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Nueve meses

en Trios

Fue saber que estaba embarazada, solo saberlo, cuando apenas se apreciaba en mi cuerpo algún mínimo cambio (los senos abultados, los pezones oscuros y las orlas extendiéndose) y Pablo, mi compañero, dejó siquiera de tocarme, ni mirarme, casi ni hablarme cómo no fuera para reconvenirme por cualquier cosa, para prohibirme cualquier cosa, cómo si su criatura preciada, su heredero, solo pudiera lograrse convirtiendo mi vida en la de una inválida, cómo si fuera mi obligación destrozar mi cuerpo y mi mente pasando nueve meses encerrada en el salón de casa, o echada en la cama, inmóvil y alimentada con todos los complementos, sin ninguna golosina, haciendo vida de sacerdotisa entregada al alumbramiento de un dios.

De la noche a la mañana, sin el menor indicador previo de que tal suceso fuera a producirse. Se lo dije sonriendo entre ilusionada y temerosa, con esa especie de miedo ancestral a ser rechazada cuando quedas en cinta, y apenas percibí por un instante un gesto de satisfacción para, al momento, encontrándomele haciendo cuentas para todo: calculando a qué habría que renunciar para poder contratar a una criada, cuantas horas extra tendría que trabajar para ir comprando todo lo que su bebé necesitaba, cómo repercutiría mi descenso de ingresos en comisiones sobre nuestra economía, cuanta de esa reducción podríamos cubrir con los ahorros… Después bajó a la calle y volvió con no sé cuantos libros, se encerró a estudiarlos, y a media tarde ya había diseñado mi plan de vida para los próximos dos años sin consultarme, sin contemplar la posibilidad de que yo pudiera estar en desacuerdo, sin considerar que yo tuviera desde entonces alguna otra función que no fuera la de cuidar de su hijo, pues hasta el sexo que tendría había decidido en doce horas.

Al principio me dejé llevar. Estaba ilusionada y asustada, insegura, y su decisión y su aplomo me proporcionaban en cierta medida un báculo en que apoyarme, y me permitían pensar solo en mi misma, en mi nueva condición, en el modo en que mi vida iba a transformarse para siempre con aquella criatura imperceptible en el vientre creciendo día a día.

Así que no puse objeciones cuando apareció Graciela, una muchacha dominicana de piel oscura y rasgos sensuales, labios gruesos, curvas amplias, y un acento almibarado y cantarín, que nos trataba con el mimo de una madre y se hizo cargo de todas las tareas sin un mal gesto ni señal alguna de fatiga. Incluso me alegré cuando me contó que había hablado con sus jefes explicándoles la nueva situación y exponiendo sus méritos, y conseguido un ascenso que me permitiría abandonar mi trabajo, y acepté pensando que con ese tiempo libre podría dedicarme a escribir cómo siempre deseé, retomar la novela abandonada al dejar la facultad y quién sabe si redirigir mi carrera hacia otros campos menos prosaicos que la gestión de patrimonios.

Pero nada, fantasías. A efectos prácticos, la aparición de Graciela era una condena a la inacción, al mero estar quieta, y no me estaba permitido ni siquiera sentarme largo rato frente al ordenador.

- Ya sabes, cariñó -¡Cómo odiaba aquellos "cariñós" imperiosos!- que al niño no le conviene que hagas esfuerzos excesivos.

Y excesivo era todo aquello que no fuera estar sentada en el sofá entre cojines, hacer los ejercicios para inválidas de su maldito libro, y dedicarme en cuerpo y alma a dejar pasar el tiempo.

Hasta lo que debía ver en la tele me decía, y cuanto tiempo pasar escuchando música, y cual era la música que debía escuchar, y que debía sonreír y estar alegre, pues tampoco me estaba permitido el mal humor…

- El niño percibe tu estado de ánimo, cariño –puto cariño de la mierda-… Debes esforzarte por estar feliz y no pensar en nada… Y esa película es demasiado violenta…

¿Y el sexo? El sexo ni mirarlo. Desde el primer día. Desde el mismísimo primer día, y no debía estar ni de tres semanas, se terminaron para mí sus atenciones. Al principio me dije que no sería nada, que reaccionaba exageradamente a causa de la emoción, que todo volvería a la normalidad. Pero pasaban las semanas sin una caricia, rechazando al principio mis acercamientos con alguna excusa tonta para, a medida que transcurría el tiempo, terminar reconviniéndome con toda severidad, acusándome de imprudente, de poner en peligro la salud de nuestro hijo.

Desde que tengo uso de razón, o mejor, desde que la razón me permitió comprender que no había pecado, siempre he sido una mujer ardiente. Lo era antes de conocer a Pablo, seguí siéndolo después de que apareciera en mi vida, y todavía lo era cuando decidió dejar de atenderme. De hecho él también era un hombre muy activo en ese aspecto, y quizás no fuera ese uno de los factores que menos pesaron en mi decisión de aceptarle cómo pareja cuando me lo propuso. No el único, claro, pero uno de los que sopesé y contribuyeron a animarme. Era un amante excelente, divertido, incansable, imaginativo… Una delicia de hombre.

Y sin embargo, todo eso terminó de repente. Al principio, mientras todavía pensaba que se trataba de un problema pasajero, fui apañándome para sobrellevarlo con mi mejor voluntad. Trataba de comprenderle, y sustituía sus atenciones por caricias con que yo misma me prodigaba. Me gustaba sumergirme en el agua caliente de la bañera, conectar las toberas que inyectaban aire a presión, verter unos tapones de aceite perfumado de naranja en el agua, y dejar que la imaginación fluyera mientras mis manos resbalaban sobre la piel lúbrica, aceitando mis pezones, que comenzaban a estar muy sensibles y agradecían la caricia grasa y húmeda, y frotando lentamente mi sexo durante largos ratos que pasaba reviviendo fantasías olvidadas, recordando sueños, temores antiguos que ejercían una atracción morbosa sobre mi, hasta que se me tensaban los músculos y sentía acercarse el orgasmo, y me dejaba llevar por las sensaciones acariciada por el agua, embriagada por el perfume dulzón.

Así fui tirando durante los seis primeros meses, soportando no sé cómo la soledad cada día más profunda en que me sentía. Vulnerable y sola, entristecida, y comenzando a cuestionarme seriamente la viabilidad de mi matrimonio con el nuevo Pablo que había conocido, que parecía creerse en el derecho de disponer de mi cuerpo cómo incubadora de sus hijos prescindiendo de mis necesidades, cómo si con el embarazo hubiera conseguido lo que quería y no se sintiera obligado ya para conmigo. Sentía el deseo de dejarle, casi como una necesidad, y a la vez el miedo, un temor indefinible a la soledad, a verme criando a mi hijo sin apoyo, que me impedía tomar la decisión que en mi fuero interno contemplaba ya cómo inevitable.

Una tarde salí de casa sola para visitar al ginecólogo. Apenas llegué a la parada del autobús cuando sonó mi móvil. Era la enfermera, que me pedía que pospusiéramos la cita para el día siguiente a causa de un imprevisto que al parecer había surgido. Se excusó amablemente y, lamentándolo, volví sobre mis pasos. Cuando abrí la puerta me sorprendió la quietud. No escuchaba a Graciela enredar por la cocina cómo solía a esas horas, y Pablo no dormía frente al televisor encendido.

Anduve con cautela por la casa buscando una explicación, con el miedo en el cuerpo, temiendo que pudiera haber sucedido dios sabe qué desgracia indefinida, hasta alcanzar la puerta abierta de mi dormitorio. Fui a entrar, y me quedé paralizada en el pasillo corto que forman el cuarto de baño y el vestidor frente a él. Se escuchaba dentro un ruido familiar, y en el espejo sobre la cómoda, que podía ver desde donde estaba, se reflejaba la silueta oscura de Gabriela sentada sobre mi cama (¡sobre mi propia cama!) frente a mi marido arrodillado. Desde allí no alcanzaba a ver los detalles, pero no cabía duda: aquella puta estaba comiéndole la polla, y él se dejaba hacer. Me quedé hecha hielo, oculta por la penumbra, contemplando inmóvil la escena del espejo, cómo una paradójica imagen inversa de mi matrimonio que se desmoronaba sin haberse llegado a materializar, cuando solo era un plan.

No se cómo, ni por qué, me encontré sentada en el suelo, sobre la moqueta, con la espalda apoyada en la puerta del vestidor, escuchándoles. Podía oír cada palabra, cada ruido, la respiración agitada de Pablo, los gemidos de Graciela, su voz melosa que le animaba… incluso creía oír el chapoteo de su polla al penetrarla, el golpeteo rítmico de su pubis en las nalgas al joderla a cuatro patas, cómo a una perra.

- ¡Así, así, papito! –gimoteaba aquella cerda mientras Pablo la follaba- ¡No te pares ahora!

Debí pasar así una eternidad, pero ya no lo recuerdo, con la conciencia perdida, llorando, sintiéndome idiota y sola, abandonada, burlada. Por mi cabeza pasó el absurdo inmenso en que se había convertido mi vida, embarazada de aquel hijo de puta que me prohibía lo que no se negaba a sí mismo, sin trabajo, sola…

Cuando me encontraron ni siquiera salió un reproche de mis labios. No tenía fuerzas. Me dejé llevar a la cama, a la misma cama donde un momento antes me había estado engañando con aquella zorra, y me abandoné a un sueño agitado y confuso, y aún fingí seguir durmiendo cuando él se levantó para ir a trabajar.

Por la mañana las cosas se ven de otra manera, y repuesta de la sorpresa y del luto, tuve una idea clara de lo que había que hacer. Preparé un par de maletas con parte de mi ropa, las joyas que había ido atesorando durante aquellos años, y algunos títulos al portador con los que Pablo y yo cobrábamos la parte opaca de nuestros ingresos, y fui a desayunar a la cocina sin prisas, terminando de aquilatar los detalles de mis próximos movimientos. Graciela ni me miraba a la cara.

- Coge las maletas que hay en mi cuarto, baja a la calle con ellas y pide un taxi. Cuando estén cargadas me llamas por el portero automático para que baje.

Ni rechistó, ni levantó la mirada. Cumplió mis instrucciones y no me despedí al partir. Pareció quedarse con una frase en los labios. No me importaba nada.

Dediqué la mañana a resolver mis asuntos: sin despedir al taxi fui a un banco y abrí una cuenta a mi nombre; después volví a nuestra sucursal de siempre, saqué el dinero que quedaba de los ahorros, y volví a mi nueva oficina a ingresarlo; en la oficina de empleo cambié la cuenta de la domiciliación de mi subsidio. Entre todo debía haber suficiente para vivir un par de años sin excesos, pero preferí capitalizar también el seguro, nunca se sabe, y no estaba segura de cómo iba a resolverse el problema del piso, que estaba a nombre de los dos. Cuando todo estuvo resuelto era casi mediodía, y di al taxista la dirección de la casa de mi hermana.

Ana me abrió la puerta con cara de sorpresa, y escuchó mi historia sin interrumpirme ni una sola vez, solo variando el gesto desde la sonrisa al rictus asqueado de reproche, tomándome las manos y secando alguna lágrima con mimo.

- Y eso es todo, de manera que ando de vagabunda por las calles sin saber adonde ir –concluí sintiendo que la historia, al materializarse en palabras, quedaba en cierto modo conjurada, y yo misma más ligera, libre ya de un lastre que me impedía volar-.

- Bueno, pues por eso no tienes que preocuparte. De momento, y al menos hasta que tengas a la criatura, te quedarás con nosotros, y luego ya veremos.

- Había pensado pasar unos días mientras encuentro un apartamento y después instalarme, no quiero molestaros.

- Ni se te ocurra pensarlo. No vamos a dejarte sola en ese estado, no me lo perdonaría en la vida, y si se entera tu madre me mata.

Sabía que podía contar con ella, y con Rodrigo, su marido, que no tardó en volver del trabajo. Ana le contó a grandes rasgos un resumen de mi situación, y estuvo de acuerdo en que me quedara. Comimos, desembalamos el equipaje entre las dos y, al caer la noche, habíamos convertido el cuarto de invitados en el nidito donde pasaría los próximos meses.

Las dos o tres semanas siguientes las dediqué a recomponerme, a recuperar mi libertad, mi autoestima. Desde el día aciago en que dije a Pablo que estaba embarazada, había ido hundiéndome casi imperceptiblemente en un pozo de tristeza y soledad que en cierto modo había oscurecido mis horizontes; había dejado de ser yo para convertirme en la portadora del hijo, en una especie de recipiente hueco cuya única función condicionaba aquello que contenía, y parecía haberlo asumido con naturalidad, cómo se asumen esas situaciones que no se desencadenan, si no que van creciendo lentamente, con avances tan pequeños que cada uno por separado resulta inapreciable, pero que al cabo del tiempo, todos juntos, acaban llevándonos a situaciones imposibles sin que siquiera nos demos cuenta.

Hablaba mucho con Ana, que escuchaba los detalles horrorizada, sorprendida de que fuera yo, la triunfadora, la independiente y autosuficiente, quién se hubiera dejado arrastrar a un infierno de negación como aquel. Rodrigo, su marido, que ejercía el derecho, quedó encargado de resolver con Pablo los detalles de la ruptura, y acordamos que yo no me preocuparía por ello hasta después del parto.

Llegamos a generar una amistad estrecha, una suerte de camaradería entrañable y confortable. Crearon a mi alrededor una nube de afecto que me protegía, y me hacía sentir por primera vez en meses una mujer afortunada, querida, apreciada. Al principio me sorprendía, cómo si lo natural no fuera sentirse valorada por quienes te rodean.

Sin embargo, en medio de toda aquella delicia de vida que me regalaban, pervivía un problema sin resolver, del que no me atrevía a hablar con mi hermana. Hacía más de medio año que no hacía el amor, que nadie me ponía ni siquiera una mano encima, y eso era más, muchísimo más de lo que recordaba, y me causaba un tremendo desasosiego.

En mi estado hubiera resultado iluso siquiera plantearse la posibilidad de ir a ligar. Una barriga cómo la mía habría espantado al más caliente de los pastores de la Mesta, y después del parto, durante meses, no podría ni pensar en ello. Me resultaba una idea espantosa, la única nube en aquella existencia muelle que había conseguido reorganizar a mi alrededor.

Por si fuera poco, Ana y Rodrigo vivían un idilio desbocado, y podía escucharles cada noche, una tras otra, a través del tabique que separaba nuestras habitaciones. Reían, gemían, la cama chirriaba, y a mi iba invadiéndome una fiebre incurable. No podía vivir con aquello sonando a mi espalda, y resonando en mi cerebro durante el día entero. Me encerraba a masturbarme no se cuantas veces al día, y por la noche, cuando llegaba el momento odioso de acostarse, me acariciaba una y otra vez sin conseguir dormirme, presa de algo que debía parecerse a eso del "furor uterino" que mencionan los antiguos tratados de sexualidad.

Uno de aquellos días, cuando ya debía estar de ocho meses y la presión en mi vejiga me hacía levantarme un millón de veces cada noche, al regresar a mi cuarto desde el baño escuché los consabidos gemidos tras la puerta del de Ana. No pude evitar detenerme, y pegué el oído a la madera. Dentro resonaba una de aquellas escenas de risas y gemidos, de chistidos pidiendo silencio de mi hermana, de nuevas risas, nuevos gemidos… Debí hacer algún ruido, por que de pronto se hizo un silencio atronador, con el corazón retumbando de tal modo que no parecía posible que no lo escucharan, y la sangre amontonándose en las sienes, latiendo en las sienes y en el pecho, a punto de estallar al abrirse la puerta y descubrirme allí de pie, ridícula, con la mano frotándome el sexo sobre el camisón y una expresión de idiota avergonzada insoportable.

- Pero… ¿Qué haces? –La estupidez de la pregunta, cuando la respuesta resultaba tan evidente, dejaba bien a las claras que Rodrigo tampoco sabía qué decir-.

- ¿Qué pasa, cariño?

Hubiera querido morirme en ese instante antes que verme tan ridícula, ofreciendo esa escena patética, masturbándome a mis 27 años tras la puerta de la alcoba de mi hermana.

- ¡Anda, pero si eres tu!

Ana, que había saltado de la cama ante el silencio de Rodrigo para ver lo que pasaba, se reía a carcajadas mirándome, y mi malestar, que se acentuaba por segundos, debía reflejarse en mi cara, que sentía ardiendo.

- Perdona, mujer, perdona, no te enfades, pero es que estabas tan cómica –trataba de dejar de reírse mientras me conducía a su cama de la mano, con los ojos llenos de lágrimas, ella de risa y yo de vergüenza-

…

- No te preocupes, tontorrona, que no pasa nada. ¿Somos hermanas, no? Ven, Rodrigo, anda, no te quedes ahí mirando cómo un pasmarote.

Y allí estábamos los tres: Rodrigo desconcertado, yo más corrida que una mona, y Ana que parecía ser la única que dominaba la situación riéndose a lágrima viva del corte de los dos.

- A ver, cuéntame ¿Qué te pasa? –Preguntó por fin logrando componer una expresión casi seria-

A duras penas, venciendo el pudor que me dominaba, sentados los tres sobre el colchón, conseguí medio contarle mi problema: los meses que hacía que no conocía varón, el furor masturbatorio que se había apoderado de mi y lo poco eficaz que resultaba para apaciguar mis ansias, las ganas de hacer pis que me habían hecho levantarme… Me costaba reconocerme contándole todas aquellas cosas delante de su marido, que no sabía donde mirar y estaba más rojo que un tomate. Pero Ana sabía ofrecer consuelo y comprensión, y sus palabras, sus miradas, me serenaban y me hacían sentir confiada y tranquila.

- ¡Vamos, vamos, vamos! De manera que eso es lo que te pasa, y ni se te había ocurrido contarme…

No se de donde había sacado esa autoridad con la que hablaba, que hacía parecer que la obediencia era la única conclusión natural a sus palabras, pero el caso es que escuchándola no cabía duda de que lo que ella sugiriese era lo que debía hacerse, y cuando mandó a Rodrigo quitarse de nuevo el pijama, él lo hizo sin rechistar.

- Y tu también, tontorrona, quítate el camisón.

Me ayudó, y quedamos en la cama, yo arrodillada, desnuda, con el vientre redondeado apuntando a Rodrigo, de rodillas frente a mi, y los senos enormes, inflamados, con los pezones oscuros extensos cómo noches de invierno descubiertos, y Ana a mi espalda acariciándolos sin dejar de mirarle a los ojos con los suyos brillantes y una sonrisa indefinible en los labios.

- Vamos, cariño ¿no decías que esto te excitaba?

Mordía mi cuello susurrando, y deslizaba las manos sobre el pecho, sobre el vientre esférico descendiendo. Yo no podía apartar los ojos del sexo de mi cuñado erguido, cómo un espejismo, y sus palabras tan suaves hacían parecer tan natural que lo tomara, que había dejado de albergar vergüenza alguna y le esperaba.

- Vamos, no te quedes ahí, tócala.

Se acercó lentamente a nosotras hasta encontrarse a pocos centímetros de mi, y sentí la calidez de su mano apoyándose en mi vientre, recorriéndolo con tanta delicadeza que me enervaba. Ana me besaba las sienes, el cuello, los oídos, y un escalofrío terrible me recorría la espalda obligándome a gemir.

- ¿Es que no la quieres? ¿No quieres follarte a mi hermanita?

Susurraba de un modo que llamaba a morderle los labios. Rodrigo se acercaba más, hasta besarla por encima de mi hombro, y sus dedos comenzaban a hurgar entre mis piernas. Yo misma me giré para compartirles dejándome llevar por la corriente de lenguas indistintas, de saliva entremezclada, dejándome caer de vértigo en el seno de mi hermana que me envolvía acariciándome.

- No tengas pena, Rocío, no tengas más pena, amor, deja que nosotros nos encarguemos de ti.

Me tumbó sobre la cama enredándome en una malla de caricias y palabras tan suaves y tan dulces que parecían envolverme. Sentí sus labios en mi sexo aleteando, y los míos se lanzaron sobre la polla enhiesta de su marido que, en silencio, nos miraba con una expresión sorprendida y ansiosa en los ojos tan abiertos. No debí tardar ni diez minutos en correrme entre quejidos, agitándome convulsa, entusiasmada, y Rodrigo me acompañó llenándome de esperma a chorros mientras amasaba delicada y amorosamente mis senos con las manos. Y Ana no se conformó con ello; siguió besándome, lamiéndome, recorriéndome a mordiscos tan suaves que me erizaban los vellos hasta ponerse a mi lado acariciándome, invitándome a sus besos, a su tacto de terciopelo, a deslizar mis dedos en sus humedades temblorosas. Y Rodrigo nos miraba y despertaba, y le invitó a penetrarme. Pensé que me moría, después de ocho meses, al sentirla deslizarse en mi interior despacio, muy despacio. Lo hacía arrodillado frente a mi, con las piernas muy abiertas, cuidando de no dañarme, y Ana se sentó a horcajadas sobre mis labios, y me sentí nadando en un silencio sordo de muslos tapándome los oídos, de sus gemidos ahogados por la carne retumbando en mi cabeza, de temblores sincrónicos, espasmos armónicos, cómo si pudiera trasladar con mis labios a su sexo las caricias que tomaba, bebiendo en ella hasta escucharla gritar entre espasmos, separándose los labios del sexo con los dedos, frotándolo en mi cara presa de un estallido imparable de placer.

Aquella noche dormí en su cama, entre ellos. Despertábamos en medio de las horas a besarnos, y no perdí ni por un instante la conciencia de que respiraban a mi lado, de que había pieles rozándome, caricias adormecidas.

Mi niño, Adolfo, nació a su debido tiempo, apenas un mes después de aquella noche, y todavía ahora, cuando ha pasado año y medio, seguimos viviendo allí, en un grupo familiar que ignoro cómo podré explicarle el día que pregunte. Ana y Rodrigo me admitieron cómo un miembro más en su pareja, y me fue tan fácil integrarme en ellos, que pareja de tres es el único término que se me ocurre para definir la relación que nos une.

Confesaré que ahora, mientras escribo sobre ello tratando de mantener una distancia neutral que me permita describir el modo en que las cosas sucedieron, me enfrento a la peculiaridad de nuestra particular familia, y soy consciente de la anomalía que supone. Pero se también que dentro de un rato, cuando ella vuelva y preparemos la comida, cuando nos echemos en el sofá a ver la tele, o cuando esta noche vayamos a dormir y hagamos el amor una vez más, y sea Rodolfo, o Ana, o yo quién se levante a darle el biberón, o a cambiarle, volveré a sumergirme en este estado de cosas, que volverá a ser la única manera de vivir que concibo: juntos, tan dulce y suavemente juntos cómo sea posible, tan naturalmente juntos que sería absurdo intentar cualquier otra solución.