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Solamente una vez

en No Consentido

Una vez, una sola vez Carmen cayó en la tentación de serle infiel a su marido. Por mucho que aquel animal lo hubiera merecido, una sola vez cedió a los halagos galantes y dulces de Ramiro y se dejó seducir. Y solo sucedió una vez. Una única vez, en la penumbra del atardecer, a la orilla del río, sintió lo que significaba el placer de ser considerada como algo más que carne, tratada con dulzura, acariciada, besada. Solo una vez, previa advertencia de que no habría otra, aceptó los requerimientos de quién había sido su admirador desde el colegio, del único hombre acerca de cuya lealtad no le cabía duda alguna.

Y después quiso volver a su vida ordenada de fiel ama de casa sin tacha, de madre de familia siempre atenta, de criada de aquel bruto que nunca tuvo el menor miramiento para con ella, y se olvidó de aquella única vez, dejándose llevar por la marea de una existencia perfectamente convencional, sin sobresaltos ni grandes esperanzas, sin incertidumbres ni grandes zozobras tampoco.

Si hubiera sabido, si tan solo hubiera intuido la remota posibilidad de que aquello fuese a acarrearle las terribles consecuencias que años después tuvo que padecer; si hubiese tenido la mínima sensación de que existía un riesgo siquiera la mitad de amenazante, jamás hubiera aceptado, se habría resignado sin más a no conocer aquel placer que sabía por boca de otras que podía sentirse. Nunca habría cambiado su vida plácida y serena, su vida de costumbres y gestos repetidos, por aquella única experiencia que, a la postre, tampoco supuso en su fuero interno un suceso excepcional; tan solo la certeza de que otros modos existían, nada a lo que no pudiera renunciar a cambio de todas aquellas otras certezas y seguridades que conformaban su existencia muelle y cómoda, su sencilla adaptación a las costumbres ancestrales, al colchón de rituales repetidos que conformaba su aislamiento protector frente al mundo, a la intemperie peligrosa en incierta.

De aquello habían pasado ya más de 15 años. Carmen contaba cuarenta primaveras y seguía siendo una mujer muy atractiva, más formada, más madura, más carnal. Sus senos, enormes y redondeados aún se dejaban sujetar por las copas del sostén, en su vientre se dibujaba una curva armoniosa, y sus nalgas generosas y hospitalarias coronaban unas piernas dibujadas y formales. El tiempo había terminado con su aire de chiquilla alta y delgada sin privarla de belleza, sustituyéndolo por un atractivo maduro, por una silueta de matrona sostenida y conservada que le hacía mantenerse entre los sueños de los adolescentes de su pueblo, que aún podían ver en ella los rasgos rotundos de una sensualidad abundante y generosa, de una carnalidad ostentosa y rotunda. Las líneas que se habían dibujado en la piel suave y cuidada de su rostro resaltaban su dulzura de carácter, su inclinación a la risa comedida, a la serena alegría de las personas buenas, y apenas podían distraer la atención del mórbido derroche de sus labios tan amables, del reflejo meloso de la luz en sus ojos almendrados, o del brillo de azabache de su pelo.

Vivía un momento dulce, una época plena de su vida, y por primera vez aquel año podía dedicarse todo el tiempo que quisiera. Los chicos estaban ya en la universidad, y apenas pasaban por casa cada dos o tres semanas con sus sacos de ropa sucia y esa necesidad de atención que le ayudaba a sentirse útil. El negocio de Damián producía dinero sobrado para cubrir sus necesidades con holgura y aún para pagar casi cualquier capricho que pudiera ocurrírsele a una mujer de costumbres sencillas y, por si fuera poco, le obligaban a pasar mucho tiempo fuera, y la edad, y el trato con fulanas que consumían su menguante vitalidad, le habían liberado de la resignada frecuencia con que tiempo atrás de vio forzada a atender a sus requerimientos y abrirse de piernas sin entusiasmo alguno para dejar que se aliviara de aquella manera mecánica y brutal en que solía, sin afecto ni consideración, solo con ansia y prisa por correrse y dormirse después sin dar las buenas noches.

Por fin disponía de tiempo y energías para cuidarse, para ir al gimnasio, a clases de baile, invitar a las amigas a tomar café por las tardes, acercarse a la ciudad a ver alguna película en el cine… Disponía de todo cuanto deseaba, y ni una nube en el horizonte amenazaba su serena felicidad de dama decente y rica.

Sin embargo, toda aquella calma chicha estaba a punto de verse truncada cómo consecuencia de un único desliz, de un error de juventud cometido tanto tiempo atrás que ni siquiera representaba ya más que una mínima mancha en el horizonte pasado allá a lo lejos, un recuerdo dulce que provocaba una sonrisa plácida las cada vez menos frecuentes ocasiones en que revivía.

Ocurrió una tarde cualquiera, una de tantas que se sucedían en ausencia completa de incidentes destacables. Damián había salido a uno de esos frecuentes viajes suyos en los que aprovechaba el cierre de algún trato para pasar un par de días golfeando de putas en Madrid, y su cuñada Andrea estaba en Salamanca, cuidando de la pequeña María, que al parecer había caído víctima de una gripe de espanto y medio agonizaba a su estilo de niña malcriada en el apartamento que compartía con Isabel, su hija.

Cuando se disponía a encender la televisión después de la cocina, con el café caliente sobre la mesita del tresillo, y el ánimo dispuesto a una de esas siestas holgazanas e inacabables cuyos placeres había descubierto recientemente, sonó el timbre de la puerta. Era Javier, su cuñado, quién llamaba. Subía de su casa, del piso de abajo, cómo siempre en zapatillas. Su suegro había comprado el edifico entero al irse a casar sus hijos, que lo hicieron a la vez, y casi compartían el mismo espacio con una familiaridad a la que le había costado acostumbrarse.

Abre, cuñada, que quiero que veas una cosa que te va a gustar –decía a voz en grito mientras esperaba tras la puerta a que carmen terminara de atarse la bata y recomponerse un poco pensando en lo pesado que era el hermano de su marido-

Ya va, ya va, espera.

Al abrir la puerta le encontró con una sonrisa de oreja a oreja exhibiendo una cinta de video vieja en una mano.

Ven, corre, que ya verás lo que te tengo -dijo mientras entraba como Pedro por su casa hasta el salón- Ah, estás tomando café. Ponme una taza mientras rebobino esto.

Carmen, acostumbrada a servir a los hombres de la familia de su marido como una criada, y resignada ya a perderse la siesta por a saber qué estúpida idea que se le hubiera ocurrido a aquel idiota, sacó de la alacena una taza y fue a la cocina a llenársela de café cargado y solo con tres cucharadas de azúcar.

Cuando volvió a la salita Javier estaba sentado en el sofá frente a la tele, sonriendo con el mando a distancia en la mano, y en la pantalla se veía el fondo azul que muestra el canal del video cuando la película está parada. La invito a sentarse a su lado y pulsó el botón del "play".

Nunca le había caído bien aquel tipejo que parecía pensar que por ser la mujer de su hermano tenía derecho a tomarse con ella cualquier familiaridad. Damián, tan celoso para con todos, soportaba sin inmutarse que le diera una palmada en el culo delante de todo el mundo, o que largara a voz en grito cualquier procacidad en su presencia, e incluso le reía las gracias torpes de palurdo con que solía obsequiarla. Además, pensaba que maltrataba a la pobre Andrea, y todo ello combinado le inspiraba una profunda repugnancia.

Al arrancar la cinta aparecieron en pantalla unas imágenes tomadas al atardecer a la orilla del río: una nube de pájaros recogiéndose en un dormidero en los alisos, chovas, algún mirlo, una corneja, nada que mereciera la pena, solo uno de esos estúpidos arrebatos de naturalista aficionado de Javier. Se preparaba a tragarse uno de sus documentales de andar por casa cuando la imagen pareció centrarse en un punto al pie de los árboles, junto a la orilla, y el zoom comenzó a acercarla. Había una pareja tumbada en la hierba sobre una toalla, y parecían muy acaramelados.

Mira, mira, que ahora viene lo bueno.

De repente se le iluminó el recuerdo y hubiera querido estar muerta, que se le tragara la tierra. Aquella pareja eran Ramiro y ella, en aquella única vez hacía quince años. Se puso lívida, sintiendo que su vida terminaba allí, que aquel bruto iría a contárselo a Damián según llegase.

De… de donde has sacado esto –consiguió articular con un hilillo de voz temblorosa-

Ah, lo grabé hace años, una tarde que había salido a estrenar mi cámara nueva de video filmando a unos pájaros. Lo conservo desde entonces. No sabes la de veces que la habré visto.

Carmen pugnaba por mantener la calma, y rebuscaba en su imaginación posibles salidas a la delicada situación en que se encontraba. Con ser repugnante, aquello entreabría una puerta a la esperanza, se decía. Si había conservado la cinta quince años sin contarlo, probablemente no iría a hacerlo ahora. Se preguntaba qué querría al enseñársela, y anticipaba la respuesta asqueada y temerosa.

¿Y qué vas a hacer con ella?

Estaba claro. Aquel cerdo se acercaba a ella con los ojos brillantes, de un modo insolente y descarado. [En pantalla podía ver cómo agarraba con las manos el sexo de Ramiro respondiendo a su invitación, cómo él besaba sus senos tan dulcemente que le había hecho sentirse rendida entre sus manos, tan suave…].

Nada, no voy a hacer nada, siempre y cuando obtenga lo que quiero.

¿Lo que quieres? –Se fingió inocente, tratando de forzarle a verbalizarlo con la esperanza de que enfrentarle a su propia vergüenza le hiciera desistir-

Vamos, zorra, no te hagas la estrecha ahora. O eres buena conmigo, o el animal de mi hermanito va a encontrarse con una sorpresa que os va a cambiar la vida a los dos.

El corazón parecía ir a estallarle en el pecho. Era cierto, no había duda de que aquel hijo de puta quería beneficiarse de su único desliz aprovechándose de ella. Se le abalanzaba encima manoseándole las tetas. Ella trataba inútilmente de zafarse, pero estaba salido cómo un berraco, y no había nada capaz de detenerle. […Las manos suaves de Ramiro continuaban recorriendo su piel con esa delicadeza enervante en un movimiento congelado desde hacía quince años…].

Quieto, quieto, por favor!!! –balbuceó entre sollozos- Déjame!

Jodida te voy a dejar, puta. Venga, estate quieta que si no va a ser peor.

Vio entre lagrimas cómo le arrancaba los botones de la blusa y sintió las manos ásperas estrujarle los senos tiernos, generosos y abundantes. Aquella bestia no parecía dispuesta a dejarse enternecer, y se echaba sobre ella sin contemplaciones. Olía a cognac, y le ahogaba con su peso. Terminó de desnudarla violentamente hasta dejarla solo con las bragas y el sostén arrebujado bajo los senos, y la manoseaba con la mirada extraviada de un loco. […Ramiro desabrochaba lentamente los botones de su blusa entreteniéndose en contemplarla, mirándole a los ojos en silencio tanto tiempo cómo pasaba contemplando la turgencia de sus senos contraídos de frío y de deseo…].

Hija de puta! Si vieras las veces que me la he pelado pensando en esto. La señorita relamida en pelotas y yo follándomela. Venga, no te hagas la estrecha, zorra, que lo mismo te va a dar.

Aquello resultaba peor que la más espantosa de sus pesadillas. El cerdo de Javier se comportaba de un modo indecente y brutal, y parecía dispuesto a todo. Sus manos no paraban ni un momento, y tan pronto pellizcaban sus pezones cómo se metían bajo las bragas restregándole el sexo hasta hacerle daño. Inconscientemente, aun sabiendo que no tenía escapatoria, sus manos trataban de apartarle, intentaba zafarse de sus abrazos cuando sintió estallarle en la cara el estampido brutal de una bofetada. Casi pierde la conciencia.

Mira, cerda, te voy a joder quieras o no quieras, y más te vale ir queriendo, por que será por las buenas o por las malas.

Cada insulto, cada brutalidad que salía de su boca, sonaba como un aldabonazo en su conciencia. Se sentía agredida, violentada, maltratada cómo nunca hubiera sido antes. Javier se desnudó deprisa, aprovechando el desconcierto que había provocado su sopapo, y se acercó de pie a ella, que sollozaba caída en el sofá palpándose la mejilla enrojecida. Pudo ver entre lágrimas la polla enorme, mayor que las de Damián y Ramiro, las únicas que conocía, parada frente a sus ojos, y chilló cuando las manos de aquel bestia le atrajeron hacia ella sujetándola por el cabello.

Vamos, cuñadita, se buena y cómete mi polla. Haz por contentarme y todo irá bien.

Resoplaba como un cerdo. Trató de apartar la cara y un fuerte tirón de pelo le obligó a abrir la boca y engullirla. Nunca antes lo había hecho, y sentía asco, y le costaba albergar aquella tranca inmensa que apretaba hasta la nausea. Tenía que empujar para sacarla y respirar atragantándose, y al momento, su cuñado volvía a forzarla a tragársela de nuevo, y notaba en los labios sus rugosidades, el relieve de las venas inflamadas.

Así, así, zorra, asíiiii!!!

Sintió arcadas cuando comenzó a manar a latidos violentos sus chorretones de esperma en la garganta. Quiso apartarse, pero Javier sujetaba con fuerza su cabeza y se veía obligada a tragar una y otra vez, suplicando en silencio por que aquel suplicio terminara, y respiró al ver que se apartaba y se tumbaba en el sofá junto a ella, imaginando que entonces se dormiría y le dejaría en paz, cómo solía hacer Damián al terminar. […Ramiro colocaba la toalla bajo su espalda amorosa y dulcemente, cuidando de que nada pudiera incomodarla, humedecía sus dedos con saliva y lubricaba con ellos su sexo ansioso que no lo necesitaba, despertándole una lluvia de luces de colores…].

Pero estaba equivocada. Aquel animal no parecía estar dispuesto a conformarse con aquello, y no tardó en recuperarse y volver a la carga con sus manoseos de pulpo.

Vamos, putita, enséñale ese culo a tu cuñado.

Peleaba con ella, que intentaba de nuevo defenderse inútilmente. Una nueva bofetada fue suficiente para que recordara su posición, y se dejó arrancar las bragas. Estaba desnuda por completo, sollozando con Javier arrodillado entre sus piernas.

Yo te voy a enseñar lo que es bueno, zorra!

Sintió su lengua deslizarse por sorpresa entre los pliegues y un escalofrío turbador indefinible. Sintió separarse sus labios, y su sexo humedecerse de saliva. Sintió que se apoderaba de su clítoris y un calambre desconocido. Se sintió extraña, con los dedos clavados moviéndose cómo si su cuerpo respondiera a aquellos estímulos brutales desconectado de su voluntad.

Muy bien, putita, muy bien, mueve el culo así!

Se escuchó gemir cuando la lengua de aquella bestia recorría el camino desde el sexo hasta su culo, y se enterraba en él haciéndole temblar entre gemidos. Se daba asco y vergüenza al comprender que estaba gozando de aquella agresión indecente. Cerró los ojos suspirando, y casi se descubrió rogando que no parase cuando su boca se apartó de ella para, al instante, descubrir que clavaba la polla de nuevo firme en su sexo empapado y comenzaba a bombear haciéndola temblar entre quejidos. Resoplaba y de su boca salían bestialidades que le hacían sentirse excitada, violentamente poseída. […Ramiro introducía su sexo con una lentitud exasperante, imprimía al momento una impresión de eternidad prolongando cada gesto cómo si paladeara un vino viejo…].

Ya sabia yo que le gustaría a la señorita relamida que se la follara un hombre. Vamos, zorra, no te pares!

Se dejaba llevar por un impulso desconocido que le obligaba a temblar, por un chisporroteo que estallaba entre sus piernas, en su espalda, en los pezones pellizcados hasta el grito, en las palmadas en las nalgas con que el cafre la obsequiaba, y no podía dejar de gemir, de respirar atropellada, de empujar su sexo buscando tenerla más adentro. […Carmen abrazaba con sus piernas a Ramiro, le envolvía con los brazos atrayéndole a sus besos, levantaba las caderas buscándole, trataba de forzarle a ir más deprisa con esa sensación de sed inextinguible…].

Temblaba cuando de pronto se sintió zarandeada, volteada. No pudo moverse con la mano en la espalda que la sujetaba aplastada en el sofá. Ni siquiera cuando aquella cosa enorme comenzó a clavarse entre sus nalgas haciéndola gritar presa de un dolor insoportable, pudo hacer nada por apartarse. Lloraba y suplicaba sin despertar la compasión de su verdugo, que empujaba sin preocuparse por su sufrimiento.

Por favor, por favor, paraaaa!!! –chillaba entre sollozos incapaz de soportarlo- Para, por favor!

Su cuñado, sin embargo, seguía desgarrándola a un ritmo creciente, azotándola hasta sentir que las nalgas le ardían, haciendo entrar y salir aquella polla enorme en ella hasta caer sobre su espalda estrujándole las tetas con las manos corriéndose de nuevo a borbotones. […Tiritaba de frío y de deseo, temblaba mordiéndose los labios para no gritar que le quería, gemía recibiendo su esperma que fluía resbalando en su interior…].

No dijo nada más. Solo lloró. Permaneció así, llorando hecha un ovillo en la alfombra, mientras Javier se abrochaba los pantalones, mientras sacaba la cinta del aparato de video y se marchaba despidiéndose con una invitación que restallaba en su cerebro cómo una amenaza perpetua.

Pásate por casa esta noche, cuñadita, y cenamos juntos.

[…Ramiro, tumbado junto a ella, encendía un cigarrillo mirándole a los ojos arrobado y triste, consciente de la excepcionalidad de aquel momento que no se repetiría, y sus manos recorrían dulcemente aquella piel clara cómo el día…].