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Violada en las fiestas del pueblo 6: Blancanieves

en No Consentido

Volvía con mis padres en el coche después de pasar un par de días en el pueblo de una antigua compañera de trabajo de mi padre.

Habían sido unos días excesivamente intensos en los que habían violado reiteradamente de mi madre e incluso yo había sido objeto de abusos sexuales, mientras mi padre estaba trabajando.

Ahora, aunque mi padre estaba conduciendo, no dejaba de echar unas buenas miradas a mi madre, que, sentada en el asiento del copiloto, dormía profundamente.

La cortísima falda del vestido rojo de tirantes que llevaba puesto se había subido, mostrando en todo su esplendor su vulva, totalmente depilada e inflamada de tanto folleteo al que le habían sometido. Era como un enorme higo maduro que pedía a gritos que lo comieran.

Su tanga, como era de esperar, brillaba por su ausencia. Más de uno los guardaría en su casa como trofeo de haberse tirado a mi madre, a la tetona que Merche les había puesto a disposición de sus ansiosas vergas.

Yo, sentado en el asiento de atrás, hacia como si también durmiera, pero no dejaba de observar a mi madre y como mi padre la miraba. Era un juego morboso en el que me gustaba mirar sin que me viera que miraba.

Me daba la impresión que mi padre hacía bastante tiempo que no cataba a mi madre, que siempre ponía inconvenientes no solo para no dejarse penetrar, sino ni siquiera magrear o besar.

Lo sucedido en estos días no sé si era una ironía del destino, el de una “casi virgen” violada continuamente por cualquiera menos por su lujurioso marido.

El coche cada vez iba más lento, para que mi padre pudiera disfrutar de la visión de la vulva de su mujer, ese objeto del deseo inalcanzable para él.

Si por él fuera, hubiera parado allí mismo y se hubiera lanzado sobre su esposa para follársela sin descanso. Pero la presencia mía, la de su hijo, y, sobre todo, la resistencia que pondría su mujer, se lo impedían.

Tan despacio íbamos que la noche nos había alcanzado, por lo que en la oscuridad mi padre no podía seguir observando la jugosa concha de su mujer.

Entre la oscuridad apareció iluminado un motel, bastante apartado de la carretera, donde nos detuvimos, despertándose mi madre.

Mi padre nos comentó que estaba cansado, y, al ser de noche, prefería que nos quedáramos a pasar la noche allí mismo.

Se fue a recepción para coger un par de habitaciones, mientras mi madre y yo permanecíamos dentro del coche.

Las ganas de estirar un poco las piernas que ya tenía un poco agarrotadas, me hizo que saliera del coche, aproximándome a la recepción donde había entrado mi padre.

Escuché a mi padre, hablando con un hombre delgado, de poco pelo, de unos cuarenta y tantos años, y bastante feo, que debía ser el recepcionista, y solicitándole dos habitaciones.

Me resultó extraño que, a pesar de estar el motel prácticamente vacío, pidiera dos habitaciones, una en cada esquina de pisos distintos, lo más alejada posible entre ellas. Yo, que, hasta esa noche, siempre había dormido, cuando no lo hacíamos en casa, en la misma habitación o en la más próxima.

Suponía que mi padre intentaría una vez más intentar follarse a mi madre, y no quería que su hijo pudiera escuchar, ver o hacer algo que lo impidiera. ¡Pobre papá y pobre mamá!

También el conserje le comentó que las únicas personas, además de nosotros, que estaban esa noche en el motel eran dos negros enormes, y curiosamente habían pedido una habitación muy próxima a la que mi padre había solicitado para él y mi madre. Lo dejo caer de una forma que incomodó a mi padre, que tomando las llaves, salió hacia el coche.

Cogimos las maletas y nos acercamos al motel.

Yo iba detrás de ellos, pero al iluminar la luz del motel a mi madre, pude observar el vestido que llevaba.

Tan ligero era que se trasparentaba y la falda era tan corta que dejaba ver la parte inferior de sus bien formadas nalgas.

Más que un vestido era una blusa ligera que normalmente iba con más ropa, ya que más tapar enseñaba.

Debajo del vestido se podía ver que no llevaba nada, ni bragas ni sostén.

Todo expuesto a las miradas de todo el que la viera.

Esa era otra de las humillaciones a las que la había sometido Merche, obligarla a que fuera así con su marido y con su hijo.

Los ojos del conserje se abrieron como platos al ver a mi madre, recorriendo de arriba abajo y de abajo a arriba todo su cuerpo, fijándose especialmente en sus tetas, y una sonrisa de oreja a oreja se iluminó en su cara.

Al girarse mi madre para ir a las habitaciones, pude verla por un instante un costado, observando la nitidez con la que se veía una de sus tetas a través de la ropa, y como su pezón amenazaba con rasgar el vestido como si fuera el pitón de un toro.

Yo, que iba el último, detrás de mis padres, vi como el conserje se inclinaba, mirando insistentemente el balanceo de las nalgas y caderas de mi madre, mientras se alejaban por el pasillo, y le oí comentar:

  • ¡Válgame Dios! ¡Vaya tía buena! ¿Dónde se la habrá encontrado? ¡No me extraña que se la folle toda la noche y que elija la habitación más alejada para que no le molesten!

Fuimos primero a mi habitación, donde mi madre me dejó  los útiles de aseo y la ropa para el día siguiente, pero mi padre, que tenía prisa por follarse a mi madre, la obligó enseguida a marcharse con él, dejándome solo y diciéndome que no saliera ni abriera a nadie.

Pero yo no estaba dispuesto a perderme como se follaban a mi madre desnuda, y, a los pocos segundos que se hubieran marchado, yo ya estaba saliendo por la puerta, con las deportivas colgando de los hombros para no hacer ruido.

Como sabía cuál era la habitación, hacia allí me encaminé. Les vi caminando de espaldas por el pasillo. Mi madre algo delante mientras mi padre, detrás con las maletas, no paraba de mirarla el culo.

Se metieron en su habitación, y yo, al aproximarme, escuché alguna voz y el ruido de la televisión detrás de la puerta de una habitación muy próxima a la de mis padres. No entendí lo que decían y por el tono de las voces, supuse que eran los dos negros de los que había hablado el recepcionista.

Continué mi camino hacia la habitación de mis padres, y escuché, detrás de la puerta, sus voces.

Pero no me era suficiente con escucharlas, quería verles sin que ellos lo supieran, por lo que, viendo la salida de emergencia próxima, la abrí y observé que era fácil entrar a la terracita de su habitación, agarrándome a las tuberías y demás salientes que había en la fachada.

Ya tenía bastante experiencia en los dos últimos días de gatear por fachadas y entrar y salir por ventanas.

En ese momento se abrió la puerta de la terraza y salió mi madre. Me volví a meter por la puerta de emergencia para que no me viera, asomando solamente parte de la cabeza para observarla.

Se apoyó, inclinada sobre la barandilla, mirando hacia la negritud de la noche. Posiblemente saliera no para observar la nada, ni para respirar el aire de la noche, sino para huir de mi padre que ya sabía que quería follársela.

Desde abajo iluminada por la luz que salía de su habitación, pude ver lo que, a duras penas, escondía debajo de su falda, una vulva inflada y totalmente depilada, soportada por dos muslos maravillosamente torneados que parecían columnas salomónicas.

Detrás de ella apareció mi padre que acercándose, sin dejar de mirarla el culo, metió sus manos debajo de la falda, sobándola las nalgas.

Ella se quejó débilmente y, con un movimiento, logró quitárselas de encima, pero mi padre, todavía más entonado al haberla sobado el culo, se pegó por detrás a mi madre, apretando el enorme bulto que sobresalía de su pantalón en los glúteos de mi madre, mientras sus manos, bajándola los tirantes del vestido, dejaron al descubierto las tetas, agarrándolas y comenzando a magrearlas.

Mi madre se quejó, agitándose, pero no se lo podía quitar de encima.

Mi padre había comenzado a hacer enérgicos movimientos de balanceo, excitándose cada vez más, como si quisiera masturbarse. Si no la estuviera sujetando por las tetas se hubiera caído de la terraza.

Mi madre moviéndose, logro apartarlo un poco y darse la vuelta, pero mi madre volvió a pegarse a ella, agarrándola fuerte por las nalgas y besándola profundamente en la boca.

Mi madre forcejeó, apartando su boca, pero la boca de él, al no poder acceder a la boca de mi madre, se dirigió a sus tetas, y comenzó a besarlas y lamerlas, sin soltarla los glúteos.

Unos puñetazos de mi madre en su cara, le hizo que chillara dolorido, apagando de forma brusca sus ímpetus, y logró apartarlo, entrando a la carrera en la habitación para encerrarse en el baño.

Mi padre desde la terraza vio cómo su deseada presa se escapaba de su polla, y todavía, con las manos en su dolorida cara, abandonó la habitación y salió al pasillo.

Desde la salida de emergencia pude ver como mi padre caminaba por el pasillo alejándose. Pero no se fue muy lejos, golpeó con sus nudillos la puerta de la habitación donde suponía que estaban alojados los negros. Le abrieron, les dijo algo y desapareció dentro, cerrándose la puerta a sus espaldas.

¡Me quedé asombrado! ¿Les conocía? ¿Qué es lo que se tramaba?

No me acerqué donde estaban por miedo a que me pillaran por lo que salí por la puerta de emergencia, escalando hasta la terraza de la habitación de mis padres.

Mi madre continuaba en el baño, oía como se duchaba, y pensé que la daba asco el contacto con mi padre, y me dio mucha lástima por ella y por él.

Encima de una mesita estaba la maleta de mi madre, la abrí con cuidado y vi su exiguo contenido. Toda la ropa interior había desparecido, y solamente quedaba un vestido tan pequeño como el que llevaba puesto.

También abrí, sin hacer ruido, la maleta de mi padre, y entre sus ropas, encontré un sobre grande, muy abultado. Abriéndole encontré un montón de fotos.

¡Eran fotos de mi madre! ¡Totalmente desnuda! ¡Sus tetas, su culo, su vulva! ¡Siendo follada en la mayoría de las fotos! ¡Por delante y por detrás, por el culo! ¡Mientras se la comían el coño y mientras comía el rabo a más de uno! ¡En algunas chorreando esperma por el coño, por el culo, en las tetas, en los glúteos!

 Una buena colección de fotos, posiblemente más de doscientas.

Y una tarjeta después de la última foto, que tenía escrito con tinta roja y con letra de mujer:

  • Para el cabrón que me dejó por su virginal esposa. Aquí te dejo una bien nutrida muestra de lo mucho que hemos disfrutado de ella. Espero que hayamos cumplido tus deseos y que a partir de ahora puedas disfrutar de ella tanto como nosotros lo hemos hecho.

¡Me quedé helado! ¡Mi padre había hablado con Merche para que se follaran a mi madre! ¡Tantos obstáculos ponía mi madre que mi padre intentó por las bravas derribar las barreras para siempre! ¡Intentaba acostumbrarla a que se la tirarán para que viera normal que él, como marido, pudiera también follársela!

Escuché a mi madre que, cerrando la ducha, salía del baño, comenzando a secarse.

Dejé rápidamente todo como lo había encontrado y salí, sin hacer ruido, a la terraza, esperando acontecimientos.

Allí, sabiendo que la oscuridad de la noche me ocultaba tras las ligeras cortinas de la habitación iluminada, podía, como era mi deseo, observar sin que me vieran.

La puerta del baño se abrió y mi madre, envuelta en una toalla salió, secándose.

La toalla anudada por encima de sus tetas, no ocultaba el enorme tamaño que tenían, así como su forma redonda y erguida.

De pronto se abrió la puerta violentamente la puerta de la habitación.

Un enorme negro irrumpió en la habitación y, al ver a mi madre, se abalanzó hacia ella.

Mi madre lanzó un gritito asustada, y, al ver como no podía volver a meterse en el baño, ágilmente se subió de un salto en la cama, intentando huir hacia la terraza, pero el negro agarró su toalla, tirando de ella, dejando totalmente desnuda a mi madre de pies encima de la cama.

Recuperando el equilibrio, saltó al suelo para huir por la terraza, pero cuando no dudaba que lograría salir y me pillaría a mí allí, otro gigantesco negro la atrapó con su enorme brazo por la cintura parando en seco su vuelo.

La oí chillar de dolor y frustración, pateando en el aire como si estuviera todavía huyendo.

Atrapada y suspendida en el aire y sin poder poner sus pies en el suelo, vio en la puerta a su marido, que iba burdamente atado con una gruesa cuerda en torno a su cuerpo.

Pacería sacado de una película de Popeye donde Bruto, después de haber maniatado al protagonista, ahora iba a trajinarse a su novia Olivia por todos sus agujeros.

El otro negro agarró a mi padre por un brazo y lo metió en la habitación, cerrando la puerta.

Mi padre, dirigiéndose a mi madre, la dijo, intentando parecer asustado:

  • Me los he encontrado en el pasillo y, como no tenía dinero, me han atado y me han traído aquí para que se los demos. Si hacemos todo lo que quieran nos dejaran en paz y no nos harán ningún daño.

Apestaba a mentira, a una mentira burda imposible de creer. Además el bulto que sobresalía de la parte delantera del pantalón le ponía aún más en evidencia.

El negro que acababa de meter a mi padre, levantó teatralmente una silla del suelo y, ridículamente, la puso detrás de mi padre, empujándole un poco para que se sentara, como así fue.

 Inmediatamente empezó a quitarse la ropa, dejándola, según se la iba quitando, tirada en el suelo.

Era un negro enorme de un negro intenso, más bien azulado, con una altura de más de dos metros, con unos músculos incluso desproporcionados para su altura, sin una pizca de grasa, pero una verga de más de treinta centímetros, más ancha que mi tazón de desayuno, y que se levantaba y movía como si fuera la trompa de un elefante, la de un elefante en celo.

Aunque anonadado por el gigantesco cipote que estaba viendo, eché un vistazo a la cara de mis padres, ambos con la cara desencajada, viendo ese milagro de la creación.

Mi madre gimió, entre desconsolada y excitada sexualmente, temiendo lo que venía a continuación.

El otro negro no parecía precisamente más pequeño, era incluso más alto, aunque no tan ancho, sin dejar de ser un coloso. Sujetaba a mi madre en el aire como si no pesara nada.

El negro desnudo se tumbó boca arriba sobre la cama, colgándole los pies al ser más alto que larga la cama, y le dijo algo al otro en su idioma, que colocó a mi madre suavemente de pies sobre la cama, obligándole a ponerse de rodillas, acercándola la cara hasta tocar el enorme rabo del que estaba tumbado.

Estaba claro lo que quería que hiciera, pero, para que no hubiera dudas, el negro tumbado, sacando mucho la lengua y moviéndola, la dijo algo así como:

  • ¡Chupa, chupa!

Mi madre asustada ante lo que estaba viendo tan de cerca, acercó con cuidado la mano hacia el miembro, como si fuera una bestia salvaje que fuera a arrancársela de un mordisco.

Intentó cogerlo con dos dedos, pero, como era tan grande y pesado, tuvo que emplear la mano completa para agarrarlo, aunque sin abarcarlo totalmente, mirándolo como si fuera un embrión de alien.

El negro tumbado se estaba impacientando, por lo que algo exclamó en su idioma.

Mi padre, atropelladamente, le chilló ansioso a mi madre:

  • ¡No pierdas el tiempo! ¡Chúpasela, chúpasela, antes de que nos hagan mucho daño y nos maten!

Aunque sentado, se notaba claramente que mi padre tenía una enorme erección y que estaba disfrutando enormemente, aunque intentara malamente aparentar pánico,

Mi madre empezó a mover la mano como si quisiera tímidamente masturbarle, dándole escrupulosos lametones.

Un fuerte y sonoro azote en su culo en pompa dado por el negro que estaba de pies, la desplazó en la cama, casi tirándola al suelo.

Mi madre, asustada y dolorida, miró despavorida al que la había azotado, masajeándose la dolorida zona del impacto.

Se volvió a colocar donde estaba antes y cogió con las dos manos el enorme rabazo, acariciándolo de arriba abajo y de abajo arriba, recorriéndolo con su lengua el miembro al completo y los enormes cojones que tenía abajo.

Se lo metió en la boca y solo pudo cubrir la punta, dado el enorme tamaño que tenía, pero, subiendo y bajando la verga, estaba consiguiendo el resultado esperado: masturbar al negrazo.

El negro tumbado tenía levantada su enorme cabeza, mirando como mi madre se la comía, y, de vez en cuando, la dejaba sobre la cama, mirando el techo, disfrutando de la mamada.

El otro negro empezó también a desnudarse, mientras contemplaba el espectáculo y el culo que tenía mi madre en pompa.

Su cuerpo musculoso y pesado me recordó al de una estatua de bronce, era un coloso de ébano, con un rabo aún más largo que el de su compañero, aunque no tan grueso. Si la verga del otro negro me parecía la trompa de un elefante, la de este me recordaba a una serpiente gigante, una anaconda o una boa constrictor.

Puso sus enormes manazas sobre el culo de mi madre, prácticamente cubriéndolo todo, y se puso a sobárselo, a amasarlo como si de un panadero se tratase.

Viendo que el negro tumbado estaba a punto de explotar por el color rojo intenso que estaba tomando su rabo, semejante a un volcán a punto de estallar, le dijo algo en su idioma y dio con sus dedos sobre el culo de mi madre, avisándola para que parara, y, con la mano sobre su cadera, la desplazó un poco para que se diera la vuelta.

Una nueva tarea tenía encomendada: Comérsela ahora al otro negrazo.

Como el negro permanecía de pies, tuvo mi madre que sentarse primero en la cama para llegar a su rabo, y, como no llegaba, se puso de pies e inclinándose un poco, le cogió la verga con la mano y se la metió en la boca, al menos lo que la cabía dentro, dada la longitud del miembro.

La posición que tenía mi madre era incómoda al estar de pies, pero algo agachada.

El negro tumbado lo solucionó al ponerse boca arriba a los pies de la cama, con los pies sobre la pared, de forma que mi madre se sentara sobre su cara,

Así hizo, se sentó sobre su cara y empezó a sobar, a lamer y comer el rabo al que estaba de pies.

Las manos del negro tumbado la sujetaron por las caderas para que no se moviera, y empezó a mover la cabeza debajo de mi madre.

Mi madre comenzó a gemir de placer, ya que el negro de abajo la estaba comiendo el coño, e interrumpía momentáneamente su trabajo.

Los gemidos y estremecimientos de mi madre eran cada vez más frecuentes, para convertirse en continuos, dejando de comérsela al otro por lo que este se alejó un poco de la cama para contemplar a mi madre, que chillaba de placer, brincando sobre la cara del negro, que la sujetaba por las caderas y muslos para que no escapara.

La cara de mi madre estaba encendida, la boca entreabierta con la lengua entre los dientes, y la mirada vidriosa perdida en el vacío, mientras disfrutaba plenamente del placer que la estaban dando.

Levantó la mirada y la fijó en la cara de mi padre, que estaba disfrutando de lo que veía, y sonrió como diciéndole “él sí, pero tú no”, mientras chillaba cada vez más fuerte.

El negro que estaba de pies, dio un paso hacia mi madre, y, empujándola, logró desmontarla de la cara de su compañero, tumbándola bocarriba sobre la cama.

La agarró por los tobillos, abriéndola de piernas, y tumbándose, como pudo sobre la cama, zambulló su cara en la entrepierna de mi madre, que chilló con una nota más aguda todavía.

¡Este negro se había cansado de mirar, y quería participar en follársela!

Mi madre brincaba sobre la cama, gimiendo como una loca, mientras la enorme lengua del negro lamía de arriba abajo, una y otra vez, su vulva, convirtiéndola en un mar de fluidos.

El otro negro, tumbado de lado, agarró con una manaza las dos muñecas de mi madre, poniéndolas sobre la cama, encima de su cabeza, y, bajando la cabeza, empezó también a lamerla las tetas.

Mi madre, aunque algo morena, al estar entre dos negros tan negros, parecía de un blanco níveo. Era como si a Blancanieves se la estaban beneficiando dos negros enormes, en lugar de siete enanitos blancos.

Los chillidos de placer de mi madre retumbaban en las paredes, y seguro que los oía el recepcionista, todo el motel e incluso los coches que pasaban por la carretera más alejada.

Temía que mi madre tuviera un infarto. ¡Qué muerte tan deseable, morir de placer, morir mientras te la comen!

Mi padre no se perdía detalle, sentado sobre una silla, atado de forma ridícula con unas cuerdas demasiado gruesas para atar a nadie, sonreía de oreja a oreja, babeando de gusto sobre su camisa empapada, y con la polla a punto de reventar su pantalón.

El negro que estaba entre las piernas de mi madre, se levantó y acercándose a ella, con su rabo enorme totalmente erecto que casi le llegaba a mitad del pecho, se inclinó hacia adelante y se la fue metiendo poco a poco a mi madre, que, parando de chillar, notó como el enorme miembro iba entrando, hasta que de pronto paró.

¡Había tocado el final de su vagina!

Apoyado el negro con sus manazas sobre la cama, uno a cada lado de mi madre, empezó a moverse lentamente adelante y atrás, adelante y atrás.

Era un espectáculo ver como la larga verga del negro entraba y salía de la vagina.

Cada vez fue más rápido, entrando y saliendo, entrando y saliendo, moviendo la cama por las bestiales embestidas, que chocaba contra la pared, una y otra vez.

Mi madre, después de unos momentos de incertidumbre por si la atravesaba de parte a parte, volvió otra vez a gemir de placer. Los gemidos se convirtieron en chillidos, hasta que de pronto dejó de chillar. Había tenido un bestial orgasmo.

El negro, sin haber eyaculado todavía, dejó de moverse, pero fue el otro negro el que ahora le tocaba el turno, por lo que, empujando un poco a su compañero, logró que desmontara a mi madre.

Cogió a mi madre por un brazo e hizo que se pusiera a horcajadas sobre él, que ya estaba otra vez bocarriba.

Pero ahora no quería que le comiera la polla, sino follársela.

Agarrándola con una manaza por los glúteos, con la otra dirigió su enorme verga hacia la entrada a la vagina de mi madre, que viendo lo ancha y grande que la tenía, empezó a agitarse asustada, suplicándole repetidamente:

  • ¡No, no, no, no!

Pero el negro estaba deseando follársela al precio que fuera, así que forzando, forzando, mientras mi madre chillaba y se agitaba de dolor, el bestial rabo fue, poco a poco, entrando.

Una vez pudo meterla hasta donde pudo, sujetando a mi madre por las caderas y glúteos, empezó lentamente a moverla arriba y abajo, arriba y abajo, a follársela, mientras sudaba y resoplaba como un animal salvaje.

No era él el único que sudaba, ya que mi madre estaba empapada en sudor, sudor suyo por el miedo y por el dolor que estaba pasando, y sudor ajeno, el de los dos negros que se la estaban trajinando.

Su culo blanco subía y bajaba, mientras se veía como un rabo negro, casi azulado, enorme, desaparecía y aparecía dentro de su vagina.

Unos cojones negros mayores que pelotas de tenis recibían los botes del blanco culo de mi madre, blanco sobre negro, negro dentro de blanca.

Me recordaban las películas de Tarzan que veía cuando era pequeño, pero en este caso Tarzan no llega a tiempo y a Jane se la follan todos los negros de la tribu.

El otro negro estaba loco por acabar de follársela, así que, acercándose por detrás a mi madre, con su largo rabo erguido, la sujetó con una mano por los hombros, mientras que, con la otra, dirigió su verga al agujero del culo de mi madre.

Mi madre, tan concentrada estaba con el cipote que la perforaba el coño, que no notó al principio como el otro entraba por la puerta de atrás. Pero una vez se dio cuenta, empezó a chillar y agitarse del dolor que sentía.

Pero fueron pocos segundos, que se hicieron interminables.

No sé si se desmayó momentáneamente por el dolor, pero lo que es cierto es que dejó de agitarse y de chillar, solamente se desplazaba por las embestidas de los dos negros.

Uno, tumbado bocarriba sobre la cama, la sujetaba por las caderas y el otro, con una rodilla sobre la cama y la otra flexionada sobre la cama, la tenía bien cogida por las tetas.

Resoplaban en cada embestida, sudando a chorros, mientras mi madre, en medio de los dos colosos, parecía una muñeca de trapo que se agitaba en cada arremetida que sufría.

La cama amenazaba con romperse en pedazos, por el ruido que hacía y por los movimientos que la imprimían.

De pronto, el que estaba arriba rugió, ¡había descargado!, y dejó de empujar, por lo que él que estaba abajo, embistió todavía con más fuerza, obligando con sus movimientos al otro a desmontar a mi madre y, separándose un poco, no dejó de mirar el polvazo.

No fueron más de diez o quince segundos lo que tardó el otro negro en descargar también.

Un olor muy intenso como de naturaleza salvaje, llegó hasta mí, que estaba escondido en la terraza, y casi me mareó por su intensidad.

Las dos enormes vergas estaban llenas de arriba a abajo de un esperma espeso, de un color banco como la nieve, cubierto en parte por un rojo intenso que debía ser la sangre de mi madre.

De la punta de sus capullos todavía salía esperma níveo por arriba como si se trataran de geiseres.

Dejaron a mi madre, exhausta, boca abajo sobre la cama, como si se tratara de una muñeca rota, y se pusieron de pies.

La atención de los dos hombres fue de mi madre a mi padre que continuaba sentado en una silla.

Este mirándoles de forma ansiosa, desde abajo, se dirigió a ellos, susurrándoles:

  • ¡Eh! ¿Y yo qué? ¿Y yo qué?

Los dos negros le miraron desde arriba como si fuera una hormiguita.

Uno de ellos agarró a mi madre por un lado y la puso boca arriba sobre la cama, con sus tetas apuntando al techo.

El otro se acercó a mi padre para desatarle, pero estaban las cuerdas tan flojas que se soltaron solas y se deslizaron al suelo, mientras mi padre se levantaba.

Empezó a desnudarse rápidamente, dejando caer su ropa al suelo, y dijo de forma teatral a mi madre:

  • Lo siento, cariño, pero quieren que ahora sea yo el que te follé. Nos sacrificaremos para que no nos maten.

Totalmente desnudo, se lanzó a la cama hacia mi madre, como si fuera una piscina, pero mi madre, levantando una rodilla, se la incrustó en el escroto según iba cayendo.

El golpe fue terrible, y mi padre emitió un sonido inteligible y cayó sobre la cama, no sobre mi madre, encogido.

El tiempo se paró durante un rato ante la atenta mirada de los mandingos y de la mía.

Mi padre se retorcía de dolor sobre la cama, sujetándose los genitales, e intentando absorber hasta el último soplo de aire de la habitación.

Mi madre se movió un poco en la cama para ver mejor a mi padre, mientras una sonrisa perversa afloraba en su cara.

Pasados unos segundos, casi un minuto, uno de los negros, mirando a todas partes, dijo con voz grave y amenazadora, apenas inteligible:

  • Dinero, ¿dónde? ¿dónde? ¿dónde?

Como mi padre no estaba lo suficientemente recuperado para responderle, abrió la puerta del armario y, viendo que la chaqueta de mi padre estaba colgada, de una percha, la cogió.

Encontró la cartera de mi padre en uno de sus bolsillos interiores y, abriéndola, derramó todo su contenido sobre la cama.

Solo había unos dos o tres billetes, por lo que el negro cogiéndolo con la punta de los dedos, los miró fijamente como si fueran una serpiente muy venenosa, y dijo, mirando a mi padre:

  • ¡Poco, poco! ¡Más, más!

Le parecía poco dinero.

Cogió la maleta de mi madre e hizo lo mismo, volcar su escaso contenido sobre la cama.

De un simple vistazo se dieron cuenta que ahí no estaba lo que buscaban, así que repitieron la operación con la maleta de mi padre, la volcaron también sobre la cama.

Allí estaban los objetos de mi padre y, por supuesto, el sobre con las fotos que habían hecho a mi madre.

El negro cogió el sobre y lo rompió para ver su contenido.

Manoseando las fotos, las miró entusiasmado, mientras miraba a mi madre, y, haciendo jocosos comentarios y aspavientos a su compañero, éste se acercó también a verlas.

Les encantó a los dos, riéndose a carcajadas, pasando una a una las fotos sin dejar de observar a mi madre y comentando cosas sobre ella, incluso utilizando gestos obscenos bastante claros de lo que estaban viendo.

Entre tantas risas, varias fotos se cayeron sobre la cama cerca de mi madre, que, intrigada, las cogió y mirándolas, se quedó paralizada, adquiriendo su cara un color rojo intenso.

Emitió un sonoro sollozo y un río de lágrimas brotó inmediatamente de sus ojos.

Miró con desprecio a mi padre y, chillándola como una loca, le dijo:

  • ¡Hijo de puta, hijo de puta!

Y, medio tumbada en la cama, pateó, como pudo, varias veces a mi padre en la espalda.

Los negros, al ver así a mi madre, se rieron todavía más. Más que reír, rugían por las salvajes carcajadas que daban.

Sus enormes rabos estaban otra vez entonados, erectos y moviéndose como si tuvieran vida propia, listos para volver a follarse a mi madre. Me recordaron a las crías de alien cuando salían de su receptor.

Tanto golpe y ruido hizo que mi padre reaccionará y gritara a mi madre:

  • ¡Y tú una puta! ¡Puta más que puta! ¡Hija de la gran puta!

La voz de mi padre recordó a uno de los negros que quería dinero, motivando que dejara de reírse al instante, y le rugió a mi padre algo apenas inteligible que sonaba algo así como:

  • Dinero, ¿dónde? ¿dónde? ¿dónde?

Mi padre, tumbado encogido sobre la cama, le respondió con mucho esfuerzo:

  • No tengo más dinero. Es todo, es todo.

Pero el negro no parecía comprender, solo quería más dinero, por lo que, acercando a cara pocos centímetros de mi mapdre, le repitió, rugiendo de forma terrible:

  • ¡Poco, poco! ¡Más, más!

Mi padre, casi llorando, intentó nuevamente hacerse comprender, pero los negros, viendo que no les iba a ser posible obtener más dinero, ya tenían otro objetivo en mente, por las miradas que echaban al culo blanco de mi padre, que, al estar encogido, lo tenía en pompa.

Con sus rabos enormes y tiesos como lanzas apuntándole, entre los dos negros le cogieron por las piernas, arrastrándole hacia los pies de la cama, y una vez allí lo colocaron y uno de ellos, de golpe, le metió la verga en un momento por el culo.

Los gritos de mi padre fueron desgarradores, mientras el negro, sujetándole, le perforaba el ano sin piedad.

¡No pude mirar más! ¡Era terrible! ¡Los gritos, todo!

Desvié la mirada hacia la pared, y me di cuenta que, por un agujero en la cabecera de la cama, alguien más había estado observando toda la escena, como habían violado a mi madre y como estaban ahora violando a mi padre.

Me baje como pude de la terraza y me alejé del motel, corriendo despavorido.

No sabía qué hacer. No podía evitar que dieran por culo de esa forma tan espantosa a mi padre. Y si me iba a mi habitación, los negros podrían entrar, buscando dinero y también me sodomizarían.

Estuve escondido a varios metros del motel, entre los árboles, en la oscuridad.

No sé cuánto tiempo paso, quizá dos horas o más, hasta que vi como los negros, ya vestidos, salieron, se montaron en nuestro coche y se fueron.

¡También nos habían robado el coche, los muy cabrones!

No sabía qué hacer, si ir a ver cómo estaban mis padres o irme a mi habitación, como si no hubiera pasado nada.

Esto último es lo que hice, y, tumbándome totalmente vestido sobre la cama, esperando acontecimientos, me quedé profundamente dormido.

Unos golpes en la puerta de mi habitación, y la voz de mi madre llamándome, hicieron que me levantara y abriera la puerta.

Era ella, mi madre. Aunque con los ojos colorados de llorar y de no dormir, estaba maravillosa, y tan deseable como siempre, con el mismo vestido que llevaba ayer, y que permitía casi ver por delante su muy usado y abusado conejito.

Me dijo que nos íbamos, que mi padre estaba abajo pagando.

En un momento estábamos saliendo de la habitación.

Mi padre estaba en la recepción gritando, más que hablando, con el recepcionista.

Estaba demacrado y encogido, apoyado sobre el mostrador, parecía que había envejecido en una noche más de cuarenta años.

Mi madre, al verlos discutir, me dijo que les esperara fuera, por lo que salí muy obediente, aunque me quedé cerca de la puerta para escuchar lo que decían.

Entendí que los dos negros se habían marchado sin pagar, y habían dicho que era mi padre el que pagaría.

Mi padre, después de ser al menos sodomizado y humillado, se negaba a pagar.

En un momento dado el recepcionista sacó una escopeta de debajo del mostrador y, apuntando a mi padre, le amenazó con matarle si no pagaba.

La voz de mi padre cambió, ya no era tan gallito, se había convertido en una gallina presa de pánico, que más que hablar, balbuceada lloriqueando, solicitando clemencia:

  • No podemos pagarle. No tenemos dinero. Esos negros nos han robado todo lo que teníamos. Incluso el coche nos lo han cambiado por el suyo, que no debe ni andar.

Y enseñó las llaves de coche, que tenía en la mano.

El conserje, sonriendo ferozmente, señaló con un gesto de la cabeza a mi madre, y le dijo:

  • Sí que puedes pagar.

Mi padre, mirando fugazmente a mi madre y volviendo al recepcionista, comenzó a decir algo, implorando y moviendo la cabeza en señal de negación, cuando mi madre, en voz alta y entusiasta, dijo:

  • ¡Pues claro que sí!

Y empujando a mi padre, que gimió de dolor, le quitó las llaves del coche que tenía en la mano y se acercó sonriente y alegre al recepcionista, preguntándole en voz alta:

  • ¿Dónde?

El hombre, impresionado al verla tan de cerca y tan buena, de un salto se fue a una puerta próxima, y abriéndola, dejo que mi madre entrara la primera, para, mirándola el culo, entrar luego él, cerrando la puerta con cerrojo.

Me quedé paralizado al ver como la puerta se cerraba, y mi padre no le fue mejor, ya que, al no poder sentarse, continuó apoyado en el mostrador sin dejar de mirar a la puerta que se acababa de cerrar.

Poco más de un minuto después, pudimos oír los gemidos y gritos de placer de mi madre al otro lado de la puerta cerrada, así como el run-run run-run de la cama.

¡Todo el teatro lo estaba haciendo para joder a mi padre, como venganza a lo que había sufrido por su culpa!

Pasó más de una hora entre gemidos, chillidos, voces y ruidos diversos, incluido el de una ducha, hasta que la puerta se abrió y apareció mi madre, radiante, sonriendo de oreja a oreja, y le dijo alegremente a mi madre:

  • ¡Vámonos, cornudo! Ten cuidado en no dar con tus cuernos en el marco de la puerta al pasar.

Fue ella la que salió la primera, a buen paso, y mi padre detrás, despacito y arrastrando los pies al avanzar con cara de dolor.

Fue mi padre el que condujo a duras penas el coche sucio, abollado, rallado y viejo que nos dejaron los negros.

Cada pequeño bache que tomaba el coche suponía un gemido de dolor de mi padre, que conducía muy lentamente, sin decir una palabra y sin apartar su vista de la carretera.

Mi madre puso en marcha la antigualla de radio que tenía el coche, y estuvimos todo el camino escuchando alegres canciones españolas, que incluso mi madre cantaba muy alegremente en voz muy alta.

Cuando llevábamos más de una hora de camino, en el lugar más solitario, donde no pasaba ni un solo coche, el coche que llevábamos se paró.

No sé si se había roto definitivamente, o se había quedado sin gasolina, pero no volvió a ponerse en marcha.

Todavía recuerdo el grito desgarrador de desesperación de mi padre cuando esto ocurrió, así como las carcajadas histéricas que dio mi madre.

¡No siempre sale todo como queremos, sino que se lo digan a mi padre!

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