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Cajón de sastre

en Sexo con maduros

- Bah, venga, es una broma ¿no?

- Pues no, señorita, no lo es en absoluto, aunque puedo comprender su extrañeza. No obstante, cómo entiendo que parece precisar Usted de un tiempo de calma para reflexionar acerca del asunto, podemos hacer una cosa: tenga mi tarjeta, y no dude en ponerse en contacto conmigo si considera que nuestra oferta es razonable.

- De hecho, aun en el caso de que considerase Usted la posibilidad de aceptarla, pero entendiese las condiciones insuficientes, llámeme y las discutiremos.

Carmen se quedó desconcertada en medio del pasillo de la Escuela de Bellas Artes donde acababa de participar cómo modelo en una larga sesión de dibujo por la que había cobrado, cómo siempre por adelantado, aquellos 60 euros con que solía tapar los agujeros que a final de mes dejaba en sus cuentas su afición la ropa que, junto con el aura de misterio que le confería su condición de modelo de desnudo, le servían para mantenerse en el ranking de las alumnas más deseadas de la Facultad de Derecho.

Atravesó las avenidas inacabables de plátanos y castaños de Indias que comenzaban a mostrar el reverdecer de brotes que pronto desdibujarían las siluetas invernales de ramas retorcidas casi sin fijarse, dejándose acariciar por el viento todavía fresco de la mañana, y camino hasta Moncloa sin percatarse del estruendo de las hileras interminables de coches empeñados en su sinfonía eterna de afanes transeúntes, para sumergirse en la retícula geométrica de calles estrechas camino de Quevedo.

- ¡Vaya, por fin llega la Señora!

Sonia, su compañera de piso, recogía la cocina en una pausa del estudio. La radio atronaba el ático entero abierto de par en par, y la luz se colaba a raudales a través de los ventanales enormes dotando a aquel pequeño espacio coqueto y elegante de un aire perfecto de cosa nueva.

- Ni te imaginas lo que me ha pasado.

- Si, pues luego me lo cuentas, que ahora tenemos que hablar del alquiler. Ha venido la casera, y dice que cómo no le paguemos el mes esta semana nos pone de patitas en la calle.

- ¿Y qué le has dicho?

- Pues que no se preocupe, claro ¿qué iba a decirle?

- Si, pues cómo no tengas pelas tú… A mi me quedan 60 euros para terminar el mes…

- Ya estamos cómo siempre. Chica, yo mi parte la tengo, y aún podría poner otros 30 ó 40, pero es que no podemos estar siempre igual. Todavía me debes 50 del mes pasado, y llevas sin meter en la nevera ni un yogurt más de 15 días.

Sonia era su perfecta contraparte. Carmen solía decir que si algún día conseguía terminar la carrera sería gracias a ella. Le divertía verla enfadada en su papel de madraza poniendo orden en las vidas de las dos.

Desde que se conocieron gracias al cartel que encontró en el tablón de anuncios de la facultad ofreciendo "compartir ático muy cerca de la Facultad con otra chica responsable", parecía haberla adoptado. Se habían hecho inseparables, y era ella quién a veces lograba hacerle caer en la cuenta de que si se compraba esos zapatos no podría renovar la tarjeta de transporte, de que además de estar divina había que comer todos los días, de que no se podía ir a cenar a sitios caros las noches antes de los exámenes. Su única verdadera amiga desde que llegó a Madrid.

- Vas a tener que volver a llamar a tu papi.

- Pues va a pensar que es que me drogo…

La tarjeta en el bolsillo de la chaqueta de paño de delicada espiguilla gris tomó vida de repente, y el corazón pareció acelerársele al contemplar por primera vez seriamente la posibilidad de aceptar la oferta de aquella desconocida:

Pilar Nogal de Merindades

Escuela de Relaciones Interpersonales

- Bueno, venga, no te preocupes, que ya se nos ocurrirá algo ¿y eso tan raro que te ha pasado?

- Pues verás: he estado posando en Bellas Artes, cómo todas las semanas, y al salir se me ha acercado una señora elegantísima (tenías que haber visto qué abrigo) y me ha propuesto posar en una especie de escuela que dice que tiene.

- ¿De dibujo?

- No, qué va, de relaciones personales, o algo así.

- ¿De relaciones personales?

- Si, me ha contado que dan cursos de etiqueta, de técnicas de relación social, y de no se cuantas cosas más.

- ¿Y qué pinta en eso una modelo?

- Pues es que por lo visto mañana quieren empezar otro sobre seducción, y quiere tener poder ilustrar algunas de las lecciones sobre un cuerpo de verdad.

- ¡Huy qué raro suena eso!

- Pues si, la verdad es que si, pero el caso es que dice que me paga 200 euros por sesión.

- ¡¡¡200 eurazos!!! Uffff…

- Si, y dos veces por semana.

- Pues nos ponían en casa, pero…

- Si, ya se que no parece muy decente, pero el caso es que la señora inspira confianza, no se… Creo que voy a probar.

- Tu verás lo que haces.

- ¿Si quedo con ella me acompañarás?

- ¿Qué te acompañe?

- Porfa…

- No se por qué acabo haciéndote caso siempre. Venga, vale.

De modo que, tras una breve y cordial entrevista telefónica, quedó comprometido que Carmen comenzaría aquella misma tarde su trabajo, y que Sonia podría acompañarla y permanecer sentada en la sala mientras durase su actuación.

Y a las ocho, según lo acordado, estaban ambas llamando a la puerta de un caserón antiguo de aquellos que fueron quedándose atrapados entre rascacielos alrededor de la Castellana, rodeado de un altísima tapia blanca desde cuyas esquinas vigilaban ostentosamente varias cámaras de seguridad que batían la calle oscilando lentamente.

- Pasad, pasad, queridas.

Doña Pilar las esperaba elegantemente vestida. Fueron conducidas hasta ella por una doncella vestida a la antigua usanza que se retiró discretamente así que le hizo un gesto con la mano sin dirigírsela, cómo si no existiera.

- Puedes irte desnudando, cielo, y cuando termines, esperas a que te presente y pasas a la sala a través de esta cortina. Nuestros alumnos ya están esperando, de modo que, si te parece, iré comenzando mientras te preparas.

Sonia fue conducida de la mano por su anfitriona hasta una especie de teatrillo elegantemente amueblado; una coqueta sala de conciertos de unos cincuenta metros cuadrados en uno de cuyos rincones descansaban un gran piano de cola y un arpa dorada gigantesca. En el centro de la pared del fondo, justo delante de un enorme balcón modernista cuajado de volutas blancas y adornado por altísimos cortinones de terciopelo de color miel, se encontraba dispuesto un butacón sin brazos tapizado en seda clara que no desmerecía en absoluto con el conjunto de muebles que adornaban la habitación, ni con el delicado raso ambarino que tapizaba las paredes. Alrededor del sillón se habían dispuesto en semicírculo sillas y pequeños sillones románticos en número de quince o dieciséis, que se encontraban ocupados por un grupo heterogéneo de personas: había varios matrimonios y algunos hombres y mujeres solos (podía percibirlo en el modo más distante en que se trataban). Fue acomodada en una de las últimas butacas, entre una pareja muy elegantemente vestida, de unos cincuenta años, y uno de los caballeros, este algo más mayor, aunque apuesto y atildado.

- Queridos amigos -Doña Pilar se dirigía ya al pequeño auditorio con el tono elegante y amistoso de las personas de mundo- Nos encontramos por fin, a sugerencia de nuestro buen amigo Don Alfredo –El caballero canoso a la derecha de Sonia inclinó la cabeza sonriendo- para dar principio a nuestro nuevo curso titulado "La Seducción"…

Carmen podía escuchar sus palabras desde detrás de la pesada cortina; se había desnudado muy rápidamente y esperaba con nerviosismo el momento de ser presentada y atravesarla. Sabía que despertaría un rumor de admiración; siempre sucedía, y sentía ese nudo en la garganta en que solía manifestarse la contradicción entre el orgullo de su cuerpo magnífico, y la vergüenza de mostrarlo frente a un grupo de gente vestida que tendía a observarla con ese aire científico y aséptico tras el que solían ocultar su deseo los alumnos de la Escuela de Bellas Artes donde normalmente posaba.

-… de modo que, y dando por descontado que nuestros alumnos son personas más que capaces de establecer las bases de una relación interpersonal previa, lo cual nos ahorra entretenernos en las presentaciones y momentos previos al acto en sí del encuentro cortés, permítanme que pase a presentarles a Carmen, nuestra encantadora modelo.

La entrada en la sala le causó la misma sensación ambigua de cada vez, la agitación extrema disimulada. Doña Pilar, tomándolo su mano en alto, giraba a su alrededor obligándola a su vez a girar sobre sí misma ofreciendo a los espectadores la visión completa de sus senos amplios y firmes, coronados por dos pezoncillos sonrosados de aureolas casi imperceptibles; de sus nalgas apretadas, que remataban unos muslos infinitos cómo una coronación inevitable y armónica; de su pubis arreglado y discreto, con apenas un mínimo cepillo de vello oscuro y corto.

- Podrán observar, queridos, que hemos seleccionado a una modelo de excepcionales cualidades para ilustrar nuestras explicaciones. Carmen, acerca de cuyos atributos no creo necesario comentario alguno, nos permitirá comprobar el efecto de las enseñanzas que vamos a impartir.

En sus anteriores sesiones de posado nunca había tenido que escuchar apreciaciones acerca de lo que Doña Pilar había llamado sus "cualidades"; todo era más frío y aséptico. En aquel ambiente, sin embargo, parecía flotar un aire de sensualidad suspendida, un algo indefinible que le causaba al tiempo un extraño azoramiento y una excitación sutil que le turbaba.

- Comenzaremos nuestra lección iniciándoles a las primeras caricias de acercamiento, aquellas que deben poner los cimientos del deseo que permitirá sostener el galanteo. Y para ello nada mejor que…

El tono de su voz se hizo más suave, mas quedo, susurrante. Doña Pilar, situada a sus espaldas, apoyaba sus manos suavemente en sus caderas, y sus labios se acercaban a sus hombros apenas rozándolos. Podía sentir su aliento, la mínima vibración de sus palabras en la piel, que la encrespaba. No esperaba un contacto tan directo. Cuando había posado hasta entonces los espectadores se habían mantenido a una distancia prudencial, nunca había habido contacto con ellos.

- … nada mejor que la delicada caricia de la voz sobre los hombros desnudos de una dama. Observen si no la reacción de nuestra joven amiga: vean cómo se eriza su piel, cómo comienzan a endurecerse los pezones con apenas el roce.

Sonia observaba espantada. Tal y cómo Doña Pilar decía, podían percibirse con claridad las primeras señales de la excitación en su amiga. Incluso creía ver una especie de temblor en sus manos. Ella misma, ante el espectáculo de su incipiente deseo, sentía un hormigueo agradable que, sin embargo, le causaba la desazón del peligro.

- La base del cuello, la línea donde se une con los hombros, es un lugar donde tan solo resulta medianamente osado actuar, y puede, pese a ello, convertirse en la puerta a través de la cual acceder a los más hondos abismos del deseo. Acérquese, don Pablo, y compruébelo por sí mismo.

Don Pablo, un elegante caballero de sienes plateadas y algo más de cincuenta años, se incorporó al instante al escenario tomando el puesto de Doña Pilar, que sonreía invitándole a imitar sus anteriores caricias. Carmen pudo sentir el tacto menos delicado de sus manos en las caderas, y el roce de los labios en el lugar donde Doña Pilar había recomendado besar. Sentía temblarle las piernas.

- Intensifique ahora la caricia, querido, muerda ligeramente la piel, rócela con los dientes, hágala sentir la fuerza de los dedos.

Le fue imposible resistir sin temblar abiertamente la acentuación de las caricias. El contacto húmedo de los labios sobre la piel tan sensible, la presión de los dedos sobre sus caderas, la excitación del momento, la sensación extraña de indefensión que creaba en ella la voz de la maestra, todo contribuía a hacerla sentir perdida y excitada. Escuchaba sus palabras cómo a lo lejos, cómo si una cortina invisible la separara del resto del mundo no permitiéndole sentir más que la caricia.

- Siéntese, jovencita, no vaya Usted a caérsenos.

Dona Pilar reía amablemente, y sus palabras tuvieron la virtud de devolver a Carmen a la realidad: había cerrado los ojos y dejado caer su cabeza atrás; las piernas le temblaban y un suspiro se le había escapado de entre los labios. Tomó asiento en el butacón sin brazos que le señalaban y permaneció con las mejillas encendidas esperando sin comprender por qué la continuación de la clase. Algo en su interior insistía en que no debía estar allí, le impelía a marcharse, pero su cuerpo parecía responder a una voluntad más imperiosa negándose a obedecerla. En cierto modo disfrutaba de la extraña conciencia de ser observada mientras experimentaba sensaciones que nunca antes se había planteado mostrar en público.

Sonia estaba asombrada. Aquello superaba con creces las expectativas que se había formado: su amiga estaba frente a ella, sentada sobre un sillón desmadejada, evidentemente excitada frente a un grupo de desconocidos mucho mayores que ella, que observaban cómo era acariciada por otros mostrando signos claros de deseo. La mujer que se sentaba a su derecha acariciaba abiertamente el bulto heroico que se había formado bajo el pantalón de su acompañante, y el vecino solitario de la izquierda miraba nervioso a Carmen y a ella misma alternativamente. Pese a lo anómalo de la situación, padecía una cierta sensación de anhelo, un atisbo de deseo que hacía que su sexo se humedeciera de un modo que le parecía imposible que no fuera percibido por todos.

- Vencida de este modo la primera resistencia, nuestras caricias podrán lentamente hacerse más osadas, avanzar con delicadeza, pero decididamente, en dirección hacia cotas más profundas del deseo. Gracias, Don Pablo, puede sentarse ya. Acérquese, Clarita, por favor.

Su leve desvanecimiento no parecía ir a librarla de ser exhibida de aquella manera al tiempo indecente y sutil. La tal Clarita, una dama cuarentona de cabello moreno y volúmenes abundantes, arrodillada detrás del asiento, tomó el lugar de su antecesor y continuo succionando la piel de los hombros con sus labios carnosos y cálidos causándole un temblor cálido que le recorría la espalda.

- Podemos hacer que nuestras manos exploren en busca de un quejido que nos indique que nuestras caricias están causando el efecto perseguido, si es que el temblor de piernas no hubiera sido ya suficientemente elocuente. Deslice los dedos hacia el interior de sus muslos, querida, hágala gemir.

Las manos se movían lentamente sobre sus caderas, acercándose a su pubis, esquivándolo camino del lugar donde se le había indicado, despertando alfileres bajo la piel delgada y sensible. La rozaba con extrema maestría, sin dejar que sus dedos dejaran en su piel más huella que un cosquilleo insufrible.

- Observen cómo nuestra querida niña ha abierto involuntariamente sus piernas ofreciéndonos la flor de su sexo húmedo. Compruébenlo. Vean cómo los labios se separan y su cabeza se vence atrás fruto de nuestras atenciones.

No daba crédito a sus ojos: Carmen se despatarraba frente a todos cachonda cómo una mona mientras los dos varones a sus lados habían liberado sus sexos y uno de ellos permitía a su acompañante manipularlo delicadamente, mientras el solitario lo sujetaba con las suyas sin dejar de mirar a sus piernas. Lamentó no haberse puesto una falda más larga, y dio un respingo al sentir que sobre el muslo se posaba discretamente la mano libre de su atareada vecina, que la miraba a los ojos con un brillo de lascivia que le hizo sentir despegársele los pelos de la nuca.

- Gracias, Clarita, puede retirarse. Estamos ya, cómo pueden comprobar, en la situación que deseábamos: nuestra amiga se encuentra completamente excitada. Si la apuráramos un poco más, sería ella misma quién nos suplicaría que siguiéramos. Es el momento de aventurarnos ya sin remilgos.

Ahora eran los dedos hábiles de Doña Pilar los que tomaban el relevo y continuaban la caricia acercándose a su sexo expuesto y ansioso.

- Pero ello no quiere decir, ni mucho menos, que debamos lanzarnos cómo fieras sobre él, si no que nos tomaremos el tiempo preciso para despertar su ansiedad, insinuando y negando, prometiendo y alejándonos.

Acompañando a sus palabras, dichas cómo vibrantes susurros sobre su piel, las manos de la maestra rozaban sus muslos aproximándose a su sexo; a veces lo rozaba obligándola a gemir. La presión simultánea de sus labios, de sus dientes sobre el cuello, le causaban una suerte de mareo indecible, un temblor extremo. Su cabeza viajaba a velocidades de vértigo desde el cuello hasta el sexo ansioso; sentía el movimiento de las manos, los mordiscos leves; sentía rezumar las labios, acelerársele el pulso, se oía gemir frente a aquel grupo enorme de desconocidos. Podía sentir sus miradas ardiéndola en la piel…

- Pero no sean tímidos, queridos, experimenten también ustedes sobre sus parejas.

La sugerencia de Doña Pilar pareció disparar el resorte tenso del deseo de sus pupilos, que se lanzaron ávidamente sobre sus compañeras. Sonia había perdido la voluntad, o quizás la excitación que le causaba la visión de su amiga gimiendo en el escenario, casi suplicando que la masturbaran, le había dotado de la voluntad firme de dejarse hacer, y permitía que su vecina, que amablemente se había presentado ("- Mi nombre es Enriqueta, querida, encantada de conocerte.") se apoderara de su cuerpo sin disimulo alguno. Había abandonado a su pareja, que se masturbaba observándolas, tal y cómo hacía el vecino de la izquierda, y sus dedos escarbaban bajo sus braguitas de algodón con florecitas con mucha menos prudencia de la que recomendaba la maestra en el escenario. La joven temblaba y suspiraba con los dedos delicados de la dama cincuentona aventurándose entre los labios; incluso, su mano se atrevía a explorar bajo la blusa los amplios senos carnosos de su benefactora, pellizcando sobre el abigarrado encaje del sostén sus pezones despiertos.

A su alrededor, la sala parecía haberse convertido en una curiosa bacanal de hombres y mujeres atentos a su maestra al tiempo que se prodigaban delicadas atenciones, esforzándose por no perder prenda de las doctas explicaciones con que les ilustraba. Doña Pilar, que había atravesado ya la barrera sicológica de la caricia insinuada, y se aventuraba abiertamente en el coñito empapado de carmen, que culeaba en un movimiento sincopado y rítmico dejándose traspasar.

- Y ahora es el momento de sugerir la necesidad del pago a nuestros desvelos, al tiempo que nos libramos de cualquier convención que pudiera interferir en el deseo y damos rienda suelta a cuanto se nos ocurra hacer o decir. ¿No te parece oportuno, putita? ¿No te parece que debes devolver lo que recibes?

Sin responder, congestionada por el deseo y la viva vergüenza que la mantenía envuelta en una vorágine de sensaciones contrapuestas, Carmen se semiincorporó en el asiento donde hacía rato ya que se había dejado caer desmadejada, buscando torpemente el modo de desabrochar los enganches de la falda de su benefactora por mor de acariciarla del mismo modo en que había recibido sus caricias. Cuando lo logró por fin, sus ojos no daban crédito a lo que veían: bajo la ropa, coronando las piernas que se alzaban esculturales sobre los impresionantes tacones de aguja de sus zapatos de charol negro, y envueltas en las medias de rejilla que unas ligas elásticas, clavadas en la piel cómo castigos, sujetaban; a modo de vértice o cimera, Doña Pilar le ofrecía, evidente bajo la tela transparente de unas braguitas de infarto, el impresionante aparato de una polla erecta de notables dimensiones y consistencia marmórea. Quizás en otra ocasión, menos encendida de deseo, hubiera rechazado el imperioso ofrecimiento, pero por entonces ya a duras penas podía evitar gritar a viva voz a todos los presentes su deseo de ser follada.

Vamos, putilla, tómala.

Sonia podía a duras penas atisbar lo que sucedía entre la espesa cortina de cuerpos que la rodeaba. La llamada de su carne juvenil parecía atraer inexorablemente al resto de los asistentes a la lección que, o bien, afortunados, conseguían un lugar donde atenderla, o ser atendidos por ella, o bien tenían que conformarse con las caricias de cualquiera de los otros, aunque todos procuraban acercarse aunque solo fuera por sentir la proximidad de sus espasmos de chiquilla inocente. Doña Alejandra había ocupado un lugar fijo arrodillada entre sus piernas y, tapada su cabeza por la falda de nuestra joven amiga, se entregaba a lamerla con tal tesón que la pobre apenas conseguía respirar entre gemidos. Su grupa, recogida la falda en un barullo sobre la espalda, quedaba de este modo expuesta a quién quisiera apropiarse de ella, y la chiquilla sentía vibrando en su coñito, lubrico y espasmódico, los chillidos en respuesta a los bravos empellones con que sus incógnitos partenaires le obsequiaban, ya fuera bombeando afanosamente el sexo empapado de la dama, ya profanándole las nobles posaderas, por que a nada hacía ascos. Su marido, y su compañero de pupitre de la izquierda, ya hacía rato que habían gozado de los excelentes cuidados que la chiquilla había sabido proporcionarle con labios, lengua y manos, y la práctica totalidad de los asistentes a la lección pugnaban por lograr un lugar entre los labios de la muchacha, la caricia de sus manos, o el tacto aterciopelado de sus pezones esponjosos.

Carmen, por su parte, se esmeraba, superada la sorpresa, en arrancar a Doña Pilar estertores similares a los que había obtenido de ella. Sus labios afanosos envolvían la verga que latía. Se encontraba en tal estado de excitación, tan febrilmente poseída por el ansia, que la idea de ser observada por el grupo heterogéneo de sus admiradores la enervaba. No podía apartar la vista de la fenomenal orgía que había desencadenado la visión de su placer, y en cierto modo sentía que toda aquella actividad se producía en su homenaje. Los asistentes al curso, que ahora se empeñaban en poner en práctica con encomiable aplicación lo que habían aprendido, con frecuencia ampliado y mejorado, no dejaban de volver a cada instante la mirada a sus desvelos, y ella les dedicaba cada succión, cada nuevo avance de la polla pétrea de Doña Pilar en su garganta. No podía detenerse; tampoco lo deseaba. Sus dedos escarbaban en su propio sexo empapado de una manera frenética, y la visión de Sonia retorciéndose ante los lametones y caricias de Doña Enriqueta entre sus piernas, recibiendo los chorretones de esperma de los hombres mientras las damas hacían presa de sus pezones, la ponía en la extraña tesitura de ser al tiempo espectadora y actriz en un espectáculo de sexo desbocado.

Tómala, zorrita, tó…ma..la!!!

Sintió la primera descarga de la Dama en su garganta al tiempo que sentía ascender por su columna un calambre sostenido y majestuoso. La cabeza se le fue de entre los hombros temblando mientras tragaba a duras penas el esperma que manaba a borbotones. En la sala se hizo de repente un silencio majestuoso, un silencio admirado, casi reverencial. Toda actividad se detuvo en la observación atenta del sensacional orgasmo de la joven. Sus gemidos, los leves chillidos histéricos que escapaban de sus labios mientras, liberada, la polla de Doña Pilar daba sus últimas cabezadas disparando sus chorretones de esperma sobre el rostro contraído de la joven; la tensión inusitada de sus piernas rígidas, con la mano aún posada, ya inmóvil, sobre el sexo sonrosado y brillante, la crispación de su mano, que aún sostenía el falo enorme cómo si quisiera arrancarle hasta la esencia, constituían un espectáculo inaudito, terriblemente sexual.

Carmen gozaba de la absoluta conciencia de ser observada tan atentamente. De hecho, era esa misma conciencia del espectáculo que ofrecía, la percepción clarísima del silencio que había despertado su monumental orgasmo, la que parecía sostener en ella un irse y venirse inacabable que la invadía en oleadas crecientes y decrecientes. Sentía las miradas de sus espectadores cómo caricias de una intensidad insospechada, quería seguir gozándolas, deseaba ser vista, correrse una vez tras otra en presencia de todos ellos. Apenas pudo balbucir unas palabras temblorosas que desataron una vorágine interminable:

De… uno… en… uno… De… u…no… en… uno…

Aquella sencilla frase pronunciada entre gemidos ejerció sobre su auditorio el efecto de una llamada al combate: de repente todos, todas, sin excepción, dejaron cuanto hacían para acercarse a ella, y comenzó el extraño ritual de la contemplación. Carmen, caída casi sobre el asiento, ofrecía la visión de su sexo florecido, y el resto de los presentes esperaba disciplinadamente su turno para tomarla mientras el resto admiraba sus estertores, la deliciosa manera en que sonreía casi privada de conciencia, con un cierto aire idiota, mientras era penetrada una vez tras otra.

El primero en ocupar un lugar entre sus piernas fue el ya conocido don Pablo. La muchacha sintió clavarse su sexo cómo una bendición. Culeaba apasionadamente al compás de los violentos empellones que el buen caballero le proporcionaba, y chillaba incitándole cómo una posesa:

Vamos, cabrón, fóllame, fóllame!!!

Aquello apenas duró un instante, y sintió humedecerse aún más si cabe su coñito al descargar en su interior. Carmen gritaba a todos, reclamaba su atención, suplicaba sus caricias, sus empujones ansiosos. Le siguieron Doña Enriqueta, que pudo beber de entre sus piernas los jugos que rezumaba; Don Andrés, que quiso desflorar su agujero posterior arrancando con su empeño un grito desgarrador, sin que dejara por ello nuestra amiga de moverse cómo una loca; Don Jaime, cuyo apéndice mostraba dimensiones colosales; Doña clara, que a poco le parte el alma, empeñada cómo estaba en follarla con la mano, y que solo desistió al sentir estremecerse a la chiquilla en un orgasmo brutal; y así, uno por uno, según había expresado sus deseos, fue recibiendo las atenciones de todos cuantos quisieron, que fueron todos, y hasta Sonia se sumergió entre sus piernas restregándole la cara entre los labios dilatados, inflamados hasta extremos indecibles después de tantos afectos…

Bueno, queridas niñas. Sin duda os habéis ganado vuestra paga.

Doña pilar puso los 200 euros prometidos en el bolso de Carmen, y otros 50 más de propina, y obsequió con la misma cantidad a Sonia, que le agradeció su atención con un beso un poco más que cortés. En la puerta les esperaba un taxi que las conduciría de vuelta a su casa, y se despidió citándolas para el miércoles siguiente.

Carmen, que apenas podía mantenerse despierta durante el breve viaje hasta su apartamento, reunió todas sus fuerzas para susurrar a su amiga:

El miércoles sin falta.

Sin falta, cielo.

Y puso sobre sus labios un beso tierno y una mirada cómplice.