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Catálogo de putas (01: Doña Merche)

en Grandes Series

Doña Merche, la notaria, se hizo puta casi por casualidad, por uno de esos caprichos del destino que nos ponen inadvertidamente a transitar por senderos inciertos y escabrosos.

Doña Merche, que nació de familia bien, guió sus pasos acertadamente para alegría y solaz de sus padres, Doña Merche y Don Damián, y casó con un notario talludo siendo aún casi una niña de seños de manzana y risa franca y sincera.

Doña Merche, casi niña, puso su casa en Zamora y vivió por muchos años cómo envuelta entre algodones, con sirvientas y lacayos, una despensa opulenta y bien surtida, muebles lujosos y caras alfombras de nudos; y solía invitar a las demás señoras de la parroquia a té con pastas y a chocolate con picatostes durante las breves y heladas tardes del invierno mesetario, y a un vasito de anís cómo un dedalito de cristal espirituoso y perfumado.

Doña Merche, muy temprano, descubrió con Don Gerardo, su marido, las alegrías carnales del fornicio honrado de las esposas tiernas de los hombres talludos de posibles, y tomó gran afición a eso de darle al badajo, siendo causa de profunda satisfacción para el notario el regocijo entusiasta con que su Santa ejercía el débito conyugal.

- No sabe Usted, Don Alfredo, lo bien que sabe tratarme esa bendita que Dios me dio por esposa.

- Pues que Dios se la conserve, Don Gerardo, que de esas entran pocas en docena.

- Pues que sea.

En los quince años que duró el notario a Doña Merche (Dios nos le tenga en su Gloria) pasó de chiquilla pizpireta y aplicada a dama de noble apariencia, nobles sentimientos, y nobles carnalidades mórbidas y abundantes sin flaquear ni una noche, ya fuera invierno o verano, de su entrega fervorosa y entusiasta, con tal grado de tesón vocacional, que la admirada complacencia de su deudo terminó tornando en vicio y en flaqueza, pues de todos es sabido que quién casa con joven deja viuda.

- Dios nos lo da, Dios nos lo quita, Doña Merche.

- Ya ve Usted, Doña Enriqueta, ya ve Usted.

Y así fue que quedó ociosa y dama de posibles, víctima de una desazón que no le abandonaba y que el médico, Don Cosme, tardó en asociar a su problema el mismo tiempo que tardó en examinarla en busca de la causa de un escozor que al parecer le aquejaba. Y al buen galeno siguieron Don Alfredo, el magistrado de la Audiencia, Don Blas, el boticario, Mosén Floriano, el Deán, y una pléyade de personalidades que dieron a Doña Merche justa fama de mujer voluntariosa que influyó muy negativamente en la consideración que de ella tenían el resto de las damas de la sociedad zamorana.

Doña Merche, que entonces no era puta, si no muy aficionada, a todos trataba con el mismo encomiable celo, de todos se encargada con idéntica amorosa entrega, y de cada cual fue aprendiendo nuevas mañas, triquiñuelas y manejos de los de hacer fuera de casa, despertando admiración su docta práctica en diversas artes que, sumadas, arrojaban el magisterio de amores, la sabia complacencia en la tarea bien hecha, fuente de deleite reverencial para el paciente, y de sana satisfacción para el practicante, pues tal era su buen hacer, que terminó por ser habitual que sus amantes tornaran en sujetos pasivos, contempladores perplejos de su delicada aplicación, por la que se sentía doblemente premiada: en el gesto entregado y feliz de los galanes y, por qué callarlo, en el temblor estremecido en que solían culminar sus actuaciones cuando, por fin y tras ardua labor, obtenía el regalo de sus flujos amorosos, de sus pálpitos estremecidos, y se dejaba ir suspirando con la satisfacción honrada del deber cumplido.

Doña Merche, cuyas dotes para la administración distaban más de una legua del arte con que jodía, no es que cayera en pobre, que tampoco es cosa aquí de exagerar, pero si es verdad que vio muy menguada su fortuna en apenas cinco años, pues seca la fuente, tardó en hacerse idea de que no era cosa de llenar hasta arriba el cántaro, y se encontró forzada a prescindir de parte del servicio, de parte de la despensa, y de las cuadras enteras, quedándose con ello muy contrita.

- Pues con ese arte que tiene, Doña Merche, si no ingresa usted caudales será por que no quiera.

- ¡Qué cosas dice, Don Blas!

- Que no, mujer, que hablo en serio. Que yo mismo estaría muy gustoso de traerle a mi muchacho para que me lo desbravara

- Pues tráigalo Usted, Don Blas, y que sea lo que Dios quiera.

- Pues que sea.

Doña Merche, por esas vueltas que da la vida, se hizo puta amorosa y maternal, puta desbravadora de pollastres de familia y, vencida la sorpresa que causara el vigor desmedido de los mozos, se entregó a su misión con tan denodado empeño, que no faltaron padres que cruzaran media España con tal de que fuera ella la encargada del bautismo.

Doña Merche manejaba a sus pupilos con la dulzura mimosa de las maestras honradas. Gustaba de desnudarles, sentarles en el pequeño sillón del dormitorio, y despojarse después de sus ropas ante a ellos en una ceremonia serena y pausada, sentada en el banco aterciopelado frente al tocador, mirándoles a través del espejo fingiendo que no estaban. Doña Merche se despojaba despacio de las blusas blancas apenas adornadas con que solía cubrirse; de las faldas de paño elegantes y discretas; de las combinaciones de seda delicadas cómo pieles de angelito satinadas, vaporosas y sensuales, y miraba comprobando el efecto que causaba en el pimpollo la visión de sus amplios sostenes floreados; de la fina lencería de sus fajas con liguero; de la amplia y amorosa rotundidad de sus nalgas. Doña Merche se paraba así vestida a perfumarse, se atusaba el peinado, y contemplaba la inflamación palpitante del muchacho ruboroso, y liberaba las masas ondulantes de sus senos con un movimiento primorosamente estudiado, perfeccionado en un constante aprendizaje del oficio, y el galancillo tragaba saliva.

Doña Merche, que nunca llegó a ver mitigada su afición por la rutina, indefectiblemente sentía un estremecimiento al intuir la congestión de sus jóvenes alumnos, la ansiosa respiración agitada cuando, al fin, se aproximaba a ellos transmitiéndoles confianza con el tono suave que se usa para apaciguar a las bestias.

- Ven aquí, Don Juan, y no me tengas miedo, que vas a ver qué bien te trato.

- Cómo Usted diga, Doña Merche.

- Háblame de tu, galán, que hay confianza.

Doña Merche, que era puta deleitosa y complacida, puta vocacional y misionera, gustaba de conducir las manos de los Blasitos, de los Juanitos, de los Manolitos, de guiarles en la dulce constatación de la materialidad de su deseo, y les hacía palpar sus turgencias, amasar la tangible carnalidad de sus senos de matrona candorosa, de sus nalgas acogedoras y cálidas, explorar las sedosas humedades, rebuscar hasta los más recónditos recovecos.

Doña Merche, que era puta agradecida y cumplidora –y favor con favor se paga- gustaba de mamarles los cipotes hasta la caña del hueso, de tragarse hasta los vellos los carajos airosos, de engullirlos con tal glotonería que los púberes novicios, saludables e inexpertos, solían entregarle en un instante, entre gemidos ahogados e irrefrenables temblores, sus primeras poluciones que bebía golosona mirándoles a los ojos con un brillo lúbrico en las pupilas.

Doña Merche, que era puta y magistral conocedora, acostumbraba a mantenerse en su labor encomiable sin dejarles ni un momento, sosteniendo de aquel modo la rigidez insolente de los badajos marmóreos, de los jóvenes e incólumes badajos de los muchachos de cuna imberbes y vigorosos.

Doña Merche, que era puta hospitalaria y mullida, puta invitadora de muslos acogedores, gustaba de tumbarse boca arriba sobre el lecho y de abrirles sus misterios susurrando entre suspiros su deseo.

- Vamos, Blasito, no me tengas más así…

- Ven, Miguelito, tómame ya, por favor…

Y Blasito, o Miguelito, indefectiblemente se zambullían entre las ondas templadas, entre las voluptuosas y tentadoras ondas que dibujaban las carnes de Doña Merche decúbita sobre el colchón de borra de lana vareada y ventilada. Y Doña Merche, que era puta atenta y cuidadosa, conducía con destreza sus enérgicos embates con la mano hasta posarlos mimosa entre las piernas, manejando su compás para ajustarlo a los torpes empellones desgavilados y torpemente ansiosos del pollardo, dejándose navegar, contrayendo sus cálidas humedades por mor de hacer la caricia más intensa, envolviéndole en abrazos de cuerpo entero, en abrazos abrigadores, en ampulosos abrazos de puta institutriz y guía de timoratos mozalbetes pollitiesos.

Doña Merche, que era puta de vocación, puta de sonrisa complacida, sincero gemido entre los labios, y culeo franco y noble, aplacados de ese modo los primeros ardores, los más imperiosos ardores primerizos de sus legos visitantes, y sembrada la semilla de la confianza cómplice del fornicio apaciguador y sosegante, arropaba con un beso a su Don Juan y llamaba haciendo repiquetear la campanilla a Clarita, la asistenta, que llevaba hasta la alcoba un refrigerio nutricio y sustancioso y se marchaba santiguándose a escondidas, murmurando entre dientes su eterna letanía quejumbrosa.

- Por Dios, por Dios, por Dios… ¡Las cosas que tendrá una que ver!

 

Cuando, años después de retirada Doña Merche (que era, cómo ya se ha dicho, puta amorosa, maternal, desbravadora de pollastres de familia; puta deleitosa y complacida, vocacional, misionera, agradecida y cumplidora, puta y magistral conocedora, hospitalaria y mullida puta invitadora de muslos acogedores, atenta y cuidadosa puta de vocación, de sonrisa complacida, sincero gemido entre los labios, y culeo franco y noble, ilustradora y didáctica puta de alcoba de crucifijo y estampa de San Adrián, entusiasta, pechibrava y benéfica puta jacarandosa, alegre y acogedora) llegó la hora de darle tierra y responsos, y su féretro fue llevado al camposanto sin comitiva ni duelo ni doblares de campanas, en docenas, quizás en cientos de hogares zamoranos se hizo un silencio espeso, un silencio vergonzante y denso de acusaciones veladas y lejanos recuerdos enternecidos, un silencio de medias sonrisas evocadoras de recuerdos amables, de melancólicos recuerdos dulces y tristones, cómo constancias del tiempo que pasa.

- ¡Que no, Carmen, que esta noche no puedo!

- Chico, ¿pero qué te pasa?

- Cosas mías, déjalo…

- ¡Hay que ver qué raro eres, Blas!