miprimita.com

Prima Sonia y el mal

en Sexo Virtual

La verdad es que he dudado hasta decidir en qué sección debía publicar este relato, por que no encuentro que encaje exactamente en ninguna, pero finalmente he decidido que la más lógica es esta, donde se narran sucesos en los que no interviene la materia, si no flujos de energía, que al cabo es la única explicación que se me ocurre a lo que voy a contarles; o al menos la única que quiero creer. Si… no, no quiero creer en ninguna otra posibilidad.

Todo empezó de una manera idiota, cómo empiezan con frecuencia los acontecimientos que marcan el resto de nuestras vidas. Sonia, mi prima, y yo, que mantenemos una relación que podríamos definir como algo más que amistosa, habíamos concertado una cita con un conocido médium para que nos ayudara a organizar una sesión de espiritismo.

Yo nunca he creído en esas cosas, y supongo que tampoco Sonia. Más bien se trataba de un juego, de una experiencia que abordábamos con un prudente escepticismo y nos causaba más risa que respeto, aunque ya saben ustedes que, cuando tratamos con la muerte, solemos mantener una reserva discreta, una especie de recóndito temor que tratamos de ocultarnos.

A la hora acordada, a media noche, llegamos al siniestro caserón que la ciudad, en su crecer imparable, había terminado por engullir, y que se mantenía cómo una lúgubre presencia inexplicable en medio del maremagnum de los grandes bloques de un barrio residencial cercano al centro. Encontramos entreabierta la gran cancela del jardín semiabandonado, y lo atravesamos sin poder evitar un estremecimiento ante las siluetas fantasmales de los árboles deshojados. Recuerdo cómo si lo estuviera viendo el respingo de Sonia cuando una rama colgando del emparrado bajo cuyo cobijo se alcanzaba la entrada principal rozó su pelo.

Por fin alcanzamos la gran puerta de madera finamente labrada y adornada con vidrieras de colores con motivos vegetales. A su través se traslucía la luz tenue del interior de la casa. Nos miramos a los ojos tratando de reunir el ánimo preciso para llamar y finalmente fui yo quién alzó la aldaba, y golpeé con ella la madera produciendo un ruido sordo y seco.

- ¿Dios mío, es tétrico! –murmuró Sonia con un hilo de voz-.

- ¡Shhhh! Calla, que nos van a oír.

Transcurrieron unos segundos antes de que nos abrieran que nos parecieron una eternidad, hasta que escuchamos un ruido de cerrojos y el chirrido que anunciaba la presencia de una mujeruca menuda y delgada en el umbral mirándonos con la expresión ausente de quién atiende a una molestia pequeña pero inevitable.

- Doña Sonia y Doña Carla, supongo –no esperó nuestra respuesta- El Maestro las espera.

El recibidor era inmenso. Una sala que alcanzaba la altura de las dos plantas de la casa, de forma ovalada, en cuyo techo se abría una vidriera inmensa que reproducía figuras similares a las de la puerta. La decoración era muy romántica, con un dominio absoluto de las curvas, maderas labradas, grandes cortinas ante los ventanales que flanqueaban la entrada, y una escalera de dos brazos al fondo, que enmarcaban la puerta que atravesamos siguiendo a la mujer. No puede decirse que el lugar fuera oscuro, por que de hecho podía apreciarse cada detalle del decorado; en cierto modo habían conseguido una especie de penumbra íntima que hacía dibujarse las sombras con extraordinaria profundidad, dotando al ambiente de un aire fantasmal sobrecogedor. Sonia y Yo caminábamos cogidas de la mano.

La mujer golpeó suavemente la madera con los nudillos y las dos hojas se abrieron en silencio sin que nadie pareciera accionarlas. Se santiguó discretamente y se movió a un lado franqueándonos el paso. Tras atravesarlas se cerraron del mismo modo a nuestra espalda y nos encontramos en un despacho ovalado, de grandes dimensiones. Frente a la puerta un ventanal semioculto por grandes cortinones de terciopelo de color miel oscura, y ante él la gran mesa de escritorio sin cajones, de patas torneadas en columnas salomónicas tras la cual, sentado en un sillón austero de madera, nos esperaba el Maestro.

Parecía diseñado para concordar con aquel lugar siniestro. Era un tipo alto, delgado, de aspecto ascético. La densa barba negra y la melena, cuidadas, enmarcaban unos labios finos cómo estiletes, y destacaban el brillo de una mirada abrasadora. Vestía elegante y anticuadamente, con un terno oscuro y largo, camisa cerrada con lazo, gemelos de oro y la leontina del reloj asomando al borde del bolsillo del chaleco. El conjunto resultaba a la vez atractivo e inquietante. No había manera de sostenerle la mirada.

- Buenas noches, señoritas –su voz sonaba profunda y amable- disculpen ustedes la hora en que me he visto obligado a citarlas, mi tiempo es escaso y no quería dejar de atenderlas.

- En absoluto, Maestro –respondió Sonia en un tono que me sorprendió por su entereza- Le estamos muy agradecidas por recibirnos.

- Tomen asiento, por favor.

Nos ayudó a quitarnos los abrigos y los colgó en un perchero oculto tras una puerta disimulada en la madera que cubría los escasos espacios vacíos de las paredes mientras nos indicaba con un gesto una mesa circular en un lado de la sala cubierta con faldones de paño estampado en cachemir, y tomamos asiento en los dos sillones menores de los tres que la rodeaban.

El despacho estaba iluminado apenas por una lámpara de banquero sobre el escritorio, que apagó al abandonarlo, y un buen número de velas de todas las formas y colores que, imprudentemente, se repartían por los estantes de la enorme biblioteca entre antiguos libros y legajos polvorientos, y numerosos objetos misteriosos que abundaban por doquiera que una mirase: estatuillas representando quién sabe qué olvidadas deidades, lamparillas de aceite, rollos de pergamino apolillados, copas, jarras, ánforas de todos los orígenes posibles, huesos de animales desconocidos para nosotras. Todo ello creaba un ambiente de misterio escalofriante.

Tomó asiento sin apenas hablarnos, pero sin quitarnos de encima ni por un momento esa mirada inquisitiva que parecía desnudarnos sin dejar traslucir a cambio ni un ápice de sus sentimientos, y comenzó a manipular en un cuenco azul oscuro de piedra pulida colocado en el centro de la mesa y lleno de un amasijo de hierbas y flores.

- De modo que desean Ustedes una sesión de espiritismo sin un objeto concreto. Tan solo por conocer algo más del mundo oscuro que nos rodea. –Su voz sonaba ausente-.

- Bueno, hemos oído hablar de sus portentosos conocimientos, y queríamos ver con nuestros ojos su trabajo. –Afortunadamente Sonia se hacía cargo de la situación, por que yo apenas podía articular palabra-.

- Ver para creer –murmuró entre dientes-

- Bueno, maestro, no es que dudemos…

La interrumpió con un gesto enérgico y su rostro pareció crisparse por un instante, para volver al momento a su estado sereno de sabio iluminado. Sus manos se movían sobre la mesa de un modo automático, sin que dejara de mirarnos alternativamente a los ojos mientras abría al azar un viejo incunable y acariciaba sus páginas, revolvía las hierbas con los dedos, y de sus labios comenzaba a fluir una oscura letanía ininteligible que modulaba de un modo magistral arrastrándonos tras ella a un mundo de sombras.

De repente calló. Tenía la mirada perdida y sus manos parecían flotar por encima del cuenco sin rozarlo. Un fogonazo inesperado nos hizo gritar a las dos al unísono y el interior se llenó de ascuas ardientes, y un humo denso y blanco comenzó a brotar extendiéndose pesada y lentamente sobre la mesa, derramándose por sus bordes hacia el suelo, llenando la habitación de un perfume dulzón inexplicable, creando a nuestro alrededor una muralla que parecía separarnos del mundo real, cómo si de pronto hubiéramos cruzado una puerta y flotáramos fuera de las dimensiones conocidas.

Cayó hacia atrás quedando desmadejado sobre el sillón con los ojos en blanco y la boca entreabierta. De sus labios surgían palabras desconocidas que sonaban a mil voces que parecían pugnar por expresarse a través suyo entremezclándose con otras que acertábamos a comprender y nos aterrorizaban. Miré de reojo a mi prima y pude reconocer en sus ojos el mismo pavor que me consumía, y la misma imposibilidad de moverse.

- Azramel gorgitum…. Cognito vocum solitude … Niñas temerarias… Ominia volunta crescerede in gratia averna… Estúpidas niñas temerarias… Allouette, gentil allouette, allouette, je te plumere… Onirete gorgeo elendi pulcrita impietate onera… je te plumere la tête…

Parecía debatirse una batalla terrible en su interior, cómo si las voces pelearan por adueñarse de él en una lucha cruenta en la que poco a poco se iban extinguiendo hasta quedar solo una, una única voz terrible que se apoderaba de la voluntad de quién tuviera la desdicha de escucharla sumiendo su alma en un abismo de pánico y de dolor, en el espanto inenarrable de oír hablar al odio mismo.

- Putas niñas temerarias… Niñas perdidas y solas… Jugando a quemarse con el fuego… Despertando las iras dormidas… Niñas rotas… Estúpidas niñas solas…

De repente podíamos entender sus palabras con toda nitidez, y sus ojos volvían a mirarnos desde el fondo de un abismo de odio rojo. La nube a nuestro alrededor se había disipado, y las luces eran frías y azules, y cada objeto de la sala parecía dotado de una materialidad abrumadora, de una consistencia fría y dura cómo el hielo. Hasta el viento extraño parecía de hielo y de dolor, de una maldad infinita.

Y todo pareció estallar ante nosotras. La mesa, el cuenco, el libro… todo se hizo añicos cómo astillas de cristal, y los tres flotábamos en el aire sometidos a una tensión brutal que nos mantenía en las mismas posturas que ocupábamos. Escuché a Sonia gritar aterrorizada. Luchaba presa de espanto contra una presencia que a mi me era imposible ver. Sus ropas se desgarraban y volaban hechas jirones a nuestro alrededor mientras ella trataba de zafarse inútilmente con las manos. No tardó en estar desnuda. El médium la miraba con los ojos inyectados desnudándose frente a ella que gemía espantada, hipando presa de un terror infernal. Sus ojos expresaban una dimensión del miedo inabarcable, una escala abrumadora del espanto.

Yo no podía moverme. Solo mirar escuchando el silencioso vacío que brotaba de mis labios al gritar. Y el maestro la miraba injuriándola, escupiendo sus insultos cuajados de odio y de maldad, mostrándole su falo monstruoso y negro.

- Puta niña temeraria. Puta niña. Cerda niña. Conocerás el dolor.

Sobre la piel de mi prima se dibujaban las siluetas de miles de manos monstruosas de todos los tamaños. Podía ver sus huellas sujetando sus tobillos, estrujándole los senos hasta el grito, llevándola en volandas a nuestro alrededor.

- Puta niña temerosa. Conocerás el dolor.

Su rostro se contraía en un rictus espantoso. Sus ojos miraban viendo allí donde los míos solo encontraban el vacío helado y azul, y se abrían espantados. Lloraba hipando, pidiendo clemencia, suplicando.

- ¡No! ¡¡¡Dejadme!!! ¡¡¡No!!! ¡¡¡Eso no!!!

- Conocerás…

Su cuerpo se retorcía sin quebrarse hasta extremos inauditos, y aquellas manos invisibles no dejaban de apretarla, de tirar de ella dibujando sus siluetas en la piel blanca, helada, sin dejarla ni siquiera debatirse, inmovilizada en posturas imposibles. Pude verla con los brazos en cruz monstruosamente tensos hacia atrás, con las piernas completamente abiertas gritando inútilmente; pude ver su sexo que se abría y se cerraba, su culo que se abría y se cerraba; su boca formando un óvalo resoplando por la nariz cómo si se ahogara; se debatía forzada, ya sin poder gritar; parecía violentada por una monstruosidad incorpórea, presa de un espanto inenarrable.

Y de pronto se hizo el silencio. Un silencio espantoso, terrible. Las manos desaparecieron de su piel y se quedó flotando boca arriba, gimiendo ya sin voz con la cabeza caída sobre el hombro y los ojos extraviados, cómo entregándose impotente a un destino inevitable. El mundo entero parecía expectante, esperando el advenimiento de algo capaz de generar solo con su intuición el mismo Miedo, el Miedo sin adjetivos ni grados, la pura esencia del Miedo desnudo. Sus piernas se separaron y su sexo se vio dilatado de un modo espantoso. Apenas se escuchaba un hilo de voz gimente y atormentado.

- Me quema… Me está quemando… Me quema…

- Conocerás…

Su cuerpo entero se movía a un ritmo lento, empujada por una fuerza incontenible. Su sexo parecía ir a desgarrarse, dilatándose en una circunferencia perfecta de dimensiones monstruosas, y sus senos se retorcían, se aplastaban, se estiraban sus pezones. Gemía, y sus gemidos causaban espanto. Gemía y lloraba en un solo sonido indescriptible en el que se mezclaban el placer, el dolor y el espanto cómo si todos ellos pudieran ser parte de una única sensación desconocida. La cadencia del balanceo al que se veía sometida se hacía más y más rápida, más brutal, y con ella crecía la intensidad de aquel sonido estremecedor, de aquellos suspiros dolientes que me taladraban el cerebro.

El médium flotaba a su alrededor con los brazos en cruz y el cuerpo tenso en un arco imposible, exhibiendo aquel falo absurdo, aquella monstruosa protuberancia negra que latía, con la mirada encendida de un loco endemoniado.

Y el tempo fue haciéndose más y más violento, cómo una danza infernal. Sonia ya emitía aquel dramático gemido constantemente, cómo una letanía de intensidad creciente. Había cerrado los ojos tratando de no ver una imagen que parecía poder penetrar bajo sus párpados, y el rictus de su rostro expresaba la intensidad de aquel dolor que parecía causarle un placer aberrante inconfesable.

De repente su cuerpo se detuvo total y absolutamente. Se quedo inmóvil, cómo helada, gritando sin mover ni un solo músculo de su cuerpo paralizado formando un arco brutal, con los brazos caídos a la espalda y la cabeza colgando hacia atrás; con las manos crispadas cómo garras y el gesto contraído hasta la deformidad, gritando sin mover un solo músculo mientras el médium parecía estallar en un orgasmo maléfico, infernal, disparando hacia el cielo chorros bestiales de esperma que parecían brotar de la entraña misma del demonio.

Y Sonia gritó inmóvil. Gritó en un único grito inacabable, en un grito de una intensidad desconocida, que traducía un espanto de placer y de dolor que solo podía expresarse en aquel grito aterrador. Gritó de tal modo que sentía su grito atravesarme, llenarme de tal desolación que yo misma solo podía llorar compadeciéndome del sufrimiento que me atravesaba sin tocarme.

Después el silencio. La eternidad del silencio y la oscuridad. Y descubrirnos en casa, acostadas: Sonia llorando aovillada en mi regazo y yo no sabiendo cómo consolarla, tan bella con los ojos enrojecidos y esa mirada de miedo de la que nunca más hemos querido hablar. Y Tronko agazapado debajo de la cama lloriqueando.

No hemos vuelto a hablar de ello. Nunca más. A veces me quedo mirándola, mirando su vientre que se hincha cada día, y si percibe mi mirada agacha la suya cómo avergonzada, y siento solo el deseo de cuidarla, y me contagio de su miedo, de la incertidumbre y el miedo.