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Danza de Sofía entre cristales

en Sadomaso

- ¿Por qué me dices eso? ¿Qué te pasa?

- A mi no me pasa nada. Te pasa a ti, que eres una zorra. Yo lo se, tu lo sabes, y ahora lo van a saber todos.

- Por favor…

Temblaba. Apenas lograba esbozar un hilo de voz suplicante, poseída por un terror desconcertado.

Desde entonces lo he pensado mil veces: pude haberme ido; no tenía por qué soportar aquello, no había ninguna razón que me obligara a permanecer frente a ellos sonrojada y temblorosa soportando sus insultos, sometiéndome a la humillación frente a mi marido y sus amigos.

- Ahora pides por favor, puta, pero anoche bailabas pegándote a la polla de Carlos cómo una gata en celo, restregándote.

- No me digas eso.

- ¡Vaya, a la señorita le disgusta que hablen de sus escarceos!

- …

Andrés se puso en pie acercándoseme con aquel brillo airado en la mirada. No conseguía separar la vista del suelo sin siquiera para seguir sus pasos, que giraban a mi alrededor.

Hubiera podido marcharme. Rechazar la humillación a que me sometía e irme. Tiempo después he pensado, he sabido, que aquella renuncia a la defensa de mi dignidad fue un paso sin retorno, el momento crítico en que mi vida cambió hasta llevarme a donde me encuentro.

- Sofía, querida, eres una perra por mucho que te resistas a escucharlo. Carlos lo sabe, por que le pusiste como una moto restregándote hecha una furcia en sus pantalones; Mario lo sabe, por que te vio hacerlo; José lo sabe, por que se lo hemos contado, y tu lo sabes, por que jugabas a calentarle la bragueta sin el menor disimulo y poniéndome en evidencia delante de todo el mundo.

- …

- Y, ahora que todos lo sabemos, se han terminado las contemplaciones y los disimulos, y vamos a tratarte cómo te mereces.

- ¡¡¡Haaaaay!!!

Me hablaba en voz muy baja, sujetándome del cabello y obligándome a echar la cabeza hacia atrás, levantándome la cara cómo si quisiera obligarme a mostrar mis lágrimas a sus amigos que bebían mirándonos circunspectos. Masticaba cada sílaba cargándola de un tono que primero me pareció indignado.

- De manera que vamos a dejarnos de preámbulos. Enséñanos la mercancía.

- …

Permanecí inmóvil, negándome a admitir lo que me estaba ordenando. No me negaba a obedecerle (ignoro por qué razón no me sentía con fuerzas para negarme a nada que me ordenase, ni siquiera a lo que quisiera sugerirme) me negaba a admitir que fuera cierto, a entenderlo.

- ¿No me has oido?

- Si…

- ¿Entonces?

Podía verme en el espejo grande del salón, sobre el sofá, a la espalda de nuestros invitados: los ojos inflamados, el rimel corrido dibujándome la mirada honda y dos goterones negros cómo la noche deslizándoseme por las mejillas; la respiración agitada y las manos temblorosas desabotonando torpemente y uno a uno los botones de la blusa muy despacio.

- Así, perra, despacio, muy despacio. Queremos que nos calientes. Háblanos mientras lo haces.

- …

- ¿No me oyes?

- ¿Qué quieres que os diga?

- Quiero que nos digas la clase de zorra que eres, las cosas que quieres que te hagamos…

- No quiero que me hagáis nada…

Sentí estallar la bofetada en mi rostro cómo un aldabonazo, un destello de colores que me hizo caer al suelo, y en los labios el sabor salado de la sangre, sollozando desesperada. Me obligó a incorporarme hasta quedar de rodillas frente a ellos, separada por menos de dos metros de aquellos hombres que me miraban y me parecían desconocidos. Continué desabrochándome temblorosa y sin saber por qué, sollozando, sin poder evitar reparar en los bultos que se dibujaban bajo sus pantalones.

- Quiero que me folléis.

Podía oírme cómo si no fuera yo quién pronunciara esas palabras, cómo desde fuera, cómo si fuera otra quien las hubiera pronunciado. Andrés las ponía en mi boca y yo decía lo que pensaba que quería escuchar.

- ¿Y por qué?

- …

- Contesta, zorra ¿Por qué quieres que te follemos?

- Por que soy una puta.

- ¿Una puta?

- Una puta caliente, una zorra…

- ¿Y qué vas a hacernos, zorra?

- Voy a comeros las pollas y a dejar que me folléis todos, voy a metérmelas en todos partes y beber vuestro esperma.

Terminé de desabrochar la blusa de seda de color miel y dejé que se me deslizara por los hombros hasta quedar caída en el suelo, sobre las pantorrillas. Mis senos temblaban al compás agitado de la respiración. Me costaba hablar cómo si el aire se me fuera entre las costuras, no se… Tenía los pezones erectos. La mirada, clavada en alfombra, apenas se separaba del suelo por instantes para fijarse en sus pollas, que dibujaban siluetas inequívocas. Sorprendentemente parecía crecer en mi interior algo que hubiera podido parecerse a la excitación sexual si ello no fuera imposible.

- ¡Vamos, zorra, sigue!

Ignoraba si quería que siguiera hablándoles o desnudándome, y temía irritarle si me equivocaba. Hice ambas cosas. Deslicé la cremallera de la falda y la bajé hasta dejarla arrebujada en las rodillas.

- Quiero que me llenéis de esperma, que me volváis loca de placer.

- ¡Así no hablan las putas!

- Quiero que me llenéis de leche, que hagáis que me corra cómo una perra.

Mis propias palabras, las imágenes que tras pronunciar cada una de ellas se dibujaban en mi mente, me causaban una forma de excitación desconocida. Sentía crecer en mi un deseo inexplicable, cómo si la humillación de encontrarme sometida frente a ellos, desnuda frente a ellos vestidos, tuviera el poder de crear en mi una expectativa de placer que me espantaba.

- Pero eso sería demasiado fácil, puta ¿No lo crees, Carlos? No parece un castigo.

- No, no lo parece, desde luego.

Las palabras de Carlos, con quién estuve bailando la noche anterior en la boda de Mati un poco borracha, terminaron de sembrar en mi un desconcierto espantoso, una incertidumbre terrible.

- La zorra de mi mujer se dedica a poner caliente a mi mejor amigo restregándose contra su polla medio desnuda en una discoteca y parece pensar que con unos polvos queda el asunto resuelto ¿Eso crees, puta?

- No… no se…

- Mírala, si hasta se ha puesto cachonda, la muy puta. Y todavía le parece que follando se arregla todo. No, cerda, no. Eso sería, por lo visto, un premio para ti, y no es ese el plan.

- …

Tiró de nuevo de mi pelo hasta tumbarme y me obligó a separar las piernas. Las bragas amarillas, indiscretas, mostraban la evidencia de mi excitación, y Andrés lo ponía de manifiesto frente a todos señalándome con el dedo, sobándome con violencia.

- ¡Mírala, la muy guarra! ¡Está cachonda perdida pensando que vamos a follarla todos!

- …

Ni siquiera me atrevía a resistirme. Me veía allí tumbada, abierta de piernas, con las bragas mojadas frente a los amigos de mi marido, a quienes habían sido mis amigos (¡Dios, si José era incluso mi compañero de trabajo!) y se apoderaba de mi una sensación espantosa de vergüenza. Me ardían las mejillas. Y sin embargo…

- Vamos, zorra, quítate las bragas y enséñanos el coño.

Lo hice sin poder evitarlo, impelida por aquella asunción de autoridad inexplicable. Permanecí allí tumbada, separando los labios con los dedos, mostrándoles la imagen completa de mi sexo empapado, con los pezones duros y la sangre arrebatándoseme en el rostro. Tenía la espalda apoyada en dos enormes cojines que Andrés colocó para evitar que pudiera mirar al techo, y mis ojos se cruzaban con los suyos, excitados.

- Venga, tócate. Demuéstranos qué clase de puta eres. Imagina la escena de anoche y cuéntanosla mientras te acaricias, puta.

Ni el menor ademán de resistencia, ni un amago. Mis dedos comenzaron a deslizarse fácilmente entre los labios húmedos, y mi boca parecía disponer de vida propia. No podía reconocerme, y reparé en que incluso había perdido el nombre. No era yo: era la puta, la zorra que se masturbaba frente a ellos que bebían mirándome, a veces sonriendo.

- Recuerdo que bebí, estaba un poco borracha, y pedí a Carlos que me sacara a bailar.

- ¿Solo a bailar?

- Solo quería bailar.

- ¿Y después?

Sentía la excitación del momento; me sentía arder mientras mis dedos jugueteaban con mi clítoris, se deslizaban dentro a veces, pellizcaban los pezones…

- Después sentí su polla rozándome en el vientre y me excitó. Dejé que me rozara y me gustaba.

- Sigue, perra.

- Quise jugar con él y me apreté para sentirla. Se le puso dura y la notaba apretándome.

La respiración se hacía más y más intensa, y el tono de voz más susurrante. Incrementaba el ritmo de mis caricias. Parecía poder abstraerme del hecho de que me miraran, o quizás fuera eso lo que me excitaba. Sentía acelerárseme el pulso.

- ¿Y qué pensabas?

- Pensaba… pensaba que la tiene grande, que me hubiera gustado arrodillarme y comérsela. Me preguntaba de qué color sería.

Estaba a punto de correrme. Los labios se separaban solos, los dedos se deslizaban entre ellos muy deprisa, notaba al rozarlo la dureza de mi clítoris, el temblor que preludia al orgasmo…

- ¡Para, quieta!

Sentí un ardor brutal en los pezones, un dolor intenso que interrumpió de repente el camino ascendente del placer. Andrés los retorcía entre sus dedos haciéndome daño, mucho daño, y el contraste entre la situación prevista y el insólito desenlace repentino parecía incrementar el dolor, ponerme en evidencia, avergonzarme. Lloré, llóré a lágrima viva pidiendo perdón.

- No quería, estaba borracha…

- Zorra.

De repente vi la aguja entre sus dedos. Tardé en comprender su significado lo que tardó en atravesarme con ella en un movimiento rápido uno de mis pezones. Grité, me revolví y pataleé hasta sentir una nueva bofetada terrible.

- ¡Estate quieta, puta, quieta!

Y obedecí gimoteando cómo una niña llorona, pero sin moverme más allá del temblor convulso que me provocaban el miedo y el llanto, mientras perforaba también el otro, esta vez despacio, hablándome de nuevo en aquel tono terrible y pausado.

- ¿Pensabas que podrías correrte a la primera?

- No… no… por favor… déjame…

- No, perra, no va a ser tan fácil, ya te lo advertí.

Recorrí con la mirada los ojos de Mario, de Carlos y de José cómo buscando en ellos un atisbo de esperanza, algo que me permitiera volver a creer en mi, en la posibilidad de detener aquello, y solo encontré deseo, el brillo excitado del alcohol y del deseo.

- Vamos, puta, sigue.

Y volví a juguetear con mi cuerpo sintiendo el ardor terrible de las agujas clavadas en los pezones, hipando temblorosa mientras mis dedos chapoteaban de nuevo en el sexo aun empapado, haciendo resurgir la sorprendente presencia del ansia que parecía no poder aplacarse ni siquiera después de padecer el dolor más espantoso.

- Sigue, cuéntanos.

- Imaginé… imaginé que sería enorme, de color claro y limpia, sin vellos… Yo la chupaba, la metía en mi boca una y otra vez, y sentía que crecía.

- Hija de puta.

Andrés jugaba con sus dedos tirando de las agujas, estrujándome los senos, y me sentía extraña, confundida entre el dolor y una excitación distinta, más intensa, más brutal que nunca antes.

- No pares, perra.

- La chupaba hasta que empezaba a correrse sin parar, descargándome en la boca chorros y chorros de esperma caliente. Tragaba cuanto podía, y el resto rebosaba de mis labios ensuciándome el vestido. Manaba inacabablemente, y no se ablandaba nunca.

De nuevo los temblores, el ansia focalizada: toda yo coño empapado y ese ardor extraño en los pezones, y la avalancha de miedo y de vergüenza, el deseo de licuarme a chorros restallándome en las sienes.

- ¡Quieta!

- ¡¡¡Haaaaaaay…!!!

Y un estallido tremendo entre los muslos, junto a mi sexo acompañando a la orden que ya ni siquiera podía plantearme rechazar. Y el llanto frustrado, un llanto de impotencia sin mancha de dolor, que ya no me importaba, solo de impotencia y de un deseo avergonzado que me bailaba en la mente cómo un insulto, un llanto de deseo humillante, de rabia inane y de deseo.

- ¿Qué te pasa, zorra?

- …

Andrés mostrándome la fusta amenazante, indicándome con ella que debo separar las piernas otra vez, y yo gimiendo mientras venzo la resistencia automática a ofrecerle mi dolor, mirándole con los ojos velados de lágrimas, con el pecho estremecido. Puedo revivirlo cómo si hubiera sucedido ahora mismo, apenas hace un instante.

- ¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?

- …

- ¡Vamos, dínoslo!

- Quiero correrme… Por favor…

- ¡Puta!

Y un nuevo silbido hasta sentir el latigazo brutal sobre mi vulva.

- Por favor…

- La perra quiere correrse. La perra quiere llenarse de pollas y correrse delante de todo el mundo. La perra está salida, y soportará cualquier humillación con tal de poder correrse, que es lo único que le importa, lo único en que su cerebrito de perra le permite pensar.

- Por favor…

Andrés parecía dibujar sus palabras en el aire con una crueldad extrema, silabeándolas lentamente, lanzándomelas de un modo que me zahería. Realmente comenzaba a creerle, a sentirme una zorra despreciable, merecedora del castigo que me infligía. Algún mecanismo desconocido en mi cerebro me hacía encontrar casi lógico no solo el tono en que me insultaba, si no el hecho mismo de que se sintiera en el derecho de hacerlo. Me sentía miserable: despreciaba al tiempo mi sumisión, mi excitación absurda. La obsesión que sentía por alcanzar el orgasmo en aquellas terribles circunstancias alcanzaba en mi interior la categoría de confirmación de la vileza en que me arrastraba, que había por fin aflorado. Ya nada podría redimirme.

- Por favor, por favor… ¿Por favor qué?

- Por favor… Deja que me corra.

Agarrándome del cabello me obligó a incorporarme y me condujo deprisa hacia el sofá donde Carlos y Mario bebían contemplándome. Casi me arrojó sobre ellos obligándome a apoyar la cara en el espejo.

- ¡Mírate, zorra!

Traté de resistirme, o quizás tan solo me hubiera gustado hacerlo. Estaba despeinada, con mi media melena rubia alborotada y en buena medida en su mano crispada y firme, que me empujaba hasta hacerme daño. El rimel y las lágrimas habían dibujado sobre mi rostro una máscara de muerte; tenía los ojos inflamados, la mirada perdida y el labio superior ligeramente hinchado.

- ¿Quieres correrte, puta? ¿Eso es lo que quieres?

- Por favor…

- ¡Dilo!

- Por favor… deja que me corra… por favor…

Debió indicárselo con un gesto, no se. El caso es que sentí deslizarse en mi sexo los dedos de Carlos. Mario y José acariciaban mis senos doloridos, jugueteaban tirando de las agujas. Traté de cerrar los ojos.

- ¡Mírate! ¡Mírate, zorra!

- …

- ¿Quieres correrte?

- Por favor…

- ¡Pídelo!

- Dejad que me corra… os lo suplico…

- ¡Mírate!

Tuve que enfrentarme a la imagen de mi degradación frente al espejo. Tuve que contemplar cómo mi rostro se crispaba en un rictus patético, cómo mi respiración se entrecortaba. Tuve que ver cómo sus manos me recorrían, me estrujaban, y el vaho de mis gemidos empañaba la superficie azogada. Tuve que oírme gemir cómo una zorra mientras mi pelvis se sacudía de un modo automático y brutal en una serie de espasmos imposibles, vergonzosos, asombrada de poder hacerlo en medio de tanta humillación, de tanto dolor.

- ¡Si, si! ¡Por favor… por favor…!

- ¡Vamos, perra, córrete para nosotros, hazlo, perra, mírate!

Creo que perdí la noción. Tal vez tan solo fuera que se me empañó la vista. Esa parte de mis recuerdos carece de nitidez. Después se que me encontré tendida en el suelo, hecha un ovillo sollozando mientras bebían, hablaban de no se qué y reían.

- Bueno, ya despierta la ramera.

- …

- No te darás por satisfecha con eso.

- No, claro que no, ahora tiene que devolvernos el favor.

- Eso, no hacemos que se corran las putas sin recibir algo a cambio.

- Quítate eso.

Tardé en comprender a qué se refería antes de desprender con mis propias manos temblorosas las agujas de mis senos sin alivio, presa de un terror sin forma, de un miedo sin objeto concreto, solo la conciencia difusa de que mi pesadilla no había terminado, y la certeza concreta de que no habría ningún deseo que no fueran a atreverse a materializar.

- Ahora vas a cumplir tu sueño, zorra.

Andrés me condujo agarrada de nuevo del cabello caminando torpemente a cuatro patas, hasta colocarme entre las piernas de Carlos, que me mirada sonriendo. No necesité ninguna otra indicación para comenzar a desabrocharle liberando aquella verga que había resultado causa de mi desdicha. Tímidamente comencé a besarla. Era menor que había imaginado, dura. A medida que aumentaba su excitación, el propio Carlos me empujaba ahogándome. No podía mirar, no me atrevía a hacerlo, pero sentí más manos, un mar de manos sobándome. Me azotaban, me follaban con sus dedos violentamente, casi hasta el desgarro; los aventuraban en mi culo causándome un dolor que se mezclaba con la asfixia; pellizcaban mis pezones doloridos. Y mi cuerpo parecía responder de manera autónoma contra los rastros escasos de mi voluntad.

- Vamos, perra, mueve el culo.

- …

- Chupa, zorra, no te pares.

- …

Me zarandearon sin contemplaciones. Quién quería mis atenciones solo necesitaba agarrarme del cabello y llevar mi boca a su sexo, o clavármela a cuatro patas mientras me tragaba la de algún otro. Cuando el primero, no supe siquiera quién era, comenzó a correrse en mi garganta apenas supe diferenciar el asco inmenso que hasta entonces me había impedido tal practica, de la excitación que me causaba sentirme tratada de aquel modo brutal

- Trágatelo todo, perra, trágatelo.

- ¿Quieres que te folle? ¿Lo quieres, zorra?

- …

- ¡Vamos, pídemelo!

- Fóllame, por favor… méteme tu polla, por favor… fóllame…

Me escuchaba suplicar, implorar, pedir perdón por aquella maldita broma al tiempo que me tomaban los cuatro a su antojo. Sudaba, gemía. Sentía agolparse en mi cuerpo una sucesión inacabable de orgasmos arrolladores que parecían no tener final ni principio, ni límites que pudieran permitirme diferenciarlos del dolor de los pellizcos, de los azotes.

- Basta, parad, por Dios…

- Ahora quiere parar, la zorra ¿No querías follar?

- Bas...ta…

Carecía ya tanto de fuerzas cómo de voluntad. Me confundía en una maraña de sexo imposible, de azotes brutales. Las nalgas me ardían; la vulva me ardía cuando decidieron jugar a azotarla mientras mantenían mis piernas abiertas boca arriba sin fuerzas ya para resistirme; los senos me ardían cuando los estrujaban, cuando los pellizcaban, cuando los golpeaban con las manos abiertas haciéndolas restallar entre risotadas.

- Por… fa..vor…

Me ignoraban, reían follándome cómo salvajes. Rezumaba esperma, mi piel estaba pringosa de esperma, de saliva y de sudor, y sin embargo seguían invadiéndome oleadas de aquellos orgasmos anómalos cuando frotaban mi sexo con las manos, cuando volvían a penetrarme una y otra vez.

Perdí la conciencia sentada a horcajadas, sin fuerzas ya para moverme, sobre la polla enorme de José, ahogándome con la de Mario en la garganta, y gritando al sentir por vez primera que otra, supongo que la de Andrés, desgarraba mi culo sin preámbulos ni atisbo alguno de delicadeza. Creo que no pude soportar tanto dolor, quizás tanto placer.

Desperté con el sol brillando en lo alto en el centro de un día luminoso. Andrés estaba sentado a mi lado, en el colchón, y me acariciaba. Parecía haberme lavado y perfumado, y la cama estaba limpia. Me sentía dolorida, y su mirada enternecida me reconfortaba. Apoyé la cabeza en sus rodillas y enredó sus dedos en mi pelo jugando con él cómo otras veces.

Desde entonces no he pensado más en ello. Bueno, no es cierto: si he pensado en ello; pienso en ello continuamente, pero nunca, nunca, nunca, he querido analizarlo. Solo me dejo querer por él, me dejo acariciar por él, me dejo cuidar por él y, cuando él lo desea, solo cuando él lo desea, por más que en ocasiones suplicaría por ello, me entrego a él total y absolutamente, sin más límites que sus deseos, y me dejo arrastrar por él al dolor, que he aprendido a gozar, a la humillación si se le antoja, y me siento feliz cuando adivino el orgullo que se esconde bajo el gesto adusto con que me pone a disposición de quién desea, o la sonrisa de satisfacción con que premia cada paso adelante que doy venciendo mi miedo por hacerle sentir mi dueño, mi tirano.