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Ejercicio 3: Se fue la Luz (De x360)

en Sexo con maduras

Original: http://www.todorelatos.com/relato/20290/

 

""Otro puto verano sin un duro y encerrado en casa estudiando. El único idiota en toda la ciudad. El único puto idiota que ha conseguido cargarse el curso por segundo año consecutivo. Nunca pensé que fuera a pensar esto, pero ojalá estuviera en Torrevieja con mis padres.""

""Camino por la calle desierta. Ni Dios. No me extraña. ¿Quién podría querer pasear por ahí en medio de este calor abrumador respirando este puto aire masticable?""

""Nadie en la plaza. El camarero dormitando en la terraza del "Méntrida". Y ni Dios. Ni japoneses. Esto es un infierno. Un puto infierno polvoriento y apestoso. Mierda de vacaciones…""

""Si me compro un litro no hay pan. ¿Para qué coño quiero beberme un litro aquí solo? Bah! Me voy a casa.""

- Una pistola, por favor.

- ¡Una pistola marchando!

""La misma puta gracia de todos los días…""

Pablo vuelve sobre sus pasos mascullando la eterna letanía de juramentos de cada verano, haciéndose las mismas promesas de aplicarse de cada verano, arrastrando su cuerpo espigado y desmañado cargado de la misma plúmbea apatía.

Es mediodía. Uno de esos mediosdías inmisericordes de la Meseta. Un mediodía de cielo blanco de calima, de aire polvoriento que te llena la boca de tierra. Un mediodía abrasador y desierto de principios de agosto. Un mediodía de ni comer, de ni dormir siesta, de solo dejarse morir en el sofá agotado por otra noche apestosa de insomnio y de sudor, por otra noche sin tregua ni descanso.

""Joder, menudo lío se está armando. ¡Si es que no funcionan los semáforos!""

La calle Eloy Gonzalo es un caos de coches parados en los cruces, de coches atascados, de bocinas y peatones que cruzan gruñendo, tratando de colarse por los huecos ínfimos, de semáforos que se ponen de color verde, y rojo, y de nuevo verde, sin que nadie consiga moverse ni un milímetro. Y ese trompeteo irritante de bocinas que no cesa…

Y en casa el ascensor que no funciona, la luz que no funciona, y cinco pisos por delante, ciego por el resplandor de la calle, jadeando escaleras arriba avanzando a tientas hasta tropezar.

- ¡Pero Pablo, hijo, mira a ver por donde andas!

- ¡Huy, perdón!

Doña Marga, la del sexto, asciende fatigosamente, peldaño a peldaño, arrastrando tras de sí a duras penas el pesado carrito de la compra, malhumorada y ceñuda.

Pablo la mira aterrado, con su mejor expresión de autista adolescente, cómo queriendo ponerse por encima del bien y del mal, y haciendo de tripas corazón reacciona de la única manera en que le han enseñado a hacerlo ante un caso como ese.

- Deje, deje, Doña Marga, que yo se lo subo.

- Hay, hijo, que Dios te lo pague.

Y la penosa ascensión se transforma en un Calvario interminable, arrastrando el pesado lastre paso a paso, jadeando, sudando, con la garganta cómo de esparto y los muslos entumecidos de subir mientras los ojos, poco a poco, se van acostumbrando a la penumbra y aciertan a distinguir los glúteos portentosos que se bambolean cadenciosos delante suyo.

""¡Madre mía! ¡Menudo culo tiene la viudita!""

- Menudo díita para irse la luz, con el calor que hace…

- Si.

- Bueno, ya solo queda un piso.

- Si.

- Creo que tengo alguna coca cola en la nevera para que te refresques.

Por fin en el rellano, tratando de recuperar el resuello sin parecer agotado, empeñándose en mantener el tipo con esa boba actitud adolescente, cómo si a todo el mundo le importara lo que hace, lo que puede hacer, cómo si todo el mundo estuviera continuamente observándole, esperando una manifestación de debilidad para juzgarle, sudando con la camisa empapada pegándosele al cuerpo y respirando hondo, muy hondo pero despacio, sin aparentar fatiga, llenándose los pulmones con el aire insuficiente que puede tragar por la nariz, patético en el esfuerzo inútil por disimular la fatiga tan comprensible y evidente.

- Pasa, pasa. Sécate un poco mientras te preparo la coca cola. No están tus padres ¿verdad?

- No, se han ido unos días a la playa.

- Ya me contó tu madre que tendrías que quedarte estudiando…

""Un comentario bobo. Jodida vieja. A ti qué te importará si estudio o no estudio…""

Las contraventanas están cerradas, y apenas unos leves hilillos de luz se cuelan por entre las rendijas dotando al aire de una consistencia acogedora, de una penumbra sosegada y serena. Pablo se seca metiendo la toalla tímidamente por el cuello desabotonado de la camisa blanca y amplia de algodón. Se escucha un ruido distante de vasos en la cocina, de puertas que se abren, de hielos que entrechocan, y el parloteo alegre e incesante de Doña Marga, que sigue con su charla insustancial cómo si la escuchara.

- Yo tampoco era buena estudiante cuando tenía tu edad…

- …

- Y ya ves, ahora me arrepiento…

Hay un mar de fotos enmarcadas sobre la mesa de comedor que evidentemente nadie utiliza jamás. Pablo se fija en una de ellas: Doña Marga sonríe a la cámara, con sus labios carnosos y la dentadura ligeramente prominente brillando cómo el día. Tiene el cabello corto, y empiezan a dibujarse en él las primeras canas; debe tener unos 40 ó 45 años. Está en la playa, con el mar al fondo, y su piel morena, muy morena, contrasta vivamente con el azul verdoso y profundo del mar, con el azul brumoso y blanquecino del cielo, con la propia blancura del bañador mojado de dos piezas a cuyo través se adivina la orla oscura de los pezones parados cómo botoncitos fríos. Tiene las caderas amplias, y la dura luz del mediodía dibuja prodigiosamente sus volúmenes. Está impresionante, y la cabeza se le llena de pájaros y de un zumbido cómo de abejas.

- Vaya, parece que te gusta la foto…

Pablo se queda mudo, incapaz de contestar, y toma automáticamente el vaso que le ofrece con una sonrisa amable y generosa entre los labios.

- Toma, anda, y deja que te seque, hombre, que parece que te da vergüenza.

Bebe a sorbos cortos, tratando de distraerse, de abstraerse de la imagen tan sensual que no se le aparta de la memoria, del contacto de los dedos que le desabrochan la camisa, del roce de la toalla sobre la piel empapada, del perfume dulzón de Doña Marga, que está cerca, muy cerca, recorriéndole el pecho lentamente con los dedos…

- Es de las últimas vacaciones que pasé con el pobre Paco antes de que muriera…

""¡¡¡Madre mía!!! Por favor, que se esté quieta… Me lo va a notar, me lo va a notar…"""

- Hace ya cuatro años…

""Pensar en cosas desagradables, pensar en cosas desagradables… Mierda, se me está poniendo cómo una piedra…""

- No sabes cómo le hecho de menos… Me quedé muy sola, y me costó acostumbrarme, pero ahora ya parece que todo vuelve a estar en orden…

- Perdone, Doña Marga, necesito ir al retrete…

- Claro, hijo, ya sabes donde está.

Se aleja por el pasillo cómo alma que lleva el diablo, cómo si huyera del mismísimo demonio, y se refugia en el retrete tratando de aliviarse. Nada, es imposible con la polla en ese estado de rigidez. Se impacienta. Imposible. Doña Marga morena dando vueltas alrededor de su cabeza; un mar de senos de Doña Marga transparentándose tras velos blancos tan livianos que casi pueden valorarse a simple vista; caderas de Doña Marga; los labios de Doña Marga sonriéndole. Y un ruido a sus espaldas…

- ¿Te ayudo?

Hace ademán de taparse sin saber cómo responder, entre asustado y excitado por la promesa cierta que percibe en el gesto de acercarse.

- Vamos, hombre, no seas tímido…

Siente el contacto templado de la mano que le agarra, la caricia cálida y húmeda de su respiración sobre la nuca, la presión de los senos ampulosos en la espalda, las uñas que se deslizan cómo garras que acarician sobre el pecho.

- ¿No quieres ayudarme? No sabes qué sola me siento…

Y la ve cómo entre brumas arrodillarse a su lado, desabrocharle el cinturón, soltarla por completo y apoderarse de ella con la mano, acercar sus labios hasta envolverla, y siente cómo juguetea con la lengua alrededor, cómo succiona moviendo la cabeza adelante, atrás, adelante, atrás… sacándola a veces de la boca cómo para tomar aire.

- Así, Pablito, cómo un hombre… Voy a darte lo que quieras, lo que quieras…

Y las manos apoyadas en las nalgas, y esos labios portentosos que recorren la polla amoratada hasta la base, que juguetea debajo succionando, dejando la lengua deslizarse, besándolos con un ansia glotona que enamora.

- Lo que quieras, Pablito… lo que quieras… ¿Querrás follarme hasta correrte en mi coño?

Y los dientes que acarician casi amenazadoramente, la lengua que envuelve, que rodea, que parece bailar con el extremo, extenderse hasta el ahogo, la garganta que se cierra alrededor presionándolo.

- ¿Querrás mi culo? ¿Querrás romper mi culo hasta que grite?

- ¡Vaya, el timbre! Se me había olvidado que iba a venir Maite a comer. ¡Corre, vístete!

Pablo, apabullado, se coloca cómo puede la polla en el pantalón dejándose por fuera los faldones de la camisa empapada, y se queda paralizado en el baño sin saber donde meterse.

- ¡Ya va, ya va! ¡Pero no te quedes ahí, criatura, ve a sentarte al sofá!

Ruido de puerta que se abre; ruido de puerta que se cierra; ruido de besos y saludos alborozados; ruido de un parloteo incesante; y un zumbido interior, un zumbido entre las sienes incesante, un parpadeo de destellos, de imágenes que estallan cómo un flash en su cabeza, de imágenes sin digerir, de promesas centelleantes.

- Maite, guapa, ya pensaba que no vendrías.

- Muacks, muacks… Hija, es que llevo una mañanita…

- Bueno, bueno, menos mal que no he preparado arroz, por que se hubiera pasado. Mira, este es Pablo, mi vecino de arriba, que está solo de "Rodríguez" y se va a quedar a comer en premio por haberme ayudado a subir la compra.

- ¡Hombre, un caballero! Pues te ha debido salvar la vida, por que llegar hasta aquí sin ascensor…

Maite es un cañón. No muy alta, medirá 1´60, mantiene unas proporciones que denotan el esfuerzo denodado por aferrarse a la belleza de la que sus cuarentaitantos años no han conseguido privarla. La cubre un vestido ibicenco, lleno de gasas y encajes blancos, que se transparenta sutilmente al contraluz de las delgadas líneas de sol que atraviesan las maderas del balcón; camina con gracia subida a las alzas impresionantes de unas alpargatas de esparto y lona atadas a los tobillos que la obligan a caminar casi de puntillas, dibujándole las pantorrillas musculosas y delgadas; tiene el cabello largo y ondulado, teñido de un rubio ceniza que contrasta tan bien con el moreno perfecto de la piel que parece enmarcar los rasgos elegantes de su cara, solo ligeramente maquillada. Viste quizás un poco estrafalariamente, y se adorna con pulseras y collares de vivos amarillos y rojos y cuentas grandes de ámbar sintético. Le mira con un desparpajo adorable y embarazoso al tiempo, clavando los ojos en el evidente bulto que adorna su bragueta sin perder ni por un instante su sonrisa entre inocente y picarona, con un destello de luz viva. Su piel brilla de sudor, y Pablo contempla hipnotizado las pequeñas perlitas que se deslizan desde la base de su cuello por el pecho hasta perderse bajo el corpiño del vestido, entre los senos que se adivinan pequeños y firmes.

- Venga, vamos a la cocina a preparar la mesa. Deja aquí al jovencito, que yo te ayudo.

- Vamos, si, que se nos va a juntar con la hora de la cena.

""¿Pero qué coño hago aquí con este par de viejas locas? ¡Joder! Tengo la polla cómo una piedra, y ahí la tienes, cómo si no pasara nada. Si es que hasta me duele… Ahora, que a ti si que te va a doler en cuanto se vaya la pesada esta…""

Ruido de platos, ruido de sillas que se arrastran, un parloteo ininteligible desde allí, intercalado de silencios de susurros lejanos; vergüenza, temor ancestral al ridículo, deseos de salir corriendo solo controlados por el impulso primario de joder, por el deseo irracional de joder a cualquier precio, estimulado por la promesa cálida, por la persistencia de la imagen que gira alrededor de sus labios presionando, de su lengua lamiéndole la polla endurecida y brillante, por las nubes de culos de Doña Marga que le rodean oscureciéndole la vista, nubes de tetas ampulosas de Doña Marga, maduras cómo melocotones dulces y perfumados, sedosos melocotones como tetas perfumadas y brillantes, cómo muslos prometidos sudorosos y brillantes…

- ¡Eh, Don Juan! Que te has quedado transpuesto. Anda, vente a la cocina, que ya está la comida.

…

Pablo sigue a Maite en silencio, olfateando el perfume tremendo que deja cómo un rastro y resistiendo la tentación de lanzarse a olisquearla cómo un cachorro en celo. Sobre la mesa ensaladas de colores brillantes, remolacha, lechuga, tomates rojos cómo el fuego, zanahorias ralladas, embutidos frescos y apetecibles, delgadas láminas de pescados ahumados brillantes y aromáticos, aceitunas verdes de manzanilla, aceitunas negras y brillantes cómo perlas oscuras, fruta, una jarra de sangría roja y helada, cubierta de una delgada película de agua condensada, y las dos damas sentadas a sus dos lados, charlando animadamente, riendo entre bromas, entre frases equívocas, entre medias frases tan sutilmente insinuantes que no resultan suficientes para que un adolescente inseguro se lance tras ellas, y sin embargo sobran para mantenerle en un estado de tensión disparatado.

- Venga, Pablo, no tengas vergüenza y come.

- Si, que falta te hará después del esfuerzo…

Maite le coloca en los labios una aceituna negra mirándole a los ojos de un modo insostenible. Siente el cosquilleo de una gota de sudor que se desliza por el cuello, la ropa que se pega, la incómoda erección que no le deja pensar, y apenas entiende nada: ni las palabras que oye sin escuchar, apenas cómo un ruido de fondo, ni por qué está comiendo con aquellas mujeres a quienes apenas conoce. Y sus figuras dibujándose en la penumbra anaranjada de la cocina, sus pieles destellando, sus vestidos que también parecen pegarse a sus siluetas, y la mano que de pronto se apoya en el bulto dolorido de su pubis.

- ¡Pobrecito, cómo está!

- …

- Mira que eres, Maite.

- No me dirás que lo quieres solo para ti.

- …

Escucha cómo en sueños -sonidos amortiguados por el zumbido insoportable de la sangre arrebatándose en las sienes- la insolente manera en que bromean repartiéndosele. La mano juguetea, aprieta a veces valorando el volumen, y otra que se acerca desde el lado opuesto de la mesa acariciándole el muslo.

- Mujer, pues yo había pensado…

- Anda, anda, que ya verás cómo este semental tiene de sobra para darnos a las dos.

- Pero qué pedazo de puta que estás hecha.

- ¿Podras follarnos juntas, Don Juan?

- …

Y el calor. El calor abrumador, denso, material, sólido. Y el sudor que ya le empapa. Y las manos que juegan a desabrocharle el cinturón, a bajar trabajosamente la cremallera del pantalón ajustado, que pelean por deslizarse dentro.

- ¡Madre mía! ¿Y esto te lo quieres meter en el culo?

…

Doña Marga, erubescente, humilla la mirada tímidamente, y Pablo siente que le embarga la ternura, el deseo de abrazarla y de cuidarla. Se inclina hacia ella tomando su barbilla entre los dedos y la besa. La besa eternamente, dejándose perder entre los labios carnosos y tan vivos. La besa suspirando cuando Maite, bajo la mesa, de rodillas entre las piernas, termina de liberar su polla y juguetea con ella entre las manos.

- ¡Ufffff…! Ya tenía yo ganas de pillar una cómo esta…

- …

- …

La besa jugueteando con su lengua, bebiendo su saliva y el gemido que se cuela entre sus labios cuando extiende la mano hasta los senos y se aferra con ansia adolescente a amasarlos, a estrujarlos. La besa mordiéndole los labios cuando siente la caricia cálida y húmeda de los de Maite alrededor, pellizcando los pezones, respirándose los vientos que se escapan de deseo y del dulce dolor de la presión.

Doña Marga, la vecina, se incorpora temblorosa, desabrochándose la blusa torpe, apresuradamente, con ansia de deseo, y descubre los senos generosos, los senos blancos sobre la piel oscura, los senos coronados, los pezones ovalados, granujientos, erizados cómo pieles frías, brillantes de calor, y se arrodilla disputando con Maite su ración de aquel pedazo de carne ansiosa, de carne amoratada, de piel tensa, de sangre bombeada presionando.

Y las siente con los ojos cerrados, casi temblando, enredando entre sus piernas, compitiendo por tomarla, apoyando las manos sobre las cabezas que se mueven, que se empujan, escuchando los chasquidos de los labios al perderla, las respiraciones agitadas, olvidando las gotas de sudor que corren por su pecho, el agobio espeso del aire que cuesta respirar, y se pierde en una contracción espasmódica del vientre, en un pálpito latente apresurado, y lo siente deslizar del interior a entre sus labios, restallar en el aire hasta el cabello rubio ceniza de Maite, hasta el cabello oscuro y corto de Doña Marga, hasta los labios carnales, los labios dibujados y fríos, las gargantas que tragan cuanto pueden, que pelean por beber a borbotones el esperma generoso que las riega, tirando con las manos de la polla que se alivia en chorretones menguantes, en agónicos chorretones.

- ¡¡¡Huuuuuu!!!!

Ríen y jadean excitadas, temblorosas. Maite se levanta, le levanta, tira con una mano de su polla, con la otra de la mano de Doña Marga que sonríe, y les lleva entre bromas a la sala, empujándole de espaldas al sofá, mirando hacia su sexo que se muestra abotargado, semierecto.

- A este caballero va a haber que hacerle algo para que se recupere, o nos dejará con la miel en los labios.

Guiña un ojo a Doña Marga que sonríe tímidamente humillando de nuevo la mirada de ese modo que le encanta, y se le acerca por la espalda abrazando la cintura, escondiéndole los labios en el hueco entre el cuello y los hombros que se encojen al sentirlos, y desliza sobre el vientre las manos tan delgadas, con los dedos separados, descendiendo hasta esconderse debajo de la falda.

- ¿Te gusta así, cerdito?

- …

Juega a besarla desabrochando los botones del costado lentamente, haciéndola gemir, deslizando la tela hasta el suelo, descubriendo las caderas amplias, la abundancia carnal de los muslos, de las nalgas que se ciñen a su vientre mimosas, escondiendo las uñas pintadas bajo el elástico delgado de la braga color carne satinada.

- Siiii… Te gusta… No te toques, ni se te ocurra tocarte.

Y la vuelve con las manos manejándola. Doña Marga se deja hacer zalamera, mimosa, con un mohín de niña buena, agradecida, y besa los labios que se ofrecen, y ayuda a Maite a descubrirse tan morena, tan oscura.

Frente a el las dos mujeres, las dos pieles oscuras lubricadas de calor y de ansiedad que se deslizan; los senos amplios y péndulos de Doña Clara hipnotizada por el roce de los breves senitos, apenas dos pezones abultados y esponjosos y una mínima prominencia que los porta. Frente a el la cintura diminuta, las manos que atraen tirando de las nalgas, que aprietan, los dos cuerpos tan distintos que se ciñen, que se cimbrean persiguiéndose; los labios que se buscan, que se rehuyen a veces, que se pierden entre senos, entre brazos, entre vientres.

Se deslizan hasta el suelo. Casi se dejan caer tan levemente que parecen carecer de peso que las estorbe, y se enredan en abrazos, se entretejen componiendo un dibujo que evoluciona sin quiebros. Maite juega a seducir, juega a rendir a su amiga a caricias, a besos que recorren cada vello, cada pliegue de la piel de terciopelo; juega a estremecerla a mordiscos leves, a roces de dientes que arañan. Sus labios dibujan la piel salada, juguetean con los dedos de los pies; ascienden por los tobillos dibujan surcos de caracoles en los muslos esquivando el pubis hacia el vientre, hacia los senos que alborotan.

Y Pablo ve sus nalgas desde atrás, ve sus muslos, su silueta enmarcada entre los otros más robustos de Doña Marga que gime apoyándose en los codos, contoneándose sensual bajo los besos que se van volviendo ansiosos, frenéticos, moviéndose hasta ponerse a su espalda de rodillas, magníficas ambas mirándole a los ojos, jugando con los dedos entre la espesa pelambrera del sexo oscuro, chapoteando entre los muslos.

- ¿Te gusta, cerdito?

- …

- ¿Quieres su culo?

- …

- ¿No es eso lo que esperas?

Y los dedos que separan los labios brillantes, que se entierran entre ellos separándolos, que se mojan y recorren lentamente la línea delgada y rugosa hasta la oscura promesa entre las nalgas, que se clavan entre ellas provocando un gritito entre gemidos entrecortados y hondos, entre gemidos inquisitivos, imperativos gemidos, suplicantes y tórridos gemidos invitadores, ansiosos.

- Vamos, cerdito… ¿No lo quieres? Vamos, tómalo…

- Por favor, por favor…

Pablo contempla la escena con los ojos desorbitados, con la respiración desacompasada, con un ahogo en el pecho y una incredulidad que niega la evidente invitación. Paralizado, su mirada se pierde entre los muslos amplios, entre los pliegues del vientre, entre la oscura mata velluda del sexo tan abierto, tan rosado y tan brillante, entre las nalgas generosas que encierran los dedos que se mueven, entre los ojos entornados, de Doña Marga que gime, entre sus labios entreabiertos que suspiran, que llaman, que casi suplican, y se deja conducir por un encanto de cantos de sirenas, de maduras sirenas sensuales de senos amplios que se ondulan cómo flanes, de senos breves y erectos que soportan el peso del deseo tembloroso, y se acerca despacio, cómo si aún dudara de sus sentidos, cómo si no pudiera creer la imposible aventura que le envuelve, y la mano de Maite, con un cuidado amoroso, con la delicadeza exquisita de un hada, conduce su sexo de nuevo embrutecido hasta la estrecha abertura.

- Así, cerdito, con cuidado, con cuidado…

Y siente la resistencia, escucha los quejidos ahogados, los quejidos amorosos y entregados mientras se desliza dentro, los leves quejidos desde el rostro contraído de dolor y de placer. Los dedos de Maite continúan escarbando entre el sexo de su amiga, juguetean, juegan a esconderse, a desvelarse acariciando el extremo brillante entre pliegues de piel sonrosada y rugosa.

- Despacio, cerdito, despacio…

Y empuja hasta sentir la carne tierna y abundante de las nalgas en el pubis, y comienza en un crescendo lento y amoroso a golpearlas sujetando con las manos las rodillas levantadas, sin poder apartar la vista de los senos bamboleantes, de la mano de Maite que los acaricia, del brillo febril de la mirada de Doña Marga que se ahoga, que brilla, que suda y huele dulce, que se alza sobre los muslos para dejarse caer nuevamente una y otra vez, casi chillando. Y empuja más deprisa, mucho más deprisa al sentir que ella misma incrementa el ritmo del movimiento automático de su pelvis, que los dedos de Maite la penetran cada vez más violentamente mientras la palma presiona el monte que se eleva deprisa, más deprisa, estrangulándole, haciéndole sentir la presión imperiosa del deseo, el ritmo trepidante del deseo, el ritmo exigente, violento del deseo que estalla en un temblor, en una contracción arrítmica y convulsa, y siente que en su propio rostro se dibuja la tensión del final que se avecina.

- Vamos, cerdito, sácala ahora, sácala…

Y obedece -no puede ser de otra manera- y se deja escapar a borbotones, salpicando a chorretones su esperma sobre el pecho tembloroso de Doña Marga que chilla, que se agarra a su polla desesperadamente con los ojos en blanco aprisionando la mano de Maite con los muslos, separándolos de pronto, quebrándose en convulsiones violentas que elevan su pelvis en repentina tensión de las piernas para después relajarlas dejándose caer entre quejidos, entre ahogos, entre hipidos ahogados.

Y se sienten decaer. Poco a poco se ablandan y se siente adormecido, y se deja caer mansamente sobre la carne amorosa y cálida de Doña Marga que le envuelve en un abrazo lento y cálido, y sus pieles se deslizan tan despacio, tan lúbricas y sudorosas que no parece existir más roce que el del aire cálido del verano, y el olor a perfume dulce, a deseo dulce, a sal y a aire espeso de deseo.

- ¿Y hasta cuando dices que no vuelven tus padres?

La voz de Maite, que tiene un brillo inquietante en la mirada y respira agitadamente, sugiere que la tarde no ha hecho nada más que comenzar.