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La visión de tía Clara

en Jovencit@s

Tía Clara solía tomar el sol sin sostén echada en una tumbona junto a la piscina, sobre el césped, y a mi, que por entonces debía tener 15 años, me gustaba subir al tendedor de la terraza para mirarla a escondidas.

Tía Clara tenía la piel del color de la canela. Después de comer, se sentaba en la tumbona, se ponía un sombrero de paja y unas gafas de sol, se quitaba el sostén del bañador, y se untaba con una crema aceitosa que hacía que brillara cómo el agua, y a mi me gustaba ver cómo la extendía en una caricia metódica y lenta, sin que quedara un centímetro de ella que no reflejara el sol de primavera.

Tía Clara se engrasaba con parsimonia, casi con delectación, y solía terminar entreteniéndose en los senos, que eran amplios, de aspecto blando y amable, y los pezones se le recogían oscuros, contraídos, y yo esperaba a que se tumbara y un ratito más, hasta estar seguro de que dormía, y tarde tras tarde tocaba mi sexo mirándola hasta que se me cerraban los ojos y se me escapaba la lechecita clara en medio de una nube de senos de Tías Claras sobre el fondo oscuro de los sueños.

A tía Clara, cuando se tumbaba, los senos se le volcaban cómo un mar de senos derramado sobre el pecho, y cuando respiraba, se movían ondulantes y sensuales, y cuando estaba dormida y el sol calentaba su piel del color de la canela, volvían a extendérsele los pezones cómo si también ellos durmieran, y yo tocaba mi sexo hasta correrme, algunas tardes dos o tres veces, imaginando un lecho de senos de tía Clara, de pezones generosos y carnes ondulantes donde descansar.

Tengo una foto de una tía desnuda –decía Carlitos presumiendo y sin enseñárnosla hasta hacernos rogarle el favor primero-

No me importa.

Pues mi hermano tiene una revista entera debajo del colchón, y salen muchas mujeres, y hombres que se las meten, y yo la miro cuando sale por la tarde –respondía Alberto no queriendo ser menos-

¡Bah!

¿Tu te las has pelado alguna vez?

A mi me gusta pelármela viendo la revista de mi hermano.

Yo vi a mi hermana desnuda. Se me creció casi un palmo, y me la pelé hasta que me corrí en el baño, y ahora siempre que lo hago pienso en ella.

Pues yo le veo cada tarde las tetas a mi tía Clara cuando se tumba a tomar el sol creyendo que estoy dormido –dije de sopetón dejándome acariciar por la sensación de triunfo al ver sus ojos golosones fijándose solo en mi-

Carlitos, Alberto y yo subimos aquella misma tarde al tendedor de la terraza para ver a tía Clara, y observamos sus maniobras amorosas y delicadas, ellos con el corazón en un puño, y yo sumergido hasta el ahogo en el orgullo, casi mirándoles más a ellos que a la tía para gozar de la admiración que había conseguido.

¡Ostia, tio!, ¡Qué buena que está!

¿Me dejas que me la pele?

¡Shhhhhhhhhhhh! ¡Qué nos va a oir!

Carlitos, Alberto y yo nos la pelamos los unos a los otros sin quitar los ojos de la rotunda abundancia de tía Clara que dormía (piel del color de la canela brillante y carne derramada ondulando bajo el sol) hasta que se levantó de pronto y entró en casa. Dimos un respingo, casi un grito ahogado, y nos sentamos escondidos de espaldas al pretil con el corazón en la garganta y las pollitas amarmoladas asomando por encima de la goma del bañador, esperando que tomara un refresco y regresara para poder verla de nuevo, y entretuvimos la espera continuando con nuestros títeres alegres y silenciosos.

Y en esa comprometida postura nos encontró al entrar en la terraza por sorpresa: Carlitos en el medio meneándonosla a los dos, y yo que se la sacudía a él, los tres serios y afectados en tan ardua dedicación.

No, si ya me parecía a mi ¡Pero qué hacéis, sinvergüenzas!

…

¿Pero es que no os han dicho que los niños no se tocan unos a otros?

…

¡Madre mía de mi vida! Venga, bajad conmigo al jardín.

Tía Clara, sentada en la tumbona mirándonos enfadada, con los senos aún desnudos, y nosotros colorados formando en breve fila junto a ella sin saber donde mirar (las colitas imposibles levantando el bañador) nos obsequió una regañina lenta y sosegada, cómo lejos, imposible de atender con aquello bamboleándose frente a los ojos.

No se en qué estáis pensando… -[y las tetas que se mueven]- … unos muchachos ya mayores… -[cómo no se tape esto no se me ablanda ni queriendo]-… a ver qué dirían vuestros padres… -[me la va a ver, seguro que me la ve]- ... yo comprendo que chicos de vuestra edad… -[¡¡¡está muy buena!!!]- …tenéis que buscar una mujer… -[¡Pero qué hace!]-… A ver, acércate…

Carlitos se acercó temblando de miedo y de ansiedad, y tía Clara le ayudó a bajarse el bañador mirándosela mientras nos indicaba como si nada que nos quitáramos los nuestros, y comenzó a jugar con ellas palpándolas con los dedos, hurgándonos las pelotitas entre las piernas.

Si queréis hacerlo tenéis que venir a verme, pero no entre vosotros…

Hablaba cómo si tal cosa, y nos animaba a tocar los senos soñados, tan blandos y aceitados que se nos escapaban, de modo que la rodeamos, tímidamente al principio, para terminar riendo y magreando sin complejos. Por fin pude sentir la tantas veces imaginada ternura de su carne, y tomar entre los dedos los pezones rugosos, que volvían a disponerse ovales y granujientos, duros cómo pepitas, y apretarlos hasta escucharla chillar entre risitas nerviosas. Se dejó acariciar por los tres sin ponernos traba alguna, y ella misma nos acariciaba en un barullo de manos excitante y divertido.

Cuando se desató los cordones de la braguita del bañador, me impresionó el estallido blanco de sus nalgas, el abundante vello crespo de su pubis. Debíamos parecer duendes, arrodillados a su alrededor y ella de pié, peleando entre nosotros por acariciar la culminación magistral de sus muslos, por meter los dedos en su coño empapado.

¡Basta, basta, basta! –casi chilló divertida- quédense quietos, caballeretes, y formen una fila aquí delante.

Nos pusimos, y uno a uno, recibimos sus caricias generosas. Yo fui el último, supongo que por ser el anfitrión, y tuve que contenerme para no pelármela mientras veía cómo se ocupaba de mis amigos. Primero se acercó a Carlos arrodillándose frente a él. Le acariciaba la colita hablándole al mismo tiempo muy bajito, en un tono muy suave qué nos enervaba.

Tranquilo, campeoncito, tranquilo ¿Te gusta lo que te hace tía Clara?

Carlitos resoplaba con los ojos haciéndole chiribitas. Tía Clara se agachó besando sus pelotas, le rodeó y deslizó la lengua entre las nalgas sin dejar de meneársela, y finalmente la puso entera en su boca bebiéndosela cómo si se ahogara. Él, cómo sin saber qué hacer, puso las manos en su cabeza y le vimos temblar gimiendo cuando regó su garganta, y ella lo celebraba riendo con una alegría contagiosa. Después se ocupó de Alberto, y finalmente de mí. No podré olvidar nunca la sensación de ahogo al sentir su lengua que me recorría, sus besos por todas partes, y la cálida y húmeda caricia de su boca. Me corrí cómo nunca con la polla en su garganta y sus manos clavándose en mis nalgas. Respiraba muy fuerte, y mis amigos, incontenibles, la manoseaban mientras tanto haciéndola suspirar. Recuerdo que la caricia de su lengua se hacía más intensa cuando Alberto jugaba con los dedos entre sus piernas.

Cuando hubo atendido a los tres de ese modo, sus ojos parecían reflejar una fiebre que asustaba. Ella misma acariciaba su sexo frenéticamente, y gemía. Nuestras pollas, bendita juventud, no llegaron a ablandarse, y esta vez fui el primero en ser llamado. Tía clara estaba tumbada sobre la hierba, con las rodillas dobladas y los muslos muy abiertos, ofreciéndome la imagen terrible de su sexo invitador, tan brillante y florecido, y me llamaba con ansia, casi desesperadamente.

Supe lo que había que hacer y ocupé mi lugar entre su carne, dejándome hundir en sus abrazos, y sentí la caricia de terciopelo, la deliciosa presión, la premura angustiosa con que sus caderas se elevaban una y otra vez en una sucesión inacabable de deseo, de suspiros, de risitas ahogadas. Me besaba, enterraba su lengua entre mis labios y jugaba con la mía bailoteando, succionando cuando, imitándola, la perseguía. Llamó a mis amigos a su lado y vi cómo acariciaba sus pollas con las manos, y volví a correrme viendo cómo su gesto se contraía en un rictus angustiado, empujando con mi pubis el suyo que se elevaba buscándolo, que se agitaba en una convulsión violenta y espasmódica.

Después tumbó a Alberto en el suelo y fue ella quién se le encaramó encima, llevándose su polla hasta dentro y comenzando a moverse adelante y atrás, arriba y abajo con las manos apoyadas en el suelo. Carlitos, arrodillado frente a ella, ofrecía su colita a los labios golosos que la chupaban entre quejidos amables y suspiros, y yo, a su espalda, estrujaba las nalgas y trataba de colar mi lengua entre ellas para devolverle la caricia. Se movía a una velocidad creciente, y sus gemidos se hacían más intensos por momentos.

Me apoyé sobre su espalda para alcanzar los senos con las manos, apretándolos, y sentí el contacto de sus dedos en mi polla, y cómo la conducía hasta metérsela en el culo con un chillido, y la presión, la deliciosa presión, sus movimientos ligeros, el contacto carnal de las nalgas en el pubis, los senos engrasados en las manos, pellizcando los pezones… Creo que terminamos todos al mismo tiempo: tía Clara chillando entre el aire que se le escapaba en gemidos; Alberto en su coño con los ojos en blanco y magreando entre mis manos las tetazas estrujadas; Carlitos en sus labios con los ojos en blanco, y yo mismo en su culo que parecía querer arrancármela en un apretón dulce y cálido que casi me irritaba al terminar.

Después de aquella ocasión no pude volver a casa de Tía Clara. Alguno de los chicos debió irse de la lengua, y hubo un pequeño escándalo familiar, y las relaciones se rompieron para siempre. Pocos meses después, supongo que perseguida por las murmuraciones, vendió su casa y dejó la ciudad, y desapareció de mi vida sin que haya podido olvidarla desde entonces, con una sonrisa amable y una deliciosa sensación de cariño al recordar aquellas tardes mirándola, y aquella única vez en que nos enseñó a ser hombres.