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¡Desnúdese, señora!

en No Consentido

Era la primera vez que, junto con su marido y su hijo, la mujer pasaba una semana de verano en aquella playa de la que tan bien habían oído hablar.

Ya llevaba varios días cuando la mujer propuso a su hijo de trece años dar un paseo por la playa, mientras su marido, sentado en un chiringuito, leía tranquilamente el periódico, tomando unas cervezas.

Nunca habían recorrido esa parte de la playa y ya llevaban más de media hora caminando por la orilla del mar cuando entraron en una zona de grandes dunas.

Enseguida se cruzaron con un hombre que entraba al agua, también completamente desnudo y con una enorme verga de más de veinte centímetros que colgaba morcillona casi hasta su rodilla.

• ¡Jesús, dios mío!

Exclamó la madre, asustada y excitada a la vez, ante semejante miembro, y, cuando el hombre la sonrío, casi se desmaya.

Con la cara colorada como un tomate, caminó casi ciega de vergüenza y casi pisa a dos jóvenes que totalmente desnudos yacían tumbados a la orilla del mar.

• ¡Hijo, no mires!

Recriminó la mujer a su hijo al tiempo que intentaba taparle los ojos con sus manos y, aunque ella parecía que intentaba no mirar, no lograba apartar sus ojos de los cipotes de los dos jóvenes.

Casi echaron a correr sin mirar atrás, encontrándose un poco más adelante una señal de medio metro de altura clavada en la arena, donde estaba escrito en grandes letras de molde:

• SALIDA DE ZONA NUDISTA. PUEDEN VESTIRSE.

Madre e hijo se detuvieron delante del cartel y se miraron, no lo sabían pero, visto lo visto, era evidente que era una zona nudista.

Pasaron al lado del cartel y continuaron caminando por la arena hasta que se tuvieron que detener a unos diez metros ya que gran cantidad de piedras y vegetación les impedían continuar, así que, dándose la vuelta, volvieron sobre sus pasos.

Ahora el cartel indicaba por la otra cara en letras grandes.

• ACCESO A ZONA NUDISTA. PROHIBIDO IR VESTIDO. SE PENALIZARÁ A LOS INFRACTORES.

Se detuvieron extrañados delante del cartel, y ambos, boquiabiertos, releyeron una y otra vez el cartel, especialmente donde ponía que estaba prohibido ir vestidos.

Solamente de pensar que tenía que ir desnuda, se le erizaron los cabellos y el vello de todo el cuerpo a la mujer. También asustado estaba el hijo, no quería quedarse desnudo en público pero una mezcla de extraño morbo se apoderó de él, un morbo bastante contradictorio, ya que, por una parte tampoco quería que vieran a su madre desnuda, le angustiaba, pero por otra parte deseaba que verla así y que la vieran, lo que impulsaba su pene hacia arriba, congestionado.

Caminaron alrededor de la señal y, por la otra parte del cartel, pudieron leer el mensaje que ya habían leído antes:

• SALIDA DE ZONA NUDISTA. PUEDEN VESTIRSE.

Releyeron una y otra cara del cartel, dudando qué hacer.

Miraron hacia atrás, buscando otro camino para volver al chiringuito donde les esperaba su marido y padre, pero, al no encontrar solución, el adolescente preguntó a su madre:

• ¿Qué hacemos, mamá? ¿Por dónde vamos?

Intentando dar una sensación de falsa seguridad, la madre respondió:

• ¿Qué que vamos a hacer? Seguir por donde hemos venido, hijo, sin dudarlo.

• Pero mamá, el cartel dice que está prohibido ir vestidos, y nosotros llevamos bañador.

• ¿Qué tonterías dices, hijo? ¿Qué quieres hacer? ¿volver desnudo por la playa? ¡Venga, venga, no digas tonterías y vamos!

Y pisando con energía la mujer se adelantó y el hijo, para no quedarse solo, la siguió, poniéndose a su altura, pero ambos pensando asustados que estaban incumpliendo la ley, pero … ¿quién iba a obligarles a cumplirla? ¿a penalizarles?

No llevaban caminando ni un par de minutos cuando un hombre desnudo, saliendo de entre las dunas al paso de los dos, les detuvo, diciéndoles con voz autoritaria:

• ¡Alto! ¿No han visto el cartel? No pueden ir vestidos por esta zona de la playa.

Atónitos se quedaron sin saber qué hacer aunque, tanto la mirada de la madre como la del hijo, se fijó en el enorme miembro que colgaba al hombre entre las piernas.

• ¿No lo han visto?

Repitió el hombre que llevaba como único atuendo una gorra blanca como si fuera un guardia, y ambos, madre e hijo, pensaron inicialmente que se refería a su gigantesco pene e iban a responder que sí, que lo habían visto, pero la madre reaccionó a tiempo y levantando, avergonzada y con la cara roja como un tomate, la cabeza, miró al hombre a la cara y le preguntó con un hilillo de voz apenas audible:

• ¿El qué?

• El cartel. Indica claramente que no pueden ir vestidos por esta zona de la playa.

Ya se veía la mujer completamente desnuda y el hijo, morboso, así también la veía a ella.

• Para circular por esta zona tienen que quitarse el bañador. Les agradecería que se lo quitaran o salieran inmediatamente por donde han venido.

• Pero … es que el camino está cortado. No se puede ir por donde hemos venido.

Intentó excusarse y explicarse la mujer con voz débil y entrecortada.

• Entonces, quítense el bañador y crucen la zona nudista con él en la mano. Se lo podrán poner al salir de la zona.

Tragando saliva, la mujer intentó convencer al hombre que esto no era posible:

• Pero … es que voy con mi hijo y … no quiero que vea a su madre … desnuda.

• Lo siento señora, si quiere pasar la zona nudista tiene que quitarse el bañador.

• Pero … por favor … ¿cómo voy quitármelo?

• ¿Quiere que se lo quite yo?

• ¡No, no, por Dios, no!

Chilló asustada la mujer.

• No tiene más alternativas, señora, o no lleva nada encima o no puede pasar por aquí con él puesto.

Permanecieron en silencio unos segundos, esperando la respuesta de la mujer que, aterrada de quedarse completamente desnuda en público, buscaba desesperadamente argumentos para convencer al hombre.

• Señora, por favor, decídase. Se quita el bañador o sale por donde ha entrado.

• ¿No … no podría … dejarnos pasar? Nadie se enteraría y no se lo contaríamos a nadie.

Suplicó en voz baja la mujer.

• Lo siento, señora, pero no es posible. Me han contratado para esta labor y, como comprenderá, si no la cumplo me echarían y pondrían a otro mucho más exigente en mi lugar. ¿Me comprende, señora, comprende lo que la estoy diciendo?

• Sí, sí, le comprendo, pero, por favor, compréndame usted a mí. No puedo quitarme el bañador y volver desnuda porque voy con mi hijo y no quiero que me vea así, que vea completamente desnuda a su madre. Compréndame, por favor.

Insistió suplicando la mujer en voz baja y sus ojos se desviaban en contra de su voluntad hacia el enorme pene del hombre que se balanceaba como un péndulo entre las piernas de éste.

• Si es por eso, no se preocupe, que vaya él delante de usted sin mirar atrás y, cuando salgan de la zona nudista, se podrán volver a vestir.

Propuso el hombre como si hubiera inventado una gran vacuna para salvar a la humanidad.

• ¿Verdad, chaval, que no vas a mirar cuando tu madre esté con las tetas y el culo al aire?

Se dirigió con su vozarrón al adolescente y más que preguntarle, le ordenaba, a lo que éste respondió en voz baja, moviendo afirmativamente la cabeza, al tiempo que una fuerte erección levantaba de forma ostentosa su bañador por delante.

• No, no claro, que no.

• Pues ya está, señora, todo solucionado. Desnúdese, por favor.

Afirmó el hombre mirando a la mujer pero ella le miró horrorizada, pensando cómo escapar y empezando a asumir que no tenía otra salida.

• Tú primero, chaval, quítate el bañador para animar a tu madre y que también lo haga.

Se dirigió imperativamente al joven y éste, sintiéndose presionado, se soltó en un momento el cordón que ataba la prenda a su cintura y se lo bajó, quitándoselo por los pies.

La madre, aterrada, contempló como su hijo en un segundo lo hacía y, al contemplar la verga erecta y congestionada de éste, no pudo reprimir un chillido de espanto y vergüenza, llevándose sus manos a los ojos para tapárselos, pero solo fue un amago que se quedó a la altura de la boca.

Al incorporarse el joven, vio la cara de asombro que tenía su madre y se dio cuenta de su completa desnudez, que estaba totalmente desnudo y erecto ante la mojigata de su madre, por lo que, instintivamente, emitió un grito de vergüenza, se cubrió con sus manos el sexo, encogiéndose y dando parcialmente la espalda a su madre que ahora, no solamente le miraba la entrepierna ahora cubierta, sino también sus nalgas blancas y desnudas.

• Ahora usted, señora. Ya ve que su hijo ha sido obediente y lo ha hecho en un momento y sin pensárselo. Él sí que sabe que la ley es la ley, y está hecha para cumplirse.

• Pero … pero …

Balbuceo la madre, sin apartar los ojos del culo y entrepierna de su niño.

• No se lo piensa, señora, que tiene que dar ejemplo a su hijo que la ley debe cumplirse.

Como ella estaba en estado de shock, sin reaccionar, solo mirando fijamente el culo blanquecino de su hijo.

• ¿Quiere que la ayude a desnudarse o prefiere que sea su hijo el que la ayude?

• No … no. Quiero decir que no, que no, por favor, no.

Respondió la mujer como en trance y a, ver cómo el hombre se acercaba a ella, temiendo que la desnudara, chilló al borde del infarto, intentando justificarse.

• ¡Está mirando … está mirando … mi hijo está mirando!

Volviéndose hacia el joven, el hombre le ordenó en voz alta y autoritaria:

• ¡Date la vuelta, chaval, ya has oído a tu madre, y no la vuelvas hasta que te lo diga ella!

La orden provocó la reacción automática del joven que le obedeció en el acto.

• Y ahora usted, señora. Desnúdese, señora, por favor.

Indicó el hombre, bajando la voz, a la mujer, que, sintiendo cómo la desnudaba con la vista, le dijo en voz baja, mientras sonreía avergonzada:

• Está usted mirando.

• Tendré que ver que cumple la ley, señora.

Respondió malhumorado el hombre, pero, como ella no reaccionaba, continuo diciendo:

• Está bien, señora, me doy la vuelta. Pero cuando lo haya hecho, me avisara para que vea que cumple la ley.

Y se giró, dándola la espalda.

Aun así, la mujer no se atrevía a quitarse el bañador y dudaba si salir corriendo, pero sabía que la atraparía enseguida y a saber que la haría, quizá la arrancaría él mismo el bañador.

• ¿Ya, señora, ya?

• No, no, todavía no.

• Voy a contar despacio hasta tres, señora, y, si no se lo ha quitado, se lo tendré que quitar yo.

• ¡No se atreverá!

• Uno … Dos …

• ¡Voy, voy!

Chilló angustiada la mujer, al tiempo que, sin ya pensárselo, se bajó rápido los tirantes del bañador y se lo quitó por los pies, enganchándose en ellos y cayendo despatarrada al suelo.

En el suelo, se lo logró quitar apresuradamente, sin percatarse que el hombre se había vuelto y paseaba exultante la mirada por los enormes pechos erguidos de ella, para después taladrarla visualmente la entrepierna a placer.

Incorporándose rápido la mujer con el bañador en la mano, vio cómo el hombre la observaba detenidamente, por lo que, cubriéndose con la prenda el pecho y la entrepierna, emitió un gritito, entre avergonzado y excitado.

• Muy bien, señora. Al fin lo ha hecho. Ve cómo no era tan difícil, y además la ley la obliga a hacerlo.

Le dijo paternalista el hombre, babeando de gusto, y sin dejar de mirarla, esperando que descubriera sus tetas o su coño.

El hijo, sin girarse en ningún momento, escuchaba excitado al hombre, sabiendo que ahora estaba su madre completamente desnuda, y se pene apuntaba orgulloso al cielo cada vez más erecto y congestionado.

La mujer, avergonzada y con el rostro ardiendo y rojo como un tomate, no se atrevía levantar el rostro y mirar directamente a la cara del hombre. Lo miraba solo de soslayo, atenta a que su bañador, aunque ya no la llevaba puesto, todavía la cubriera las tetas y el coño para que no pudieran verlo.

• Lo siento, señora, pero la ley obliga no a qué vaya solamente sin bañador, sino que deje su cuerpo totalmente al descubierto, si no fuera así no sería una zona nudista.

La dijo el hombre.

• Pero usted tampoco va desnudo. Lleva una gorra en la cabeza.

Chilló ella, excitada, y a punto estuvo de dejar caer de entre sus manos al suelo, el bañador, descubriendo por un instante sus inhiestos pezones que emergían provocativos de sus negras aureolas.

• Muy observadora, señora, pero la ley indica que se puede llevar la cabeza cubierta, pero no el cuerpo. ¿No ha visto nunca que la gente en una playa nudista llevan una pamela o un gorro cubriéndose la cabeza?

Explicó el hombre, intentando controlar su impaciencia, a lo que ella replicó muy nerviosa y al borde del llanto.

• Y ¿qué quiere que haga? ¿Qué me ponga el bañador en la cabeza?

• Exactamente señora, en la cabeza o en la mano, pero no encima del cuerpo, concretamente no puede llevarlo cubriéndola el tronco, sino no sería una zona nudista.

Replicó el hombre lenta y tranquilamente, mirándola ahora a los ojos.

Histérica apartó de repente el bañador, levantando sus brazos en alto con él y mostrando sus tetas y su coño en toda su plenitud al hombre, cuyo cipote se levantó inmediatamente apuntando al cielo como si fuera la trompa de un elefante.

Llorando cerró los ojos, obviando la mirada del tipo que la recorría de arriba abajo y de abajo arriba, una y otra vez, incidiendo especialmente en sus hermosas tetas erguidas y redondas, en sus hinchados pezones sonrosados que semejaban cerezas maduras, en sus aureolas casi negras del tamaño de monedas de euro, y especialmente en su jugosa vulva apenas cubierta por una fina franja de vello púbico.

Histérica y llorando, se puso a saltar de rabia en el mismo sitio con los brazos en alto, bamboleándose sus enormes tetas arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez.

Después de dar cinco o seis saltitos, se detuvo más sosegada y, al abrir los ojos, se quitó con la mano las lágrimas que surcaban sus mejillas y enjuagó sus ojos, aclarándolos.

Lo primero que vio fue al hombre que, frente a ella, miraba fijamente sus enormes tetas y, al bajar la mirada, observó el enorme cipote del tipo que, erecto, apuntaba hacia arriba, congestionado, ancho y largo como un vaso de whisky.

En ese momento cayó en la cuenta que, a pesar de su desesperación y su indignación, el hombre no se había apiadado de ella, sino que aprovechaba la ocasión para contemplarla completamente desnuda.

Chillando, avergonzada, se cubrió rauda los pechos y la entrepierna con sus manos, pero, al darse cuenta que lo hacía otra vez con el bañador, retiró las manos y se giró de forma que el hombre no pudiera verla la vulva, pero ahora si la veía las nalgas, las hermosas y prietas nalgas que daban as u culo la forma de un sabroso melocotón.

Colocándose el bañador sobre la cabeza, como si fuera un pañuelo, preguntó al hombre:

• Así está bien, ¿no? Sobre la cabeza cómo usted me dijo.

Tragando saliva, el hombre retiró su vista del culo de ella, para fijarlo en sus ojos y decirla muy lentamente, mientras recorría con sus labios sus labios húmedos:

• Por supuesto que sí, señora, ahora está usted muy bien, pero que muy bien.

Sin dejar de mirar disimuladamente la enorme erección del tipo y temiendo que no se contentará con verla desnuda, sino que quisiera violarla allí mismo, la mujer dijo a su hijo:

• Entonces… ¡Vamos hijo, camina deprisa hacia donde nos espera tu padre! ¡Que ya es tarde y nos está esperando!

Y el adolescente, sin volver la cabeza empezó a caminar rápido, seguido por su madre a menos de un metro de distancia.

• ¡Vamos, vamos, deprisa, deprisa! Pero sin volverte hasta que yo te avise, eh, que yo voy detrás de ti.

• No se olvide, señora, que, cómo se vista en la zona nudista, tendré que multarla.

La dijo en voz alta el hombre mientras madre e hijo se alejaban casi a la carrera.

Inmóvil se quedó contemplando lascivo el culo prieto y respingón de la mujer que se alejaba precipitadamente y cómo lo balanceaba voluptuosamente al hacerlo.

No habían recorrido ni veinte metros cuando se encontraron con los dos jóvenes que habían visto antes que, al ver a la mujer trotando desnuda, se incorporaron sin nada que les cubriera, y se quedaron contemplando extasiados cómo botaban las enormes tetas de ésta.

La mujer, al verles, exclamó un “¡Aaaaaayyyyy, no, no!” y se detuvo un instante, avergonzada y sin saber cómo esconder su desnudez, pero, al ver que detrás de ella, venía caminando el hombre que la obligó a desnudarse, continuó trotando detrás de su hijo, por miedo a quedarse con él y que abusara de ella.

Iba tan ciega que no se dio cuenta que un hombre que salía del agua se puso en su camino, chocando las tetas de ella contra el pecho de él.

• ¡Ay, ay, perdón!

Se disculpó ella al tiempo que apoyaba sus manos sobre el pecho de él, y se dio cuenta que era el mismo hombre con el que se había cruzado hacía más de media hora y que la había sonreído.

Avergonzada al reconocerlo, éste le volvió a sonreír, al tiempo que, apoyando una mano sobre una nalga de ella, la preguntaba muy amablemente, mirándola las tetas:

• Perdone usted, señorita. ¿Se encuentra bien? ¿No se ha hecho daño?

Balbuceó ella, sonrojada, algo ininteligible, y, notando algo duro en su vientre, bajo la mirada, encontrando el cipote erecto del hombre que presionaba sobre su cuerpo.

• ¡Aaaahhh, lo siento, lo siento!

Exclamó abochornada, echándose hacia atrás y chocando su culo con algo duro.

Se giró un poco, mirando hacia atrás, y vio un joven pegado por detrás a ella, y al mirar hacia abajo vio que el cipote erecto de éste se apoyaba ahora en su cadera desnuda.

Rodeada de hombres erectos y desnudos, mantuvo abochornada las manos levantadas sin atreverse a tocar a nadie.

Sintiendo manos sobre su culo y caderas, que la acariciaban delicadamente, giró sobre sus propios pies, intentó buscar una vía de escape, pero otro joven se puso delante, obstaculizando su huida, y puso las manos sobre las tetas de ella.

Escuchó la voz del hombre que la decía en voz baja al oído:

• No se encuentra bien. Venga, por favor, y túmbese en mi toalla hasta que se recupere.

Intentó negarse, decir que no, que estaba bien, pero estaba mareada, muy mareada.

Al sentir cómo por detrás la metían suavemente mano entre las piernas, directamente a la vulva, todo empezó a girar muy rápido en torno a ella y, se desmayó, cayendo a la arena el bañador que llevaba sobre la cabeza.

Sujetándola, impidieron que cayera al suelo, y el hombre, pasando uno de sus brazos bajo los muslos de ella y el otro por su espalda, la cogió en brazos, llevándola en volandas hacia la sombra de una duna próxima, y allí, sobre una toalla que ya estaba estirada sobre la arena, la depositaron completamente desnuda.

Con una rodilla sobre la arena, el hombre, con la excusa de tomarla el pulso, colocó una mano sobre la teta izquierda de ella, y, moviéndola, parece que lo encontró en un pezón, que, tomándolo con los dedos, lo movió como si estuviera buscando una cadena de radio para sintonizar.

• Hay que darla un masaje en los pechos para que se recupere.

Propuso uno de los jóvenes que de pies contemplaba muy excitado, en compañía del otro joven, las tetas y el coño de la mujer. Y, al escucharlo, el hombre, poniéndose de rodillas, abrió de piernas a la mujer, colocándose en medio de ambas y con el rabo en erección.

Inclinándose hacia delante, colocó sus manos, una sobre cada teta, concretamente sobre cada pezón, y empezó a masajearlas mediante suaves movimientos circulares, y, en cada uno de estos movimientos el cipote erecto del hombre, se iba acercando más y más a la vulva de ella, restregándose entre los labios vaginales de la mujer.

Poco a poco los movimientos de sobeteo se fueron haciendo cada vez más enérgicos y la verga que ya había encontrado el acceso a la vagina, se fue poco a poco introduciendo, cada vez más profundamente, entrando y saliendo, entrando y saliendo, haciendo que la mujer, aunque no se acababa de despertar, se iba lentamente excitando más y más, gimiendo y agitándose de placer, como si se tratara de un sueño pornográfico en el que saciara todos sus deseos sexuales.

Los dos jóvenes totalmente excitados por el espectáculo se sobaban las vergas erectas lentamente, no deseando correrse sino era dentro de la mujer.

Casi a la vez alcanzaron el orgasmo el hombre y la mujer, y ésta con sus chillidos al final se acabó despertando y, al abrir los ojos, lo primero que vio fue el rostro y el pecho del hombre que la cabalgaba y, como si estuviera todavía dentro de un sueño, se fijó sosegadamente en los jóvenes que la rodeaban y en los penes que se acariciaban. En ese momento se dio cuenta que quizá algo no funcionaba, que tal vez no todo era un sueño, un hermoso sueño, así que volviendo su atención al hombre, su mirada descendió del rostro del hombre al pecho y de ahí al cipote que todavía tenía dentro de la vagina.

Se agitó asustada, como si despertara de una pesadilla, y el hombre, con su voz profunda, la preguntó:

• ¿Se encuentra ya bien, señorita?

Ella, mirándole al rostro, no acababa de entender lo que la decía, y, al bajar la mirada, ya no tenía la verga dentro de su coño, lo veía a pocos centímetros, apuntando directamente hacia la entrada a su vagina.

Entonces se dio cuenta que estaba completamente desnuda y despatarrada ante un pene erecto que podía penetrarla, así que, asustada, emitió un ligero gritito, tapándose rápida el sexo con sus manos y cerrándose de piernas.

• No se preocupe, señorita. Lo importante es que se encuentre usted bien.

Intentó tranquilizarla el hombre, sonriéndola benévolamente.

Sentándose la mujer, todavía no había recuperado totalmente la conciencia, y se tapaba avergonzada la entrepierna, mirando bobaliconamente y con la boca abierta, el cipote tieso y congestionado que tenía enfrente.

No tenía constancia que ya se la habían follado, pensaba que las placenteras sensaciones tan intensas que había tenido eran fruto de un sueño erótico.

El ruido de los dos jóvenes que, situados de pies detrás del hombre, se machacaban a buen ritmo el nabo, hizo que ella levantara la mirada y, viéndoles, chilló asustada.

Quiso incorporarse, pero al no estar totalmente despejada, se tambaleo y, para no caerse, apoyo sus manos sobre la arena, dejando al descubierto nuevamente su vulva a las miradas lascivas de los tres machos.

Se giró torpemente, dándoles la espalda e inclinada hacia delante, intentó incorporarse, pero, con la excusa de ayudarla, se acercaron rápido los dos jóvenes, colocando sus manos sobre las nalgas desnudas de ella, así como sobre las caderas e incluso entre las piernas de la mujer, sobándola a placer.

• ¡Tranquila, señora, que nosotros la ayudamos! No se preocupe.

La dijeron los dos jóvenes sin dejar de manosearla.

Sintiendo como la metían mano entre las piernas, la mujer gimió excitada e intento levantarse, pero las caricias reiteradas sobre la vulva, entre los empapados labios vaginales, más que ayudarla a que se levantara, se lo impedían, obligándola a colocarse a cuatro patas sobre la arena.

Mientras uno de los jóvenes la retenía para que no se levantara, el otro aprovechaba para propinarla un azote tras otro en sus duras nalgas, azotes fuertes y sonoros, que ella respondía chillando a cada uno que recibía.

Abriéndola de piernas, uno se colocó de rodillas entre ellas, y, sujetándola por las caderas, tanteó con su verga erecta entre los labios vaginales de ella, buscando el acceso para entrar a la vagina.

Al sentir la mujer cómo hurgaban en su vulva, se dio cuenta de las intenciones del joven, y, sollozando, intentó evitarlo.

• ¡No, no, por favor, no!

Pero el joven, ciego de deseo, no la hizo el menor caso y la penetró por el coño, ante el asombro de ella, que no acababa de creérselo, que no acababa de creerse que le metiera la polla un desconocido en la playa. ¡Ella que era tan pura y que nunca había puesto los cuernos a su marido!

Nada más penetrarla, dejó ella de berrear, asombrada, pero enseguida, volvió a chillar e intentó zafarse, pero mientras uno la sujetaba por las caderas el otro, la presionaba en la espalda para que no se levantara ni se moviera.

Viendo que no podía evitarlo, dejó de chillar y de moverse, y solo sollozaba en voz baja:

• ¡Por favor, por favor, no, por favor, no!

Poco a poco dejó de quejarse, aguantando cada embestida que recibía y empezó a resoplar y gemir, sujetándose en sus brazos para no caerse hacia delante sobre la arena, hasta que, al no poderlo soportar más, doblo los brazos y, colocando su cabeza, entre ellos, aguantó mientras se la follaban.

Viendo la resignación de la mujer, en ocasiones se detenían y la azotaban las nalgas, y, entre nalgada y nalgada, continuaban follándosela.

El hijo de ella, no escuchando los pasos de su madre detrás de él, se detuvo en su camino por la playa y, al no verla, desanduvo el camino hasta que observó al hombre que les obligó a desnudarse. Estaba de pies y, siguiendo la dirección de su mirada, encontró a pocos metros de donde estaba, bajo la sombra de una enorme duna, a un joven que, de rodillas, se movía adelante y atrás, adelante y atrás. Copulaba con una mujer que estaba a cuatro patas sobre la arena. Al lado de la pareja estaba otro joven y a un hombre observando cómo fornicaban.

El corazón le dio un vuelco y supuso que era a su madre a la que estaban follando. No se atrevió a acercarse pero, por una parte, quería estar seguro que era a ella a la que se estaban tirando, y, por otra, quería observar con detenimiento cómo la pareja follaba, así que, dándose la vuelta, corrió y se subió a la duna por la parte de atrás.

Su pene erguido se balanceaba a derecha e izquierda como si fuera el péndulo de un enorme reloj de pared.

Una vez arriba se puso a gatear hasta el borde de la duna y, siguiendo el sonido que emitían los jadeos, resoplidos y gemidos que emitían abajo, supo , sin verlos, colocarse encima de ellos, y, una vez miró hacia abajo, pudo tener desde escasos metros una panorámica óptima del pornográfico espectáculo.

Balanceándose de forma rítmica adelante y atrás, el joven se fue follando a la mujer que, a cuatro patas sobre la arena, aguantaba las embestidas con la cabeza entre sus brazos doblados. El ritmo del mete-saca fue aumentando poco a poco hasta que el joven, deteniéndose, eyaculó dentro de ella.

No pasaron ni un par de segundos cuando el otro joven, ansioso por follarse a la mujer, hizo levantar a su amigo y, tirando de las caderas de ella, la hizo tumbarse bocarriba sobre la arena sin encontrar ninguna resistencia.

Ahora sí que pudo el adolescente confirmar que era su madre a la que se acababan de follar y se quedó anonadado por el tamaño y hermosura de las tetas de madre. No sabía que fueran tan grandes y que su madre estuviera tan requetebuena.

Pudo también observar desde el principio cómo el otro joven se colocaba de rodillas entra las piernas abiertas de ella y, cogiendo su pene erecto, lo dirigió a la vulva de la mujer, restregándolo entre los labios vaginales, una y otra vez, excitándose cada vez más, hasta que, colocándolo en la entrada la vagina, se lo fue poco a poco metiendo a base de desplazar sus caderas y su culo hacia delante.

Una vez más, la mujer, aunque acababa de ser follada, resopló al sentirse nuevamente penetrada. Una vez introducido el pene hasta el fondo, hasta que los cojones chocaron con el bajo vientre de la mujer, moviendo sus caderas hacia atrás se lo fue sacando poco a poco, restregando su congestionado miembro por el empapado canal interno de la vagina. No acababa de sacarlo del todo y ya estaba otra vez metiéndoselo hasta el fondo, despacio, disfrutando de cada milímetro, hasta que llegó otra vez al fondo. Y una vez más se lo fue sacando, sacando y metiendo, sacando y metiendo, una y otra vez, follándosela, cada vez más rápido con más energía, ocasionando que también ella gimiera cada vez más alto de placer, que chillara disfrutando, en contra de su voluntad, del polvo que la estaba echando.

Los brazos de ella estaban extendidos a lo largo de su cuerpo, tendidos sobre la arena, resaltando las enormes tetazas que se bamboleaban desordenadas en cada embestida ante los ojos lúbricos de los cinco machos que, lascivos, no se perdían detalle.

Colocándose de rodillas al lado de la mujer, el otro joven se inclinó hacia delante, colocando su boca sobre el pezón de ella y comenzó a lamerlo, a lamerlo y a besarlo, haciendo que la mujer, sorprendida, abriera mucho sus ojos, hasta entonces, medio cerrados, pero, aunque hizo ademan de llevar sus manos a los pechos para cubrírselos, no se atrevió y, el joven aprovechó también para sobarla a placer el otro pecho con su mano.

Mientras uno se la follaba, el otro la magreaba a placer las tetas ocasionando que fuera ella la que ahora se corriera la primera, seguida del joven que se la estaba tirando.

Fue el hombre el que dijo a los jóvenes que la dejaran en paz, que descansara, que si continuaban la harían daño.

Una vez follada, la desmontaron y la dejaron tumbada bocarriba sobre la arena, inmóvil, como si estuviera muerta. Se retiraron y se metieron al mar como si no hubiera ocurrido nada. Solamente el hijo, situado a pocos metros encima de su madre, se quedó allí observándola. Parecía muerta por su inmovilidad, pero su pecho subía y bajaba, subía y bajaba, gozando todavía de los polvos que la acababan de echar.

Pasaron los minutos y cuando el adolescente pensaba que su madre se quedaría ahí tumbada todo el día, la mujer se movió y, todavía tumbada sobre la arena, buscó con la vista a los que se la habían tirado y, al verlos, a lo lejos en el mar, se incorporó poco a poco y, caminando también ella hacia el mar, se limpió en la misma orilla, sin dejar de observarlos por si volvían.

Sobre la arena de la playa, encontró a pocos metros de donde estaba su bañador y, cogiéndolo, no se atrevió a ponérselo por si la multaban por hacerlo.

Así que, completamente desnuda, caminó por la orilla sin notar que su hijo la seguía distancia.

No encontró a nadie por el camino hasta que, a menos de treinta metros, observó unas sombrillas con gente vestida. ¡Vestidos! Al fin vestidos. Supuso que debían estar fuera de la zona nudista, así que, aprovechando el cobijo que la proporcionaba una duna se puso el bañador y, nada más ponérselo, escuchó a sus espaldas una voz muy grave que la dijo:

• No hace usted ningún caso, señora. Es incorregible. Tendré que multarla por no cumplir las normas.

Asustada, se giró rápido la mujer, encontrando a su espalda, al hombre que, una gorra en la cabeza como única prenda, la había obligado a desnudarse.

• Pero … pero ¿qué dice? Si esto no es ya la zona nudista. Mírelo, miré allí, donde están las sombrillas, y verá a gente vestida.

Histérica, la mujer replicó con nerviosos ademanes al hombre que, con cara de pocos amigos, la respondió:

• Allí, señora, no es zona nudista, pero ésta todavía lo es. Así que tendré que multarla.

• Pero … pero … ¡como que todavía lo es! ¿Dónde ... donde acaba?

• Allí, señora, allí. Acaba dónde está ese cartel que lo indica.

Y apuntó con su mano derecha hacia un cartel que estaba a lo lejos y, donde la mujer, por mucho que lo intentaba, no lograba leerlo.

Sacando un block de notas y un lápiz de su gorra, la dijo:

• Son cien euros de multa por desobedecerá la autoridad y a las normas imperantes en esta playa.

• Pero … ¿cómo? ¿cien euros? Si no llevo dinero encima.

Respondió la mujer y el hombre, anotando algo en su libreta, la dijo:

• En ese caso tendré que requisarla los bienes que lleve encima.

• Si solamente llevo el bañador.

• Precisamente. Queda requisado.

• ¿Cómo que requisado? ¿Qué se va a quedar con mi bañador?

• Así es, señora, la ley es la ley.

Y, arrancando una hoja de la libreta donde acababa de apuntar algo, se la acercó a la mujer, pero ésta, sin atreverse a cogerla, la miró sin poder concentrarse en leerla, tan sumida estaba en sus pensamientos, y respondió aterrada, hablando muy deprisa, de forma atropellada.

• Pero … ¿Qué dice? Si se queda con mi bañador, tendré que volver desnuda con mi marido y con mi hijo, tendré que ir completamente desnuda delante de tanta gente vestida, por la playa, por el paseo. Será un escándalo y me detendrán.

• Ese no es mi problema, señora. Mi ámbito solamente alcanza la zona nudista, fuera de ella no tengo ni autoridad ni responsabilidad. Así que, si me da usted mismo su ropa, no me veré en la obligación de quitársela yo mismo, además del agravante de no cooperar con la autoridad e inclusos resistirse.

La contestó muy serio el hombre y ella aterrada, le dijo:

• Pero … no puede hacerme esto. Le juro que le pagaré cuando llegue dónde está mi marido, no le pagaré cien, sino … doscientos, doscientos euros. ¡Se lo juro, por Dios, créame, que le pagaré doscientos!

• Esto es muy grave, señora. No solamente se resiste a la autoridad sino que además quiere sobornarla.

• ¡Ay, no, no, por favor, no! ¡Le juro que no! ¡Por favor, no puedo ir desnuda, haré cualquier cosa, pero, por favor, no me quite el bañador!

• En ese caso, la ley contempla otra posibilidad.

• ¡Ay, sí, sí, por favor, sí!

Exclama aliviada la mujer. ¡Tiene una posibilidad de librarse, de que no la confisque el bañador!

El hombre, colocándola las manos sobre los hombros, la empuja hacia abajo, obligándola a ponerse de rodillas frente a él.

Ella, extrañada, no opone resistencia y, cuando el hombre la ordena “¡Comame la polla!”, ella chilla aturdida, sin comprender exactamente.:

• ¿Cómo?

• ¡Cómame la polla, señora, y no la requisaré el bañador!

Se dio cuenta en ese momento la estaba engañando, que todo era una enorme mentira en la que ella, pobre pardilla, había caído como una auténtica tonta del culo, pero, deseando que todo acabara cuanto antes y sin más problemas, cogió el miembro del tipo con las dos manos, con aprehensión, dándole una chupada con la punta de la lengua en el glande, luego otra y otra. Se fue motivando. Al fin y al cabo ya se la habían follado. No tenía mal sabor la verga del hombre, y un lametón llevó a otro y a otro, como si estuviera saboreando una dulce chupa-chups. Luego lentamente y con cuidado se metió el cipote erecto y empapado en la boca y lo acarició con sus labios, profundizando un poco más, hasta que se lo metió casi todo en la boca, acariciándolo con sus gruesos y sonrosados labios, mamándolo, mientras que con una de sus manos le sobaba el escroto. Se sacó el congestionado cipote de la boca y lo acarició con sus manos, volviéndoselo a meter, repitiendo la acción una y otra vez, cada vez con más energía, con más ganas, hasta que, de pronto, el hombre, eyaculó un enorme chorro de esperma que ella, inocente, no se lo esperaba y se tragó todo, que la inundó la boca, rebosándola y empapando también la pechera de su bañador.

Fue tan potente el chorro y tan intenso que la produjo inmediatamente arcadas, y, logrando sacar antes la polla de su boca, vomitó una gran cantidad de una lefa espesa sobre la arena.

Estuvo varios minutos vomitando y tosiendo hasta que, no solamente expulsó todo el esperma que se había tragado sino también toda la comida que había tomado ese mismo día.

Cuando dejó de vomitar, ya no estaba el hombre, se había marchado y ella, incorporándose, se sintió muy aliviada, había cumplido y la habían dejado en paz. Logró limpiarse en el agua del mar el esperma y el vómito, aunque quedó una amplia mancha de color blanco en la pechera del bañador que ella supuso que se marcharía en cuanto se secara.

Su hijo, oculto entre las dunas, había observado todo, cómo su madre le había comido la polla a un desconocido y se la había comido como una auténtica profesional, como una puta experimentada.

Volvió caminando por la playa sin fijarse si había un cartel que indicara el límite de la zona nudista, de hecho no había ningún cartel que lo indicara, nunca lo había habido.

Casi, cuando estaba llegando junto a su marido, se incorporó su hijo que, como excusa, la dijo que acababa de verla. Ella aliviada se tragó la mentira como antes se había tragado la leche del tipo, sin rechistar, pero esta vez sin vomitarla.

Junto a su marido y su hijo, la mujer se sentó en el merendero y se dispusieron a comer, no sin antes preguntarle su esposo por la mancha blanquecina que todavía tenía en la pechera del bañador. Aunque tanto ella como su hijo sabían que era producto del esperma que se había derramado, la mujer no le dio importancia, indicando a su esposo que sería un fallo de la tela, que ya estaba muy vieja y el sol la habría estropeado. Aun así su marido, extrañado, toco la tela con sus dedos, quitando virutas de esperma que todavía llevaba pegadas. En ese momento llegó la comida y la mancha de la tela pasó a segundo plano.

Asombrosamente, ella tenía un gran apetito, tanto folleteo y tanto comer pollas, se lo habían abierto y comió con ansía. Cuando acabaron de comer, ella ya más tranquila y saciadas todas sus necesidades, se dio cuenta que en una mesa al lado a donde estaban sentados ellos, había cuatro personas sentadas que la miraban muy sonrientes, dos eran de mediana edad y otros dos bastante más jóvenes. Habían también comido y acababan de pagar la cuenta.

Uno de los hombres levantó una gorra blanca y la saludó con ella.

Entonces la mujer identificó la gorra como de marinero, concretamente de capitán de barco, y, al ver cómo el hombre se la colocaba en la cabeza, se dio cuenta que eran los cuatro tipos de la playa, ¡los cuatro! ¡La habían engañado para que se quedara totalmente desnuda y para que les comiera la polla, la habían sobado todo el cuerpo y, se la habían follado!

Sintió la mujer que su cara ardía y, rehuyendo la mirada de los cuatro, se encogió en la silla, a punto de esconderse bajo la mesa.

Viendo la cara que puso su madre, también el hijo miro la mesa próxima y, al reconocerlos, se atragantó, tosiendo violentamente durante varios minutos, minutos que aprovecharon los cuatro para marcharse sin que el marido se percatara de nada.

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