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Mi madre, mi amigo y la escusa del partido

en No Consentido

El mejor amigo de la Universidad donde iba Juan atendía al nombre de Oliver, y, aunque había nacido en Europa, sus padres eran originarios de Brasil y él era negro, negro como el azabache.

El problema surgió cuando un día sin avisar Oliver se acercó a la casa de Juan a recoger un libro que éste le había dicho que se lo daría. En ningún momento Juan supuso que su amigo se presentaría de improviso en su casa a recogerlo. Oliver sabía que Juan estaba en casa pero lo que no conocía era que a su madre la daban miedo y asco los negros, por lo que siempre evitaba Juan que se encontraran su madre y su amigo. Aunque la madre conocía de la existencia de Oliver desde hacía más de un año, que era el mejor amigo de su hijo, no sabía el color que tenía su piel.

Estaba Juan estudiando en su habitación cuando escuchó que llamaban a la puerta y los pasos de su madre que iba a abrir, a continuación un grito de pavor, el de ella, y el ruido de un objeto al romperse contra el suelo.

Se levantó rápido y salió casi corriendo hacia la entrada de la vivienda. Vio pedazos de un jarrón esparcidos por el suelo y a su madre acurrucada contra la pared, aterrada y con sus brazos cruzados fuertemente contra el pecho, como protegiéndolo. Y allí bajo el mismo marco de la puerta estaba él, Oliver, mirándole también asustado, asustado y sorprendido porque no sabía exactamente qué había sucedido.

  • ¡Ostias, era él, era Oliver!

Pensó Juan, aminorando el paso y pensando cómo amortiguar el golpe que habían sufrido tanto su madre como su amigo, y, sonriendo como si no sucediera nada, le dijo tranquilamente a éste:

  • ¡Ah, hola, Oliver! No sabía que ibas a venir, pero mira te presento a mi madre.

Y dirigiéndose a la mujer, que se había girado sorprendida hacia él, la dijo sin dejar de sonreír:

  • ¡Mamá, éste es Oliver, el amigo del que tanto te he hablado! ¡Es uno de mis amigos, sino el mejor!
  • ¡Ah, tu amigo!

Exclamó ella, empleando un volumen de voz apenas audible, pero sin relajarse en ningún momento.

  • Siento haberla asustado, señora. No era mi intención. Venía a por un libro que su hijo iba a dejarme.

Se disculpó el amigo y la mujer, mirándole como si fuera un terrible gorila parlanchín, le dijo en voz baja, mirándole asustada a la cara y sin mucho convencimiento:

  • ¡Ah... Oliver!

A continuación Juan invitó a su amigo a entrar con el fin de dar tiempo a los dos para recuperarse de la impresión.

  • Pero, entra, entra. Ven conmigo a mi habitación que te doy el libro.

Pasó al lado de la mujer con cuidado como si también fuera ella a romperse como el jarrón que estaba hecho añicos en el suelo.

Mientras caminaban por el pasillo camino del dormitorio de Juan, éste le dijo a su madre:

  • No te preocupes, mamá, que enseguida recojo los trozos y barro.

Ya en la habitación, cerró la puerta y Oliver le susurró ansioso:

  • Lo siento, blanquito. ¡Vaya susto que la he pegado a tu madre! Fue verme al abrir la puerta y echarse hacia atrás como si hubiera visto al mismísimo diablo. Chocó con el jarrón y lo tiró al suelo. No pude evitarlo.
  • No te preocupes. No pasa nada.

Le respondió Juan, sonriéndole, para quitar hierro al asunto.

  • Lo siento, de verdad, blanqui, lo siento. No era mi intención molestar a tu madre, y mucho menos asustarla, pero ¿por qué se ha asustado tanto?
  • Ya te he dicho que no te preocupes, de verdad. No te lo había comentado, pero a mi madre la dan pánico los negros. No puede evitarlo, es superior a sus fuerzas.

Le dijo en voz baja, riéndose.

  • ¿Pánico? ¿No jodas, blanquito, que la dan pánico los negros?, pero, ¡coño!, si somos hasta buenas personas.

Y también Oliver se rio y, por contagio, estallaron en carcajadas. Intentando aminorar las risas, pusieron música para enmascararlas y, alejándose de los altavoces y de la puerta, continuaron conversando, entre risas y sonrisas.

  • ¡Joder, negro! ¡la que has montado! ¡El jarrón roto, mi madre acojonada! ¡y con los brazos cruzados sobre el pecho protegiéndose! Pero ¿qué la has hecho, negro cabrón?
  • En esto quizá sea algo de culpa mía. Al abrir la puerta lo primero en lo que se fijaron mis ojos fueron en las tetas de tu madre, que parecía que iban salir corriendo del escote. ¡Ostias, blanquito, qué tetas tiene tu madre! ¡Te lo digo con todo respeto, blanquito, pero qué tetas tiene!

Lejos de cabrearse, Juan le siguió el juego, entre risas.

  • ¿Qué has hecho, negro, intentar cogérselas, intentar cogerla las tetas? ¿Se las cogiste, negro?
  • Eso quisiera, blanqui, pero no, ¡qué va!, solamente quedarme mirándoselas, y además, sin pensármelo. Fue de forma espontánea, fue abrir ella la puerta y mis ojos al momento se clavaron como si tuvieran vida propia en sus tetazas. Y … ¡es que casi se salían del escotazo!
  • Eres un puto salido, negro. Tú ya lo sabes y ahora te la pone dura mi madre.
  • ¡Joder, blanqui, esas tetazas se la ponen dura a cualquiera! ¿A ti no?
  • Es mi madre, negro, pero si, tiene unas buenas tetas y está muy buena a pesar de que tiene ya cuarenta y dos años.
  • A ti también te la pone dura, blanquito, confiésalo.
  • Sí, negro, a mí también me la pone dura y más de una vez me he masturbado pensando en ella.
  • Lo sabía, blanquito, lo sabía. Esas tetas se la ponen duras a todos.

Se reían con la polla cada vez más erecta y gorda.

  • ¿En qué pensabas, blanquito cuando te pajeabas, que estabas en la cama con ella follando o que era un negro como yo el que se la follaba?
  • Yo no me la follaba. Es mi madre, negro.

Y con un gesto no tan risueño se puso un dedo en los labios, haciendo comprender a Oliver la necesidad de detener una conversación que podía ser escuchada por su madre, ocasionando más de un problema a Juan.

  • Mejor vamos a callarnos, que nos pueden escuchar, y te acompaño a tu casa.

Mientras los dos amigos se reían y conversaban cada vez más calientes, Rosa, que así se llamaba la madre de Juan, recuperándose del susto, solamente escuchaba la música tan alta que salía de la habitación de su hijo donde había ido él con su amigo, con su amigo ¡negro!. Más sosegada se puso a recoger los pedazos del jarrón que se había estrellado contra el suelo y, utilizando la escoba y el recogedor, barrió los trozos más diminutos. Sin embargo, observó que debajo del mueble de la entrada había todavía varios trozos de jarrón, y, como no llegaba con la escoba, se puso a cuatro patas en el suelo y, estirándose, intentó llegar con el brazo para recogerlos.

En ese momento, Juan y su amigo salieron sigilosamente de la habitación para marcharse de la casa sin ocasionar más sustos a Rosa. Como Juan suponía que su madre no debía estar en el recibidor, dejó pasar delante a su amigo, rezagándose un poco, y éste, al doblar la esquina del pasillo, se encontró de pronto con el culo de Rosa.

Estaba la mujer a cuatro patas en el suelo, estirándose para intentar recoger los trozos de jarrón bajo el mueble de la entrada. No solo se había descalzado sino que la falda de su vestido se había deslizado, dejando al descubierto además de la totalidad de sus largas y tornadas piernas, su culo macizo y respingón, sin nada que lo cubriera, ya que, al estirarse la mujer, las finas y pequeñas braguitas blancas que llevaba se habían escondido entre las dos redondas nalgas, sin una pizca de celulitis ni mancha.

Sorprendido Oliver se quedó inmóvil, sin hacer ni un solo ruido, abriendo mucho los ojos para observar sin pestañear la lujuriosa visión del cuerpo de la mujer, prácticamente desnuda desde la cintura hasta los pies. Sintió cómo su verga se hinchaba y crecía más y más, presionando fuertemente sobre la bragueta de su pantalón como quisiera escaparse y lanzarse sobre ese prieto culo y penetrarlo.

Unos segundos tardó Juan en alcanzar a su amigo en el pasillo, con el que casi choca, y, al darse cuenta donde Oliver fijaba su lasciva mirada, lejos de recriminárselo, se quedó también él contemplando el culazo de su madre, sin rechistar, hipnotizado y empalmado ante tan morbosa y excitante visión.

Con sus glúteos y muslos en tensión, Rosa se iba deslizando adelante y atrás, adelante y atrás, alcanzando y recogiendo los pedazos cada vez más diminutos que estaban esparcidos bajo el mueble y, sin incorporarse, los iba colocando en el recogedor situado al lado suyo.

Los ojos de los dos machos estaban fijos y no se perdían detalle del movimiento de esos macizos glúteos y muslos, mientras sus bocas babeaban de placer y sus pollas crecían más y más.

Solamente cuando Rosa atrapó todos los pedazos de jarrón y empezó a incorporarse del suelo, los dos jóvenes se dieron cuenta que les podían pillar y, recularon deprisa, escondiéndose tras el requiebro del pasillo.

Una vez erguida, Rosa, sin percatarse de que la habían estado espiando a sus espaldas, se bajó el vestido y se lo colocó, acercándose a la cocina para tirar a la basura los trozos que había recogido.

Atisbando Juan que su madre había desaparecido camino de la cocina, se encaminó deprisa y sin hacer ruido a la salida junto con su amigo, y, antes de cerrar la puerta de la calle, gritó a su madre:

  • ¡Nos vamos a la calle, mamá!

Y, cerrando la puerta a sus espaldas, bajaron corriendo las escaleras, balanceando sus erectos penes dentro de sus pantalones.

Ya en la calle el cachondeo continuó:

  • ¡Qué cabrón! ¡Como mirabas el culo a mi madre!
  • ¡Ostias, blanquito, cómo para no mirar! ¡Vaya culo que tiene tu madre! Y además sin bragas, no lleva bragas, blanqui. ¡No lleva bragas tu madre!
  • ¡Coño, negro, que si las llevaba, que si llevaba bragas! Yo también pensaba al principio que iba sin ellas pero luego me di cuenta que las tenía metidas entre los dos cachetes
  • ¡Cachetes es lo que yo daría a ese culo! ¡Más que cachetes, casquetes, casquetes es lo que echaría a yo a ese culo hasta quedarme seco!

Tan emocionados estaban que chillaban en mitad de la calle, entre risotadas, y la gente que pasaba les miraba, pensando que estaban borrachos. Y lo estaban, estaban borrachos, pero no de alcohol, sino de lujuria.

  • ¡Borrachos!

Les llamó un viandante malhumorado tras un lamentable día de trabajo y entonces ellos se dieron cuenta que eran indiscretos al ser escuchados por la gente que pasaba por la calle, así que se callaron avergonzados y se alejaron un par de calles hasta una zona prácticamente desierta en la que no había nadie alrededor y continuaron hablando, ahora más sosegados.

  • Pero ¿qué coño hacia tu madre así, blanqui, con el culo desnudo apuntando hacia nosotros? ¡Me lo estaba ofreciendo, blanquito, me estaba ofreciendo su culo abierto a mi gran polla negra, quería que la diera por culo, que me la follara!

Dijo Oliver a Pablo, y éste, riéndose, respondió:

  • ¡Gilipollas, estaba recogiendo del suelo los restos del jarrón que se rompió por tu culpa!
  • Si tú no estás allí, blanquito, me la follo. Te aseguro que me la follo, que me follo a tu madre. ¡Allí mismo, a cuatro patas, se la meto por detrás, la empalo, me la follo!
  • Ya, ya, y así dejaría de tener miedo a los negros, ¿no?, negro cabrón. ¡Si ve tu polla negra se desmaya, negro, se desmaya del susto!
  • Mejor, blanquito, si se desmaya, mucho mejor. Me la follaría por todos sus agujeros blanquitos con mi gran polla negra. A lo que tu madre tiene miedo no es a los negros, blanquito, sino a sus enormes pollas negras, que se las metan por el coño, por el culo y por la boca y se la follen, la revienten de placer. Eso es, blanquito, tu madre es una puritana, una hipócrita que desea que se la follen gigantescas pollas negras pero se niega a reconocerlo, a reconocer que quiere ser una puta, una puta de las pollas negras.

Estaba Oliver desatado, eufórico. Seguro que si estuviera ahí mismo, delante de él la madre de Juan se la follaba hasta quedarse sin una gota de esperma en el cuerpo.

Juan, riéndose de las burradas que decía su amigo, de pronto tuvo una idea y, logrando meter baza en la conversación de su amigo, le dijo:

  • Pero.. ¡qué gran idea, negro, quitarla el miedo a los negros a base de polvos!
  • ¡Eso es, blanquito, déjame follármela, déjame follarme a tu madre, blanquito! ¡Me lo agradecerás, ella me lo agradecerá, todos me lo agradecerán, la humanidad me lo agradecerá!
  • ¡Choca esas cinco, negro!

Y se dieron la mano como sellando un pacto, el que el amigo se follara a la madre de Juan.

Aulló de alegría Oliver, pegando grandes brincos, y su amigo, sujetándole para que se tranquilizara, le dijo más serio y en voz baja:

  • Tranquilízate, negro. Total discreción. Esto va a quedar entre tú y yo, pero te vas a follar a mi madre y yo lo voy a ver.
  • Ok, blanquito, ok. Vamos ahora.

Y, cogiendo del brazo a su amigo, quería volver a la casa de éste para follarse ahora mismo a su madre, pero Juan le retuvo.

  • Ahora no, negro joputa, no ves qué va a llegar mi padre a casa y nos va a pillar follándotela. Pensaremos cómo hacerlo, no hay ninguna prisa.
  • ¿Qué no tenemos prisa? Yo tengo prisa, una prisa enorme de follarme a tu madre, así que mejor ahora.
  • ¡No jodas, negro, que ahora no te la jodes! Machácatela aquí mismo hasta que te tranquilices, pero ahora no te follas a mi madre.
  • De acuerdo, blanquito, es tu madre y tú decides. Yo soy tu negro, el negro que va a curar a tu madre de sus miedos.
  • No te preocupes, que será pronto. Lo pienso un poco y te digo algo. Tengo una idea.

Y se separaron allí mismo, regresando Juan a su casa.

Por el camino estuvo dando vueltas a lo que había estado hablando con su amigo e intentó dar forma a los planes que se le iban acumulando en su cabeza.

Cuando entró Juan en su casa encontró a su madre en la cocina, haciendo la cena.

Estaba de espaldas, sin mirarle, y el joven se quedó un rato en silencio, observando su voluptuoso cuerpo ceñido por un vestido muy ajustado, demasiado pequeño para contener semejantes curvas. Bajo la prenda podía ver tanto la marca de las pequeñas bragas que llevaba así como que no llevaba sostén para sujetar esas erectas ubres que se levantaban desafiando a la fuerza de la gravedad. Dudaba si era el vestido lo que había encogido o su madre había aumentado de tetas y de culo. La miro este último, macizo y respingón, y deseo darla allí mismo unos buenos azotes, arrancarla allí mismo el vestido y follársela por detrás como un animal en celo. Pensó en ese momento que su madre llevaba ese vestido para poner cachondos a los hombres, que era una calientapollas y una exhibicionista a la que encantaba excitar a los machos y se estaba buscando que se la follaran, que la violaran. Sí, la estaría muy bien empleado que alguno no pudiera resistirse y, en cuanto tuviera la más mínima oportunidad, se la follara.

Cuando Rosa se dio cuenta que su hijo estaba detrás, se asustó ya que no se lo esperaba, y, mirándole de refilón, le dijo:

  • Pero … ¿qué haces ahí, hijo? Ni que fueras un fantasma.

Entonces él cambió la expresión lujuriosa del rostro y se acercó con gesto enfadado a su madre.

La recriminó vehementemente por la actitud que había mantenido con su amigo, con su mejor amigo, por lo mal que le había tratado, como si su amigo fuera un criminal, asustándole. La dijo que había tenido que disculparse con él, que se había marchado muy pesaroso e incluso llorando por el trato tan degradante por el que la madre de su mejor amigo le había sometido. Nunca nadie le trató tan mal. Intentó la madre disculparse, pero su hijo la decía que no era bastante, que no le interrumpiera mientras él hablaba, que si ella pensaba que era superior por tener su amigo la piel de un color más oscuro.

Rosa, escuchando a su hijo, se puso a llorar desconsolada y, arrepentida, le suplicó a su hijo que la perdonara, que ella misma se disculparía delante de su amigo y se ofreció a invitarle a merendar o a comer.

Juan la estaba llevando hacia donde él quería, hacia la polla negra de su amigo, y la comentó que sí, que podía ser una buena idea. Teatralmente hizo como si recordara que la tarde del día siguiente había en televisión un partido de futbol y podrían invitar a Oliver a que asistiera. A ella le pareció bien, deseando recuperar la estima de su hijo y librarse de tan pesada carga emotiva. Juan sabía que esa noche su padre no estaría en casa hasta altas horas de la madrugada ya que la empresa para la que trabajaba tenía una gran carga de trabajo esa semana.

Cuando dejó a su madre se dirigió a su habitación, con una gran sonrisa en su rostro y una gran erección en su verga, y le envió un whatapps a su amigo:

  • Mi madre te invita a ver mañana por la tarde el partido de futbol en la tele de mi casa. Estaremos solos nosotros tres. Concretaremos, pero mantente fuerte.

No quiso enviarle un mensaje más caliente por si alguien que no fuera el negro leyera el mensaje y pudiera desbaratar sus planes, pero el mensaje era evidente, que no se hiciera pajas y guardara sus fuerzas para follarse a su madre.

Enseguida Oliver respondió también por whatapps:

  • Bravooooooooooooooooo!!!! Allí estaré. Hablamos.

Acordaron entre los dos amigos llevar varias latas de cerveza para, durante el partido, emborrachar a Rosa, y que el negro la sedujera y se la follara. Juan tenía reparos de follarse a su madre pero quería presenciar todo sin que su madre lo supiera. Sabía que Rosa no tomaba alcohol y no lo soportaba, por lo que esperaban embriagarla pronto. Además Juan rechazo el ofrecimiento de su madre de preparar algo de comer para tomar durante el partido. Sabía que el alcohol haría un mayor efecto en su madre si estaba con el estómago vacío y quería que la sangre de su amigo no se perdiera en digerir comida, sino que fuera directamente al cipote para follarse más y mejor a su madre.

La tarde del partido, mientras Rosa esperaba que llegaran su hijo y su amigo, cogió una botella de whisky que tenía guardada su marido y se llenó un vaso con su contenido. Esperaba con esta medida mitigar el pánico que tenía a los negros y tranquilizarse para darles una buena bienvenida sin enfadar de nuevo a su hijo.

Llevaba el mismo vestido del día anterior, aunque esta vez se abrochó todos los botones, aunque, al estarle tan prieta la prenda, se desabotonaron al momento dos de ellos.

Cuando empezó el partido se bebió los últimos restos de whisky y, dejando el vaso en el fregadero, se sentó en el sofá delante del televisor encendido, esperando la llegada de los dos jóvenes. Deseaba que no viniera el negro y, como pasaban los minutos sin que llegaran, confiaba que no viniera, pero enseguida escuchó cómo se abría la puerta de la vivienda y a su hijo diciéndola alegremente que acababan de llegar. Se incorporó asustada y se dio cuenta que estaba algo mareada, pero intentó disimular para que Juanito no se enfadara.

Aparecieron por la puerta su hijo muy sonriente y detrás, no menos sonriente, el negro. Bastante más alto y mucho más corpulento que su Juanito. Le pareció a la mujer la viva imagen del mal y tragó saliva aterrada.

  • Buenas noches, doña Rosa.

Le dijo el amigo de su hijo mientras sus ojos se clavaban en los pechos de la mujer, taladrando el vestido con su penetrante mirada, como bien se dio cuenta Rosa que se sintió al momento desnuda. Bajó tímida la mirada a sus tetas por si los botones del vestido se habían soltado, dejando al descubierto sus sugerentes carnes. Solamente se habían desabotonado un par de ellos, pero, antes de que pudiera volver a abotonarlos, se acercó su hijo y, sujetándola por la cintura, la dio un beso en cada mejilla. Nunca lo hacía y la mujer supuso que era por agradecimiento de recibir a un negro en su casa y también por demostrar a su amigo lo bien que se llevaban madre e hijo. Se hizo Juan a un lado y Oliver ocupó su puesto, sujetándola esta vez por las caderas, la dio también un par de besos, uno en la mejilla y otro casi en la boca, si no es porque la mujer giró instintivamente un poco la cabeza al ver hacia donde dirigía Oliver sus morros hinchados: directamente a su boca.

Se contuvo Rosa para no rechazar al negro ni, cuando éste se apartó, a limpiarse la cara, como era su mayor deseo.

Oliver, que al momento se dio cuenta que la mujer no llevaba sostén, no dejaba de mirarla los pechos, cuyos abultados pezones amenazaban en perforar la fina tela del vestido.

  • Mi amigo Oliver nos invita a cervezas.

Le dijo su hijo, señalando a una bolsa de plástico que llevaba en la mano.

  • Siéntate, mamá, y tómalas con nosotros.

Le dijo su hijo señalando con una inclinación de cabeza al sofá, pero fue Oliver el primero que se dejó caer sobre el diván, abriéndose de piernas. En ese momento, Rosa, al bajar la mirada, se dio cuenta del enorme bulto que tenía el amigo de su hijo bajo la bragueta de su estrecho pantalón vaquero. La primera impresión que tuvo la mujer fue que tenía un enorme plátano dentro del pantalón, pero enseguida se dio cuenta que ¡era una verga enorme lo que tenía el negro entre las piernas! ¡una polla gigantesca!

Asombrada, dejó escapar un largo siseo y, conteniendo de forma involuntaria la respiración, se quedó mirándola fijamente durante unos segundos sin que nadie dijera nada. Al darse cuenta lo que estaba haciendo y que todos se habían dado cuenta, retiro avergonzada la mirada y su rostro se tiño de un color rojo intenso.

  • Siéntate, mamá.

Le ordenó firmemente su hijo al tiempo que la daba con la mano un ligero empujoncito, desequilibrándola y haciendo que cayera de forma involuntaria hacia el negro, que la recibió con las manos abiertas, ambas bajo la falda, directamente bajo las nalgas desnudas, ya que las braguitas de la mujer se habían metido entre los dos cachetes. Ella al caer, se apoyó primero en el pecho de Oliver, pero enseguida su mano descendió, posándose sobre la verga erecta y dura del negro, mientras se sentaba en su regazo.

Al darse cuenta Rosa donde había colocado sus manos, las retiró asustada como si las hubiera puesto sobre el fuego.

  • ¡Lo … lo siento!

Fue lo único que exclamó asustada, mirando, entre avergonzada y asustada, a la cara del amigo de su hijo.

  • No se preocupe, doña Rosa. Es un placer, un auténtico placer.

Respondió Oliver, sonriéndola, y sin apartar sus manos del culo desnudo de la mujer.

  • Me … me voy a sentar … mejor en el sofá.

Exclamó Rosa con voz tímida y entrecortada, a lo que replicó Oliver.

  • Como quiera, doña Rosa. Puede estar encima de mí todo el tiempo que quiera.

Incorporándose un poco, Rosa restregó sus muslos y nalgas sobre las fuertes piernas de Oliver, hasta colocarse a su lado, ahora directamente sobre el sofá, aunque la palma de una de las manos del negro continuaba todavía bajo el culo de la mujer.

Sentándose al lado de su madre, la tendió una lata de cerveza fría que ésta tomó, sin rechistar. Estaba abierta y la dio un trago largo, avergonzada, a pesar de que no solía tomar alcohol nunca.

Estaba ahora Rosa entre los dos jóvenes, a un lado su hijo y al otro lado el amigo de éste, cuya mano mantenía bajo las nalgas de la mujer.

De pronto, algo exclamó su hijo, y su madre le miró asustada. También exclamó algo Oliver y replicó Juan. Concentrada Rosa en lo sucedido y en la mano que tenía bajo sus nalgas, no comprendía que decían, hasta que se dio cuenta que hablaban del partido de futbol que estaban echando en la televisión. Pensó Rosa que para eso habían venido, para ver el partido.

Bebían y charlaban los dos amigos sobre el partido y la mujer, para no defraudar a su hijo, exclamaba algo de vez en cuando, convenciéndose de que no era una mano lo que tenía bajo sus nalgas sino quizá el pliegue de su falda.

Cuando acabaron sus latas los dos jóvenes cogieron otras y, como Rosa todavía no se la había bebido, su hijo la dijo que se la bebiera mientras la tendía otra ya abierta. Eso hizo, obediente, beberse la empezada que tomó su hijo de sus manos, y empezar la nueva.

La mano que tenía la mujer bajo las nalgas y de la que ya estaba ella casi acostumbrada, empezó a cobrar vida y sus dedos se movieron lentamente. Al sentirlo Rosa dio un respingo asustada, pero la mano de su hijo se posó sobre su muslo sin decir nada, haciendo que la mujer se mantuviera quieta y en silencio, sintiendo como los dedos del negro reptaban bajo sus nalgas, sobándolas, hasta colocarse encima de su clítoris y, después de una pausa de segundos, empezaron despacio y suavemente a masajearlo. Apretando fuertemente los muslos entre ellos y poniendo sus glúteos en tensión, intentó Rosa resistir el acoso del negro.

Continuaron los dos jóvenes hablando sobre el partido, comentando las jugadas que se sucedían en la televisión, como si no sucediera nada, pero Rosa, sin moverse y sin decir nada, sentía cómo la masajeaban lenta y reiteradamente el clítoris. La mano de su hijo ya no estaba sobre su falda, sino que la había subido y ahora reposaba la mano sobre el muslo desnudo de su madre, que lo acariciaba despreocupado mientras veía el partido.

La mujer sentía que poco a poco se iba excitando y daba cada vez con mayor frecuencia tragos a su cerveza, sin fijarse que varios de los botones de la pechera de su vestido se habían desabotonado y dejaban ver los turgentes senos, descubriendo incluso los pezones que hinchados de tanta excitación estaban empitonados.

Sudando copiosamente, intentó resistir Rosa el orgasmo que sentía que venía, apretando fuertemente muslos y glúteos.

  • ¡Qué vergüenza, allí al lado de su hijo y de su amigo! ¿Qué pensarían, que dirían? ¡Qué vergüenza, dios, qué vergüenza!

Pensó desesperada Rosa, sintiendo cómo se corría, y, en contra de su voluntad, emitió un gritito que se convirtió en un chillido de placer, en un chillido ahogado al principio que aumentó de volumen y se prolongó durante varios segundos, ante la mirada, entre sorprendida y lasciva, de los dos jóvenes.

¡Era uno de los mayores orgasmos que había tenido en su vida, sino el mejor!

Cerró los ojos, Rosa, disfrutando del orgasmo y escuchó a su hijo decirla a su lado:

  • ¡Caramba, cómo te ha puesto el partido!

Sintiendo cómo la brotaban lágrimas de los ojos por el placer que acababa de disfrutar, no se atrevía a abrirlos, incluso cuando se levantó su hijo del sofá, pero, cuando le escuchó anunciar que se iba un momento al baño y sus pasos saliendo de la habitación, los abrió asustada.

  • ¡Se iba a quedar a solas con el negro!

Fue lo que le vino de pronto a la mente y empezó a levantarse del sofá, pero, cuando estaba ya medio incorporada, la agarraron por las caderas y tiraron de ella hacia abajo, haciendo que se sentara sobre el regazo de … del negro. Sintió que se apoyaban sus nalgas desnudas sobre algo grande y duro, ¡el monstruoso cipote del negro! Pero no era tela lo que sintió sino carne, ¡carne! ¡la tenía fuera! ¡había desatado al monstruo!

Aterrada, intentó nuevamente levantarse, pero un brazo la retuvo por la cintura, mientras una mano se metía entre sus nalgas, cogía sus braguitas, las apartaba y tiraba de ellas para romperlas.

Sintió cómo el miembro duro y erecto del negro se clavaba en una de sus nalgas e intentaba encontrar un agujero para penetrarla, ¡para penetrarla! ¡quería follársela!

  • ¡Nooooooo!

Exclamó, entre aterrada y excitada, y se giró desesperada para que no la penetrara, encontrándose de pronto con el rostro sudoroso del negro a escasos milímetros y chocó con él, con sus gruesos labios, que se pegaron a los suyos, besuqueándola, frotándoselos en un maremágnum de fluidos, sudor, saliva y cerveza.

Sentada a horcajadas sobre el negro, sintió cómo la lengua de él se metía ansiosa dentro de su boca, recorriéndola ávido hasta el fondo de la garganta, provocándola incluso arcadas. Intentó separarse, pero unas fuertes manos la agarraban por las nalgas desnudas, atrayéndola hacia él.

Levantó sus manos y las apoyó sobre el rostro del negro para apartarlo, pero éste la retiró violentamente las manos, bajándoselas, y, agarrando por arriba el vestido de la mujer, tiró con fuerza de él hacia abajo, bajándoselo hasta casi la cintura, dejándola desnudas las tetas y aprisionándola los brazos.

Empezó Oliver a lamerla las tetas, a lamerlas ansioso con su larga y ancha lengua sonrosada, a chuparlas y besuquearlas, mientras la sujetaba con sus manos por los glúteos.

Sin atreverse a chillar en voz alta para no alarmar a su hijo, la mujer se retorcía con los brazos atrapados en su vestido, intentando apartarse sin conseguirlo, mientras se iba otra vez excitando cada vez más a cada lametón del negro.

Logró Oliver romper las bragas de Rosa y, sin dejar de lamerla las tetas, localizó con sus dedos la entrada a la vagina de la mujer. Sujetándose con una mano la verga la acercó al agujero que acababa de localizar y presionó con el miembro para penetrarlo.

Sintiendo Rosa cómo el cipote estaba entrando en su vagina, ahora si chilló:

  • ¡Ay, ay, no, no, por favor, no!

Aunque enseguida se calló para no provocar un escándalo y su hijo se enterara. El negro era mucho más fuerte que su hijo y temía que, si Juanito se oponía, el negro podría hacerle mucho daño e incluso matarlo.

Pero el hijo de Rosa no se había ido al baño como había anunciado, sino que, saliendo de la habitación, había ido rápidamente a la terraza y, acercándose a una ventana que daba al salón, observaba desde el principio cómo su amigo acosaba sexualmente a su madre y ahora se la estaba follando.

Sujetándola por las nalgas, Oliver subía y bajaba a la mujer, haciendo que su verga se deslizara arriba y abajo dentro de la vagina de Rosa, follándosela. Ésta, sin ya poder evitarlo, se dejaba hacer, se dejaba follar y también ella, en contra de su voluntad, disfrutaba del polvo que la estaba echando.

Cuando por fin el negro se corrió dentro del coño de la mujer, se detuvo, y descargó el esperma durante casi un minuto, aprovechando en ese momento Juan para ir al baño y, tirando de la cadena para que le escucharan, salió del baño en algo menos de un minuto y entró en el salón donde se habían follado a su madre, preguntando, como si no supiera nada de lo sucedido:

  • ¿Qué? ¿Qué tal el partido? ¿Me he perdido algo?

Se encontró a su madre y a su amigo, sentados en el sofá, la mujer en una esquina lo más lejos posible del negro.

Oliver, muy sonriente, se volteó hacia su amigo y le dijo:

  • Muy bien, maravillosamente bien. Te has pedido lo mejor.

Rosa, acurrucada, despeinada y con el rostro de color granate, no dijo nada ni se atrevió a mirar a su hijo. Solamente se sujetaba con sus manos el vestido, tanto por arriba como por abajo, cerrándoselo para que no viera su hijo que estaba desnuda debajo de él. Las zapatillas de Rosa estaban tiradas en el suelo, desordenadas, mientras sus bragas rotas las había escondido la mujer empujándolas bajo el sofá.

Juan miró a su madre divertido y dijo:

  • Ya veo que os habéis bebido todas las cervezas. Salgo a por más.

Y se marchó deprisa nuevamente de la habitación, exclamando desde la puerta de la calle:

  • No me llevo las llaves. Me abrís vosotros cuando llame.

Pero no salió de la vivienda, sino que abrió y cerró la puerta de un portazo para que su madre pensara que se había marchado, escondiéndose a continuación en la terraza.

Rosa, al escuchar que su hijo decía que se marchaba, se puso nuevamente en tensión, exclamando un “¡NO!” apagado cuando le vio salir del salón.

Cuando escuchó el portazo de la puerta de la vivienda, se levantó deprisa del sofá para huir del negro, pero éste, aunque no llegó a coger su cuerpo, si agarró la falda de su vestido y ella, con la inercia, lo desgarró, quedándose en la mano del joven, y dejando a la pobre Rosa totalmente desnuda.

Aun así corrió, corrió completamente desnuda, balanceando frenéticamente sus caderas, sus glúteos y sus tetas por el pasillo, camino de su dormitorio, pero seguida a pocos pasos del negro que también columpiaba en cada zancada que daba su enorme verga erecta que salía siempre dispuesta por la bragueta abierta de su pantalón.

Llegó la mujer a su dormitorio e intentó cerrar a sus espaldas la puerta para echar el cerrojo, pero, antes de que lo consiguiera, llegó Oliver y, empujando violentamente la puerta, la abrió, arrojando a Rosa encima de la cama de matrimonio.

Gateó ella en su ansia de huir, pero el negro, la agarró primero por los muslos, reteniendo su marcha y acercándola a él, y luego por las caderas cuando nuevamente quería huir a cuatro patas sobre la cama.

Soltando Oliver en un momento su pantalón, lo dejó caer al suelo, junto con su calzón y sus zapatos, quedándose desnudo de cintura para abajo, y sujetando por las caderas a la mujer, la dio un par de fuertes azotes en las nalgas. Colocando una pierna sobre la cama, dirigió su pene erecto a la entrada a la vagina de Rosa, la penetró nuevamente, comenzando a moverse adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez follándosela, mientras la propinaba sonoros azotes en sus cada vez más coloradas nalgas.

En cada azote que recibía Rosa chillaba, mezcla de dolor y de placer, y, doblando sus brazos, colocó su cabeza entre ellos, sobre el colchón, disfrutando del polvo que otra vez la estaba echando el negro ya que no podía hacer nada por evitarlo.

En el espejo que había en la pared podía observar Oliver otra perspectiva del voluptuoso cuerpo de la mujer a la que se estaba follando y cómo se agitaban los glúteos y las tetas de ésta en cada embestida. También pudo ver el negro a su amigo que observaba desde la ventana del dormitorio el polvo que estaba echando a su madre, y, sonriendo, apuntaron ambos el dedo pulgar de una de sus manos hacia arriba en señal de que todo iba de puta madre.

Como tenía el anterior polvo tan reciente le costaba a Oliver a eyacular nuevamente a pesar del empeño que ponía, así que, desmontándola, la hizo que se tumbara bocarriba sobre la cama, sin encontrar ninguna oposición, y la volvió a penetrar con su negro cipote, comenzando nuevamente a follársela y esta vez fueron las enormes tetas de Rosa las que el joven observaba detenidamente como se balanceaban desordenadas en cada acometida.

Con los brazos de la mujer estirados a lo largo del cuerpo y apuntando hacia la cabecera de la cama, podían tanto el negro como su amigo deleitarse viendo las tetazas bamboleantes de Rosa, que mantenía los ojos cerrados para no ver al negro que se la estaba follando al tiempo que la sobaba lascivo las tetas.

Juan, que ya llevaba varios minutos con la polla fuera, masturbándose, ya no pudo aguantar más y se corrió al mismo tiempo que su amigo y su madre alcanzaban el orgasmo, y los suspiros de los tres se mezclaron sin que se pudieran diferenciar.

Una vez satisfecho y mientras Oliver mantenía la polla dentro de Rosa, descargando el poco esperma que ya le quedaba en el cuerpo, se acercó Juan a la puerta de la calle y llamó al timbre como si acabara de llegar y quisiera entrar a la vivienda.

No pasaron ni cinco minutos cuando abrió un muy sonriente Oliver abrió la puerta y, dejándole pasar al interior de la vivienda, le dijo en voz baja al tiempo que le abrazaba muy efusivo:

  • Muchas gracias, blanquito. Espero que repitamos.
  • Gracias a ti, negro. Seguro que repetimos.

Juan entonces dijo en voz alta para que le oyera su madre:

  • ¡Mamá, se va Oliver a su casa!

Continuó el negro en voz alta, dirigiéndose también a la madre de Juan.

  • Buenas noches, doña Rosa. Me lo he pasado muy bien. Espero que también a usted la haya gustado el partido.

Y Oliver se marchó dejando que su amigo acabara sentado en el sofá donde se habían follado por primera vez a su madre, viendo tranquilamente, mientras se tomaba una fría cerveza, la repetición de las jugadas más interesantes del partido ya que éste hacía tiempo que había finalizado.

No volvió a ver a su madre en toda la noche aunque la escuchó ducharse a eso de las tres de la mañana, poco antes de que volviera agotado de tanto trabajo el padre de Juan y marido de Rosa.

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