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Las violaciones de mi mamá en casa (1)

en No Consentido

Era una mañana de un domingo muy soleado, bastante caluroso, de finales de octubre.

En aquella época yo debía tener unos 18 años y mi madre unos 39.

Venía con mi madre de misa, yo con chaqueta y ella con un blazer color azul marino, con falda que la llegaba un poco más arriba de las rodillas, y unas medias negras de rejilla.

Aunque era casi diez centímetros más baja que yo, los zapatos de tacón que llevaba la hacían parecer más alta.

Sin tacones debía medir algo menos de un metro sesenta y cinco.

Era de pelo castaño, y hoy lo llevaba recogido en un moño.

Ese día mi padre no había podido acompañarla a misa al haber tenido que ir a arreglar unos temas particulares en otra ciudad, por lo que mi madre me obligó a acompañarla, lo que yo odiaba ya que nunca había sido muy religioso y me parecía una auténtica pérdida de tiempo.

Sin embargo, mi madre no pensaba lo mismo, era de ir a misa todos los domingos y comulgar. Sus pecados serían de soberbia, pero no me los imaginaba de lujuria, dado lo mojigata que era.

Esta diferencia de opiniones era el motivo por el que veníamos discutiendo cuando subíamos en el ascensor a nuestra casa.

Ya en nuestro piso, mientras mi madre buscaba en su bolso las llaves para entrar en casa, no paraba de recriminar mi falta de valores cristianos que me harían arrastrarían continuamente al pecado.

Mi madre, sin dejar de sermonearme, acababa de abrir la puerta y ya estaba entrando en casa.

Recuerdo que lo último que dijo fue algo así como “porque tu padre no vuelve hasta esta noche y estamos solos en casa que sino ni me acompañas a misa”, cuando oí a mis espaldas a un hombre que reclamaba su atención.

  • Perdón, señora. ¿Podría ayudarnos?

Me giré distraídamente para ver quién era.

Pero no era quién sino quienes, ya que eran tres los hombres que venían uno detrás de otro caminando por el pasillo hacia nosotros.

Nada más verlos, un escalofrío recorrió mi espalda y mi piel se puso de gallina.

Tenían un aspecto que no me daba ninguna confianza.

Con la piel curtida por el sol, con barba de varios días, y una ropa bastante raída y arrugada, me parecieron más que mendigos, delincuentes.

Eran más altos que yo y mucho más corpulentos, de edades algo indeterminadas, entre veinte y cuarenta y tantos años.

El que se dirigió a mi madre iba el primero, y sonreía a mi madre con una sonrisa falsa. Los de atrás no sonreían, estaban serios, pero nos miraban fijamente, sin pestañear.

Quise entrar en la casa y cerrar la puerta antes de que se acercaran, pero mi madre, que me había estado dando una charla sobre el espíritu cristiano de ayuda al que lo necesita, no se movió ni un ápice del marco de la puerta por lo que, al no poder entrar en la casa sin empujarla, me quedé sin saber qué hacer, medio girado viendo como los hombres se aproximaban.

La cara de mi madre, según los veía aproximarse, iba cambiando, reflejando ahora miedo, pero, balbuceando, logró decir:

  • ¿Qué desean?

El primero, empujándome a un lado, se puso a pocos centímetros de mi madre y la dijo:

  • Vera, señora, no queremos molestarla, pero llevamos muchos días sin comer, durmiendo en la calle y tenemos hambre y frío.  ¿Podría darnos algo? Lo que fuera.

Mi madre se quedó quieta, sin saber qué hacer y sin decir nada, mirando al hombre durante un instante, hasta que dijo, abriendo su bolso y buscando titubeante algo dentro:

  • ¡Ah! No sé si tengo algo que darles.

Sacó el monedero, con manos temblorosas, lo abrió, casi tirando su contenido, cogió una moneda, y se lo tendió al hombre, diciéndole:

  • ¡Aquí tiene!

El hombre, sorprendido, cogió la moneda, y la miró con detenimiento.

Su cara cambió, ya no tenía una sonrisa falsa, sino una cruel, enseñando unos dientes afilados que me recordaron a los lobos, y dijo a mi madre en tono amenazante:

  • No queremos molestarla, señora, pero seguro que tiene algo más que nos puede dar.

Mi madre volvió su atención al contenido de su monedero, rebuscando en su contenido, pero el hombre, con su manaza se lo arrebató de las manos y lo cerró sin mirarlo siquiera.

Mi madre, entre sorprendida y aterrada, se echó un poco para atrás mirando con ojos completamente abiertos al hombre, pero este, la empujó hacia dentro de la casa, agarrándola por un brazo y la dijo:

  • ¡Venga, pá dentro!

Noté como una mano me atenazó el brazo a la altura de los bíceps, empujándome también hacia el interior de la vivienda.

Atravesamos el umbral de la puerta de nuestra vivienda, y ya dentro los cinco, nosotros dos y ellos tres, cerraron la puerta.

A un gesto con la cabeza del hombre que retenía a mi madre, uno de los hombres, más joven, de algo menos de treinta años, de pelo largo y rubio, se adelantó, entrando en la vivienda, y recorriendo de prisa, casi a la carrera, una a una todas las habitaciones.

Mi madre y yo nos quedamos paralizados de terror, sin decir nada, solamente mirando estupefactos al hombre que parecía ser el jefe.

Noté como el otro hombre, el más joven, de poco más de veinte años, llevaba mis manos a mi espalda y las ataba rápidamente utilizando cinta aislante.

Apareció el que se había adentrado en la casa, negando con movimientos de cabeza, y levantando una mano para mostrar un solo dedo estirado.

Llevaba una foto en la mano que enseña al jefe. Era la foto que estaba en el dormitorio de mi madre, donde aparecían mis padres conmigo. Los tres miembros de la familia, y solo faltaba uno, mi padre.

Nos empujaron hacia el interior de la casa, entrando en el salón.

El jefe se dirigió con tono autoritario a mi madre:

  • ¿Cuándo viene tu marido?

Como mi madre no reaccionaba, agarró su camisa blanca con las dos manos y de un tirón hizo saltar todos sus botones, abriéndola y enseñando sus pechos apenas cubiertos por un sostén negro de encaje.

Un chillido salió de la boca de mi madre que, agarrando su camisa, se cubrió como pudo sus tetas.

Su moño  perdió la compostura, cayendo su cabello enmarañado sobre sus hombros.

El hombre, sonriendo aviesamente, repitió la pregunta.

Ahora mi madre, con la cara colorada como un tomate y con la mirada huidiza, sí que contestó.

  • Está a punto de venir, con un montón de …

No había acabado de hablar cuando el jefe cogió ahora la chaqueta de mi madre y tiró violentamente de ella hacia abajo, quitándosela con la camisa.

Otro chillido emitió mi madre, tapándose con las manos las tetas, cubiertas por el sostén.

Pero el hombre no paró ahí. Agarró su falda, rompió de un tirón el enganche que tenía, y, tirando hacia abajo, se la bajó hasta los pies.

Todas las miradas se dirigieron al triángulo que tenía entre las piernas, tapado por unas bragas negras también de encaje.

Lucía un cuerpo espectacular, con su sostén negro y unas pequeñas bragas a juego, unas medias negras de rejilla muy finas que la cubrían, hasta la parte superior de sus muslos, sin necesidad de liguero, y unos zapatos de tacón. Y en el suelo, a sus pies, la falda que la acababan de bajar.

Nos quedamos los tres hombres atónitos disfrutando de la visión del cuerpo de mi madre, con sus enormes tetas que rebosaban el sostén y que, apenas podía taparlas con las manos.

Mientras sus bragas permitían ver debajo de su delicada tela, la fina línea de vello púbico que cubría su vulva.

Sus oscuras medias hacían aún más largas y esbeltas sus bien torneadas piernas, que simulaban autopistas que ascendían al deseado tesoro que tenía entre sus piernas.

El jefe, sonriendo, la volvió a repetir la pregunta por tercera vez.

Mi madre ahora, chillando angustiada, si le dijo la verdad:

  • ¡No viene hasta esta noche! ¡Se ha tenido que marchar a otra ciudad!

Algo contrariado por no tener excusa para continuar desnudándola, pero sin dejar de sonreír y de mirarla las tetas y su entrepierna, volvió a preguntarla:

  • ¿Dónde tienes dinero?

Mi madre, temblando, pensó rápidamente y le dijo balbuceando:

  • ¡En mi dormitorio, en el armario!

El jefe empezó a reírse poco a poco, los otros le imitaron, el rubio tenía una risa que parecía los chillidos de una rata.

Las risas se convirtieron en carcajadas, estruendosas carcajadas, hasta que el jefe de repente dejó de reírse, y los otros pararon de inmediato.

El jefe, sin dejar de recorrer el cuerpo de mi madre con su mirada, la dijo:

  • ¡Llévanos allí!

Y ella se encaminó rápida hacia el dormitorio, seguida por los tres hombres.

A mí me empujó el más joven para que caminara delante de él, y detrás de los otros.

Veía el movimiento de sus caderas y de sus glúteos, apenas cubiertos por las pequeñas bragas, como se balanceaban en cada paso, o más bien bote, que daba.

Y no era el único que la miraba el culo. Estoy seguro que si hubiera una barra colocada horizontalmente en el pasillo a metro y medio del suelo, los cuatro que íbamos detrás de ella, nos la hubiéramos tragado.

Vi como mi madre abría la puerta del dormitorio y entraba.

Fue ver la cama de matrimonio de mis padres y ponerme a temblar.

Temía que, al ver los hombres la cama de mis padres, pensaran en violarla, si no lo habían pensado ya.

Abrió la puerta del armario, cuando el jefe, sujetándola por el brazo, la paró y la dijo:

  • ¡Quieta! ¿Dónde tienes el dinero?

Muy nerviosa y asustada respondió:

  • En el estante de arriba, debajo de las sábanas.

La empujó un poco, haciendo que cayera bocarriba sobre la cama.

Todas las miradas fueron al triángulo de sus bragas, recreándonos en su transparencia, pero ella rápidamente se cubrió con sus manos la entrepierna y se sentó en la cama con la cara muy colorada.

Pero desde arriba, todos teníamos una visión perfecta de sus tetas redondas y erguidas, apenas cubiertas por el sostén, pero que bien marcaban los pezones que sobresalían a modo de los pitones de un toro.

El jefe, retirando por un instante su mirada de las tetas de mi madre, echó una ojeada al estante superior del armario, y preguntó por una escalera.

Un vez que el rubio le trajo la pequeña escalera de tres peldaños que teníamos en la terraza, se subió en ella, tanteando con las manos en el estante superior del armario, debajo de la ropa, en el lugar donde decía mi madre.

Pero no encontraba nada, a pesar de las indicaciones de mi madre, cada vez más nerviosa.

En ese momento me dio un escalofrío. Recordé que esa misma mañana antes de salir para misa, ante el cabreo que tenía por ser obligado por mi madre para acompañarla, cogí, para vengarme de ella, del armario donde ahora estaban buscando, todo el dinero que mi madre guardaba allí, unas 5.000 pesetas de entonces.

¡Era imposible que encontrara el dinero allí! ¡Yo lo había robado!

El hombre se bajó de la escalera y la dijo de forma autoritaria que se subiera y se lo diera.

Mi madre se subió a la escalera y se puso a mirar debajo de la ropa.

Todas nuestras miradas se clavaron en su culo respingón, redondo y macizo, sin nada de celulitis, y en cómo se movía y agitaba con los movimientos frenéticos de mi madre.

Con tanto movimiento, las bragas fueron poco a poco desapareciendo entre sus glúteos, como si no estuviera allí, como si mi madre no llevará nada.

Notaba como mi polla crecía y crecía viendo el culo a mi madre.

La cara del jefe estaba ahora prácticamente pegado a su culo, lo que nos impedía verlo en su totalidad.

Mi madre debía notar el aliento del hombre en su culo, pero lo que seguro que sintió fue las manos de él cuando se posaron en sus nalgas.

Ella se paró un instante, pero continuó buscando como si no hubiera notado nada.

Las manos del hombre empezaron a sobar su culo, a magrearlo, a amasarlo, e incluso, separando los dos cachetes, metió sus dedos, apartando la tira de las bragas que estaba entre ellos, dejando ver el agujero del culo, sonrosado como un niño recién nacido, virginal.

Colocando la tira sobre una de las nalgas, empezó con los dedos de una mano a sobárselo, mientras la otra la mantenía apoyada sobre un glúteo.

Mi madre, desesperada de no encontrar el dinero y cada vez más excitada por lo que la estaban haciendo, empezó a tirar la ropa al suelo, hasta vaciar el estante superior.

En ese momento el rubio estiró sus brazos, soltándola por detrás el sostén, y el jefe, para no ser menos, agarró la parte superior de las bragas, tirando de ellas hacia abajo, dejándolas a sus pies.

Mi madre emitió un gritito, estremeciéndose, y los hombres aprovecharon para bajarla en volandas de la escalera a la cama, donde la depositaron bocarriba.

Mi madre se incorporó rápidamente, y, reptando, se alejó, perdiendo se sostén en el camino, manteniendo, como únicas prendas, los zapatos de tacón y las medias.

Mientras gateaba a cuatro patas sobre la cama, no dejábamos de observar su culo respingón y macizo, así como la vulva que, hinchada, sobresalía entre sus piernas.

Se sentó con las piernas encogidas, en la cabecera de la cama, de espaldas a la pared y miró aterrada a los hombres, mientras se tapaba como podía la entrepierna y las tetas.

El jefe empezó rápidamente a desnudarse, sin dejar de mirarla.

Ella, asustada, viendo que querían violarla y que yo estaba presente, dijo sollozando, apuntando con una mano hacia mí:

  • No, por favor, está mi hijo. No quiero que me vea así ¡Es mi hijo!

El rubio me echó una ojeada rápida, como si no supiera que estuviera allí, y cogiendo del suelo las bragas que acababan de quitar a mi madre, me las metió por la cabeza, cubriéndome los ojos y mitad de la cara, casi hasta la boca.

Aunque tenía los ojos tapados, era tan fina la tela que podía ver a través de ella, casi como si los estuviera descubiertos.

El rubio se acercó a la mesilla de noche, cogiendo algo de ella y, acercándose a mí, me tapó los oídos.

Eran los tapones que utilizaba mi padre para poder dormir por la noche, pero los colocó tan mal, que se salieron lo suficiente para que, sin caerse, pudiera oír casi tan bien como antes.

Mi madre, aprovechando la distracción, echó una rápida mirada en dirección a la ventana del dormitorio y se lanzó de la cama hacia allí, para intentar huir por ella a nuestra terraza, pero el rubio fue más rápido y la atrapó por la cintura antes de que lo lograra.

Sujetándola con un brazo por la cintura, con la otra mano la magreó las tetas, diciéndola sonriendo:

  • ¿A dónde vas tan deprisa? Todavía no te hemos follado, zorra.

Mi madre, chillando como un gatita, forcejeó intentando soltarse, pero el hombre tirando de ella, se sentó sobre la cama, poniéndola tumbada boca abajo sobre sus rodillas, con el culo en pompa, en dirección a donde yo me encontraba.

La sujetó y empezó a azotarla fuertemente con una mano en las nalgas.

Ella empezó a chillar de dolor, pateando al vacío con sus piernas.

Desde donde estaba podía ver su ano y su vulva debajo, y como sus nalgas iba poniéndose cada vez más coloradas por los azotes que la estaban dando.

El jefe, totalmente desnudo, se acercó dónde estaba mi madre, sin dejar de mirarla el culo y como la azotaban.

Tenía la polla totalmente erecta, saliendo de una mata de pelo canoso, debajo de una barriga que no correspondía precisamente a alguien que pasara hambre.

Se agachó sobre mi madre, agarrándola por las caderas y evitando que continuaran azotándola.

Tiró de ella, haciendo que se incorporara de las rodillas del hombre, para colocarla a cuatro patas sobre la cama.

Sin soltarla las caderas, se colocó entre sus piernas, evitando que las cerrara.

Cogió su verga con una mano, dirigiéndola hacia la entrada a la vagina de mi madre, y, tanteando, empezó poco a poco a metérsela.

Mi madre, al notar que la estaban penetrando, se agitó para evitarlo, y chilló desesperada:

  • ¡No, no!

Pero la polla fue poco a poco entrando, entre los gritos de súplica de mi madre, que empezó a llorar.

Todavía recuerdo aquella imagen en la que estaban violando a mi madre.

Ella a cuatro patas sobre la cama, llevando solamente unas medias negras de rejilla y unos zapatos negros de tacón, con las tetas enormes balanceándose adelante y atrás por las embestidas del hombre.

El hombre, totalmente desnudo, detrás de ella, la sujetaba por las caderas, con una pierna doblada, apoyada sobre la cama, mientras la embestía una y otra vez.

La cama se movía adelante y atrás, adelante y atrás, sin dejar de hacer ruido, ñaca-ñaca-ñaca.

Los otros dos hombres no dejaban de mirar también el espectáculo, con la boca abierta, babeando de gusto, y con un buen bulto entre sus piernas.

Podía haber intentado huir en ese momento, pero no hubiera prosperado, me hubieran cogido y posiblemente me hubieran agredido, así que opté por disfrutar también del espectáculo que me estaba encantando.

El hombre no lograba eyacular en esa postura, así que desmontando a mi madre, la tumbó bocarriba sobre la cama, y colocándose de rodillas entre las piernas de ella, tomó su polla y, restregándola arriba y abajo por la vulva de mi madre, la volvió a penetrar ante los gemidos de ella.

El pene desapareció dentro de mi madre, para volver a aparecer al momento y desaparecer a continuación, cada vez más rápido.

Las tetas de mi madre se balanceaban descontroladamente por las acometidas a las que la estaban sometiendo.

Ya no se resistía, sus manos crispadas se agarraban a la ropa de la cama y sus piernas bien abiertas, cubiertas por las medias negras, estaban colocadas a cada lado del hombre que se la follaba.

Como tampoco conseguía tener un orgasmo, se tumbó sobre mi madre, en la postura del misionero, cubriéndola casi en su totalidad, y comenzó nuevamente a moverse adelante y atrás, rápidamente, sin cambiar el ritmo.

Fue poco más de un minuto hasta que el hombre, con un bufido, paró, descargando su esperma dentro de ella.

Estuvo unos pocos segundos quieto, mirando con una sonrisa irónica a mi madre, sin desmontarla, quizá para humillarla todavía más, o quizá para disfrutar de la visión de una rica hembra recién follada.

Una vez la hubo desmontado, sacó su polla, goteando esperma, y se fue al cuarto de baño del dormitorio desapareciendo detrás de la cortina de la ducha.

Mi madre yacía bocarriba sobre la cama, con los ojos cerrados y con la respiración agitada que movía su pecho arriba y abajo.

El rubio se acercó ahora a ella.

Tan absorto estaba viendo cómo se follaban a mi madre que no me había percatado que se había quitado toda la ropa y ahora estaba totalmente desnudo.

Musculado con el cipote enorme, erguido, surcado de venas azules, se agachó y quitó los zapatos de tacón a mi madre, dejándolos sobre el suelo.

Poniéndose de pies, levantó las piernas de mi madre, enfundadas en sus medias negras, y las apoyó abiertas sobre su pecho.

Sujetándola por las caderas, tiró de ella, acercándola más a él y situándose lo más próximo que pudo, ayudado por unas de sus manos, restregó su verga inhiesta sobre la vulva de mi madre, arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez, hasta que, poco a poco, se la fue metiendo.

Mi madre jadeo al notar cómo la penetraban, pero el hombre impasible, colocó una de sus rodillas sobre la cama y comenzó moverse adelante a atrás, adelante y atrás, cada vez más rápido.

¡Se la estaban follando otra vez!

Sus tetas estaban otra vez en movimiento, oscilando como flanes por las embestidas del nuevo hombre que se la estaba follando.

Los brazos de mi madre ahora estaban extendidos sobre la cama, sobre su cabeza, permitiendo ver mejor la redondez de sus enormes tetas.

Pasó poco más de un minuto hasta que el hombre emitió algo parecido a un gruñido que indicaba que también él había tenido su rico orgasmo.

Bajó con cuidado las piernas de mi madre y, alejándose un poco de ella, cogió la colcha de la cama y se limpió la polla con ella.

Todavía se oía caer el agua de la ducha, cuando mi madre, con los ojos cerrados y sin levantarse de la cama, se puso en posición fetal, con las piernas dobladas hacia su pecho, dándonos la espalda a mí y a los hombres.

El rubio, todavía desnudo, se acercó al armario de mis padres y, abriendo los cajones, cogió un bóxer de mi padre y se lo puso.

El jefe ya había finalizado su ducha y salió del cuarto de baño, secándose con una toalla.

Desnudo, con la polla colgando como una morcilla, le dijo a mi madre que ahora la tocaba a ella ducharse.

Como no se movía, el rubio, agarrándola, la hizo que se levantara y la guio cogida de la mano hasta la ducha.

Antes de entrar en la ducha, el rubio la hizo pararse, y, agachándose, la bajó las medias y se las quitó, dejándolas tiradas en el suelo.

La dio un beso en las nalgas, y, una vez incorporado, un azote en el culo para que entrara en la ducha.

Pero no iba a poder ducharse en la intimidad. Con la cortina de la ducha plegada, tuvo que ducharse ante la mirada ansiosa de los tres hombres y de la mía, que me obligaron a acompañarles.

Intento darles la espalda pero la empujaron por una cadera para que no les diera la espalda.

El agua corría por su cuerpo, deslizándose por sus bien formadas tetas, por las formas redondeadas y macizas de sus glúteos, de sus caderas, de sus piernas, desapareciendo entre sus piernas.

Los hombres acompañaban sus ansiosas miradas con comentarios obscenos e indicaciones para que limpiara bien su entrepierna, su vulva, especialmente por dentro.

Utilizando gel se frotó bien por todo su cuerpo, y, haciendo caso a lo que la decían, se restregó y manoseó especialmente su sexo, sus labios, introduciendo sus dedos en la vagina y manoseando su clítoris con insistencia, cada vez con más ganas, hasta que empezó a gemir bajo el agua de la ducha.

Gimió más y más, conforme aumentaba el ritmo de sus caricias y de su manoseo.

¡Se estaba masturbando delante de todos nosotros!

Uno de los hombres, el más joven que todavía no se la había follado, comenzó a desnudarse, colocando su ropa colgada del toallero.

Era bastante joven, no debía tener ni veinte años. Tenía el pelo cortado al cepillo. Delgado, pero fibroso, sin una gota de grasa, con abdominales marcados y la polla tiesa y erguida apuntando hacia mi madre.

Se metió en la ducha, posando sus manos sobre las tetas de mi madre, manoseándolas, interrumpiendo la masturbación de mi madre, que, expectante, paró sus caricias sobre el clítoris.

Él subió una de sus manos a la cara de mi madre, acariciándola los labios para meter uno de sus dedos en su boca, recorriéndola por dentro a derecha e izquierda, acariciándola la lengua, no ya con un dedo sino con dos, con tres.

Acercándose todavía más, se pegó a mi madre, uniendo su boca a la suya, mientras sus manos apoyadas sobre la espalda de mi madre, la sujetaban para que no escapara.

La metió la lengua en la boca, recorriéndola por dentro como antes había hecho con sus dedos.

Sus manos descendieron de la espalda a sus glúteos, sujetándolos con fuerza.

Bajo el agua de la ducha y con su boca ocupada, mi madre no podía respirar, por lo que movió su cabeza, logrando liberar su boca.

El hombre, ansioso, intentó besarla nuevamente en la boca, pero al no conseguirlo, bajó su cara a los tetas de mi madre, besándolas, chupándolas, lamiéndolas en toda su extensión, concentrándose en sus pezones que estaban hinchados y duros.

De pronto, sin soltarla los glúteos, la levantó del suelo, colocándose entre las piernas de mi madre.

Apoyó la espalda de ella sobre la pared mojada de la ducha, y, sujetándola con su cuerpo, retiró una mano, agarrándose la verga y, tanteando, se la fue metiendo poco a poco a mi madre.

La oí jadear, pero de placer, no de dolor.

Una vez dentro, el hombre volvió a colocar su mano libre sobre las nalgas de mi madre, y, moviéndose, comenzó a cabalgarla, a follársela.

Desde donde estaba, podía ver perfectamente los movimientos de los glúteos del hombre mientras se la follaba, y la cara de placer que tenía mi madre, con los ojos cerrados y la boca semiabierta, con el agua de la ducha deslizándose por el cuerpo de ambos.

Cada vez bombeaba más rápido, con más energía, jadeando, mientras que mi madre no paraba de gemir, abrazada al cuello del que se la estaba follando.

Se movía cada vez con mayor celeridad, hasta que, por fin, disminuyendo el ritmo, se paró.

¡Se había corrido!

La desmontó, dejándola sobre el suelo de la ducha y, saliendo, fue hasta el dormitorio donde se secó con las toallas que mi madre antes había tirado al suelo.

Mi madre nos dio la espalda, protegiéndose ridículamente, pero otra vez el rubio estaba preparado para volver a disfrutar de mi madre.

Entró en la ducha y se colocó detrás de mi madre, obligándola a que se abriera bien de piernas y se inclinara hacia adelante, con el culo en pompa.

Mi madre, para no caerse, tuvo que apoyarse en la pared de la ducha.

El hombre se colocó entre las piernas abiertas de ella, y, ayudado por su mano, la volvió a penetrar por detrás. Una vez dentro comenzó a embestirla con fuerza y rapidez.

Una vez más oí los gemidos de mi madre al ser follada.

Los fibrosos glúteos del hombre se movían más y más rápido, pero no lograba consumar.

Hacía pocos minutos que se la había follado y todavía no se había recuperado, así que, sin darle ninguna importancia, la desmontó, la dio un sonoro azote en el culo y salió de la ducha tan rápido como había entrado.

El jefe, sin dejar de mirarla, cerró el grifo de la ducha, y, tomando una toalla, la dijo que saliera.

Con la excusa de secarla, la sobó bien las tetas, el culo y todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, ante la atenta mirada del joven y de la mía.

Finalmente, ya cansado de tanto sobarla, la envolvió con la toalla con la que la había secado, y, agachándose, se la subió a los hombros, llevándola al dormitorio y dejándola de pies encima de la cama.

[CONTINUARÁ]

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