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Las violaciones de mi mamá en casa (3)

en No Consentido

A pesar de ser finales de octubre, el día era demasiado soleado y caluroso, propio más del verano que del otoño, lo que invitaba a las mujeres a pasear alegre y despreocupadamente por sus calles y jardines mostrando sus encantos, sus piernas, sus muslos, el balancear de sus nalgas y caderas.

Tanto despelote y disfrute de los sentidos despertó nuevamente al monstruo insaciable que tenía entre las piernas y le entró un hambre inmensa, hambre de hembra, desmedido, abrasador.

Levantó su inmensa trompa, rugiendo, a punto de reventar el pantalón que todavía lo cubría con el fin de penetrar, de meterse entre las piernas de todas esas zorras y follárselas sin perdón.

Miró sus culos, sus tetas, su todo.

Esa rubia de piernas interminables que luciendo un ligero vestidito mostraba más que tapaba sus glúteos y su entrepierna con su tanga blanco transparente.

Aquella morenaza de pelo corto y labios carnosos que acompañada de una amiga, exhibía unas grandiosas tetas erguidas que amenazaban con salirse por el escote. Parecía que sonreía por la conversación que mantenía con su amiga, pero realmente lo hacía porque sabía que todos los hombres no quitaban la vista de sus melones, deseando sobarlos, chuparlos y hacerse una buena, pero que muy buena, cubana con ellos.

Y su amiga con un pantalón vaquero corto y medio raído que se ceñía a su culazo apenas cubierto por un tanga y que permitía vislumbrar la raja de su coño, a pesar del provocador movimiento que imprimía a sus caderas.

O la joven madre que, paseando a su hijo de corta edad, aprovechaba para agacharse y mostrar, por debajo de su faldita,  su culo apetitoso y respingón, como diciéndome:

  • ¡Entra, atrévete a entrar!, ¿a qué no te atreves?

Pero a pesar de que las devoraba con los ojos, ninguna de las calientapollas se iba conmigo, ninguna se dejaba acariciar sus muslos, meter mano entre las piernas, sobar sus tetas, follar, a ninguna menos a mi madre, a mi propia madre, que me esperaba completamente desnuda, bien abierta de piernas, exhibiendo su chocho más que follado, tumbada sobre la cama, atada de pies y manos, a merced de quien quisiera follársela.

Y de hecho, alguien estaba ahora follándosela, o debería estar haciéndolo, a no ser que un infarto fulminante le hubiera dejado en el sitio por tanta avidez que demostraba cuando subía corriendo por las escaleras.

Era yo, el que después de haber visto como disfrutaban de ella tres hombres en contra de su voluntad, también gozó de sus carnes, y, satisfecho, la dejó en manos, por no decir en la polla, de un vecino de mediana edad que ya se la había tirado en un pasado más bien lejano, delante de mis propios ojos de niño asombrado.

Mi deseo apagó mi imaginación, y, dándome la vuelta, corrí ansioso hacia mi casa, con miedo a eyacular allí mismo, en tierra de nadie, para no perderme ni un instante de lo que la estaban haciendo a mi madre.

Subí yo también de dos en dos los escalones de las escaleras del edificio donde vivía y, abriendo la puerta de servicio, entré sin hacer ruido en mi propia casa.

Aunque jadeando y sudando por el esfuerzo realizado, logré escuchar los gemidos y ruidos que salían del dormitorio de mi madre.

Conforme me iba acercando por el pasillo, los sonidos eran cada vez más intensos, más embriagadores, que me envolvían y me llevaban en volandas, flotando de deseo en el aire hasta la puerta abierta del dormitorio.

Gemidos de hombre y mujer, el ñaca-ñaca de los muelles de la cama, de muebles chocando una y otra vez contra la pared, entre ellos.

Apoyado en el marco de la puerta, contemplé a un hombre desnudo, de pies, moviéndose adelante y atrás entre las piernas de una mujer, mi madre, que yacía, también desnuda, bocarriba sobre la cama.

Sus enormes tetas se bamboleaban descontroladas por las potentes embestidas del vecino que se la estaba tirando, mientras la sujetaba por sus caderas, por sus glúteos, sin dejar de sobárselos, para que no se escapara del polvazo que la estaba echando.

Sus piernas, libres de ataduras, estaban apoyadas sobre los hombros del hombre, que, con una pierna doblada encima del catre, arremetía con rabia una y otra vez, hasta el fondo, hasta que desaparecía totalmente su congestionada verga dentro del sexo de mi madre.

Chillaban más que gemían, mezclando placer con dolor, semejando más una brutal pelea que una espectacular cópula, con sus cuerpos retorcidos, agitándose, mostrando músculos y tendones en tensión.

Los brazos de ella estaban recogidos a su espalda, posiblemente atados, lo que resaltaba todavía más el enorme tamaño de sus melones y de sus vaivenes desenfrenados.

Su cara, brillante por los fluidos de a saber qué cuerpos, lucía entreabierta su boca, pero sus ojos y oídos eran lo único que estaban como los dejé, tapados, para que no viera ni oyera quién se la follaba, para que no lo supiera y pudiera impedirlo.

El vecino levantó su cara, radiante de deseo, y me miró directamente, con una sonrisa babeante, como agradeciéndome por dejarle que se follara a mi madre, pero sin dejar de moverse, de penetrarla, y, como premio y prueba de agradecimiento hacia mí, estiró una mano y, agarrándola una de sus tetas, se la magreó a placer.

Viendo que no se la follaba tan bien como antes, volvió a sujetarla por las caderas e intensificó su ritmo hasta que, por fin, gritando él y mi madre, tuvo su trabajado y gratificante orgasmo.

Unos segundos estuvo con su verga dentro de mi madre, sin moverse, disfrutando de su momento de gloria hasta que la desmontó, dejándola inerte, tumbada  al borde de la cama.

Todavía con la polla goteando esperma, cogió su ropa y, acercándose sonriente a mí, me puso una mano sobre el hombro y me dijo al oído:

  • Muchas gracias, chaval, muchas gracias. Cuenta conmigo cada vez que quieras que se follen a tu madre. Total discreción para lo que haga falta.

Sin dejar de observar el cuerpazo de mi madre, oí como el vecino se marchaba de casa, cerrando la puerta.

Ahora era toda para mí, otra vez más, y nadie podía evitarlo, nadie podía evitar que me la follara por todos sus agujeros, una y otra vez, todo el tiempo que quisiera, y hacerla todo lo que siempre quise hacerla y cualquier otra cosa que se me ocurriera.

Me desnudé tranquilamente, relamiéndome como el gato que juega con su presa, seguro que no va a escapar.

Dejé mi ropa sobre una silla y, totalmente desnudo, me acerqué lentamente a mi madre con el cipote bien duro, tieso y levantado hacia el techo, listo para volver a entrar en acción.

Allí estaba tumbada bocarriba sobre la cama, recién follada, sin moverse, esperando que cualquiera que pasara por allí se la volviera a follar.

El pañuelo que cubría sus ojos así como los tapones de los oídos estaban sujetos con cinta aislante para que no se soltaran y dejaran que mi madre supiera quienes eran los que se la follaban.

De pronto, ella comenzó lentamente a moverse, girándose hacia un costado, dándome poco a poco la espalda.

Sus manos atadas a la espalda con cinta aislante quedaron a la vista.

Bajé mi vista a sus glúteos para gozar de su forma, y entonces las vi.

¡Marcas de dientes, de mordiscos en sus nalgas, no una sino varias y repartidas por todas partes!

¡El muy cabrón no solamente se la había follado, sino que además la había mordido repetidamente las nalgas!

¿Qué quería? ¿comerla literalmente el culo?

¿Qué más la había hecho, el muy cabrón?

Una terrible duda me asaltó. ¿Habría violado su culo inmaculado? ¿Había sido el primero en hacerlo?

Estaba ya casi bocabajo mi madre, intentando absurdamente incorporarse, ¿ponerse quizá de rodillas?

La falta de vista y oído la había desorientado, además de los polvazos que la habían echado, que la habíamos echado.

Di un sonoro aplauso pegado a su oído, pero ni se inmutó. Luego otro, pero no reaccionó. Efectivamente no oía absolutamente nada.

La acerqué unos cojines que, seguramente, el vecino había puesto sobre la cama para follársela mejor, para acceder mejor a sus agujeros y penetrarla con mayor facilidad.

Notándolos, apoyo la mitad superior de su cuerpo sobre los cojines, restregando sus tetas sobre ellos, y se puso como si estuviera a cuatro patas, con su culo en pompa, en todo su esplendor delante de mis ojos, y ya no pude más.

Puse mis manos sobre sus cachetes y se quedó inmovilizada al instante.

Estaban calientes y húmedos, ¿de sudor y saliva solamente?

Se los abrí y allí estaba su glorioso agujero, y debajo su vulva hinchada de tanto polvazo.

La oí suplicar, gimoteando:

  • No, otra vez no, por favor, seré buena. Haré todo lo que quieras, pero me hagas daño, por favor.

Me quedé sorprendido de que hablara, grata, morbosa  y excitadamente sorprendido.

Pero ¿de que hablaba? ¿qué la había hecho, el joputa?

Desde luego el ano estaba dilatado, demasiado dilatado para ser un accidente, era un agujero enorme entre sus nalgas abiertas, un agujero bien colorado.

¡El muy cabrón la había dado por culo, la había sodomizado!

¡Se había adelantado!

Una sensación de rabia me invadió. No iba a ser yo el primero.

La rabia iba también dirigida hacia mi madre, ¿por qué no se había defendido lo suficiente para que no la dieran por culo? ¿es que quizá la gustara? ¿la gustara que se la follaran por el culo, que se lo violaran?

Pues eso mismo iba a comprobarlo ahora.

La abrí con las manos lo suficiente las piernas para colocarme entre ellas, y, poniendo una pierna sobre la cama, tantee con mi cipote inhiesto y, poco a poco, se lo fui metiendo.

Escuché jadeos y gemidos de mi madre, pero no costó mucho metérsela. Debía tener el cabrón una verga más ancha que la mía, o la había dilatado lo suficiente el ano con los dedos y con las manos.

Ya dentro, la sujeté por las caderas y empecé poco a poco a bombear, adentro, afuera, adentro, afuera, pero su ano no me resultaba tan acogedor como su coño.

El ano era solo un agujero, mientras que el coño tenía vida propia, se adaptaba como un guante a la polla que se la follaba, que la penetraba.

Saqué mi polla de su culo y se la metí más abajo, por el chumino, mucho más amigable y acogedor, que me abrazó bien hinchado en sus labios abiertos de par en par.

Me recibió con nuevos gemidos y jadeos y comencé nuevamente a embestir, a metérsela  y sacársela, una y otra vez, a veces no toda la polla y otras hasta los huevos, hasta el fondo.

Como no podía oírme, comencé a gritar como si fuera un vaquero y estuviera en un rodeo montando una yegua salvaje.

De vez en cuando paraba, y la daba un azote, a veces, dos o tres, fuertes y sonoros, para volver otra vez a cabalgar dentro de su vagina.

Me imaginaba que me estaba follando a la rubia de piernas interminables que vi en la calle, a la morena de las tetas gordas, a su amiga de culo gordo, y, sobre todo, a la joven madre que agachándose me ponía el culo para que la sodomizara delante de su hijito. Y yo bien que se la metía, ¿no se la estaba metiendo ahora? ¿no me la estaba follando?

Cuanto más pensaba y pensaba, con más fuerza me follaba el conejo de mi madre y todo sin dejar de gritar obscenidades a pleno pulmón.

Y ¿sus nalgas?, ¿cómo estaban?, de un color rojo pasión de tanto azote, sobe y folleteo.

Mi madre, no solamente chillaba más que gemía de placer, sino que se movía ella también adelante y atrás, adelante y atrás, facilitando y disfrutando el polvazo que la estaba echando, y yo, sin descanso, continuaba dándole a la zambomba, una y otra vez.

Era un no parar, pero no tenía ninguna intención de eyacular ahora.

Demasiado pronto para tantas ganas de disfrutarla, de disfrutar de su cuerpo.

Temiendo que su chumino reventara literalmente del tratamiento intenso al que la estaba sometiendo, la desmonté y la di un buen par de azotes que me sonaron a gloria celestial.

Tan bien me sonaron que, viendo la excitante vista que tenía de su hermoso culo en pompa, continué azotándola el culo, no fuerte, pero sin descanso, en toda su extensión, incluso unos pequeños azotitos fueron dirigidos a su vulva que en ese momento me pareció un precioso higo maduro que me gritaba:

  • ¡Cómeme, cómeme!

Y eso hice, sujetándola por sus prietas nalgas, bajé mi boca y lo enterré en su coño.

Un fuerte olor y sabor a pescado me inundó, pero lejos de darme asco, me motivó para lamerlo, chuparlo y besarlo con tanto ardor, que mi madre gimió y gimió del placer que la estaba dando.

De pronto, mi boca se llenó de un líquido viscoso con sabor a pescado y uno más ligero, como agua, baño mi cara y me empapó de la cabeza a los pies.

¡La muy puta había eyaculado y me había bañado con sus fluidos!

Ahora sí que la monté con ganas, por su coño empapado y pringoso, y cabalgué furiosamente sin freno ni interrupción, chillando como un loco poseído, hasta que también tuve un orgasmo, espectacular, uno de los mejores que he tenido, y mi esperma se juntó con el suyo y con el de muchos otros más que ese día se la habían follado.

Estuve casi un minuto con mi polla dentro, disfrutando, y, cuando la desmonté, al instante se tumbó bocabajo sobre la cama, agotada de tanto folleteo.

Me levanté con las piernas temblando, con cuidado para no caerme, y me limpié la polla con la arrugada y manchada sabana de la cama, para sentarme a continuación en la silla que estaba frente a la cama, mirando fijamente el culo de mi madre.

Mientras me reponía, pensaba que hacer a continuación y desee follármela en el salón, así que me levanté y la senté en la cama.

La puse zapatos de tacón y la obligué a levantarse también.

Uno de sus pañuelos lo anudé a su cuello, y tiré de él, dirigiendo a mi madre, como la perra que era, fuera de la habitación.

Caminaba tambaleándose, titubeando al no poder ver ni oír, con sus manos atadas a la espalda.

La llevé al salón donde encendí la televisión. La gustaba mucho los programas de cotilleo, así que ahora yo también los iba a disfrutar con ella, o más bien de ella.

Luego, sentándome en el sofá, tiré de mi madre hacia mí, obligándola a retroceder de espaldas, y, mientras veía venir sus nalgas, se las sobé bien, hasta que se sentó encima de mis rodillas, sobre mi polla otra vez tiesa.

Ahora la magree las tetas y tiré de sus pezones, oyéndola nuevamente gemir.

Eran unas tetas grandes, duras pero suaves al tacto, bien levantadas, de forma redonda como si de balones se tratara.

La levanté un poco y, abriéndola de piernas, hice que nuevamente se sentara pero esta vez mi verga entró en su vagina hasta el fondo.

Jadeó pero no se quejó, ya estaba más que acostumbrada.

Sujetándola por las caderas, ella misma comenzó a levantarse y bajarse, una y otra vez, penetrándola con mi polla inhiesta.

¡Mi madre ya había asumido totalmente el papel de objeto sexual! ¡de ser  follada por cualquiera y estaba colaborando para que ocurriera!

Pero no me corría, estaban demasiado cercanos los otros dos polvos que la había echado, así que hice que me desmontara y la obligué a ponerse de rodillas.

La acerqué mi verga a su boca y ella, al notar el contacto, comenzó a lamerla como si fuera un rico helado.

Sujetada su cabeza por mis manos, de los lametones pasó a metérsela en la boca, y yo, con mis movimientos, también me la follé por el agujero que faltaba.

Cerraba sus turgentes y sonrosados labios lo suficiente para acariciar repetidamente mi rabo, hasta que, a fuerza de insistir, eché mi última ráfaga de lefa dentro de su boca.

Grité de placer y ella se lo tragó todo, sin rechistar.

Era ya muy tarde, y ya era el momento de acabar, no fuera a venir mi padre, así que me vestí, sin quitarla la vista de encima.

Me pareció oír que los vecinos de la puerta de enfrente acababan de llegar, y, descalzo, me acerqué a la puerta de la calle, para, a través de la mirilla, verlos desaparecer en su casa.

Eran dos chavales de veintipocos años que compartían el alquiler mientras estudiaban en la universidad.

No sé si estudiarían mucho las asignaturas de la carrera, pero a mi madre sí que la estudiaban detenidamente cada vez que la veían, la estudiaban descarada y detalladamente de la cabeza a los pies.

Ahora sí que iban a tener la oportunidad de estudiarla a fondo, y hacer con ella todo tipo de prácticas.

Conduje a mi madre tirando del pañuelo que llevaba anudado al cuello hasta la puerta de la calle y, abriendo la puerta, la deposité frente a la puerta de los vecinos.

Atada, sorda y ciega, aunque eso sí llevando unos preciosos zapatos de tacón que levantaban todavía más sus preciosos glúteos.

Toqué el timbre y corrí, sin hacer ruido hasta mi casa, donde cerrando la puerta, pude ver a través de la mirilla la cara de sorpresa que pusieron los dos chavales al ver su regalo, pero enseguida sus rostros cambiaron y la metieron dentro, cerrando la puerta tras ellos.

¡Reí como nunca lo había hecho! ¡Grandes lágrimas provocadas por unas risotadas de loco anegaron mi rostro!

Ya era de noche cuando vino mi padre y preguntó por ella, pero le dije que no sabía nada.

Habían pasado más de cuatro horas y no tenía noticias de mi madre.

Al ver como estaba su dormitorio, mi padre llamó enseguida a la policía y se formó un buen revuelo.

A la mañana siguiente nos informaron que estaba en el hospital.

La habían encontrado desnuda en el parque, mientras unos mendigos se la follaban.

Tardó varios meses en recuperarse y nunca recordó lo que ocurrió ese día, o eso es lo que dijo, pero más de una vez vi en su cara una extraña sonrisa viciosilla, o ¿era mi imaginación?

Varias veces me cruce con los vecinos que se la follaron, y todos me dirigieron una sonrisa maliciosa.

¡Estaba deseando repetirlo, y no creo que fuera yo el único!

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