi sin sentido, invadida por una lasitud anormal, o quizás la normal tras correrme con tal intensidad.

No dijo nada. No se acercó. No hizo ni el más mínimo movimiento que delatara la menor emoción. Sencillamente se dio la vuelta y se fue, y yo me quedé tirada, tratando de reaccionar, con la mano entre las piernas, desfallecida hasta que conseguí reunir el ánimo necesario para regresar a casa y acostarme de nuevo junto a Ernesto, que apenas se dio la vuelta resoplando, con la cabeza hirviendo de incomprensión y una vaga sensación de miedo.

Dormí hasta tarde y al despertar me encontré hundida en un mar de dudas, de temores indefinidos. Me resultaba imposible, aún me resulta imposible, encontrar una explicación siquiera minimamente razonable a mi comportamiento. No me sentía culpable. En cierto modo no encontraba ninguna razón, por que ningún sector de mi voluntad había intervenido en aquello. Tan solo una rara mezcla de confusión, de temor y de vacío, como si una parte de mi vida, sin saber por qué, no hubiera sido vivida por mi.

El resto del día transcurrió de la misma manera, y al caer la noche Ernesto se acostó temprano, cómo siempre, dejándome sentada en el salón con mi libro en las rodillas, cómo siempre. Con la única novedad de aquella sensación indefinida, amortiguada ya por el paso de las horas, y supongo que por una cierta renuncia a comprender con que quise defenderme.

De repente me levanté del sillón y bajé al garaje, abrí la puerta, arranqué el coche y me puse en marcha sin saber exactamente adonde, pero sin dudar. Llegué a la misma farola de la noche anterior y me detuve. Estaba de nuevo allí. Se acercó, abrió la puerta trasera y se sentó a mi espalda. No comprendo por qué no me sentí extrañada. Solo pisé el acelerador y me dirigí conduciendo sin dudar hacia la playa del Altet, con las ventanillas abiertas, dejándome llenar el enorme vacío del pecho del perfume a sal y algas secas.

Apagué las luces al entrar en el camino, avanzaba casi a oscuras, con solo la luz de la luna reflejándose en la tierra blanca y escuchando arañar alguna roca los bajos del coche, hasta llegar al aparcamiento improvisado entre las dunas que por la noche suele servir de alcoba de parejas furtivas. Había aparcados cuatro o cinco coches, separados unos de otros.

Salí cerrando la puerta en silencio y miré a mi alrededor. Podía distinguir las sombras de algunos mirones. Suelen merodear por allí. Algunas veces, antes de casarnos, Ernesto y yo fuimos a aquel lugar y solíamos reírnos al pensar que mientras lo hacíamos estaban mirándonos aquellos masturbadotes silenciosos. A mi me excitaba.

Caminé despacio por la arena hasta alcanzar al que estaba más cerca. Creo que no me vio hasta que estuve a su lado, y se quedó paralizado al darse cuenta de mi presencia, con la expresión demudada y la polla inmóvil en la mano. Sentía la presencia de aquel extraño a mi espalda. Sabía que estaba detrás de mi, a ocho o diez metros, parado de pie y mirándome desde detrás del ala enorme de su sombrero.

Vamos, no pares -le dije imperiosamente al hombrecillo, que volvió a menearse la polla frente a mi con torpeza, cómo asustado-. Deja que te ayude.

De nuevo esa conciencia incomprensible de no estar queriendo hacer lo que hacía, y al tiempo la certeza de que tampoco nadie me obligaba.

Me arrodillé frente a él y la puse entre los labios. Ya no le veía la cara, solo sombras y aquella polla salada en la boca, pero podía adivinar su turbación. Aparté la cara y comencé a acariciarla con las manos mirando alrededor. El resto de los mirones iban acercándose despacio, cómo sin atreverse. Miré a donde debía tener los ojos el primero, el que más se acercó, y le invité en voz alta.

Ven, acércate, no tengas miedo, tengo para todos.

Mis palabras parecieron disparar algún resorte. Poco a poco me fui viendo rodeada por no se cuantas pollas que se me ofrecían, tomándolas una a una entre los labios, con las manos; pollas sin cara de todos los tamaños; incontinentes pollas que se corrían en mi garganta apenas las rozaba con la lengua; pollas marmóreas, semierectas, diminutas, curvas, rectas. Ignoro cuantas de ellas, pero recuerdo vivamente la extraña excitación de sentirme deseada de ese modo, zarandeada, empujada, manoseada. Cada uno quería conducir mis labios a la suya, acercármela; cada mano pugnaba por manosearme hasta hacerme daño, desnudándome.

Me ahogaba, me sentía perdida, caliente cómo una perra. Conseguí zafarme apenas un instante y me escuché gritar enfebrecida.

¿Es que no vais a joderme? ¡Vamos, cabrones, jodedme todos!

Aquello desencadenó una debacle. Ignoro cuantos eran, pero me arrastraban, me elevaban, peleaban entre ellos por tomarme. Mi ropa estaba hecha jirones, y no tenía piel suficiente para acoger tantas manos que me estrujaban, me pellizcaban, tiraban de mí. El primer afortunado consiguió clavármela por detrás mientras otro sujetaba mi cabeza por el pelo y me follaba la boca con violencia. Me sentía desgarrada, ahogándome entre arcadas; me dolían las tetas, los pezones endurecidos que alguien pellizcaba. De repente uno empujaba al que me estaba tomando y ocupaba su lugar, y me encontraba tirada boca abajo, abierta de piernas, meneando las vergas de todos aquellos cerdos, sintiendo estrellárseme en la cara los lefarrones de quienes terminaban antes. No podía detenerlos, ni hacía nada para conseguirlo. Me senté a horcajadas sobre el rabo de uno de ellos que me llamaba con un gesto tumbado en la arena y sentí que me partía cuando otro clavó su estaca en mi culo sin el menor cuidado; desde entonces apenas conservo ya algún recuerdo concreto; solo sensaciones vagas: que gritaba insultándoles, que todos me la metían allí donde podían, que se corrían sobre mi una vez tras otra cubriéndome de esperma, haciéndome tragar oleadas de esperma hasta; que yo misma debí correrme cien veces, o quizás no deja de hacerlo durante horas; que debí perder por completo la conciencia.

Cuando volví en mi estaba sola, caída en la arena. Todavía era de noche, y se escuchaba romper el mar tras las dunas. Estaba desnuda, con apenas algunos restos de las medias y una manga del vestido enrollada en la muñeca, y me dolía todo el cuerpo. Intuí que estaba amoratada. Volví a casa como pude, entré a duras penas, me duché en el piso de abajo para no despertar a Ernesto, e hice mucho ruido al pie de las escaleras fingiendo que me caía. No se por qué lo hice. Fue solo una más de aquellas decisiones que me resultaban ajenas, que alguien tomaba por mi. El caso es que resultó.

Desde entonces y hasta ahora, mi vida se ha visto alterada regularmente por episodios similares. He aprendido a reconocerlos, y percibo con claridad cuando empiezo a actuar sin mi control. Siempre es de noche, y él siempre está cerca, mirándome inmóvil desde la oscuridad. Me he acostumbrado a su presencia silenciosa y estática mientras hago que el perro me folle aprovechando un viaje de negocios de Ernesto, mientras bebo en un bar de lesbianas y termino comiéndole el coño a una desconocida en un callejón, mientras me rompo yo misma metiéndome una mano entera en un parque, o me atravieso con agujas los pezones… Siempre está cerca.

Y sin embargo… No se si podrán ustedes entenderme, pero no me siento mal. A veces dolorida, claro, y siempre extraña, pero no encuentro en mi interior ni el menor atisbo de culpa, tampoco de repugnancia. Cada vez es algo que sucede en cierto modo fuera de mí. Si, es cierto, experimento placer; experimento placer todas y cada una de las veces, y siempre hasta extremos que no conocía antes de que mi vida cambiara, pero nunca es decisión mía; ni uno solo de mis movimientos en esas situaciones me pertenece, y el plan, si es que hay un plan, siempre contempla la excusa, la coartada que me permite mantener a salvo el resto de mi vida.

 

He aprendido a vivir una vida y ser al mismo tiempo huésped de otra que se vive a través mío; convivo conmigo misma en situaciones que no comprendo. Solo me queda ya el temor de no saber hasta donde llegará, pero debo confesar que cuando pasan tres o cuatro días sin que suceda me inquieto, es lo único que podría reprocharme y no lo hago. Es cierto: lo deseo. Deseo esos momentos en que carezco de voluntad y conservo mi conciencia. Mi cuerpo entero reclama su ración de sexo brutal, a veces repugnante, que solo cuando no soy yo quien decide puedo tolerar.

Y hoy hace ya una semana. Ojalá venga esta noche.