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De lo que acaeció un buen día en un convento

en Grandes Relatos

- Pero… ¡¡¡Sor Inés!!! ¿Qué estáis haciendo?

Sor Inés, con el aire suficiente de quién inicia a su pupila en los misterios de la Orden, ignoró la pregunta de la novicia y continuó manipulando bajo sus hábitos con destreza hasta encontrar el obstáculo infranqueable que oponían las recias enaguas de hilo.

- ¡¡¡Vaya por Dios!!! –masculló entre dientes contrariada- ¿Pero es que no te ha dicho todavía ninguna de las hermanas que en nuestra Orden no es costumbre usar tan incómoda prenda?

- Pues no me han dicho nada –respondió la joven Clara sonrojándose hasta los tuétanos-

- ¿Y cómo mearás si llega el caso sin organizar un espectáculo?

Y dicho esto, y con el único fin de ilustrar sus explicaciones, la monja abrió las piernas, remangose los hábitos hasta media pantorrilla, y orinose sobre las frías losas del suelo de la sacristía.

- ¿Ves? Anda, quítate esa cosa antes de que te vea la Madre Superiora y te castigue.

La joven, sin poder apartar la vista del pequeño charco humeante, atendió al momento sus requerimientos y, con no pocas dificultades, desató las cintas que ceñían las enaguas en cintura y pantorrillas y se despojó de ellas, quedándose un momento inmóvil sin saber donde ponerlas ni atreverse a preguntar a su tutora.

- ¡Pero qué zote de chiquilla! Anda, ponlas en el cajón de abajo, donde los cilicios.

Clara obedeció, e introdujo la prenda, amorosamente plegada, en el cajón lleno de objetos que no reconocía, evitando preguntar por no volver a quedar cómo una tonta. Su primer día de convento no parecía empezar bien: Sor Inés, su tutora, exhibía un genio de todos los demonios (Dios me perdone), hacía frío, y no era capaz de dar una a derechas, de modo que no se le bajaba el rubor de las mejillas y tenía la incómoda sensación de ir pregonando su torpeza con él. Y para colmo se acababa de enterar de que las hermanas orinaban en cualquier sitio con solo abrirse de piernas, sin que pareciera importar que se encontraran en la Sacristía, y quién sabe si no tampoco en la mismísima nave de la Iglesia.

Habían acudido al lugar a preparar los oficios. Sor Inés, la sacristana, dominaba el ritual hasta el extremo de seleccionar la casulla y el resto de las vestiduras sin necesidad de pararse ni a pensar, y en pocos minutos todo estuvo dispuesto: las ropas sobre la mesa, las hostias en el Sagrario, el vino en las vinajeras, y las velas necesarias encendidas, cuando aún debían faltar cerca de dos horas para la misa.

- Anda, para ya, que está todo hecho.

La hermana, al tiempo que ocupaba uno de los grandes escaños del coro viejo que el cura había mandado llevar a la Sacristía cuando, por merced de Don Fernán Sancho, se había trasladado a la ciudad el afamado Maestro Quiñones a tallar la nueva sillería, dulcificó su expresión súbitamente haciéndole señales para que se acercase.

- Siéntate aquí en mis rodillas, Clarita, y deja que siga ilustrándote acerca de las costumbres de nuestra comunidad.

- ¿En vuestras rodillas, Madre? –repuso la novicia sin terminar de creerse lo que oía-

- ¡Pero bueno, criatura! ¿Es que piensas cuestionar cada indicación que te haga?

La joven, casi una niña, carecía de voluntad para pensar siquiera en imponer su criterio a una sierva del Señor de mayor edad que la suya, de modo que aceptó la invitación tímidamente y tomó asiento sin atreverse a mirarla, y apenas osó dar un respingo cuando sus manos retomaron la faena interrumpida anteriormente, subiéndole hasta la cintura los hábitos blancos y descubriéndole las piernas en toda su longitud, sin intentar tratar de impedírselo por miedo a recibir una nueva imprecación y quién sabe si no un manotazo.

- ¡Caramba con la novicia! Sin duda el Señor valora nuestras oraciones cuando se digna a premiarnos con tan dulce golosina.

Clara, que, hija de buena familia, gozaba de una salud envidiable, estaba dotada de unas piernas dignas de admiración por su largura y exquisita proporción de formas, de tobillos delgados, pantorrillas esbeltas, y unos muslos generosos y hospitalarios, de esos que invitan a la caricia prieta, de un color tan blanco que pudiera pensarse que el mero roce de las manos fuera dejar huella enrojecida en ellos. Que recordara, nadie nunca, cómo no fuera su haya cuando le ayudaba a bañarse, había tenido el privilegio de admirarlas, y desde luego no recordaba haber sido manoseada con tan escasa consideración.

- Pe… pero… Sor Inés… -masculló entre dientes sin atreverse a reconvenir abiertamente a su tutora-

- Déjate de delicadezas, niña, y separa más las piernas, que tienes que aprender a respetar y obedecer a tus mayores.

El contacto de la mano sobre su sexo inexplorado le causó viva impresión, entre la morbosa delectación y el violento escándalo, de modo que, si ello fuera posible, sus mejillas se colorearon más aún, adquiriendo ya el tono de la grana. Su turbación llegaba a tal extremo que le temblaban los pulsos, y no supo si se encontraba mareada o qué era aquel trastorno que le invadía cuando los dedos de Sor Inés comenzaron a hurgar en su interior cómo si buscaran vaya usted a saber qué cosa que pudiera allí ocultarse.

- ¿Qué andáis haciendo, hermanas?

Una vaga sensación de culpa al escuchar la voz de la Madre Superiora le impulsó a incorporarse y, cuando traspuso la puerta, y se la encontró poniendo orden en sus ropas, completamente encarnada mientras la tutora la observaba con expresión divertida, quedó la Madre enterada de lo que allí acontecía y decidió sumarse a la fiesta.

- Ya veo, hermana Inés, que estáis poniendo al corriente a vuestra pupila de las reglas de la Orden –dijo mientras guiñaba levemente un ojo-. Permitidme que tome parte en el examen, si es que ello no os incomoda.

- Qué habría de incomodarme, Madre. Pasad, haced el honor de acompañarnos, que al cabo somos todas vuestras hijas.

Con lisonjas y engañifas, las dos monjas fueron camelando a la muchacha para que se despojara de su hábito hasta quedar cubierta tan solo por la toca, al borde de la muerte por vergüenza, ligeramente inclinada sobre la mesa en la que se apoyaba de manos con las piernas temblorosas mientras ellas, sin recato, sopesaban sus virtudes comentando entre sí cada detalla de su noble anatomía.

- ¿Habéis apreciado, Madre, la notable tersura de su piel? Parece la de un ángel, de tan blanca y tan suave como es –decía sor Inés mientras sus manos recorrían la espalda para detenerse al borde mismo de las nalgas-

- Sin duda es cosa destacable, hermana, aunque no tanto, diría, cómo la firmeza de los senos (si, si, palpadlos, por favor), y la dulce blandura de esos pezoncillos esponjosos y oscuros, gruesos cómo castañas, que ceden a la presión de los dedos cómo si fueran de espuma.

- ¿Y qué me decís de su vulva? ¿Habéis visto otra más sonrosada y más limpia? ¿Y la corona de vellos tan escueta, que tal se dirían puestos por el pincel de un artista?

- No os falta razón, Inés. Y probad a deslizar vuestros dedos sobre ella: se abren los labios cómo una flor, y ofrecen un interior tan suave y tan húmedo que casi se deslizan dentro sin quererlo.

La muchacha, debatiéndose entre el pudor de verse observada con tanto detenimiento y el orgullo de escucharse alabar de tan exagerada manera, y presa de la extraña excitación que le causaba ser palpada con tan poco comedimiento, a duras penas conseguía que las piernas le sujetaran, temblaba cómo un flan, y sentía un zumbido en los oídos causado sin duda por la presión de la sangre que se arrebujaba en sus mejillas, haciéndole escuchar los comentarios cómo si sonaran a lo lejos.

- ¡Qué deliciosa humedad, hermana Inés! Debe saber cómo a miel.

- Habría que probarlo, Madre.

- ¿Creéis?

- Creo, creo.

Casi privada de conciencia, la novicia se dejó voltear por las hermanas, encontrándose sin saber cómo tumbada sobre la mesa y con las piernas colgando de sus bordes. Y si hasta entonces se había sentido extrañamente excitada, lo que le sucedió al hincarse de rodillas la Superiora entre ellas y comenzar a lamer su vulva con tal ansia que pareciera quererla secar, no admitía parangón con ningún otro suceso que le hubiera acontecido: la Madre lamía entre los pliegues y a ella se le aflojaban, y le subían tales ardores a la cara que temía ser víctima de la fiebre; la Madre tomaba entre los labios aquel molesto bultito que con tanta facilidad se irritaba causándole extraños cosquilleos, y le temblaban incontenibles, y el vientre se le agitaba cómo si tuviera vida, y se le escapaban los vientos a borbotones por entre los labios.

Sor Inés, viendo que la Madre tomaba posesión del preciado tesoro de la novicia, se había mientras tanto remangado los hábitos y, puesta sobre la mesa a cuatro patas, lamía los pezoncillos abultados conduciendo la pequeña mano de la niña inútilmente hasta su sexo una y otra vez, pretendiendo una caricia. Pero no estaba la joven para nada, traída y llevada por tales oleadas de placer que perdía la conciencia de su cuerpo y no acertaba si no a quebrarse entre estertores cercanos a los de la agonía, de modo que se vio forzada, tal y cómo pudo observar que hacía la Superiora, a frotarse con la suya, obteniendo de esa guisa gran satisfacción, aunque no viera el momento en que la bruja le dejara sitio entre los amorosos muslos de la virgen.

Y en estas lides andaban cuando, avecinándose la hora de los oficios, entró a la sacristía el párroco seguido a escasa distancia por su monaguillo. Diéronse de bruces con la escena susodicha, y fue tal la sorpresa, que el buen hombre no acertó si no a pararse con los ojos desorbitados balbuciendo un sinsentido.

- Llegáis a tiempo, Mosén Pedro –le espetó la superiora separando los labios de la fuente apenas un instante-.

- ¿A tiempo de qué, desgraciadas? –consiguió responder a duras penas el santo varón haciéndose cruces sobre el pecho-

- Pues de poner el rabo en caliente.

- ¡Válgame María Santísima!

Sor Inés, desengañada ya, y convencida de las escasas posibilidades que tenía de hacer presa en la novicia a quién la Madre acaparaba, no quiso perder aquella nueva ocasión, y plantose frente al cura haciendo exhibición de sus encantos y alarde de soltura de la lengua, descargando en sus oídos tal sarta de desatinos, que no le quedaron al pobre energías que oponer al maligno que hablaba por su boca.

- Vamos, Pater, no diréis que no se os antojan manjares estas tetas que se ha de tragar la tierra –le decía magreándose los senos abundantes frente a sus mismas narices-.

- Vade retro, Satanás –respondía con un hilo de voz-.

- Déjese de Satanás, galán, que el bulto de la sotana bien a las claras deja el interés que tenéis en el asunto.

Entre que el tono decreciente en que el Mosén contestaba denotaba la flaqueza de sus convicciones, y que los dedos se le hacían huéspedes, ardorosa como estaba después de tan largo rato viendo beber a la Madre y culear a la novicia, la monja se animó a subirle la sotana y agarrársele al cipote, dándole tales tirones, que llegó a temer el pobre que lo sacara del sitio.

- Sosiego y templanza, Sor Inés –tuvo que reconvenirla- que jalando con esa desmesura no lograréis si no arredrarlo, y no servirá a vuestros fines.

Y viendo que sus esfuerzos por resistir la tentación serían vanos, pues bien a las claras quedaba la decisión del demonio de llevarle a su jardín, debió pensar el buen Preste que de perdidos al río, y que si había de condenarse sería por bien joder, pues no tardó dos apretones en agarrarse a la hermana por donde más tierna estaba, siendo tal la coincidencia, que cuanto más la sobaba, más firme y más gallardo se mostraba el artefacto, y más felices se las prometía Sor Inés, que ya se veía galopando aquella verga.

Y en estas estaban ambos, cuando se escuchó a la madre, que aún seguía bebiendo las mieles de novicia, invitar al confesor a que gustara de ella llamándole a voz en grito.

- Venid, Padre, venid, y poned aquí la polla que, o muy confundida estoy, o va a ser esa vuestra la primera que se calce la galana, y a fe que no habréis conocido otra más tierna que esta. Y tu acércate, muchacho, que entrambas sabremos atenderos a los dos.

Fueron allá sin dudarlo el cura y el monaguillo, y el primero, por ser persona de mayores merecimientos, ocupó lugar entre los muslos de la joven, que andaba todavía a la luna de Valencia, y guiado por la mano diestra de la Priora, logró clavar el badajo de un solo apretón sin mayor impedimento pues, pese a la estrechez del habitáculo, las atenciones de la superiora habían conseguido dejárselo en muy buenas condiciones.

- ¡Hay Dios mío! ¿Qué me hacéis? –gritó la pobre empalada-.

- ¡Mírala, la pobrecita, qué carita se le pone!

Entre empellón y empellón, las fuerzas se le iban a la núbil entre estertores de gusto y culeos involuntarios, y la color se le subía a las mejillas de tal modo que pudiera pensársela enferma de fiebres de no verse el tratamiento con que el Pater la obsequiaba. Los pezoncillos abultados y sensibles mostrábanse tan inflamados que pudieran confundirse con castañas, y la Madre Superiora, con la expresión arrobada, conmovida al contemplar tan generosa entrega, con una mano se los pellizcaba mientras con otra pelaba la minga del monaguillo que escarbaba con la suya entre la espesa pelambrera oscura de sus ingles.

- ¡Así, galana, así, no dejes de menear el culo que ya me está viniendo! –Rugía el sacerdote arreciando la violencia de sus empujones-

- ¡No se os ocurra terminar en su interior, no me la dejéis preñada que ya sabéis bien lo complicado que resulta deshacerse del mocoso!

La Madre, vigilante y amorosa, se cuidó con sus propias manos de sacar el vergajo del deán justo cuando se venía, de modo que entre bramidos y culeos, y con la niña deshaciéndose en violentas convulsiones, terminó meneándosela con tal brío que se corrió a borbotones, escupiendo sus lecherazos espesos y calientes hasta alcanzarle a la pobre muchacha, que por entonces ya ni conocía, las tetillas y hasta la misma cara y la toca del hábito.

- ¡Hay, Madre, que Dios os lo pague!

- Nada, Pater, descuidad, que habéis de pagármelo vos mismo sin demora.

A la monja, a quién el espectáculo había dejado salida cómo zorra en celo, no se le ocurrió mejor idea que amorrase de nuevo al coñete ahora empapado de la novicia, trayéndose con la mano al suyo propio el rabo del monaguillo, que encontró acomodo en él sin mayor dificultad, y entre lametones y gemidos placenteros, indicaba a Sor Inés los modales exigidos por tan memorable caso.

- ¡Vamos, Sor Inés, por Dios! No vayáis a dejar al Pater en ese estado, encargaos de asearle cómo merece sus partes.

Y allá que se fue la monja, entre refunfuños y un calentón del demonio, a chuperretearle al cura los restos que del festín le habían quedado en el badajo, aplicándose a la labor con tan atenta dedicación, que la benéfica polla del párroco del convento no llegó a terminar de ablandarse, adquiriendo nuevamente entre sus labios tan considerables dimensiones que temió por sus quijadas, sin que fuera ello óbice para dejar de tratarle con el debido respeto, obsequiándole una mamada de Padre y muy Señor mío, que el cura agradecía palmeándole las nalgas opulentas, que Sor Inés meneaba con deleite complacido.

Y en estas estaban, cuando, preocupadas las hermanas por la tardanza del párroco en dar la misa, Sor Virtudes, Sor María Auxiliadora, y la novicia Consuelo, se acercaron por allí para conocer la causa de tan extraño suceso, viéndose tan sorprendidas por el notable espectáculo, que los pies se les quedaron cómo clavados al suelo. La Madre Superiora, cegada cómo estaba con la cabeza hundida entre los muslillos blancos de la novicia chillona, que ya le había cogido el gusto al pecado de la carne, se dejaba joder por el mozo, que tan brioso empujaba, y con tanto conocimiento y eficacia, que ni cuenta se dio de su presencia hasta el aciago momento en que, sintiendo por el temblor del muchacho su buena disposición, se vio obligada a sacársela para arrodillarse presta frente a él y tragarse justo a tiempo los lefarrones airosos que el buen monaguillo soltaba sin disimulo ni recato, blasfemando tales improperios que a las tres otras todo se les volvía santiguarse y rezar jaculatorias.

- ¡Traga, puta monja, traga!

- ¡Ave maría Purísima!

- Glup, glup ...

- ¡Dios nos coja confesadas!

- ¡Vamos, cacho zorra, no te dejes ni una gota!

El cura, que a fuerza de lametones, y de bendita abstinencia, ya ostentaba nuevamente tal dureza en el cimbel y tan prietos los cojones que ni a su madre conociera si allí se la hubieran puesto, y oliendo por vez segunda novicia sin desflorar, se dirigió a Consuelito dando grandes cabezadas con el miembro, y sin mediar ni un suspiro, ni casi dejar que terminara de santiguarse, la dispuso de tal modo inclinada sobre la mesa, que las nalgas le ofrecía gallardas y retadoras. Aremangole de un tirón los faldones del sayal, palmeo las posaderas con tal ansia estrepitosa que se las dejó encarnadas, y jincole el badajo entre las cachas de modo tan eficaz que a la pobre jovencita se le saltaban unos lagrimones de los de llenar un cuenco, y chillaba con la tranca deshollinándole el culo como cochina en matanza.

- ¡Hay Dios mío, que me rompe!

- Gritad, gritad Consuelito, y cumplid la penitencia, que esto es redimir la culpa y no lo que hacéis con el rosario.

Sor Virtudes, mientras tanto, viendo ya que el holocausto carecía de remedio, y de perdidos al río, quiso cobrarse su parte del candor sacrificado: se encaramó a la misma mesa, se despatarró frente a ella, y tirando de la toca con ambas manos al tiempo, se coloco entre las piernas la cara de la gimente, propinándose con ella muy severos restregones que le causaban gran gusto.

- ¡Vamos, jodida, saca la lengua y chupa!

- ¡¡¡Haaaaaaaaaay!!!

- ¡Si es que te corres de oirla!

- Y usted que lo diga, hermana.

Por su parte la tercera, Sor María Auxiliadora, de carácter compasivo y espíritu generoso, al contemplar el calvario de la enculada novicia, tuvo a bien agacharse entre sus piernas y, tan solo por hacer más llevadero el tormento, le propinaba en el coño tan ardientes lametones, que no tardó la beneficiaria en confundir los ardores que la tranca del buen cura le causaba entre las nalgas, con otros más placenteros que corrían por su espalda transmitiéndose, milagros de la misteriosa anatomía de las gentes, al empuje de sus labios sobre el coño de Sor Virtudes, que lo meneaba con garbo acompañándose de alegres lisonjas y expresiones de alegría.

- ¡Chupa así, Consuelito, guapa, que me viene! ¡No te pareeeeees!

¿Y qué fue de los demás? Se preguntará el lector: pues la pequeña Clarita, que había tomado gusto a la cosa de joder, por más que en aquel entonces ni tal nombre conociera, resultó aprendiza atenta, y tumbando a Bartolillo sobre las losas del suelo, pudo beneficiarse de los bríos propios de sus pocos años, clavándose hasta los huevos la pollita del chaval, que nunca se viera en otra en toda su corta vida. Culeaba con insólita alegría, restregando con los dedos el bultito cuya utilidad recién descubriera.

Mientras tanto, Sor Inés por fin, había encontrado acomodo a horcajadas sobre el rostro del chaval, y se dejaba chupar con tan gran delectación, que pareciera que todas sus intentonas previas se le vinieran ahora una detrás de la otra, y chillaba de tal modo, y tan grandes herejías, que el resto de las hermanas la oían desde la iglesia, comenzando a amontonarse a las puertas de la sacristía medio peleando por ocupar los lugares desde donde mejor podía contemplarse el espectáculo.

- ¡¡¡Vamos, cabronazo, chupa coño y no te pares, que me pierdo!!!

- …

- ¡¡¡Asíiiii, asíiiiii!!! ¡Qué me corroooooooo!!!

La superiora por su parte, inspirada sin duda por la osada acción del Pater, trabajaba con los dedos el culito de Clarita chuperreteando mientras un cirio de gran tamaño, y los ojos le hacían chiribitas con tan solo imaginarlo. Cuando pensó que ya estaba preparada para el caso, se lo clavó casi un palmo con grande satisfacción, y la pobre, sorprendida, se quejó con tal desgarro, que la Madre entusiasmada se corrió con escucharlo.

A todo esto en la puerta se organizaba un barullo de monjitas de tremendas dimensiones. Allí no había quién que no quisiera asomarse. Las hermanas, se arremolinaban, se empujaban, y observaban con tan enorme afición, que a las que estaban debajo les costaba respirar, en parte por la apretura, y en buena parte también, a causa de los pellizcos y tirones que todas se propinaban.

Sor Alegría estrujaba las tetas de Sor Merced; la novicia Vicentita no daba abasto a acoger entre las piernas las manos que pugnaban por sobarla; a la pobre Sor Joaquina, que en uno de los apretones se le remangara el hábito, le metió la mano entera son Inocencia de Alba, y Sor Irene de Padua le mordía las nalgas con grande delectación. Allí no había monja ni novicia que no tuviera entre manos algo con lo que gozarse, ni entre piernas una mano, o en las tetas cuatro dedos, y todas cómo una sola se movían al compás que marcaba Mosén Pedro en el culo de Consuelo.

Y en estas que se encontraban, con el Buen cura bramando mientras dejaba su carga y las monjas suspirando en tan confusa amalgama, cuando se escuchó la voz severa y autoritaria del Obispo Don Rodrigo, que reclamaba atención, obediencia y respeto a sus muchos merecimientos.

Sor Blanca, la Superiora, se sintió ya en perdición al ver atravesar la puerta a seis deanes, un prior, dos presbíteros, el canónigo de la Catedral y al mismo Obispo en persona, que venían de visita por cumplir con las hermanas.

- ¿Qué es lo que ven mis ojos, impías hijas de Dios?

- No es lo que parece Padre.

- ¡Callad, que ya veo yo!

- …

- En todos mis largos años al servicio del Señor no conozco que haya habido tanta desorganización ni tal falta de decoro.

- Usted comprenderá, Padre…

- Ni comprendo ni tolero semejante descontrol. A ver vosotras, hermanas, deshaced ese montón y colocaros por pares, por tercetos a lo sumo, de manera que podáis disfrutaros con mayor aprovechamiento. Y dejad a las novicias, que de esas nos encargaremos nosotros, y traedme aquí a ese monaguillo, que tengo interés por conocerle.

Y así fue que el Obispo, haciendo gala de sus conocimientos y dotes de organización, no tardó ni lo que tarda un gallo en cantar por la mañana en ordenar el evento y hacerlo cosa digna de mención por el exquisito arte y sincronía con que todo funcionaba: a la novicia Clarita se la calzaron al tiempo el canónigo, el prior y uno de los tres deanes, que se fueron alternando por clavársela en el culo que, según parece, era por donde más gusto daba. A la pobre, al verse libre del gran cirio que la Madre le clavara, todas se le hacían pequeñas, y meneaba las nalgas con gran afición y convencimiento, alternando los embites de ese modo, de manera que cuando una le entraba en el culo, la otra se le salía del coño, y a los tres daba gran placer, pues con la boca atendía al que sobraba y todos se contentaban, aunque bien es verdad que había cierta confusión por ver quién tenía mayores derechos a pellizcarle las tetillas, que pudieron ser solventados sin grandes dificultades.

El Obispo, por su parte, sentado en uno de los escaños del coro hizo conocer a Bartolillo nuevas y no menos gratas prácticas que las que las monjas le habían enseñado, y saltaba el monaguillo de manera muy cómica sobre el carajo episcopal mientras sor Inés se la chupaba con grandes dificultades, pues tal era la alegría del chiquillo que parecía hecho de rabos de lagartija, y se dejaba encular por un preste de grandes merecimientos, que al tiempo que bombeaba, gustaba de palmearle las posaderas con enérgico tesón.

Consuelo y Vicentita, por órdenes del prior, se pusieron frente a frente cada una a la inversa de la otra, y se entregaban con delectación a gustarse mutuamente mientras dos de los deanes degustaban la estrechez de sus culillos prietos y acogedores, y aún tenían ánimo para tragarse el producto de sus hábiles culeos cuando alguno de los padres la sacaba de su sitio y las regaba con esmero.

Naturalmente, el resto de las hermanas, resuelto ya el problema de las apreturas en la puerta, se ocupaban las unas de las otras, y se alternaban para recibir los cuidados de las dignidades que tenían a bien visitarlas, tomando lo que se les ofrecía con mucho agradecimiento, ya fuera polla, coño o teta, y ya en el culo, entre las piernas, o allí donde a sus reverencias se les ocurriera.

Muy digna de mención, resultó la aplicación de la ya antes mencionada Sor María Auxiliadora, que demostró que a las excelsas dimensiones de sus nobilísimas tetazas, no desmerecían el resto de sus atributos, siendo muy capaz la buena hermana de meterse entre las piernas las dos manos de sor Flora, en el culo un cirio grande, y en la boca el mayor rabo, el de Mosén Victoriano, que tragaba hasta los vellos a la par que con las manos meneaba dos cipotes, que se pudiera decir que ella sola era capaz de calzarse a la curia entera de Roma si hubiera menester, hasta tal punto que el Padre tentado estuvo de dar cuenta de sus artes a su Santidad en Roma, por ver si de esa manera ganaba el cardenalato.

Y allí se encontraron monjas de todas las aficiones: hubo quién tuvo por bueno sacrificarse aquel día, y se dejó azotar las nalgas con cilicios y pellizcar los pezones hasta la lágrima, implorando clemencia con enorme contrición; hubo quién prefirió ayudar a aquella pobres; quién se tragó hasta el hartazgo cuanto se puso en su boca; quién prefirió sentarse a gozar del espectáculo, y hasta quién no quiso nada más que el vino de consagrar.

A la pobre superiora, culpable de desatino y de tal revolución, se la castigó a llenarse coño y culo con dos cirios de los mayores del templo, y se tuvo que encargar de recuperar a besos los carajos de los prestes que cumplían sus misiones y quedaban indispuestos, por hacer que cuanto antes volvieran a estar airosos, y todos gustaban de palmearle las nalgas al pasar dejándoselas tan encarnadas y lustrosas que pasó más de tres días sin poderse ni sentar. Y diremos, por citar curiosidad, que tomó gran afición a aquello del azote, y que cuentan que se hacía visitar noche sí y noche también por Clarita, la novicia, y le mandaba cascarle con las palmas y hasta con una fusta en el culo y en las tetas, y meterle las manos por doquiera que cupiesen, y que se lo agradecía con delicadas manipulaciones que a la joven le hacían sentirse cómo en el cielo.

Y así todos y todas obtuvieron gran dicha de la fiesta, que se prolongó por muchas horas y aún fue repitiéndose periódicamente cada martes y cada sábado mientras duró el principado, y adquirió el convento gran predicamento, que así era que no había dignidad de la Iglesias que teniendo ocasión no se pasara a conocer las afamadas artes de las monjas de aquella comunidad.