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Yo estuve en la Fortaleza Blanca de Darhabam

en Fantasías Eróticas

Mi pueblo vive en paz cultivando la tierra y cuidando los caballos blancos de las Damas de la Fortaleza Blanca de Darhabám. Mi pueblo vigila el desfiladero y ellas cuidan de nosotros.

Tendrías que verlo, viajero, tendrías que ver las fértiles llanuras de nuestro valle de Pashnür, siempre verdes y llanas, protegidas por la Cordillera coronada por la Fortaleza Blanca allá a lo lejos.

Las Damas apenas quieren nada a cambio, y nuestras vidas son cómodas y sencillas: cuidamos de los caballos, aunque solo tres los montan (un niño, un joven y un viejo que los doman); hacemos guardia en las torres que dominan el desfiladero y encendemos las hogueras cuando alguno cómo tu lo cruza para que ellas desciendan desde la Fortaleza en sus bestias y le maten –ya verás más adelante, tras aquel recodo el lugar donde se apiñan las calaveras de quienes se atreven a intentar alcanzar Pashnür- ; cultivamos nuestros huertos y campos, y apacentamos el ganado, y con ello hay comida suficiente para todos; y una vez al año, cuando cesan las lluvias de la primavera, enviamos a diez, a los diez mejores de entre nosotros, y después vuelven con los niños y penan el resto de su vida por no volver a verlas.

No, viajero, no tengas miedo, ya no importa el miedo que puedas tener, por que vas a morir en cualquier caso, ya no hay vuelta atrás. No importa si mueres aquí o más adelante. Tu vida ha terminado, y ya solo tienes tiempo de escuchar mi historia y de verlas antes del final, cuando desciendan galopando cómo si flotaran en sus caballos blancos, cruzando veredas y pasos que incluso caminando asustan.

Yo también voy a morir. No debí llegar aquí, y las hogueras están encendidas. Los hijos de mi pueblo no podemos abandonar el Valle. Yo no quiero abandonarlo en realidad. Solo quiero morir, por eso he venido. Ya no quiero vivir sabiendo que no volvería a verlas; por eso he venido: las veré una vez más y moriré bajo el corte de sus espadas de acero.

Pero no te esfuerces. Ya da lo mismo. Siéntate y te contaré la historia que será causa de tu muerte, y te hablaré del lugar que tus ojos nunca alcanzarán a ver.

Yo estuve en la Fortaleza Blanca de Darhabam. De entre todos los que aquel año nos hicimos hombres solo diez podían ser elegidos, solo los diez mejores, y yo fui uno de ellos.

Al amanecer del primer día tras las lluvias salimos a los prados de hierba blanca de Lasana, al norte, donde comienza el camino que ascienda hasta la fortaleza. Éramos cuarenta, los cuarenta que aquel año cumplíamos dieciséis veces. Caminamos nerviosos, bromeando y riendo para engañar a nuestro miedo.

Ninguno habíamos estado antes allí. Nadie va allí, cómo no sean los pastores de caballos en busca de algún animal, y siempre vuelven en cuanto pueden. Allí solo puede irse cuando llega tu momento, solo una vez en la vida. Encontramos con facilidad la explanada rectangular de roca blanca pulida, rodeada por dos hileras de enormes pilares bancos, y esperamos.

No tardó en aparecer, vestida con la túnica blanca atada en los tobillos de montar, y envuelta por la enorme capa negra entre cuyos pliegues se adivinaba el brillo helador de sus ojos. Cuando escuchamos el trote de su caballo formamos en cuatro filas separadas por tres veces el largo de los brazos extendidos, cómo nos habían dicho en el pueblo, y esperamos.

Apenas se detuvo un instante en el pórtico, nos miró mientras la bestia blanca pifiaba, resoplaba y pateaba el suelo con los cascos, y atravesó las entrefilas a galope, golpeándonos a diez, ni uno más ni uno menos, solo a diez de entre nosotros, con la fusta en las cabezas para después volver sobre sus pasos sin decir ni una palabra. Aquellos a quienes no había escogido lloraban cuando volvíamos al pueblo.

Por la noche celebramos una fiesta. Nos lavaron los cuerpos con aceites perfumados de azahar, nos cubrieron con las túnicas naranjas de subir a la fortaleza, y bebieron mientras nosotros reíamos sentados en el centro de la plaza, y todos se acercaban para golpearnos en los hombros y aconsejarnos sobre lo que debíamos hacer, las precauciones que debíamos tomar para no ofender a las Damas.

Al amanecer del segundo día emprendimos el camino. La ascensión era lenta y fatigosa, y a medida que subíamos parecía que faltaba el aire, cómo si careciera de consistencia suficiente para llenarnos los pulmones. Atravesábamos veredas estrechísimas que bordeaban farallones inmensos de roca, delgadas pasarelas de piedra tallada dibujando arcos graciosos y leves sobre gargantas escarpadas a través de las cuales el agua se despeñaba dibujando arco iris entre nubes de espuma de agua pulverizada, rellanos amplios enlosados…

Cada vez hacía más frío. Podía ver cómo los labios de mis compañeros se amorataban, y nos costaba seguir bromeando. Solo la esperanza de vivir las aventuras que tantas y tantas veces habíamos escuchado contar alrededor del fuego por las noches nos proporcionaba el ánimo necesario para seguir avanzando.

Empezaba a anochecer cuando alcanzamos la inmensa puerta de madera negra tachonada que franqueaba la entrada a la Fortaleza. Nunca había visto nada igual. Los muros de piedra blanca, tan pulida que brillaba cómo la nieve conformaban una mole inmensa, quizás de treinta o de cuarenta metros de altura. A través del portón hubieran podido entrar con holgura dos o tres de los edificios más grandes del pueblo, y en el patio, interponiéndose entre nosotros y el Palacio, formaba un ejército de Damas a caballo, inmóviles cómo estatuas, serenas, de una belleza indescriptible.

Nunca habrás visto cosa igual, viajero. Las damas no son como nosotros. También tienen nuestra piel oscura, los labios gruesos y el cabello crespo, no liso cómo el tuyo, si no rizado, cómo el mío, pero largo, muy largo, recogido en cientos y cientos de trenzas entretejidas con cintas y cuentas de colores. Son más delgadas, parecen frágiles, y en el pecho les nacen dos bultos carnosos y blandos que tiemblan cuando se mueven dibujando ondas, cómo el agua los días calmos del verano, cuando apenas sopla la brisa y el aire se espesa. No iban cubiertas, cómo la que vino a escogernos, o cómo las que a veces vemos a lo lejos descender cómo centellas hacia el desfiladero en hileras, rápidas y armadas, no. Apenas se cubrían con collares de cuentas de cristales de colores, con pulseras de bronce y de plata, y no tenían sexo. Si, ya se que te costará creerlo, pero sus pubis aparecían lisos, cubiertos apenas por vello, sin sexo.

Cuando cruzamos las puertas, otras que caminaban, vestidas de la misma extraña manera, las cerraron a nuestra espalda, y las que cabalgaban abrieron un pasillo ante nosotros que nos conducía a la entrada del palacio. Este no tenía puertas, tan solo un espacio amplio al frente, cuyo techado sostenían docenas de columnas blancas. Todas las construcciones del palacio estaban realizadas en ese mismo material, y a nuestro alrededor fluían fuentes de aguas puras y cristalinas que lanzaban hacia el cielo delgados chorros de agua cada poco, que después se deslizaba lentamente.

No tardaron en acercársenos un grupo de veinte, quizás treinta de ellas, que nos rodearon entre risas. Sus voces eran agudas y claras, y hablaban casi cómo nosotros, de manera que apenas costaba entenderlas. Nos desnudaron deprisa entre bromas y nos hicieron meternos en una de las fuentes. Nos rodeaban sin parar de hablar y comenzaron a frotarnos con ungüentos que hacían espuma sobre las pieles desnudas. Se reían comentando lo sucios que habíamos llegado aquel año, o lo mejor o peor dotados que estábamos unos u otros.

Tendrías que haber escuchado sus voces, viajero. No puedes imaginas qué cantarinas sonaban, y con qué ligereza hablaban de las cosas de las que nunca, ni siquiera cuando nos encerramos en nuestras casas para desfogarnos unos a otros hablamos. Reían y hablaban con tanta dulzura, y sus labios se entreabrían mostrándonos hileras de dientes blancos cómo perlas, y sus manos se movían resbalando sobre nuestras pieles de tal modo, que no tardamos en tratar inútilmente de cubrir nuestros sexos con las manos, que ellas retiraban riendo aún con mayor alegría. Era como si aquella parte de nuestros cuerpos fuera la única que despertara realmente su interés.

Yo hubiera querido morirme, pero los ojos se me iban sin poder evitarlo detrás de los extraños bultos de sus pechos, de las caderas anchas, de las cinturas delgadas. Sus cuerpos parecían pensados para bailar, y costaba pensar en ellas cabalgando espada en mano sobre aquellas bestias blancas al combate; era como si aquellos seres tan distintos de nosotros lo fueran también de sí mismos.

Cuando decidieron que estábamos ya suficientemente limpios, y nuestras pollas (me permitirás que utilice términos menos sutiles para expresarme con mayor libertad) suficientemente erguidas, nos condujeron en un tropel de bromas y canciones hasta la entrada misma del palacio, que se abría directamente al salón más inmenso que hayas podido imaginar, iluminado por miles y miles de lámparas de aceite que reflejaban sus luces en las paredes de piedra, en los espejos que colgaban de ellas, en los collares que cubrían a cientos de Damas de todas las edades que se amontonaban alrededor del espacio central que se nos reservaba observándonos. Aquella sin duda era también una gran fiesta para ellas.

En la pared del fondo, sentada en un asiento y cubierta por una túnica de rayas de cientos de colores nunca vistos, se encontraba sobre una plataforma elevada a la que se accedía subiendo cuatro escalones, la que parecía la mayor de ellas. Su rostro parecía esculpido en obsidiana, sereno y sabio, de piel lisa y brillante, y sus ojos llameaban con un saber de siglos. Nos miró, levantó apenas una mano en un gesto imperceptible, y se hizo en la sala un silencio sepulcral.

Habéis venido, hijos nuestros, a repetir un año más el sacrificio, y os recibimos con la alegría de saberos dispuestos a pagar el precio que merece el cuidado que os dispensamos. Ved a vuestras madres, deseosas de tomar de vosotros lo que un día os dieron, a vuestras hermanas en quienes vais perpetuar la esencia de vuestro pueblo y del nuestro.

El resto de las asistentes entonaba en las pausas una letanía ininteligible que, terminado el recibimiento ritual, pareció ascender hasta el paroxismo y romperse en un griterío impresionante cuando hizo su entrada un grupo de jóvenes que debían ser de nuestra edad y parecían asustadas. Las habían vestido con túnicas blancas que ocultaban sus formas, y se alinearon frente a nosotros en tres filas de quince damitas cada una.

Dos de las damas mayores se acercaron a cada una. Una de ellas portaba un frasco de cristal delicado y precioso, y las demás iban despojando a las núbiles de sus túnicas, mostrando a nuestros ojos sus cuerpecillos delicados. Los bultos de estas, que después supimos que se llaman senos parecían más firmes, más erguidos que los de las demás, y los extremos más oscuros, los pezones (interrúmpeme si ves que empleo términos que desconoces, que yo te los explicaré) de muchas de ellas eran prominentes, abultados, de aspecto esponjoso. La de la jarra vertía lo que parecía ser un aceite transparente e incoloro, que llenaba la sala de un perfume delicioso, y las demás lo extendían lentamente sobre la piel de las jóvenes, que poco a poco adquiría un brillo delicioso.

A nuestra espalda habían comenzado a extender pieles de animales desconocidos, de gran suavidad y pelo largo, y nos obligaron a sentarnos sobre ellas. Las pequeñas damas, a medida que las otras las iban ungiendo, adquirían la expresión de entrar en trance. Sus pezones se hacían más prominentes aun, y cuando las manos se acercaban a las ingles, donde debería haber estado su sexo, separaban las piernas y se dejaban tocar. Poco a poco comenzaban a gemir, y a algunas se les ponían los ojos en blanco.

A medida que iban entrando en trance, las Damas que cuidaban de ellas las iban conduciendo hacia nosotros. Yo fui el primero. Me obligaron a tumbarme sobre las pieles. Mi polla se encontraba dura y brillante. Las Damas sujetaron a la joven por las piernas, una a cada lado, y esta se agarraba a sus cuellos dejándose traer. Pude ver espantado que donde debería haber estado su sexo había una monstruosa herida, y comprendí enseguida cómo había sucedido la brutal amputación. Fueron agachándose lentamente trayéndola sobre mí, y sin que llegara a comprender cuales eran sus intenciones, la depositaron sobre mi polla, que se introdujo en la herida engrasada de una sola vez. La muchacha gritaba cómo una posesa. A mi me parecía imposible que pudiera soportar tanto sufrimiento, pero parecía gustarle, y yo sentía una caricia cómo no había sentido nunca. Comenzó a moverse lentamente, gimiendo y suspirando, mientras las damas mordisqueaban su cuello y deslizaban las manos acariciándola entera, entreteniéndose especialmente en sus pezones. Ella chillaba a veces, y el ritmo de sus movimientos se hacía más intenso a cada momento. Pude ver que, a mi alrededor, mis hermanos se encontraban en la misma situación.

Hay, viajero! no puedes imaginar la suavidad que se siente, la dulzura de las caricias de aquella herida sedosa envolviéndote. La joven se movía finalmente cómo una loca, y respiraba profundamente entre quejidos. Se tensaba a veces, y parecía querer arrancarme el sexo con la presión de sus entrañas. No pude evitar regarla, y me sentí desfallecer. No hay comparación, viajero, con cuando tu mismo la sacudes, ni cuando lo hace otro hermano, ni siquiera cuando la pones en el culo de alguno después de beber en las fiestas. Aquello era distinto a todo. Mi polla palpitaba una vez tras otra, y la muchacha gritaba riendo a carcajadas.

A nuestro alrededor, las demás damas parecían haber enloquecido. Se amontonaban en grupos, en parejas, y se acariciaban chillando y riendo como posesas sin quitarnos los ojos de encima. Cuando una de aquellas muchachas era retirada con su herida goteando de nuestro esperma, chillaban y aplaudían. De cuando en cuando podíamos ver a alguna convulsionándose como poseída por un demonio mientras otra introducía un instrumento de cuero semejante a nuestros sexos. Algunas se azotaban, o se dejaban penetrar por las manos enteras de las otras resoplando, o se abrazaban entrelazando las piernas, revolcándose por el suelo.

Y aquello no terminaba nunca. De repente se llevaban a aquella y una de las damas, con sus labios, se empeñaba sobre mi sexo hasta obligarlo a enderezarse de nuevo, y entonces conducían hasta mí a otra de las jóvenes, y volvía a repetirse el ritual, que cada vez duraba más tiempo.

Cuando llegó la quinta, pues algunos de mis hermanos fueron más lentos que yo y ninguna quería esperar, mis energías estaban ya muy menguadas, de modo que tardé una eternidad en cumplir con el que parecía ser mi deber. Aquella criatura gemía convulsionándose cada cierto tiempo, y a veces caía desfallecida sobre mi pecho, pero las damas la obligaban a continuar moviéndose sin detenerse azotando sus nalgas pequeñas y firmes, y nuevamente retomaba su bailoteo y volvía a gimotear, a acelerarse hasta que al fin pude dejar en ella mis fluidos.

Cuando todas ellas habían recibido en su seno nuestra esencia, nos condujeron en tropel a otra sala menor, que debía ser nuestra estancia durante la luna que pasáramos allí. No imaginas, amigo, qué derroche de riqueza. De las paredes colgaban tapices inmensos, tejidos en hilos tan delicados, y con nudos tan perfectos, que apenas se distinguía relieve en ellos. Representaban escenas de guerra, y otras donde se veía a hermanos míos repitiendo de mil y una maneras las mismas ceremonias que acabábamos de vivir. Tampoco se veía el suelo, cubierto por alfombras, y por todas partes había montones de almohadas de plumas de todos los tamaños y colores, y fuentes enormes de comidas sazonadas de tal modo que probarlas resultaba un privilegio extraordinario, y jarras de vinos dulces, templados y especiados, que nos servían con mucho comedimiento, y que tenían el don de reconfortarle a uno de tal forma que en poco tiempo nos encontrábamos cómo si no hubiéramos sufrido la fatigosa ascensión hasta la Fortaleza, que ya quedaba a lo lejos, cómo un recuerdo de un tiempo perdido en el tiempo, y como si no hubiéramos donado cada uno tres o cuatro veces nuestros flujos.

Mientras reponíamos nuestras fuerzas había a nuestro alrededor una calma deliciosa. Apenas unas pocas Damas nos servían sonriendo y en silencio. Sus ojos chisporroteaban de alegría al vernos comer y beber, y cuidaban de esponjar los almohadones y colocarlos de modo que estuviéramos más cómodos, nos ungían con aceites olorosos masajeando nuestros músculos, y nos acercaban uno tras otro todo tipo de deliciosos platos con carnes, frutas brillantes cómo el sol.

Cuando no quisimos comer mas nos dejaron descansar. No mucho tiempo, o al menos no me lo pareció, por que desde nuestra sala era imposible distinguir el día de la noche. Me pareció haber dado apenas una cabezada cuando sentí que sacudían mi hombro con mucha delicadeza, despertándome amorosamente, sin estridencias. De nuevo estábamos rodeados de Damas que reían y jugaban con nosotros, invitándonos a acompañarlas. Fuimos con ellas dejándonos arrastrar por el sonido encantador de sus voces sin apenas distinguir lo que decían en medio de aquella algarabía deliciosa. Créeme, viajero, si te digo que nunca en tu vida habrás oído sonidos más deliciosos, ni tu cuerpo habrá rozado pieles tan suaves, ni recibido caricias más delicadas.

Caminamos entre ellas recorriendo un laberinto inacabable de pasillos iluminados, ricamente engalanados con tapices y pequeños muebles de madera de tallas tan sutiles que parecían imposibles, hasta alcanzar una nueva sala inmensa en cuyo centro había un lago tallado en roca blanca, cómo todo, pulida y suave, en cuyas aguas transparentes y perfumadas se bañaban docenas de aquellas Damas, que se entregaban entre ellas a un juego de caricias y gemidos.

Todas se detuvieron al llegar, y parecieron ser felices por nuestra presencia, gritando y aplaudiendo entre risas muy alborozadas. Las jóvenes con quienes habíamos tenido trato a nuestra llegada no parecían estar, ni tampoco las mayores de entre ellas, y las demás nos llamaban invitándonos a sumergirnos con ellas en el agua.

Lo hicimos, claro ¿cómo haber negado nada que quisieran aquellos seres deliciosos? El agua era templada, y apenas nos cubría hasta los muslos, y aquí y allá emergían una especie de bancos de muchos tamaños diferentes, donde las Damas se acomodaban con los pies sumergidos, o tumbadas se dejaban acariciar por el agua.

Cuando entramos descendiendo las escalinatas nos rodearon al instante. Eran docenas, probablemente cientos de ellas, que pugnaban por tocarnos, por besarnos, invitándonos a que nosotros mismos acariciáramos sus cuerpos. Tímidamente acerqué mi mano a una de aquellas protuberancias y apenas la presioné. La Dama pareció sentirse feliz con mi caricia. Era tierna, y suave, y el pezón, ya sabes, el extremo oscuro que te mencioné antes, que es cómo el nuestro pero más prominente, pareció endurecerse, y el aura oscura como la noche que lo rodeaba se cubrió de pequeños granitos. Parecían enloquecer a nuestro alrededor, y apenas de cuando en cuando podía ver a alguno de mis hermanos nadando entre cuerpos de Damas que, como a mi, le rodeaban. Apenas conseguía mantenerme en pie, y terminé medio cayéndome en uno de los bancos. Varias de ellas peleaban por llevarse a los labios mi sexo, que se encontraba endurecido, excitado al contacto con aquellas pieles delicadas. Lo engullían hasta donde podían con glotonería; lo cubrían de aceites perfumados y lo frotaban con sus manos haciéndome sentir en el cielo, mientras otras ponían sus senos en mis labios obligándome a chuparlos, o conducían mis manos a la extraña hendidura entre sus piernas, celebrando con grandes aspavientos y gemidos cuando acertaba en medio de aquella confusión a deslizar alguno de mis dedos dentro, o podía entretenerme presionándola.

Las que no alcanzaban a rodearnos se entregaban entre sí a las mismas caricias, se lamían y hurgaban entre las piernas de las otras hasta que sus rostros se contraían en una mueca que no era exactamente de dolor y temblaban convulsas, gimiendo, algunas veces gritando, y se besaban los labios mordiéndose a veces, pellizcándose entre grandes gestos de placer.

El espectáculo era, viajero, lo más excitante que habrás podido encontrar en tu camino, y apenas soporté un instante la presión de sus caricias antes de volver a verter mi fuente entre los labios de la que en aquel momento se empeñaba en tragarse hasta la garganta mi sexo enloquecido. Me derramaba a borbotones, asombrado de poder repetirlo, y las demás pugnaban con ella agarrándolo, tratando de beber lo que manaba, y salpicaba sus caras, que se cubrían de gotas blanquecinas contrastando con el color oscuro tan bello de sus rostros.

A veces, una Dama cubierta por una túnica que velaba hasta su rostro, entraba en el agua con una jarra llena de aquel vino caliente y especiado, y todas le dejaban paso hasta nosotros, y nos servía una copa más que parecía recomponer las energías gastadas. Al retirarse todas volvían a nuestro alrededor y se ocupaban de endulzar nuestras vidas con sus atenciones.

No puedes imaginar, viajero, las escenas que pude contemplar mientras me ahogaban en sus besos. No sabes a qué prácticas se entregaban, ni qué cosas nos hacían. Durante un tiempo que pudo ser a la vez un instante y una eternidad, mi polla creció cien veces, estuvo en el interior de cien de aquellas, regó las entrañas de un sin fin de delicadísimas bellezas que bailaban sobre mi. Pude ver a grupos de deidades que sujetaban a una por la fuerza mientras otra la sometía a caricias de tal intensidad que chillaba y se convulsionaba tratando de escapar, tal era su placer que su cuerpo no podía soportarlo, y las otras, sin ceder a sus súplicas, continuaban frotando su hendidura con los dedos hasta hacerla llorar ahogándose en holeadas tan grandes de placer que bastaba contemplarla para que el esperma aflorara cómo una fuente.

Yo no se aquel vino qué tenía, ni qué extraña especia le dotaba de sus inconcebibles poderes, pero era el caso que nuestra fuerza parecía no agotarse, que una y otra vez expulsábamos caudales inacabables de esperma espesa y violenta, y una y otra vez bastaban unos tragos del brebaje para que la siguiente nos encontrara firmes esperándola. No se agotaba la fuerza, amigo, ni el deseo, y si así hubiera sido, habría bastado una de las cien visiones que encontrábamos a nuestro alrededor para enmendarlo.

Sentadas al borde del lago se encontraban con los pies sumergidos en el agua otras diferentes, que no se acercaban a nosotros. Aquellas tenían los vientres prominentes, y los senos enormes, coronados por pezones mayores y más oscuros que los de las demás. Se acariciaban mirándonos, o alguna de las otras se acogía entre sus piernas lamiéndolas, y todas las trataban con un cuidado exquisito, cómo creo que deben tratar a su reina las Damas. Hubiera querido acariciar sus vientres redondeados, pero a esas no podíamos acercarnos.

Jamás en mi vida vi, viajero, y se que nunca más volveré a ver nada como aquello. Nunca hube imaginado hasta ese día que hubiera podido la Diosa crear seres tan perfectos, tan capaces de dar y tomar placer como aquellas Damas de cinturas delgadas y caderas amplias. Tendrías que haberlas visto reflejando en las pieles oscuras y mojadas las luces de las lámparas que estallaban en el agua. Tendrías que haber apretado en tus dedos la carne temblorosa de sus senos de azabache, haberlas visto contonearse envolviendo nuestros sexos en su interior, que haber sentido clavarse en tus ojos sus miradas mientras sus labios engullían hasta atragantarse nuestras pollas. No puedes ni siquiera soñar con algo así, por que supera, amigo mío, toda la capacidad que tengas de imaginar.

Después de una eternidad nadando entre sus cuerpos, los nuestros llegaron al punto en que ni siquiera el vino podía ya ayudarnos. Apenas recuerdo que todo se hizo oscuro, y tengo la vaga sensación, que bien podría haber soñado, de ser conducido en volandas hasta un lecho hecho de almohadas y dejado cubierto de sedas descansando.

Me desperté embotado y confuso. Dos de mis hermanos lo habían hecho ya antes, y hablaban y reían entre ellos comiendo y bebiendo de aquel vino que nunca faltaba a nuestro alrededor. Unas pocas de las más jóvenes Damas estaban allí para atendernos. Nos alimentaron y lavaron, y pusieron en nuestros tobillos y muñecas gruesos anillos de oro, y collares de cristal en nuestros cuellos. Nos ungieron de nuevo y, así vestidos, nos condujeron a través de una nueva maraña de pasillos tortuosos hasta una nueva sala, esta aún más grande que las otras, a cuyo alrededor se encontraba, expectante y silenciosa, la misma masa enorme de bellezas, cientos y cientos de Damas ataviadas tan solo con sus collares y adornos, sentadas sobre escaños que formaban una especie de teatro.

El centro de la sala lo constituía un cuadro de treinta por treinta pasos donde habían, como dejados al azar, un par de mesas de diferentes tamaños, varios almohadones y algunos adminículos cuyo uso no comprendí entonces. Por primera vez sentíamos el silencio a nuestro alrededor, y solo cuando dos Damas mayores condujeron hacia el escenario donde nos encontrábamos a una joven con las muñecas atadas se pudo escuchar un murmullo de impaciencia. Le ofrecieron una copa que se negaba a beber, pero pudieron forzarla a hacerlo, y se retiraron a los bordes dejándonos allí a los diez hermanos, y a la pobre muchacha tirada en el suelo con los ojos abiertos de espanto, mirándonos.

No se cuanto tiempo pasaría de este modo. Parecía drogada, iba extraviando poco a poco la mirada, y sus movimientos se hacían inesperados y caprichosos, cómo lo era su expresión, que por momentos pasaba del espanto a la tristeza, y de esta a la risa histérica. De cuando en cuando una de las damas se acercaba a ella, miraba sus ojos fijamente, y le azuzaba pinchándole en las nalgas con una caña cortada en punta. Ella se retraía entonces, o se aovillaba en el suelo aterrorizada. Parecía presentir un sacrificio.

La muchacha era muy bella. Sus senos, que no eran de los mayores que podíamos ver a nuestro alrededor, si se mostraban firmes, coronados por pezones voluminosos, cómo los que habíamos visto en las núbiles la primera noche. Sus nalgas redondeadas y prominentes eran la culminación precisa de las caderas delgadas donde moría su cintura estrecha. Era de buena estatura, mayor que todas las Damas y que nosotros mismos, y delgada. Tenía la piel muy negra, de reflejos azulados, y no parecía de la misma especie que el resto de las Damas. Le habían cortado el cabello y afeitado la cabeza y el pubis, y los ojos enormes, cómo faros en medio de la noche oscura de su rostro, nos miraban con una mezcla de espanto y de sorpresa que le conferían, junto con las ataduras de sus muñecas, el aire de una fiera atrapada en una trampa.

Cuando, después de varias comprobaciones con la caña, consideraron que la droga había hecho su efecto, cuatro de las Damas se acercaron a ella y comenzaron a ungirla de aceite, haciendo destacar aún más el brillo negro de su piel. La muchacha se resistía gritando palabras ininteligibles para nosotros, e incluso trataba de morderlas. Hicieron caso omiso de sus quejas, y continuaron aceitándola unas mientras las demás la sujetaban, cuidando especialmente de acariciar una y otra vez su herida, cuyos labios parecían inflamarse y se separaban permitiéndonos contemplar la piel extrañamente sonrosada en su interior, que contrastaba vivamente con el resto. Le dieron a beber un nuevo vaso del mismo brebaje oscuro y continuaron sus caricias hasta que cesó su resistencia. Nos miraban mientras lo hacían, sonriendo al comprobar el efecto que la escena causaba en nosotros. Yo me sentía enloquecido viendo a aquella salvaje criatura retorcerse chillando entre los brazos de las damas. A veces parecía recobrar parte del sentido y amagaba con resistirse, pero eran apenas lapsos inapreciables. Cuando consideraron que estaba preparada la dejaron retorciéndose en el suelo, con las piernas muy separadas y chillándo de un modo que parecía exigir que siguieran, cómo si hubiesen despertado en ella un furor imposible de saciar.

Nos indicaron que nos acercáramos a ella y lo hicimos. Fue cómo si de repente reparara en nuestra presencia y sintiera un impulso irracional. Se incorporó trabajosamente hasta quedarse de rodillas y avanzó hacia mí trastabillando, cayendo sobre las manos atadas hasta alcanzarme, y se abalanzó con su boca sobre mi sexo con verdadero ansia, cómo si quisiera engullirme entero. Algunas de las damas azuzaban a mis hermanos con cañas similares a las que habían usado con ella para que se acercaran, y no tardamos en rodearla todos, pugnando por penetrar sus labios con furia, hasta ahogarla a veces. Algunos de los nuestros, que habían aprendido ya sobre lo que gustaba a las Damas, comenzaron a pellizcar sus pezones, a acariciar entre sus piernas, y la extraña criatura parecía enloquecer aún más, y chupaba con más fuerza, y movía violentamente la pelvis culeando enfebrecida.

No tardé en derramarme en su garganta. Parecía querer beber hasta la última gota, pero mis hermanos la atraían hacia si y mi esperma resbalaba por su cara hasta los pechos. Uno de ellos cayó al suelo en la pelea, y ella se abalanzó sobre su polla cómo una posesa introduciéndosela de un solo golpe. Todos parecíamos hipnotizados por el deseo animal de aquella criatura, y nos comportábamos de un modo que nunca hubiéramos osado con una de las otras damas. Otro penetró entre sus nalgas expuestas, y gritó cómo una loca tratando de zafarse, pero su resistencia chocaba con nuestra excitación salvaje. Mi hermano le pegaba, azotaba sus nalgas y sus piernas tratando de domarla, y ella chillaba más, hasta que yo mismo volví a poner la mía entre sus labios sujetando la cabeza con las manos y empujando hasta ahogarla. Se debatía, pero al tiempo movía las caderas y gemía cuando la dejaba un momento respirar. Estallábamos en ella violentamente uno tras otro una y otra vez, la penetrábamos por cada agujero incansablemente. Rezumaba esperma, que resbalaba entre sus muslos, sobre sus mejillas, se deslizaba por sus senos. La estrujábamos. Llegó a ser cómo un pelele inerte que chillaba cuando volvíamos a tomarla, cuando la dejábamos encima de otro, o una vez más profanábamos su culo. A veces la dejábamos caída reponiéndonos por un instante, cómo desconcertados sin saber qué hacer, y las Damas volvían a darnos de beber aquel vino perfumado, y ella misma se arrastraba hacia nosotros provocándonos, y volvíamos a ella, volvíamos a cubrirla una vez más, a azotarla. Gimoteaba sordamente, y se dejaba llevar sin resistencia. A veces incluso parecía sacar fuerzas de flaqueza y volvía a obsequiarnos con unos cuantos movimientos sincopados de su pelvis.

Las Damas no se perdían detalle de la escena, que parecía excitarlas hasta el paroxismo. Gritaban animándonos, y se entregaban a sus extrañas prácticas creando un ambiente brutal con sus gemidos. Algunas de ellas se acercaban a veces, cuando la salvaje parecía quedarse cómo muerta, y pinchaban con las cañas en sus senos, o azotaban con las palmas de las manos entre sus piernas abiertas despertándola, y todo volvía a comenzar otra vez. Venía a nosotros con las escasas fuerzas que podía reunir, cómo si en su agonía siguiera latiendo un deseo que llegaba más allá de la resistencia de su cuerpo, y volvía a hacer ademán de subirse a quién más cercano se encontrase, y nosotros volvíamos enfebrecidos a tomarla cada vez más débil, exangüe, clavando nuestros sexos en su herida, en su culo, en su garganta. Su piel estaba cruzada de arañazos ligeramente inflamados, de pequeñas heridas allí donde le habían pinchado que sangraban, y sobre ella se dibujaban blanquecinos los regueros secos de esperma, los chorros aún húmedos que se deslizaban.

Terminó quedando cómo muerta en el suelo. Parecía descoyuntada, con las piernas separadas en una postura absurda, la cabeza caída hacia un lado, los ojos en blanco, y las manos atadas en la espalda forzando un violento escorzo de su cuerpo. Cuando fue evidente que ya no podría hacer más, las damas interrumpieron sus juegos y estallaron en un clamor de vítores entonando canciones de guerra a voz en grito y riendo a carcajadas. Volvieron a conducirnos a nuestra sala en un tropel de abrazos y felicitaciones y nos dejaron descansar de nuevo.

Mientras dormía me preguntaba cuanto tiempo habría pasado. Por lo que yo sabía, amigo viajero, sin ver la luz del sol y bebiendo sin cesar el vino oscuro, podían haber sido horas, o estar a punto de terminar la luna y expulsarnos. Y en estos pensamientos me sorprendió el sueño.

No sabes, viajero, las cosas que pude ver. No sabes la eternidad que duraron aquellos veintiocho soles. No puedes imaginarlo. Las Damas inventaban una vez tras otra nuevos modos de obligarnos a entregarles nuestro esperma. El vino no cesaba de correr, y aquello no terminaba nunca. Bebimos y comimos, y debimos cubrir a cada una de las cientos de ellas que nos rodeaban a todas horas. A las jóvenes y a las viejas, a las jóvenes, cuyos senos se mostraban desafiantemente firmes frente a nosotros, y también a las que los tenían colgando ya caídos. Solo aquellas que tenían los vientres hinchados se apartaron de nosotros. Y las que no estaban siendo irrigadas por los hermanos se daban a sus ritos extraños y excitantes.

No lo imaginas. Pude ver a la Reina azotando a una muchacha hasta el desmayo, y la pobre parecía disfrutar de sus azotes y gemía. Pude ver a Damas que enloquecían lamidas por sus hermanas, a niñas penetrando con sus manos las dos vías de otra de ellas. Pude ver a quienes sujetaban de sus cuerpos con correas enormes penes con los que desgarraban los culos de las núbiles que lloraban y gritaban mientras otras empujaban sus caras hasta frotarlas chillando sobre sus heridas abiertas.

Mi sexo fue engullido por cientos de aquellos seres extraños y angelicales, capaces de pasar de la dulzura sublime al más abyecto castigo. Las vi torturar a otras muchachas de pieles azuladas y cabezas afeitadas hasta la muerte. Desgarrarlas con enormes instrumentos granudos y rugosos, azotarlas hasta la extenuación. Y las vi también acariciarse con una dulzura tal que nunca hube conocido antes ni después, besándose los labios y los ojos entre lágrimas de amor. Las vi beber sin medida hasta embriagarse cómo locas y orinarse unas a otras entre risas. Y penetré a Damas voluminosas, cuyos pliegues cedían a la presión de mis manos cómo la masa de hacer pan; y desgarré los culos de otras tan delgadas y huesudas que parecían ir a partirse cuando entraba. Bebí, comí, y mi polla fue estrujada, acariciada, absorbida una vez tras otras, centenares de veces, y cada vez era capaz de volver a lanzar mis andanadas calientes sobre ellas, dentro de ellas.

Los días pasaron sin cuento, sin distinción entre unos y otros, interrumpidos apenas por momentos de sueño que intuyo que fueron breves, en una vorágine imposible de concebir. Y sin embargo no sufrí. Ni un solo momento nada de lo que vi inspiró en mi nada que no fuera una profunda excitación, un deseo insaciable de más y más. Y cuando azoté a una joven, hubiera querido ahogarla con mis manos y sentirla morir entre estertores con mi polla clavada en sus entrañas. Y cuando sentí los labios de otra rodeándola al tiempo que bebía entre las piernas de cualquiera cuya cara quizás ni llegué a ver, hubiera querido empujarla con mis manos, ser yo entero quien se introdujera en su garganta. Y cuando tuve entre mis dedos los senos tiernos de otra, hubiera querido apretarlos hasta hacerlos estallar. Nada, viajero, nada de lo que vi o hice me pareció suficiente para saciarme, y cuando, al terminar la luna de nuestra vida, nos condujeron a las puertas de la Fortaleza Blanca, y la luz del sol me hirió en los ojos cómo si se me clavara, sentí que me robaban lo más preciado que tenía.

Los niños estaban allí, en silencio, mirándonos extrañados. Eran veintitrés aquel año, una buena cosecha de muchachos. Pasamos un buen rato acostumbrándonos a la luz antes de poder emprender el regreso a nuestro valle y caminamos en silencio recorriendo cuesta abajo las veredas estrechas, los vericuetos que debían conducirnos de vuelta a nuestras vidas, que ya nunca más reconoceríamos. Solo llegamos nueve. Uno de mis hermanos, incapaz de soportar la pena, se arrojó por un cortado y se libró para siempre de la soledad enorme de perderlas.

Abajo nos esperaban con una gran fiesta. Los hermanos que habían conocido otros años la tristeza de volver nos miraban con una nube de lástima en los ojos; aquellos que no fueron elegidos reían, y abrazaban a los niños nuevos, que no parecían entender quienes eran aquellos seres extraños que les recibían como hijos; los muchachos más jóvenes, aquellos que en futuros años subirían a la explanada esperando estar entre los privilegiados que subieran a la Fortaleza, nos interrogaban sin cesar, bebían ansiosamente cada frase que lograban arrancarnos.

Pero la comida era insípida, y las voces roncas de los hermanos resonaban como un insulto en mis oídos, y el vino sabía ácido y estaba frío, y los torpes tirones que todos querían dar a nuestros sexos para atraerse la suerte dolían, y las torpes caricias de los muchachos en nuestras pollas eran incapaces siquiera de hacerlas levantarse, y teníamos la pesada sensación de que el resto de nuestras vidas serían grises, tristes y grises, y sentíamos un ahogo que no terminaba nunca, unas ganas enormes de llorar.

Y así, viajero, en esa pena, he vivido cuatro cosechas desde entonces, y he visto llegar las nieves a la cordillera cuatro veces, y florecer cuatro veces los prados, y parir cuatro veces el ganado, y nada ha sucedido en esos cuatro ciclos que haya podido introducir en mi vida ni siquiera el deseo de volver a sonreír. Y es por eso que he venido, por que mi vida no vale nada desde entonces, por que ya tuve todo aquello que podía desear y ya solo me queda el afán de volver a verlas una vez, una sola vez más mientras muero bajo los cascos de sus caballos blancos, y ha querido la casualidad que pueda compartir contigo ese momento.

¿Escuchas cómo retumban entre las paredes del desfiladero? Ya vienen, viajero. No dejes de mirar a sus ojos cuando lleguen. No te prives de contemplar el cielo, aunque solo sea un segundo, y procura que su brillo sea la última imagen que te alumbre.