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La vecina enseña a mi madre a jugar a las cartas

en Amor filial

Era un día de sol radiante y caluroso, demasiado caluroso para ser otoño.

Aquella mañana Rosa volvía a su casa, tirando del carrito, después de hacer la compra en el supermercado próximo a su casa.

Vestía un ligera chaquetita de cuero negro que la cubría hasta la parte inferior de la espalda, dejando su culo al descubierto; una fina camisa blanca que, con el sudor provocado a Rosa por el calor, dejaba transparentar el pequeño sostén negro que apenas contenía unos pechos rotundos y erguidos; y unas mallas negras ajustadas a sus cerradas y voluptuosas curvas, resaltando sus firmes y redondeadas nalgas y sus torneadas y largas piernas. Bajo las finas mallas parecía que no llevaba nada, al no resaltar las marcas de unas bragas, pero un diminuto tanga escondía una fina cinta entre sus cachetes. Unos zapatos negros de tacón completaban su vestimenta, poniendo en tensión sus esculturales gemelos y muslos.

Siempre solía arreglarse para salir, aunque fuera a hacer, como en esta ocasión, la compra en el supermercado. La gustaba que pensaran todos lo elegante que era, aunque, sin desearlo, provocaba la envidia de las mujeres y la lujuria de los hombres que la decían verdaderas obscenidades, pero ella ya estaba acostumbrada a escucharlos e incluso la ponían bastante cachonda.

Después de días grises y fríos un día soleado levantaba el ánimo y más a Rosa que aquella mañana estaba feliz y contenta, deseosa de reconciliarse con el mundo. Y más aún, cuando, al rascar el boleto que daban al acercarse a la caja del super, había resultado premiado y solo tuvo que pagar la mitad de la compra. ¡Estaba ya segura que hoy era su día de suerte!

Al acercarse al portal saludó alegremente a Orestes, el portero, que la devolvió el saludo y la observó detenidamente el culo cuando se alejaba ella contoneándose.

  • ¡Vaya polvete que tiene la Rosa!

Pensó, sintiendo que le crecía la verga bajo su pantalón y con placer la hubiera dado un buen azote en esas hermosas nalgas macizas y redondas que semejaban un enorme y sabroso melocotón bien maduro.

Entrando al portal Rosa se encontró con un par de vecinas que estaban conversando, las dos estaban en la década de los cincuenta, muy mal llevados todo hay que decirlo. Mientras una de ellas nunca la saludaba, la otra la tenía un odio tremendo. Aun así, Rosa, segura que hoy era el mejor día para resolver todos los problemas y malentendidos, se acercó a ellas sonriente, y, escuchando a una de ellas comentar que todos los jueves quedaba para jugar a las cartas con sus amigas, las saludó por su nombre:

  • ¡Buenos días, Encarni! ¡Buenos días, Asun! ¡Qué día tan hermoso hace!

La miraron extrañadas y, antes de que una de ellas, que estaba cambiando la expresión de su rostro de asombro a una mezcla de odio y asco, para insultarla y quizá también escupirla, la dijo sonriente:

  • ¿No sabes cómo me gusta también a mí jugar a las cartas, Encarni? ¡Me chifla! ¡Es tan … tan … tan divertido!
  • Bueno, yo me voy.

Refunfuñó Asun, empujando a Rosa para abrirse paso y salir del portal, dejando a la Encarni solo con Rosa.

Girándose Rosa, observó como la vecina salía a la calle, dejando que la Encarni la echara envidiosa un buen vistazo al culo prieto bajo las ajustadas mallas y dijera en voz alta:

  • ¡Qué puta!
  • ¡Qué prisas!

Exclamó Rosa sonriente, pensando que se refería a Asun, y, acompañando unas cristalinas risitas, se volteó hacia la Encarni y la dijo sin dejar de sonreír:

  • ¡Me encantaría jugar a las cartas con vosotras y los jueves me viene fenomenal!

Iba a responder desabridamente la vecina, pero, viendo cómo la camisa de Rosa, por el sudor de ésta, se transparentaba dejando ver el pequeño sostén negro que apenas contenía sus enormes y erguidas tetas, permitiendo incluso asomar los oscuros pezones, se sintió excitada sexualmente y se le ocurrió de repente una idea, pero tenía que darla forma, por lo que permaneció en silencio mirándola fijamente las tetas.

A pesar de que no sentía una atracción sexual por las mujeres, con Rosa era diferente. Envidiaba en el fondo su hermoso cuerpo y deseaba verla desnuda, e incluso follando, pero no con Dioni, el marido de Rosa, al que tenía un odio atroz, sino con otros hombres, con hombres bestiales y violentos que le pusieran los cuernos para la vergüenza de éste. ¡Qué mejor venganza que atacar la honra y el honor de su casta mujer! ¡Sería la risión de todo el mundo!

El odio de la mujer hacia el marido de Rosa era relativamente reciente. Hacia menos de un año cuando Dioni era presidente de la comunidad, éste se negó a que se pagará un arreglo de la vivienda de la Encarni y ella juró que se vengaría. Y siempre que tenía ocasión lo demostraba, aunque al coincidir muy pocas veces con Dioni, lo pagaba con su voluptuosa mujer, haciéndola desprecios, insultándola, cerrando la puerta en sus narices y cualquier otra cosa que se la ocurriera.

El silencio de la Encarni hizo albergar una esperanza a Rosa, pensaba que todo podría resolverse, que todo había sido un malentendido y que podían ser incluso amigas.

Eufórica no dejaba de hablar animadamente, entre sonrisas y risas, quizá pensando que cuanto más hablara mejor sería la relación con su nueva amiga.

Pero la Encarni, apenas la escuchaba, solo la miraba las tetas e intentaba desarrollar su plan, hasta que, de pronto, muy seria la preguntó de sopetón:

  • ¿Cuándo puedes?
  • ¡Cuando quieras me avisas y voy!

Respondió Rosa al momento, dejando exclamar una risita de triunfo. Pensaba que al fin la había convencido.

Esbozando una perversa mueca que parecía semejar una sonrisa, la Encarni la dijo:

  • No te preocupes que te avisaré.

Y se marchó, saliendo del edificio sin decirla nada más.

Rosa, eufórica, subió en ascensor al sexto piso donde vivía. Entre el calor que hacía, la ropa que llevaba y la energía desplegada para convencer a la Encarni, habían hecho que sudara y, nada más entrar en su casa, se quitó deprisa la chaqueta de cuero y la camisa, que dejó sobre una silla del salón.

Vistiendo solamente las finas y ajustadas mallas negras, así como sostén, tanga y zapatos, entró en la cocina tirando del carro de la compra.

Como sabía que Juan, su único hijo que ya tenía dieciocho años estaba en casa, le llamó para que la ayudará a colocar la compra sin preocuparse que solo llevaba un pequeño sostén en la parte superior del tronco.

  • ¡Ya estoy en casa, hijo! ¿Vienes a ayudarme con la compra?

Juan, que esa mañana no tenía clase, estaba en su habitación masturbándose mientras veía en su portátil una película porno que se había descargado.

Escuchó a la pesada de su madre, sabiendo que si no acudía, iría a por él, por lo que cerró la película por si le pillaba viéndola.

  • ¡Ven, Juan, por favor, a ayudar a tu caliente madre!

No era exactamente la palabra que Rosa debía haber utilizado. Si lo hubiera pensado un momento quizá hubiera empleado “calurosa” o “sudorosa” más que “caliente” ya que esta última la asoció su hijo con la película porno que había estado viendo, así que el joven, cerrando la tapa del portátil, salió de su habitación con un empalme de caballo bajo su pantalón.

  • ¡Ya voy, mamá!

Acercándose por el pasillo a la cocina, donde escuchaba a su madre, lo primero que vio fue la camisa y la chaqueta de su madre sobre una silla y pensó excitado que podría verla las tetas.

Al entrar en la cocina lo primero que observó fue el redondeado y respingón culo de su madre, que agachada de espaldas a la puerta, subía y bajaba mientras sacaba del carrito la compra que había hecho.

Se quedó quieto, inmóvil, observando hipnotizado las potentes nalgas de su madre y, como se movían bajo las mallas en cada movimiento.

Las finas mallas que la cubrían el trasero resaltaban la lujuriosa voluptuosidad de las sabrosas carnes de la madre y hacían casi explotar la congestionada verga del joven con las hormonas sobre excitadas.

Como no venía su hijo a ayudarla, Rosa, inclinada hacia delante y con el culo en pompa, miró hacia atrás, viendo a Juan en la entrada a la cocina.

  • ¡Ayúdame, hijo, no te quedes ahí quieto, no ves lo caliente que estoy! ¡Ven aquí, por favor!

Otra vez dijo la mujer la palabra “caliente” y Juan, como un resorte, obedeciendo a su madre, se fue directo al culo de ella con las manos abiertas hacia delante.

A punto de colocar sus manos sobre los duros glúteos, se dio cuenta que … ¡era su madre! y rectificó en el último instante, apartándolas y deteniéndose a escasos milímetros, pero estaba tan cerca de las nalgas de Rosa, que ésta, al echarse un poco para atrás, chocó su culo con el pene erecto del joven, provocando que casi se corriera allí mismo. Sin que pareciera percatarse, empezó Rosa a dar a su hijo uno a uno los artículos que había comprado y, cada vez que su culo subía y bajaba, se restregaba una y otra vez con la verga cada vez más congestionada de Juan. Se fijó también el joven que su madre llevaba solamente un pequeño sostén negro y, aunque no podía verla las tetas, se las imaginaba botando en cada subida y bajada lo que incrementaba su morbo y su placer.

La mujer no paraba de hablar y contarle a quien se había encontrado en el portal y con la que había hecho buenas migas, pero él no escuchaba, solo disfrutaba con todos sus sentidos del creciente placer que poco a poco le iba invadiendo.

Aguantando el joven sin moverse, disfrutaba de la sabrosa paja con la que ahora sí caliente madre le estaba regalando con sus nalgas, sin aparentemente darse cuenta.

Tan excitantes roces le provocaron a Juan un poderoso orgasmo, y, dejándose llevar por el placer, la agarró por las nalgas y empujó sin querer con su verga erecta y dura contra el culo de ella, entre las dos nalgas, empujándola hacia delante y metiéndola de cabeza dentro del ya prácticamente vacío carro de la compra.

Como el carro estaba apoyado en un mueble no venció por el peso de Rosa ni cayó al suelo, sino que se quedó erguido como una verga monstruosa que se hubiera follado no al coño de la mujer, sino a toda ella, que, presa de deseo, la hubiera engullido, devorado, como si fuera una anaconda en celo.

Rosa, con la mitad del cuerpo dentro del carro, agitaba sus piernas en el aire, intentando salir, mientras, riéndose de la cómica situación, chillaba:

  • ¡Ay, ay, ayúdame, ayúdame, por favor!

Disfrutando de la paja que su madre le había hecho con el culo, el joven todavía no reaccionaba coherentemente y colocando sus manos abiertas sobre el culo de Rosa, uno en cada nalga, intentó tranquilizarla más que ayudarla a salir, propinándola azotitos, pero, como no lo conseguía y ella seguía riéndose a carcajadas, intentó sacarla del carro al tirar de sus caderas. Al dar un tirón y no conseguirlo sus manos fueron torpes a la cintura de ella y, de un tirón, sin conscientemente quererlo, la bajó las mallas y el tanga hasta las rodillas, dejándola el culo y el coño al aire.

  • ¡Aaaahhhh!

Fue lo único que exclamó Rosa, al sentir sorprendida, cómo la bajaban las mallas y las bragas.

Juan, observando excitado el culo y el coño de su madre sin nada que lo cubriera, perdió el equilibrio, cayendo, sin poder evitarlo, hacia delante, y, al tiempo que la arrastraba las mallas, el tanga y los zapatos, dejándola completamente desnuda de cintura para abajo, cayó con su rostro entre las nalgas de Rosa, separándolas.

  • ¡Aaaahhhh!

Volvió a exclamar la mujer asombrada e instintivamente, como si quisiera evitar que la sodomizaran, apretó fuertemente sus glúteos, uno contra otro, aprisionando el rostro de su hijo entre ellos.

Intentó Juan retirar su rostro pero estaba fuertemente apresado, así que colocó una mano sobre cada uno de los glúteos de su madre para intentar zafarse, y, cuando estaba a punto de hacer fuerza para liberarse, la escuchó un gemido. Era como el maullido de una gatita, como de una gatita en celo, y fue el pistoletazo de salida para que el joven cambiará sus planes y, en lugar de sacar su cabeza del culo de su madre, lo hundió todavía más, y empezó a lamerla el coño, despacio, sin prisas, poco a poco, sintiendo como su madre se estremecía en cada lamida.

Quería Rosa quejarse, decirle que era su madre y que no estaba bien lo que hacía, pero lametón a lametón iba perdiendo la voluntad de hacerlo al tiempo que gemía y suspiraba de placer.

Relajó sus glúteos y Juan podía ya retirar su rostro, pero, en lugar de hacerlo, lo metió más dentro del culo de su madre e incrementó poco a poco el ritmo de los lametones, sintiendo cómo ella se estremecía cada vez más, chillaba de placer y su vulva se empapaba de fluidos. Ahora era Juan el que, sin dejar de lamerla, la sujetaba por los glúteos para que no se escapara.

Un chillido más agudo seguido de otro y de un silencio indicó al joven que su madre se había corrido, pero no él, no ahora, así que, retirando su rostro chorreando de fluidos, se bajó el pantalón y se sacó la verga erecta y congestionada.

Apoyando una mano en la cadera de ella, cogió con la otra su cipote empinado y duro, y se lo restregó una y otra vez, arriba y abajo, entre los cachetes del culo de su madre, dudando si metérselo por el culo y por el coño, pero temiendo hacerla daño, se lo metió lentamente por el coño, que parecía más dilatado y empapado, hasta que sus cojones chocaron con las nalgas de ella.

La escuchó suspirar mientras la penetraba y también cuando fue sacando poco a poco su verga para volver a metérsela hasta el fondo, una y otra vez, cada vez a un mayor ritmo, e, imitando a las películas porno que veía frecuentemente, empezó a propinarla azotes en las nalgas mientras se la follaba, escuchándola chillar en cada azote.

Era Rosa multiorgásmica como pronto pudo observar su hijo, ya que madre e hijo se corrieron a la vez, permaneciendo quietos y en silencio durante unos segundos, disfrutando de su orgasmo.

Pasaban los segundos y madre e hijo no sabían cómo reaccionar. En sus mentes castradas no había espacio para el incesto. El inesperado timbre de la puerta les sacó de sus remordimientos, haciendo que Juan huyera despavorido a su habitación, dejando que su madre y el carro donde estaba ella metida cayera lentamente al suelo, liberándola.

Un segundo timbrazo hizo volver a Rosa a la realidad y, levantándose del suelo, no sabía cómo reaccionar pero, temiendo que fuera una llamada importante, se encaminó hacia la puerta de la calle llevando como única prenda el pequeño sostén, suelto y colgando solo de un brazo. Lo dejó sobre el sofá y cogió su camisa, poniéndosela sin abrochar, mientras se acercaba a la puerta y preguntaba quién era, quien llamaba.

Era la Encarni, la vecina. Si Rosa quería que fuera su amiga, no podía hablarla a través de la puerta, así que la abrió, sujetándose con las dos manos la camisa para que no se abriera y enseñara a la vecina sus más que evidentes encantos.

  • ¡Ah! Hola.

La saludó Rosa con una tímida sonrisa en los labios.

Aunque la camisa la cubría, Rosa no sabía que se transparentaba y la Encarni podía ver que estaba desnuda bajo la prenda. Además lo despeinada que estaba, el rostro tan arrebatado y el fuerte olor a esperma que desprendía, eran signos evidentes de que se la acababan de follar y que la Encarni no dejó pasar por alto, así que, mirándola con una sonrisa sarcástica, la preguntó si estaba sola y si podía pasar.

Respondiendo a la primera pregunta con un “Sí” dubitativo, no tuvo más remedio que dejarla entrar cuando la Encarni la empujó para pasar.

Entrando al salón vio la chaqueta tirada en una silla y el sostén en el sofá.

  • Me pillas en mal momento. Estaba colocando la compra y ya ves cómo está todo.

Intentó excusarse Rosa, deseando que se marchara.

Pero la Encarni quería ver quién se la había follado, así que, con la excusa de que no había visto todavía la casa, entró deprisa en la cocina, observando las mallas, las bragas y los zapatos desordenados en el suelo, junto con el carro de la compra. Luego recorrió casi a la carrera una a una las habitaciones, seguida por Rosa que no se atrevía a detenerla, hasta que, abriendo la del dormitorio de Juan, se lo encontró sentado en una silla delante del portátil haciendo cómo estudiara, aunque su rostro avergonzado y su cabello revuelto denotaban que se la había trajinado, que se había trajinado a su madre.

  • Así que este puto bastardo, su hijo, es el que se la acaba de follar. ¡Vaya familia

Pensó triunfante la Encarni, echando al joven una mirada de repulsión.

Satisfecha su curiosidad volvió al salón, seguida por una tímida Rosa que, deseando que se marchara rápido, no paraba de decirla que no tenía nada de beber para ofrecerla, pero la Encarni, cabezona, la pidió un simple vaso de agua y, cogiéndolo de la cocina, se sentó en el sofá del salón con él, haciendo que Rosa se sentara en una silla frente a ella.

Consciente de su desnudez bajo la camisa, Rosa se la sujetaba y cerraba con fuerza para que no se abriera, aunque, al sentarse, se le subió la camisa lo suficiente para mostrar durante unos instantes la vulva apenas cubierta por una fina franja de vello púbico.

La Encarni estaba eufórica. Había pillado a la Rosa prácticamente in fraganti, seguramente en mitad del coito y, aunque la hubiera gustado estar presente mientras se la follaba su hijo, se sentía muy satisfecha, aunque todavía tenía que venir lo mejor, así que, sin decirla nada y mirándola con una sonrisa irónica, quiso transmitirla una sensación de vergüenza, de indefensión, de que la Encarni sabía todo, todo lo que había hecho, que había mantenido relaciones sexuales con su hijo y que estaba en sus manos.

Rosa, con la vergüenza reflejada en su rostro colorado, estaba sentada en el borde de la silla, con las piernas muy juntas, temiendo que pudiera verla el sexo desnudo entre ellas. Como la Encarni no decía nada, fue ella la que intentó romper el hielo, justificarse por el desorden de la casa y por encontrarla así a ella, prácticamente desnuda:

  • Siento mucho, Encarni, que hayas visto así la casa con este desorden y yo así vestida, pero me has pillado en el peor momento. Acababa de entrar y, después de colocar la compra en la cocina, no me había dado tiempo a nada.

El volumen bajo y el tono que empleó reiteraban a la Encarni la vergüenza que Rosa estaba pasando.

Al escucharla la vecina se rió a carcajadas y pensó:

  • ¿Qué te he pillado en el peor momento? Será en el mejor, cuando te corrías al ser follada por tu propio bastardo.

Rosa, enmudeció, esgrimiendo una tímida sonrisa como si hubiera dicho algo muy gracioso sin saberlo.

  • Ya veo que te he interrumpido. Tenías que haber dejado la puerta abierta para no molestarte cuando entrara y te pillara en … tu trabajo.

Respondió la Encarni sin dejar de sonreír, y se la imaginó en la cocina, completamente desnuda y follando con su hijo, con ese culazo y esas tetazas agitándose sin parar en cada embestida del crío.

Rosa, al escucharla, tragó saliva, imaginando también que la vecina la hubiera pillado desnuda de cintura para abajo, metida la mitad superior de su cuerpo en el carro, mientras su hijo la propinaba azotes en las nalgas y se la tiraba.

Permanecieron unos segundos en silencio, Rosa mirando avergonzada al suelo y la Encarni mirándola desafiante y divertida. Fue esta última la primera en hablar:

  • Te sienta muy bien esa camisa, Rosa. ¿por qué no te la quitas y me la enseñas?
  • ¿Ahora? Bueno, me voy a mi habitación, me cambio y te la doy.

Respondió la maciza, pensando que podía ir a su dormitorio y vestirse.

En ese momento apareció Juan, el hijo de Rosa, que entró en el salón, al escuchar lo mal que lo estaba pasando su madre.

  • Déjalo, Rosa, me voy, que yo también tengo prisa.

Dijo malhumorada la Encarni al ver que el joven podía ofrecer resistencia al escarnio que estaba sometiendo a su madre, y se levantó para irse.

Caminando hacia la puerta de salida, Rosa la acompañó, y una vez que la Encarni salió a la escalera, se volvió hacia la maciza y la dijo telegráficamente

  • Esta misma tarde a las siete tenemos una partida de cartas en mi casa. ¿Vendrás?
  • Sí, sí, claro, allí estaré. Muchas gracias, Encarni.

Respondió Rosa en voz baja para que no la oyera su hijo, entre aliviada que se marchara y agradecida porque la invitara.

Cuando cerró la puerta a sus espaldas, estaba otra vez de vuelta Juan a su dormitorio, y ella aprovechó para lavarse y vestirse, así como arreglar la casa, como si no hubiera pasado nada.

Pasaron las horas y ya Juan se había marchado a clase, dejando a su madre sola en casa. Eran casi las siete de la tarde, la hora en la que estaba previsto que comenzaran las partidas de cartas y ya estaba Rosa preparada para ir.

Como había escuchado a la Encarni que se reunía con las amigas para jugar a la cartas, dio por supuesto que también iban a acudir esa tarde y quería dar buena impresión así que quería ir arreglada y causar buena impresión, así que se puso un vestido con la falda que la llegaba hasta un poco por encima de las rodillas y unos zapatos de tacón, además de ropa interior de encaje y unas medias que con un velcro se ajustaban a la parte superior de sus muslos. Todo de color negro que era mucho más elegante.

Bajó en ascensor al piso donde vivía la vecina y, llamando al timbre de la puerta, esperó nerviosa. Parecía una colegiala que hubiera quedado con un grupo de chicas a las que quería causar buena impresión.

Le abrió la puerta la Encarni. No iba precisamente muy elegante, llevaba puesto un chándal viejo y sucio y unas zapatillas de deporte aún más desgastadas.

Con una sonrisa sarcástica miró de arriba abajo y de abajo a arriba a Rosa, mientras emitía un largo silbido de admiración.

  • Pero ¡cómo vienes, vecina, tan elegante y tan …tan … !

Y con sus manos hizo un gesto como imitando exageradamente los enormes y erguidos pechos de Rosa.

  • ¡Pasa, pasa, que estamos ansiosos esperándote!

La sonrisa de Rosa desapareció al observar los gestos de la Encarni, pero enseguida volvió aunque más apagada que antes.

  • Siento si os he hecho esperar pero como me dijiste a las siete …

Se disculpó Rosa mientras entraba a la vivienda, pero la Encarni ni la respondió, sino que, cerrando la puerta de la calle con dos cerrojos, la agarró del antebrazo y la hizo pasar al interior, al tiempo que decía en voz alta:

  • ¡Mirad que sabroso bombón os traigo!

Entrando Rosa al salón se encontró de frente no con mujeres, con las supuestas amigas de la Encarni, sino con dos hombres. No se lo esperaba y su primera reacción fue darse la vuelta y huir, pero ya era mayorcita y sabía que eso entre adultos no era posible, era de mala educación.

Un hombre calvo de unos cincuenta años se levantó de un sillón y la saludó al tiempo que se acercaba muy sonriente:

  • Mucho gusto en conocerte, Rosa. Me llamo Max.

Y la dio dos besos, uno en cada mejilla, mientras una de sus manos se posó delicadamente en la cintura de la mujer.

  • Encarna nos ha hablado muy bien de ti y teníamos muchas ganas de conocerte. Es un auténtico placer.

Continuó muy amable el hombre. No era muy alto, algo menos que Rosa con tacones, pero era muy corpulento, como si fuera un antiguo atleta de fuerza. Tenía la cabeza totalmente rapada y un sinfín de arrugas cruzaban su rostro como si fuera un marino o alguien en contacto directo con la naturaleza.

También se acercó a ella un joven sonriendo con soberbia, muy pagado de sí mismo.

  • Yo soy Boris, bomboncito.
  • ¡Ah!

Exclamó Rosa, aturdida por el inesperado piropo.

También el joven la dio dos besos, el primero en la mejilla pero el segundo muy suave directamente en los labios, dejando aturdida aún más a la mujer cuando las manos del joven no se posaron en su cintura como Max sino en sus nalgas, una en cada nalga.

Era Boris algo mayor que su hijo, aunque bastante más alto, de casi un metro ochenta. Estaba muy moreno, el cabello muy negro, corto y ensortijado, y vestía una camiseta y un pantalón vaquero muy ajustados, marcando su cuerpo fibroso y proporcionado. Era evidente que se cuidaba mucho y era asiduo a los gimnasios.

  • Venga, vamos, que está todo preparado.

Les metió prisas la Encarni, dando por finalizadas las presentaciones, y les señaló con el brazo extendido una mesa redonda de cristal transparente que tenía en el centro una baraja de cartas bocabajo.

Con un “por favor” y una reverencia, Max cedió el paso a Rosa que se acercó tímidamente a la mesa, seguida por los dos hombres que no dejaron de  observarla el culo.

De la misma forma, la dejó el viejo que eligiera el asiento, sentándose ella la primera, y los dos hombres después, apareciendo la Encarni con cuatro vasos  de plástico y una botella de cristal que puso también sobre la mesa.

Antes de sentarse llenó los vasos con un líquido naranja que vertió de la botella y los repartió entre los asistentes, sentándose a continuación.

Mientras tres de los vasos estaban llenos hasta la mitad, el de Rosa lo estaba hasta arriba, pero nadie dijo nada.

Frente a Rosa estaba sentado Max, Boris a su izquierda y la Encarni a su derecha.

Levantó el vaso la Encarni y todos hicieron lo mismo, bebiendo a continuación. Todos menos Rosa vaciaron su vaso, pero Rosa se detuvo antes, y la Encarni, empujándola por el codo, la hizo también beberse todo el líquido sin rechistar, aunque una parte del mismo se perdió en el vestido y dentro del escote de Rosa.

Una vez vacíos los volvió la Encarni a rellenar, siendo el de Rosa el que estaba otra vez lleno hasta arriba.

Era una bebida bastante dulce, que era justamente como la gustaban a Rosa, que confesó:

  • ¡Muy buena la bebida! ¿Qué es?
  • Fabricación propia, querida, fabricación propia.

Respondió la Encarni que, cogiendo el vaso de Rosa, la hizo beber nuevamente todo el líquido.

La preguntó Max, muy amablemente si deseaba empezar jugando a Texas hold 'em o prefería mejor otro juego de naipes.

Rosa asintió, sin saber en qué consistía el juego, y el viejo empezó a barajar las cartas con rapidez y destreza. Era evidente que era todo un experto. Una vez hubo barajado las cartas se las pasó a Rosa para que las cortara, pero ella, sin saber qué hacer, se quedó quieta, paralizada, mirando con miedo las cartas.

  • La verdad es que no suelo jugar mucho a las cartas.

Confesó ruborizada, provocando una risita nerviosa a la Encarni, pero Max, cogiendo las cartas, la tranquilizó:

  • No te preocupes que nosotros te enseñamos.

Y la explicó muy amablemente el juego, jugando incluso un par de partidas de prueba que la mayoría dejaron ganar a ella.

Muy contenta de haber ganado se fue vacío otro vaso de bebida.

  • ¡Venga, ahora de verdad!

Exclamó de pronto la Encarni, poniendo encima de la mesa un fajo de billetes pequeños. Otro tanto hizo Boris, pero Max sacón uno muy abultado.

Una achispada Rosa se excusó diciendo:

  • ¡No, no lo sabía, no sabía que jugabais con dinero! ¡No he traído nada de casa!
  • Y mucho menos que te llevaras, querida.

Comentó en voz baja la Encarni.

  • No te preocupes. Además con tu suerte seguro que ganas todas.

Dijo Max dirigiéndose a ella.

Y empezaron a jugar. Apostaban dinero todos, menos Rosa que el dinero lo ponía Max.

Aunque perdió algunas partidas fue ganando las más por lo que el dinero al lado de ella se iba acumulando y ya no tenía necesidad de que Max la prestara dinero e incluso quiso devolverle su préstamo a lo que Max se negó .

Estaba eufórica, bebiendo un vaso tras otro, mientras veía crecer el montón de billetes que tenía al lado.

Después de acabarse otro vaso, exclamó sonriente:

  • Sí, que está buena esta bebida.
  • Tú sí que estás buena.

La respondió Boris poniendo una mano encima de su muslo desnudo, pero ella no hizo nada por rechazarlo, ni siquiera un mal gesto.

Ya no retiró Boris la mano del muslo desnudo excepto en contadas ocasiones que no podía usar las dos manos, y su mano fue poco a poco subiendo por el muslo desnudo de la mujer, subiéndola la falda hasta dejar sus bragas al descubierto.

Pero la racha cambió y poco a poco el dinero que tenía a su alcance fue disminuyendo drásticamente.

El primero que perdió todo su dinero fue Boris que, al perder nuevamente, se quitó la camiseta y la arrojó a una butaca que estaba próxima.

A todos le pareció lo más normal, menos a Rosa que no entendía el motivo por el que se había desnudado de cintura para arriba, pero no podía apartar sus ojos del cuerpo musculado del joven ahora sin camiseta.

  • Si te gusta lo que ves ya verás cuando lo veas todo. ¡Alucinaras!

La dijo la Encarni, sonriendo, y todos rieron la gracia, incluso Rosa cuyo rostro adquirió un color carmesí.

También Boris perdió la siguiente partida y, quitándose los pantalones, los arrojó a la butaca sofá con su camiseta, ante la atónita mirada de Rosa, que ahora también le observaba asombrada el enorme bulto que tenía en la parte frontal de su ajustado bóxer. También el joven se quitó el calzado, quedándose solo con el bóxer.

Aunque parecía que quería evitarlo, la mirada de Rosa siempre se dirigía al bóxer de Boris, y al enorme pene en forme de banana que se marcaba bajo la prenda.

Dos partidas después Rosa, sin ya dinero, volvió a perder y la Encarni, incorporándose de su asiento, se acercó a ella por detrás y la hizo levantarse, soltándola los botones del vestido por detrás y dejándolo caer al suelo.

Estaba tan mareada que no sabía el motivo por el que la Encarni la hizo levantarse, y solo cuando vio su vestido caer al suelo se dio cuenta de que era porque había perdido, pero solo exclamó un escueto “¡Ah!” y, cruzando sus brazos sobre los pechos, se los tapó vergonzosa, sentándose a continuación.

Como la mesa era de cristal transparente todos podían verla las bragas y las medias que cubrían su entrepierna y sus torneadas piernas.

Su vestido fue a parar también a la butaca con las ropas del joven.

Rosa cruzó sus brazos sobre sus senos hasta que repartieron nuevamente las cartas y la mujer, descruzando los brazos, echó una descuidada mirada a las suyas. Su pensamiento no estaba precisamente concentrado en las cartas. Estaba muy mareada por el alcohol y avergonzada por estar sin vestido. Pero otra necesidad la apremiaba, había bebido mucho y tenía muchas ganas de orinar, así que dijo que iba al baño y se levantó tambaleándose, sin esperar respuesta.

Boris se levantó para acompañarla y la Encarni le dijo en voz baja, sin que Rosa lo entendiera:

  • No te la folles todavía, que vuelva a la mesa.

Y el joven, moviendo la cabeza en señal de asentimiento, la acompaño al baño.

Como ella se tambaleaba, se puso a su lado, sujetándola con una mano en una de sus nalgas. Plegando la braguita sobre uno de los cachetes, lo dejó al descubierto y puso su mano sobre él para un par de pasos después meterse bajo la braguita, sobándola sin que ella dijera nada.

El sostén que llevaba cubriéndola las tetas se le fue moviendo de forma que sus pezones quedaron fuera, pero ella estaba tan mareada que ni se dio cuenta, solo repetía balbuceando:

  • Gracias, muchas gracias. Estoy un poco mareada pero enseguida se me pasará.

Abriendo la puerta del cuarto, la dejó pasar delante y, en un momento, la bajó las bragas hasta las rodillas sin que ella pudiera impedirlo, aunque esta vez sí dijo algo:

  • No, no hace falta. Ya lo hago yo. Por favor, vete, déjame que orine.
  • No te preocupes, te dejo.

La dijo el joven, dándola un par de azotitos en las nalgas desnudas.

Y ella, como si ya estuviera sola, levantó la taza del inodoro, se sentó a mear.

Desde el marco de la puerta, Boris la observaba cómo orinaba con las bragas bajadas hasta las rodillas. Ella no se dio ni cuenta y Boris se puso a observarla sin ser molestado.

  • ¡Como va la tía de mamada! ¡Y vaya cacho tetas que tiene, la de cubanas que pueden hacer esas ubres! Y ¡ese conejo tan jugoso depilado a la brasileña! ¡Esta ha venido aquí a follar y vaya si lo va a conseguir!

Cuando hubo finalizado, Rosa se limpió con papel higiénico la salida del conducto, apretó el botón para que corriera el agua y se levantó. Subiéndose las bragas, se acercó al lavabo y, abriendo el grifo del agua fría, se echó agua al rostro para espabilarse.

Boris, viendo que ella ya había meado, se acercó al inodoro y, bajándose la parte delantera del bóxer, se puso también a orinar.

Rosa, al escuchar el ruido del meado al caer en el agua del inodoro, levantó la vista y, mirando al espejo del lavabo, vio la imagen reflejada del joven, así como su enorme verga de la que fluía un potente chorro de pis.

  • ¡Dios santo! ¡Santa María!

Exclamó la mujer, asombrada por el tamaño del miembro, y su mirada ya no pudo apartarse del descomunal rabo.

  • ¿Te gusta lo que ves?

La preguntó Boris, sonriendo, y ella, avergonzada, apartó por un momento la mirada, sin atreverse a responder, pero enseguida volvió a mirar.

Cuando Boris dejó de mear, la ordenó a la mujer:

  • ¡Ven aquí y límpiamelo!
  • ¿Yo?

Preguntó tímida Rosa en voz muy baja, señalándose con el dedo.

  • Sí, claro. Ven. No tengas miedo que no te va a comer.

Girándose hacia el joven se acercó asustada sin dejar de mirarle el nabo, como si fuera una serpiente salvaje que se la pudiera comer.

  • ¡Límpiamelo! ¿A qué esperas?

La volvió a ordenar, sonriéndola perversamente.

Ella se inclinó hacia delante y cogió un trozo de papel higiénico. Se lo acercó al miembro y, poniéndolo en la punta, se la masajeo unos instantes.

  • ¿Te gusta?

La preguntó Boris, pero ella no respondió, tan asombrada como estaba mirándolo.

Cuando iba a retirar la mano, el joven se la cogió y la dijo:

  • Ahora con la boca, límpiamelo con tus labios y con tu lengua.

Abrió mucho la boca, la mujer, entre asustada y excitada, pero sin saber qué hacer pero Boris enseguida se lo dijo:

  • Ponte de rodillas.

Eso hizo Rosa, se puso de rodillas frente a él, y Boris, solt la acercó la verga para que la mamara.

  • Vamos, con los labios y con la lengua hasta que brille.

La cogió la mujer con una mano, con miedo como si fuera a morderla, y se la acercó despacio a la boca.

  • No te va a morder. Venga límpialo.

Sacando Rosa la lengua carnosa y sonrosada, le dio un ligero toque con la lengua en la punta. Luego otro y otro. Viendo que no era peligroso, empezó a lamerlo con cuidado, despacio, y se metió el glande en la boca, acariciándolo con sus voluptuosos labios, como si estuviera degustando un sabroso helado. Se fue poco a poco animando, la estaba gustando y mucho. Ya la verga se la fue metiendo poco a poco hasta el fondo de la garganta, acariciándolo con su lengua y con sus labios. Se la metía hasta el fondo y se la volvía a sacar, una y otra vez, como si la estuviera follando. ¡El joven se la estaba follando, se la estaba follando por la boca! Como el miembro era tan largo no podía metérselo en su totalidad en la boca, así que se lo sacó y con sus labios y con su lengua lo fue recorriendo despacio desde la punta hasta los cojones, en toda su totalidad, una y otra vez, sintiendo cómo el miembro crecía y crecía, irguiéndose como si tuviera vida propia, palpitando, y apuntando soberbia al techo, hasta que de pronto … ¡estalló! Y una cascada de esperma escupió con fuerza el gigantesco miembro, salpicando el espejo y la pared del baño, pero milagrosamente ni una gota salpicó a Rosa, como si fuera una santa virgen libre de todo fluido del hombre.

Mientras el gigantesco cipote vomitaba todo un torrente de semen el joven no pudo evitar gritar de placer, sujetándose a los hombros de la mujer para no caerse.

Se escucharon unos fuertes aplausos y unos gritos de “¡Viva, Bravo!” desde la puerta del baño. Eran la Encarni y Max los que habían contemplado como Rosa le comía el rabo a Boris como si fuera toda una experta.

Rosa se quedó quieta, de rodillas, sin saber qué hacer ni qué decir. No sabía exactamente lo que había hecho dado el enorme pedal que llevaba encima.

  • Todavía no hemos acabado con ella. Sigamos jugando.

Sentenció la Encarni con su voz rota.

Fue Max el que se acercó a ella, y, agarrándola por las manos, la ayudó a incorporarse, y una vez se puso en pie, el viejo la tomó delicadamente en brazos y la llevó en volandas al salón.

El lugar donde estaba la silla donde se sentaba Rosa estaba ahora ocupado por otra silla mucho más alta y allí fue donde la puso Max.

Fue la Encarni la que dijo a un satisfecho Boris que la descalzara y eso hizo, se agachó y la quitó los zapatos de tacón, sin dejar de mirarla los muslos y las finas bragas negras.

  • Esto para Max por el dinero que te ha prestado.

Dijo la Encarni , dando al viejo los zapatos que el joven había despojado a Rosa.

Se sentaron los tres en las sillas en las que estaban antes, y se repartieron las cartas, también a una mareada Rosa.

Estaba ahora Rosa sentada en una silla a más de un metro del suelo y los pies dentro de sus medias negras los apoyaba en un soporte metálico de la silla.

Viendo la mujer como todos la miraban los muslos y la entrepierna, se cubrió avergonzada con una de sus manos, colocándola en medio de sus torneados muslos.

No quería seguir jugando, estaba muy mareada y no sabía lo que hacía, pero no quería que la Encarni se enfadara y más ahora que estaba totalmente indefensa, borracha y sin vestido ni calzado. Aun así sugirió marcharse a casa.

  • No me encuentro bien. Debería irme a casa.

Pero la Encarni respondía malhumorada:

  • Tonterías. Te encuentras bien y seguirás jugando. ¿No querrás que estos señores que han venido solo a jugar contigo se lleven una mala impresión tuya?
  • Estás muy buena y jugaras hasta el final.

Sentenció Boris y Rosa, resignada, miró las cartas que le habían tocado, pero, como no lograba concentrarse, se limitó a reírse divertida.

Se levantaba la Encarni para dar a Rosa las cartas, así como cogerlas.

Perdió enseguida y la Encarni además de cogerla las cartas, la soltó el sostén por detrás, quitándoselo, antes de que Rosa lo evitara.

Sus enormes y erguidas tetas quedaron a la vista de todos antes de que Rosa se las cubriera con las manos, y, como no podía tapárselas en su totalidad, se cubrió al menos los pezones.

Esta vez el sostén no fue a la butaca con las demás prendas, sino que Encarni se lo pasó a Max que lo examinó por dentro y por fuera, oliéndolo incluso, y se lo pasó a Boris que lo dio un vistazo, sonrió a Rosa y la dijo:

  • Estas mejor así para que podamos disfrutar de tus tetas.

Luego lo puso en mitad de la mesa para que todos lo vieran y lo tuvieran presente.

A estas alturas ya no estaba Rosa mareada, se la había pasado los efectos de la droga, pero era demasiado tarde para ofrecer una seria resistencia, así que optó por intentar capear el temporal de la mejor forma posible, sin irritar a ninguno de los tres.

La siguiente partida la jugó solamente con una mano ya que el otro brazo lo tenía cruzado, cubriéndose como podía los senos.

El resultado fue el mismo que en la anterior partida, perdió, y fue Boris el que se levantó de su asiento y, acercándose a Rosa con una sonrisa irónica en los labios.

Al verlo aproximarse con las intenciones que tenía, Rosa le suplicó en voz baja, mirándole a los ojos:

  • Por favor, no, por favor.

Pero el joven, ensanchando su sonrisa, la enseñó la blanca dentadura y la dijo también en voz baja:

  • Ahora viene lo mejor, Caperucita.

 Parecía el lobo que se folló a la dulce niña y a su madre en el bosque.

Y cogió con sus manos los bordes laterales de las bragas y tiró de ellos hacia abajo. Como Rosa estaba sentada, sus duros glúteos apoyados sobre la silla impedían que las bragas no pasaran fácilmente hacia abajo, pero Boris, al notar que no bajaban, de un tirón se las arrancó, dejándola prácticamente desnuda sino fuera que todavía llevaba puestas unas medias negras hasta la parte superior de sus muslos.

Emitió ella un agudo chillido asustada y Boris, metiendo la mano entre los muslos de la mujer, tanteó con los dedos entre los labios vaginales, mientras la decía:

  • ¿Qué escondes aquí, Caperucita¿ ¿Un tarro de dulce miel que saborearemos y nos lo comeremos?

Angustiada, bajó Rosa su mano y cogió la del joven, intentando apartarla sin conseguirlo, hasta que Max le dijo:

  • Siéntate, que todavía tenemos que seguir jugando.

Y Boris, obediente, quitó la mano y, sonriendo a Rosa, se sentó en su asiento.

  • Porque has venido a jugar, ¿verdad?

La preguntó Max con su voz grave.

  • Sí, sí, pero ya quiero irme a mi casa.

Respondió la mujer, deseando poner fin a la pesadilla.

  • Enseguida te irás, pero antes acabaremos la partida.

Sentenció Max y repartió las cartas.

Puso Rosa una pierna sobre otra para intentar cubrirse la vulva y uno de sus brazos cruzando sus pechos, también quería taparlos, así que jugó con una sola mano y volvió a perder.

Se levantó otra vez Boris y se dirigió hacia Rosa, mirándola con una sonrisa perversa.

¡Las medias, solo llevaba Rosa puestas las medias!

Se las iba a quitar, a arrancar por la fuerza y la mujer temiendo que la fuera a hacer daño, le suplicó:

  • Por favor, no me hagas daño, quítamelas que yo te dejo, pero, por favor, no me hagas daño.

Sonriendo se puso Boris de rodillas frente a Rosa que levantó las piernas para que la bajará las medias y se las quitara, pero Boris se puso los dos muslos de la mujer sobre sus hombros, uno sobre cada hombro, y, metiendo la cabeza entre las piernas de ella, apartó la mano que la cubría la vulva y empezó a lamerla entre los labios vaginales.

Ella, que no se lo esperaba, dio un brinco en su asiento, al tiempo que emitía un agudo chillido de sorpresa. Intentó apartarse, bajarse de la silla, pero las manos del joven la sujetaban por los glúteos no dejando que escapara.

Aunque intentó retirarle la cabeza, tirando de su cabello, no se atrevía a hacerlo con fuerza por si él, como contrapartida, la mordía el coño.

Los chillidos de sorpresa fueron dejando paso a gemidos y suspiros de placer mientras Boris no dejaba en ningún momento de lamerla la vulva, metiendo sus labios y su lengua entre los cada vez más empapados labios vaginales, jugueteando con su cada vez más hinchado clítoris.

La excitación iba en aumento y el placer era cada vez mayor hasta que emitió no un chillido sino dos, uno detrás de otro, y se corrió en la cara del joven.

Este, cumplido su primer objetivo, comerla el coño, se levantó satisfecho, con la cara rebosante de fluidos, y, mirando a Rosa, exclamó:

  • Mejor con medias.

Y la cogió en brazos, estando todavía ella gozando del orgasmo que acababa de tener, y, llevándola en brazos, siguió a la Encarni por el pasillo hasta un dormitorio que estaba al fondo. Allí había una cama grande de matrimonio y la dejó caer  sobre ella, quitándose al momento el bóxer, quedándose el joven totalmente desnudo, mostrando un enorme cipote erecto, cubierto de abultadas venas azules. Era todo fibra y músculo, sin un solo pelo en todo el cuerpo, solo en la cabeza.

Mirando fijamente a Rosa con una feroz sonrisa dibujada en su cara, esperó a que Max cogiera una cámara de vídeo y encendiéndola, empezara a grabar.

Entonces, el joven se lanzó a la cama donde una Rosa aterrada también se había fijado en la cámara.

¡Iban a grabarla en vídeo!

Se arrojó Boris sobre ella, intentando abrirla de piernas y meterse entre ellas para follársela, pero ahora Rosa oponía una seria resistencia, cerrando con fuerza sus muslos y pegando con sus puños una avalancha de golpes en el pecho, rostro y cabeza del joven que no se lo esperaba y retrocedió pero enseguida volvió a la carga. Ahora la mujer le recibió con las fuertes piernas por delante, dándole patadas y empujándole con ellas hasta arrojarle fuera de la cama. Reptando quiso huir Rosa por un lateral de la cama, pero, al levantarse, se encontró de frente con la Encarni, y, dudando qué hacer, perdió el tiempo suficiente para que Boris la cogiera por la espalda  y la tumbara bocarriba sobre el colchón.

Colocándose a horcajadas sobre ella, la sujetó por las dos muñecas, colocando los brazos de Rosa sobre la cama. Pensaba que ya la tenía a su merced pero ahora la mujer empezó a darle rodillazos en la espalda, uno tras otro, y con tanta fuerza que casi lo descabalga de Rosa, haciendo que gritara de dolor en cada golpe.

Entró la Encarni en acción, sujetándola las piernas para que no continuara golpeando al joven, y éste, colocándose otra vez sobre la mujer, levantó el brazo para darla un puñetazo cuando escuchó gritar a Max con su voz grave:

  • ¡En la cara no!

Entonces dirigió Boris su puño al estómago de Rosa, dándola un fuerte puñetazo, que la dejó aturdida y sin aire en sus pulmones.

Ahora si aprovechó el joven para separar las piernas a la mujer, y, colocándose entre ellas, la metió de un golpe su cipote duro y erecto en el coño, hasta el fondo de la vagina, hasta que sus cojones chocaron con el perineo de la mujer.

Como si fuera un experto jinete en el lejano oeste americano, empezó a cabalgarla frenética y furiosamente ante la pasividad y silencio de Rosa, que retorciéndose de dolor, bastante tenía con intentar respirar y recuperarse del golpe recibido.

Mientras cabalgaba las manos de Boris fueron a las tetas de la mujer, cogiéndolas como si fueran las riendas de un caballo salvaje, como las de una furiosa yegua a la que había que domar, que domesticar para que fuera mansa y hacer con ella lo que se quisiera.

En el momento que Rosa tomó aire y gritó de dolor, Boris se corrió dentro de ella, también emitiendo un grito pero éste de placer, y ambos gritos se solaparon formando uno único que rebotó en las paredes del dormitorio, haciendo eco.

Pocos segundos bastaron para que Boris intercambiara el sitio con Max.

Boris, todavía desnudo, continuó grabando mientras Max, después de quitarse toda la ropa y cubrir su cabeza con unas medias de nylon transparentes, se subió a la cama, y, colocando un grueso almohadón al lado de Rosa, empujó y colocó a ésta bocabajo con la pelvis sobre el almohadón. Situándose entre las piernas abiertas de la mujer, dirigió su cipote duro y erecto no al coño de Rosa, sino al agujero hasta ahora inmaculado de su culo, y poco a poco se lo fue metiendo.

La mujer, que había permanecido pasiva después del fuerte puñetazo en el estómago, empezó a gritar de dolor y a retorcerse mientras el viejo, sin inmutarse lo más mínimo, continuaba taladrándola el culo y desgarrándola las entrañas con su miembro.

  • ¡Ay, aaaayy, no, nooo, por favor, nooo, qué dolor, noooo!

Una vez se lo hubo metido del todo, empezó poco a poco a sacárselo y, cuando estaba casi fuera, se lo volvió a meter, una y otra vez. A estas alturas ya había perdido prácticamente Rosa la conciencia.

La cámara  que ahora utilizaba Boris grababa hasta el último detalle, acercándose todo lo posible, y así grabó con la máxima precisión cómo dieron a Rosa por culo.

Vestidos ya los dos hombres, todavía Rosa continuaba tumbada bocabajo sobre la cama en estado de semiinconsciencia, por lo que el viejo, cuando ya iba a marcharse con Boris, preguntó a la Encarni qué quería hacer con Rosa, y ésta le dijo que la sacara de la casa y que hiciera con ella lo que quisiera.

La cogió Max en brazos y, sacándola de la vivienda de la Encarni, la depositó en las escaleras, en el descansillo entre piso y piso, semiinconsciente y prácticamente desnuda sino fuera por las medias ahora rotas que llevaba puestas.

La Encarni, colocando la casa, vio el bolsito que llevaba la mujer cuando entró, lo vació por si había algo que la interesara para quedárselo, encontrando las llaves de la vivienda de Rosa.

¡Que coño hacía con esto!

Pensando que quizá la policía la pudiera perseguir por lo que habían hecho, salió con las llaves en la mano, y las tiró con desprecio en el regazo de Rosa, escupiéndola, para que volviera a su casa.

No paso mucho tiempo para que Rosa se fuera poco a poco recuperando la consciencia y, pensando que su hijo y su marido la podían pillar así, desnuda, violada y sodomizada, fue subiendo lentamente las escaleras hasta que entró en su vivienda, sin encontrar a nadie en su camino.

Nunca le dijo nada a nadie y, cuando su familia llegó esa noche a casa, estaba todo limpio y arreglado como de costumbre, así como la cena, quizá un poco salada para el gusto de ellos, de los hombres de la casa, pero … ¿qué coño ha hecho esta mujer teniendo tanto tiempo libre y darnos esta comida tan salada?

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