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Jazmines en el pelo

en Transexuales

No quiero empezar mi relato contándoles aquello de que "nací prisionera en un cuerpo de hombre", aunque es bien cierto que así es, y que no conozco una manera mejor de describirlo, pero no quiero empezar así, no quiero que mi historia parezca una mas de las que se pueden escuchar cualquier tarde en cualquier "reality".

De hecho no lo es; al menos no lo es en sentido estricto, pero no me es fácil explicarlo, de manera que prefiero contársela y que sean ustedes quienes traten de definirla, si es que pueden.

Nací hace 27 años en un barrio céntrico de Madrid (gracias a Dios. No se qué hubiera sido de mi en una ciudad pequeña, o en un pueblo).

Desde muy niño me sentí extraño en mi cuerpo, cómo si discordara con mis sensaciones. No era nada que tuviera que ver con el sexo, no, en absoluto -de hecho mi interés por el sexo fue tardío-. Más bien se trataba de mi relación con el mundo, de una absoluta falta de identificación con los intereses de los demás niños de mi barrio primero, y de mis compañeros de estudios mas tarde. Yo no era como ellos: nunca me interesaron los deportes, ni jugué a marcar mi territorio violentamente, ni me pareció que las cosas fueran fáciles de entender, ni quise impresionar a todo el mundo con mis hazañas…

Sin embargo, tampoco hubo en mi infancia ningún acontecimiento que indujera a pensar que era una mujer: no fui en absoluto uno de esos chiquillos amanerados a quienes los compañeros de la escuela torturan con esa crueldad extrema que solo los niños manifiestan sin vergüenza, ni me quedaba admirado frente a los escaparates de las boutiques de moda, ni jugaba con muñecas, ni me probaba la ropa interior de mamá.

Nada, ningún tópico, y aquí quiero detenerme para hacerles reparar en el hecho de que hasta ahora, tal y cómo realmente sucedió en los primeros años de mi vida, no he podido definirme por lo que era, si no por lo que no era: no era un chico como los demás, ni tampoco una muchacha.

Esa indefinición me definió hasta mis 16 años sin estridencias. No me era difícil imitar los comportamientos de mis compañeros, picardear con las niñas en público, tener mis primeras experiencias con los chicos en secreto (sin asumir por ello ni la menor duda acerca de nuestra sexualidad, cómo suele sucedernos a los chicos) pero no podía ocultarme que no era igual, que mi interés real tenía más que ver con seguir formando parte del grupo que con una verdadera pasión por uno u otro sexo.

A esa edad, y todos comprenderán a qué me refiero, solemos tener un cierto sentido dramático de las cosas, de modo que no pude evitar que el análisis de "mi diferencia" se convirtiera en una especie de fijación enfermiza. La necesidad de reconocerme en algún ejemplo, me llevó a dedicar todas mis energías a la empresa, y una vez tras otra repetía los roles que entendía que podrían corresponderme de un modo obsesivo. Así fui manteniendo cuantas relaciones pude con chicas y con chicos: tuve mis primeros encuentros con las compañeras del Instituto: primeros besos furtivos, caricias en los senos firmes de temblorosas muchachas en la oscuridad del Parque del oeste; primeros polvos, más sorprendentes que placenteros, con esa brusca torpeza que suele hacer fracasar esas experiencias… y también con un compañero que ya entonces comenzaba a ser marginado por los otros al manifestarse con claridad sus preferencias homosexuales.

La primera vez fue en mi casa. Daniel seguía siendo mi amigo, y me molestaba mucho el trato que el resto de la pandilla empezaba a dispensarle, de modo que me esforcé por ser su apoyo –yo mismo dudaba acerca de mi propia condición, de modo que en absoluto aquello puede entenderse cómo un gesto altruista, si no más bien una especie de solidaridad preventiva-.

Aquella tarde mis padres habían salido, de modo que fuimos a montar el escalextric y comenzamos a disputar una carrera hasta que, aburridos, comenzamos a tontear en una de esas bromas prolongadas que suelen acabar con un concurso a ver quién la tiene más grande, y con frecuencia en una paja compartida que termina en un silencio avergonzado.

Sin embargo en esa ocasión fue diferente. Comenzamos como tantas otras veces, riendo, retándonos. No recuerdo exactamente cómo, pero pudo ser perfectamente así:

¿Que te apuestas a que ya la tengo mas grande que tu?

Anda, no alucines, si te he ganado siempre.

Si, pero ahora me ha crecido, chaval, y estoy hecho un toro.

¡Venga, sácala!

Daniel ya tenía, efectivamente, una buena polla, pero no mucho mayor que la semana anterior, cómo era de esperar, y una vez más volví a ganarle. Supongo que eso ya entraba en sus cálculos, y desde luego no distaba de los míos, pero entonces era necesario buscar un modo de no asumir la propia homosexualidad, y las competiciones, siempre tan viriles, eran la excusa ideal.

Seguimos tonteando, riendo nerviosamente, empujándonos, con las pollas duras fuera del pantalón, hasta que me propuso un nuevo reto:

Venga, yo te la pelo a ti y tu me la pelas a mi, y cronometramos a ver quién se corre antes.

Vale, empiezas tu.

Nos bajamos los pantalones y yo me senté en el sofá con las piernas abiertas y esa sensación de hormigueo y ansia deliciosa que nunca más vuelve a sentirse de mayor, y Daniel se puso entre ellas y comenzó sus maniobras arriba y abajo, cubriendo y descubriendo mi capullo que poco a poco adquiría esa dureza febril, violenta e insolente que solo es posible en la adolescencia. Me sentía a la vez culpable e incapaz de resistirme al impulso de correrme, cómo cada vez, con sus dedos descubriendo el relieve de venas abultándose.

Sin embargo algo indefinido era distinto. Quizás el brillo de sus ojos, o el modo en que él mismo jadeaba mientras era a mi a quién se la estaba pelando; no se exactamente qué, pero el caso es que comprendí que aquella vez no sería como las demás. Pensé en detenerle, pero hay impulsos que no pueden frenarse cuando eres adolescente, y ni siquiera cuando adelantó la cabeza y se metió mi polla en la boca hice nada por evitarlo. Solo cerré los ojos, me recosté en el respaldo y me dejé ir mientras él mismo se corría machacando la suya de un modo febril, gimoteando sordamente y tragándose mi esperma, que brotaba a chorros más violentos de lo que había sentido nunca, temblándome las piernas de un modo exagerado, desconocido antes.

Después no hablamos. Recuerdo que él me sonreía, y yo también le sonreí. Nuestras pollas, bendita juventud, se mantuvieron erguidas casi sin inmutarse. Quise corresponderle y comencé a chupar la suya, pero me detuvo pidiéndome que fuéramos al baño. Quería que le sodomizara. Buscamos una crema de mi madre; una crema terrible que olía a melocotón, y él mismo me untó la polla con ella amorosamente, mirándome a los ojos.

Ten cuidado, eh!

No respondí. Se sentó sobre la taza y levantó las piernas apoyándolas en el lavabo y el borde de la bañera respectivamente. Resultaba un poco ridículo, pero no pensé en ello entonces. Me arrodillé frente a él, conduje mi polla a la entrada de su culo lampiño, y poco a poco fui introduciéndola, sintiendo vencerse la presión de sus esfínteres uno a uno.

Al principio contrajo el rostro en un gesto de dolor contenido. Quise retirarme al verlo, pero sujetó mis brazos impidiéndomelo. Poco a poco fue relajándose. Yo me sentía muy excitado, y su polla no se había ablandado lo mas mínimo. La tomé en mi mano y comencé a acariciarla lentamente, al mismo ritmo pausado con que la mía se movía en su interior, cómo si fuera su prolongación. No tardó en comenzar a gemir, y cada gemido suyo me enfebrecía, me hacía sentir más y más excitado, y tornarse más y más rápidos mis embates. Nunca había sentido nada así. La presión sobre mi polla era deliciosa. Daniel gemía y comenzaba a moverse también el. Su polla se volvía lítica. Las venas se dibujaban sobre ella y adquirían una consistencia impresionante. La piel del capullo enrojecía, se amorataba. Llegó un momento en que me resultaba difícil deslizarla sobre él, de tan tensa y dura. Parecía ir a estallar, y lo hizo: chillaba cómo una loca mientras de su polla brotaban a borbotones chorros enormes de esperma que le salpicaban hasta la cara. La solté y parecía tener vida propia. Golpeaba arriba y abajo escupiendo una y otra vez. Yo mismo me corrí en su interior cómo nunca antes, derritiéndome, enloquecido por la caricia de su piel y la visión de aquel derroche de semen, de aquella excitación desconocida y febril que me contagiaba.

Saqué mi polla y me arrodillé llevando la suya a mis labios. Todavía latía, y pude conocer la textura gelatinosa, la insipidez levemente salada del esperma.

Estuvimos un tiempo sin apenas hablarnos, cómo avergonzados. Después retomamos nuestra amistad, e incluso alguna otra vez repetimos la experiencia, y yo dejé que me sodomizara. En aquellas ocasiones sentí mucho placer. Al parecer mi próstata tiene unas dimensiones fuera de lo común, y el roce sobre ella es muy eficaz, hasta el extremo que puedo correrme sin ningún otro estímulo. Sin embargo nunca más volví a sentirme tan bien como aquella primera vez.

Nada de aquello sirvió para resolver las dudas que acerca de mi propia identidad seguían atormentándome. Los chicos no me atraían. Las chicas si, pero era incapaz de entregarme a los rituales necesarios para seducirlas, y mis atractivos no parecían suficientes para interesarlas, por más que no era mal parecido.

Al cabo de dos años tuve que aceptar la realidad: quería ser una mujer; era una mujer. Sucedió de repente, cómo una revelación. Una tarde, al volver de la facultad me detuve sin pensarlo frente al escaparate de una corsetería. Había un espejo en medio de todos aquellos corpiños, sostenes, braguitas… Me vi reflejado y algo pareció encenderse en mi interior.

Al principio la idea me atormentaba. Una parte de mi se negaba a admitirla, pero las piezas encajaban. De repente todas mis rarezas, aquella inadaptación infantil, la incapacidad para asumir los roles de mis compañeros con naturalidad… Todo tenía sentido si era una mujer, y así comenzó la época más terrible de mi vida.

Durante un año mas viví en un infierno de negaciones y cesiones, tratando de disciplinarme, de adoptar actitudes que no me correspondían para, por la noche, solo en casa, volver a masturbarme vestido frente al espejo del armario abierto de mi cuarto con la lencería que compraba fingiendo que eran regalos para mi novia. Durante un año me negué a enfrentarme a mi propia condición, y luché contra mi mismo imponiéndome prohibiciones que era incapaz de acatar, tratando inútilmente de reprimir incluso mi propio pensamiento, hasta que terminé por asumir mi impotencia para modelarme diferente a como era, odiándome por no tener senos donde debieran estar, por el bello ralo que me brotaba en mitad del pecho.

Después empezó la lucha lenta por encontrar mi lugar. El enfrentamiento con mi familia, los reproches que hacían la vida imposible, el independizarme sin saber bien de qué vivir. Daniel me ayudó mucho en aquellos años. Pasé mucho tiempo en su casa. Él había terminado por encontrar su vocación: estudió Hispánicas, y consiguió un buen empleo en una editorial donde no se le rechazaba por su orientación, y podía permitirse cuidar de mí sin pedirme nada a cambio.

Mi situación era peor. Con el paso de los meses fui comprendiendo que necesitaba ir modificando incluso mi imagen para conseguir reconocerme, de modo que mis actitudes, mi manera de vestir, toda yo iba haciéndome más y más femenina. Había abandonado mis estudios, y solo con el COU terminado, en los trabajos a los que podía acceder no encontraba la misma comprensión que Daniel en el suyo. No se qué hubiera sido de mi sin su ayuda; supongo que hubiera terminado de chapero por los cafés, o quién sabe cómo.

Finalmente fue él quién me animó:

Tienes que operarte, Susana –era el único que me llamaba así-. Yo te presto el dinero.

No lo pensé ni un momento. Acepté su ayuda y fui transformándome poco a poco: primero la cara, arreglándome los labios, afinándome las mejillas; después fueron las hormonas, y el pecho… Al cumplir los 23 había conseguido convertirme en una preciosidad, solo me faltaba desprenderme de mi sexo para terminar de ser una mujer, pero no me decidía. Daniel había comenzado a vivir con Arturo, que me toleraba como una excentricidad de su marido. Nunca dijo nada, ni tuvo un mal gesto, pero comprendí que no podía permanecer eternamente clavada en sus vidas, y comencé a buscar empleo.

Parecía imposible: todo iba bien en las entrevistas, pero cuando llegaba el momento de sacar el carné de identidad la reacción era siempre la misma: estupor, silencio, evasivas… Apenas conseguía trabajar por horas los fines de semana en algún bar de ambiente, y comencé a plantearme seriamente mi futuro. Yo no quería ser vedette, ni prostituta. Era una mujer, no un mono de feria, quería una vida normal.

Mi vida sexual, mientras tanto, había ido convirtiéndose en un desastre. Salía con chicos que no llegaban a gustarme, casi siempre mariquitas encantadores; hacía el amor con ellos mecánicamente, sin verdadero deseo, de una manera animal. No me desagradaba comérsela, ni que me follaran, ni siquiera follármelos a ellos, como se que les pasa a algunas de mis congeneres. No es que no disfrutara, ni que padeciera ninguna clase de incapacidad ni impotencia, pero aquello no terminaba de llenarme. En alguna ocasión compartí cama con una pareja "normal" a quién les daba morbo alguien como yo. Bueno, me servía para ganar algún dinero extra, y casi siempre la experiencia me resultaba más agradable, más excitante. Suponía que el estar con un hombre heterosexual me hacía sentir más llena, más mujer.

Sin embargo, un sábado por la noche mi vida dio un vuelco. Todo cambió de repente y, en apenas 24 horas, encontré el sentido de mi existencia:

Había estado poniendo copas toda la noche en el "Quinqué", y a última hora solo quedábamos en el bar cerrado Paco, el dueño, yo, y una pandilla encantadora de mariquitas con tres chicas lesbianas, jugando al parchís y bebiendo Cacique. Paco fue apagando luces y pinchando discos cada vez más lentos, hasta que a mi alrededor todo el mundo estaba enrollado en parejas, salvo una de las chicas, Ana, que me miraba con un gesto pícaro y comenzó a insinuárseme hasta que decidió terminar con mis evasivas por la vía directa:

Venga, tontorrona ¿Te vas a quedar hasta mañana viendo como toda esta panda se lo pasa pipa o te vienes a mi casa y montamos una fiesta?

Era encantadora, divertida, con un aire de pícara pecosa delicioso. No se cómo acepté sin pensar su invitación y caminamos medio borrachas viendo amanecer hasta su casa, en la calle de la Farmacia, muy cerca del bar, abrazadas y bromeando.

Una vez allí propuso que nos ducháramos, y acepté sin pensar. Comenzamos a besarnos mientras el agua de la ducha se calentaba desnudándonos, y de repente reparé en quién era yo. Creí, supe, que vería mi "diferencia". Comprendí que yo no era cómo ella, que iba a rechazarme, que se sentiría engañada, y me sentí desgraciada y sola. Trate de zafarme y salir de allí, pero me sujetó con fuerza.

Vamos, tontorrona, no te pongas tímida ahora –me hablaba con una dulzura deliciosa, que me hacía sentir más y más desgraciada al saber que pronto me vería privada de ella- venga, ven aquí. Se que estás deseándolo, y yo lo deseo, no te vayas ahora y me dejes así.

Apenas acertaba a balbucear excusas incomprensibles, frases inconexas, y fui cediendo a sus palabras con resignación, dejándome hacer cómo si me encaminara al sacrificio por mis propios pasos.

Ana me acariciaba. Se abrazaba a mi por la espalda y besaba mi cuello haciéndome desfallecer. Desabrochaba los botones de mi blusa muy despacio, entreteniéndose, cuidando de rozar muy levemente los pezones al hacerlo, y yo me sentía morir de desmayo entre sus brazos.

Vamos, corazón, no seas tímida… ¡Andá! ¿Esto qué es?

Me sentí morir, cómo si hubiera escuchado de un golpe mi sentencia. Hubiera querido desvanecerme en el aire, convertirme en una nube de polvo de colores. Estaba a punto de llorar, llena de deseo de tenerla, tan ansiosa como no recordaba haber estado, y desesperada sabiendo que iba a perderla tan deprisa cómo la había tenido.

¡Pero si tienes sorpresa! –escuché que decía sorprendida- ¡Y menuda sorpresa!

De repente rió, y el cuarto de baño se llenó de un sonido cristalino, que se entretejía en el del agua al golpear. Reía y me besaba los pómulos, me limpiaba las lágrimas con la lengua ronroneando cómo una gatita; me abrazaba acariciándome la espalda.

¿Por eso querías irte? ¿No te gusto?

Deslizaba la lengua por las mejillas hasta el cuello, buscaba mis orejas y se hundía en ellas, y parecía tener cien manos que me recorrían entera y simultáneamente en una caricia de cuerpo entero que superaba mi capacidad de comprender.

Sin saber cómo me encontré fundida con ella bajo el chorro de la ducha, enjabonada. No dejaba de reír y sus palabras entre risas sonaban cómo cuentas de cristal. Sentía sus pezones resbalar sobre los míos, duros, deliciosos.

Vamos, no me digas que no te gusto –y su mano acariciaba mi polla delicadamente, con una delicadeza desconocida- tu "sorpresa" dice que si. Vamos, no te vayas.

Yo, que había hecho el amor con hombres, con mujeres, con hombres y mujeres, con chicas como yo; casi con quién hubiera querido hacerlo conmigo, me sentía de pronto confusa, desorientada, confundida como una niña, dejándome acariciar por aquella dulzura de mujer que se reía con una alegría que aligeraba el peso de mi ansiedad, que despojaba al sexo de la angustia que me había perseguido desde niño.

Reía y me besaba. Reía de rodillas tragándose mi polla hasta los vellos. Reía y revoloteaba a mi alrededor jugando a hacerme desearla como a nadie, haciéndome sufrir de amor y de deseo. Reía sentándose a horcajadas en mi sexo, cabalgándome entre gritos. Reía deteniéndose, jugando a divertirse con mi angustia con su cara de hada buena y golfa.

¡Para, para, para!

Y reía secándome despacio. Frotándome con la toalla hasta hacerme enrojecer. Reía manejándome cómo a una muñeca.

Me llevó a su cuarto. Me lanzó de un empujón sobre la cama y se subió a mí poniendo frente a mi boca los labios despegados de su sexo, y los besé, los lamí enloquecida mientras ella jugaba a hacer desaparecer mi polla entre los suyos. Movía su pelvis de un modo enloquecido mientras me corría a borbotones en su garganta. Gemía ahogadamente al tragarse mi esperma glotona y divertida.

Giró en un movimiento rápido, casi sin dejarme verla, y la tuve cabalgándome muy seria de repente, sin tiempo de respirar, moviéndose sobre mi vientre muy despacio, sin risas ya, tan solo con una sonrisa sin rictus, una sonrisa severa, serena, desconcertante.

Vamos, amor, no te rindas ahora, cielo –gemía en voz muy baja mirándome a los ojos entre besos- ¿Pensabas que no iba a quererte por esto?

Me tuvo nadando en ella durante una eternidad. Regulando el movimiento con destreza, sin dejarme terminar nunca, pero teniéndome siempre al borde. Escuchaba sus palabras como música; recogía sus besos con ansia cuando callaba y quería regalármelos, y yo me dejaba hacer cómo una colegiala borracha, avergonzada, gimiendo y sin querer abrir ni una puerta a la duda, hasta que se tensó de pronto, se contrajo, cerró los ojos y sentí que su sexo presionaba el mío cómo si quisiera absorberlo, y me corrí temblando con ella temblando sobre el pecho, y nos dejamos dormir sin separarnos, con el sol de mediodía dibujando líneas de polvo de hadas en el aire.

Ana y yo vivimos juntas desde entonces. Y nunca mas he vuelto a dudar. Soy una mujer, claro que lo soy. Soy su mujer. Y soy lesbiana, y mi amor me quiere así, sin más matices.