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Mi excitante paseo por la playa con mamá

en Amor filial

Hace ya bastantes años de aquel tórrido verano en el que dejamos a mi padre, malhumorado, leyendo el periódico bajo la sombrilla y nos fuimos mi madre y yo a dar un paseo por la orilla del mar.

Debía tener yo unos dieciséis años y mi madre, unos treinta ocho, maravillosamente llevados, ya que todas las mujeres de la playa la miraban con envidia y los hombres con deseo, o al menos eso recuerdo de aquel día.

Debía ella medir casi un metro setenta, con muy buen tipo de piernas largas y estilizadas, culo macizo y respingón, y tetas grandes y erguidas, nada de grasa ni de celulitis, solo carne magra de primera.

Aquel día mi madre se había puesto un bikini negro que era, en opinión de mi padre, excesivamente pequeño, pero ella, que se lo acababa de comprar, no quería dar la razón a mi padre y, con la obstinación que solía tener, se lo puso contra viento y marea.

Al principio me daba vergüenza que lo llevara, ya que enseñaba demasiada carne para ser mi madre, pero poco a poco fui acostumbrándome de las miradas que la echaban y, que ella, lejos de enfadarse o avergonzarse, la divertía e incluso, diría yo, que la excitaba sexualmente.

A veces, me rezagaba un poco con la excusa de recoger alguna concha o piedrecilla de la orilla, y la miraba desde atrás el culo y las piernas. ¡Estaba buenísima!

Cuando se agachaba a recoger conchas, yo me encontraba en estado próximo al éxtasis, ya que sus braguitas desaparecían entre sus cachetes y parecía ir sin ellas, enseñando sus vergüenzas a todo el mundo, pero, debían molestarla, ya que enseguida metía sus dedos entre sus nalgas y se colocaba la braguita. Desee ser yo el que metiera mis dedos y disfrutara de su culo.

Pero no era lo único que la sucedía, ya que al agacharse, cuando yo estaba frente a ella, no perdía detalle de sus tetas, que pugnaban por salir del pequeño sostén, mostrando siempre sus pezones y más de una vez todo un pecho salió del sostén.

Al contrario de las braguitas, mi madre no prestaba mucha atención a su sostén, caminando gran parte del trayecto enseñando los pezones e incluso alguna teta, ante la mirada morbosa de hombres, mujeres y niños con los que nos cruzábamos.

Yo, morboso, no la avisaba, no por vergüenza sino por el placer que sentía al ver cómo todos disfrutaban viendo las tetas a mi madre.

Algún vecino y conocido se cruzó con nosotros y, mirando las tetas a mi madre, no la avisaron que las llevaba fuera sino que simplemente la saludaron sonrientes y muy alegres, para luego cuchichear a nuestras espaldas. Hasta que un hombre de mediana edad, mirándola las tetas, exclamó mientras se agarraba el paquete:

  • Desearía ser tu hijo para comerte las tetas y los pezones, ¡cacho guarra!

Fue en ese momento cuando mi madre, se miró el sostén y vio sus tetas fuera, metiéndoselas rápidamente bajo el sostén y recriminándome a continuación, con la cara encendida:

  • ¡Qué vergüenza! Y tú no me has avisado, no me has avisado que lo enseñaba todo.

Yo me excusaba, mintiéndola, diciéndola que no había visto nada, que si me hubiera dado cuenta se lo habría dicho.

No solamente influía lo buena que estaba mi madre y el bikini tan pequeño que llevaba, sino también mi edad, en la que las hormonas estaban en plena efervescencia, de forma que solamente pensara en tetas, culos y coños, masturbándome prácticamente todos los días, incluso varias veces diarias.

Llevábamos caminando bajo el sol casi una hora y un chiringuito pequeño y destartalado al final de la playa nos tentó a tomar algo, dado el calor que hacía y lo sudado que estábamos.

Como solamente llevamos puesto ella el bikini y yo el bañador, pensaba que no teníamos ni un duro para pagarnos ni una sola bebida, pero mi madre se sacó de la parte superior del bikini, escondido entre el sostén y un pecho, un billete arrugado y sudado, proponiéndome tomarnos un refresco.

El local estaba vacío y el único hombre que atendía en la barra no paró de mirar las tetas a mi madre mientras buscábamos en la lista de precios alguna bebida que nuestro escaso capital nos permitiera pagar.

Mi madre me propuso tomar un vermouth rojo y yo, con la sed que tenía, acepté gustoso.

Nos dio un vaso de medio litro a cada uno, lleno del preciado líquido, coronado por una enorme aceituna pinchada en un palillo, y nos sentamos en unas sillas de madera a la sombra del techado y frente al tranquilo y azulado mar, mientras degustábamos la refrescante bebida.

Mi madre se deleitaba mirando al mar mientras se bebía la fría y deliciosa bebida, y yo, haciendo como si también mirara el mar, no dejaba de mirarla las tetas y como pugnaban juguetones sus pezones por salirse nuevamente de la parte superior del bikini.

Con la sed que llevábamos, nos bebimos nuestra bebida en pocos minutos, dejándonos todavía con sed, por lo que mi madre, riéndose, se levantó con los vasos en la mano para que volvieran a llenárnoslos, a pesar de que ya no teníamos suficiente dinero para otra ronda.

Me pareció extraña la actitud de mi madre pero, al levantarse, la vi tambalearse y comprendí que el alcohol se la había subido a la cabeza, con la rapidez y contundencia de un disparo a bocajarro.

La vi alejarse titubeando y riéndose, camino de la barra, y me fijé cómo movía las caderas y cómo la pequeña braga del bikini se había escondido nuevamente entre sus sabrosas nalgas.

Asombrado, noté como mi cipote se había puesto erecto y levantaba impúdico por delante el bañador, y me reí alegre y cachondo, dándome cuenta que también a mí el alcohol me había afectado en gran manera.

Se apoyó en la barra, moviendo el culo, flirteando con el hombre para que nos diera gratis una nueva bebida.

El hombre, más bien gordo y de unos cuarenta y tantos años, la siguió el rollo y apoyo también sus brazos doblados sobre la barra, acercando su cara a mi madre, más bien a sus tetas que a su cara.

No perdía detalle de las tetas de ella, mientras mi madre le intentaba convencer.

En un momento dado él la besó una teta y ella, emitiendo un ligero chillido que parecía más bien el ronroneo de una gatita en celo, se echó hacia atrás, retirándose del mostrador, aprovechando él para levantar una parte del mismo, e invitarla a que pasara ella misma a coger la bebida, indicándola donde estaba, así como los vasos, y cómo podía servírsela.

Un bulto enorme tenía el hombre en el pantalón a la altura de la bragueta que delataba cuales eran sus intenciones.

Dudó ella un rato, pero, finalmente, cedió a la tentación y pasó rauda a la otra parte del mostrador, acercándose a donde estaban las bebidas.

Nada mas pasar, el hombre, sin dejar de observarla el culo, bajó el mostrador y se acercó a ella, que, acababa de abrir la nevera y cogido la botella de vermouth.

Al no poder verlo, no sé exactamente qué la hizo por debajo de la cintura, pero la escuché chillar y, girándose, dejó la botella sobre el mostrador, al tiempo que las manos del hombre iban ahora a sus tetas, levantándola el sostén y dejando los melones al descubierto por un instante para cubrirlos totalmente con sus manazas al tiempo que se le soltaba el sostén.

Pugnando para quitarse de sus tetas las manos del hombre y por agacharse para posiblemente subirse las bragas que la había bajado, acabó desapareciendo bajo el nivel del mostrador con el hombre encima.

La escuché chillar, sin poder reaccionar, y, al ser apagado su chillido, fue cuando me levanté de mi silla, dudando qué hacer, por lo que, despacio y con cuidado, me fui acercando poco a poco al mostrador.

Cuanto más me acercaba más les escuchaba jadear y forcejear, y, al llegar al mostrador, cómo no podía ver qué sucedía, me tumbé bocabajo encima del mostrador, y pude ver en el suelo al hombre, con los pantalones bajados hasta los tobillos, cubriendo con su corpachón totalmente el cuerpo de ella, que tumbada bocarriba, forcejeaba ahora débilmente.

El culo gordo del hombre subía y bajaba, subía y bajaba, entre las piernas abiertas de ella.

La parte inferior del bikini negro de ella colgaba solamente de su tobillo izquierdo y la superior descansaba en el suelo sobre su cabeza.

Sus manos estaban sujetas por una manaza del hombre y la otra manaza del tipo tapaba la boca de mi progenitora para que no chillara.

Se soltó ella una de las manos e intentó arañar al hombre, pero éste, retirando la manaza de la boca de ella, sujetó la mano libre de mi madre. Ésta, al sentir su boca libre, intentó chillar, pidiendo socorro, pero solamente fue un amago, ya que empezó a gemir y jadear de placer.

¡Se la estaba follando, se estaba follando a mi madre, a mi propia madre! Y yo, sin saber qué hacer, sin interrumpir, sin decir nada y sin hacer ningún ruido que me delatara o les molestara, me contenté con mirar como se la follaba.

Era una mezcla de angustia y de placer lo que sentía, pero ganó el placer y, con el rabo erecto, disfruté del placer de ver cómo se la tiraba.

Fue un polvo rápido, menos de un minuto lo que tardó el hombre en eyacular, y yo, al ver cómo, después de reposar durante unos segundos su polvete, comenzaba a levantarse, me dirigí rápido a mi silla.

Nada más sentarme, eché un vistazo hacia atrás y vi al hombre ya levantado, colocándose el pantalón mientras, sonriente me miraba fijamente. Sabía que lo había visto todo, cómo se había tirado a mi madre.

Disimulando, miré en dirección al mar, y, por el rabillo del ojo, vi a mi madre levantarse con cuidado y colocarse la parte superior de su bikini. Luego desapareció, posiblemente camino del baño, donde estuvo varios minutos, supongo que lavándose.

Mientras tanto, el hombre se acercó con dos vasos grandes más de vermouth y los colocó en la mesa donde yo estaba, diciéndome sonriente y con mirada cómplice:

  • Invita la casa.

¿Qué invita la casa? Mi madre ya lo ha pagado con creces, lo ha pagado con el polvo que la has echado, maldito bastardo.

Cuando volvió mi madre, yo ya me había tomado gran parte de la bebida, y al ver mi vaso medio vacío y el suyo totalmente lleno me pregunto.

  • ¿Y esto?
  • Nos ha invitado el hombre.

Y señalé con la cabeza hacia donde él estaba, mirándonos sonriente.

Ella, mirándole con gesto de desagrado, masculló entre dientes:

  • ¡Ya!

Y, mirándome, me dijo:

  • Acábatela, que nos vamos.

Sin sentarse, cogió su bebida y se la bebió casi entera de un trago.

A verla beber, yo cogí la mía y la apuré hasta el fondo.

Cuando ella ya no pudo más, dejó de beber y retuvo su vaso en su mano durante unos segundos, dudando si arrojarla contra el suelo o contra el hombre, o dejarla sobre la mesa.

Temí lo peor y que la respuesta del hombre pudiera ser muy violenta, pero, ¡gracias a Dios!, mi madre fue prudente y lo dejó ruidosamente sobre la mesa.

  • ¡Vamos!

Me dijo, y, saliendo del chiringuito, se encaminó hacia el mar, conmigo detrás.

En silencio volvimos por nuestros pasos, camino hacia donde habíamos dejado a mi padre, pero no caminamos por la orilla más de quince minutos cuando mi madre, de pronto, se metió al agua diciendo:

  • ¡Qué calor hace!

Seguí a su culo macizo y respingón que poco a poco se fue metiendo en el mar.

La cubría ya por las tetas cuando se tumbó bocarriba, haciéndose la muerta, y yo, poniéndome cerca de ella, la imité.

El agua fresca nos mecía en un ambiente tranquilo y relajado, pero mi mente bullía, recordando lo que había visto, cómo se habían tirado a mi madre y yo no hice nada por evitarlo. No sé si mi madre sabía que yo lo había presenciado todo, pero seguro que pensaba también en lo que la había sucedido, que la habían violado para conseguir dos miserables vasos de vermouth.

De improviso me empujaron por los hombros y me sumergieron totalmente en el agua, que entró por todos mis aberturas. No sabía quién me empujaba, pero luché angustiado por sobrevivir.

¡Era mi madre, que, riéndose, me estaba haciendo una aguadilla!

Con tanto movimiento, las tetas de mi madre habían rebosado totalmente la parte superior de su bikini y se restregaban impúdicamente sobre mi rostro.

La escuché chillarme, divertida, mientras me bajaba el bañador, dejando mis genitales al descubierto:

  • ¡Mentiroso! Bien que sabías      que tu madre estaba enseñando los pechos a todos.

Al manosear, supongo que por accidente, mi cipote duro y erecto, se detuvo contemplándolo impresionada:

  • ¡Dios mío, cómo lo tienes!

Y yo, sobreexcitado sexualmente, aproveché la ocasión para incorporarme y devolverla la jugada con creces. Notando cómo mi bañador se deslizaba por mis piernas, perdiéndolo, tiré de mi madre, tumbándola bocabajo en el agua y la bajé las bragas, quitándoselas por los pies, metiendo a continuación mis manos entre sus piernas, manoseándola la vulva al tiempo que la soltaba el sostén, quitándoselo también.

La escuché chillar como una gatita en celo al tiempo que decía una y otra vez, como intentando imponer respeto:

  • ¡Soy tu madre, que soy tu madre!

Pero yo estaba lanzado y no podía parar. Mis manos fueron a sus tetas, sobándoselas, y sujetándola para que no se escapara, mientras que, colocado entre sus piernas abiertas, restregué mi cipote erecto por toda su vulva, una y otra vez, hasta que, encontré la entrada a su vagina, y se la metí hasta el fondo.

La escuché resoplar incrédula al sentir que la penetraba, y chilló entre aterrada y sobreexcitada:

  • ¡No, no!

Pero eso no me impidió que continuará, sino que empecé a bombear con fuerza y rapidez, sujetándola por las caderas.

Se agitó ella, forcejeando, intentando patearme para que la desmontara, pero yo, firme, no quería dejar de follarmela, y la sujeté, impidiéndolo.

Enseguida eyaculé dentro de su vagina, relajando mi presa, y fue entonces cuando ella se soltó, y, alejándose nadando casi un metro, se volteó, mirándome en silencio con la cara arrebatada.

No encontré furia en su rostro, sino miedo, miedo de lo que había sucedido, y quizá vergüenza, pero sobre todo era deseo lo que exhalaba su cuerpo, deseo de que se la follaran.

Pero mi deseo no era menor, a pesar de que acababa de tener un orgasmo, mi cuerpo pedía más, mucho más, y me acerqué a ella. No me rehuyó, sus ojos brillaban y la abracé, aplastando sus tetas enormes sobre mi pecho, y nos fundimos en un beso apasionado.

Nuestras lenguas se cruzaron e intercambiamos fluidos, abrazados. Sentía mi cipote otra vez vivo, erecto y duro, presionar fuertemente sobre su bajo vientre y fue ella esta vez, la que tomó mi verga con sus dedos y se la metió en su vagina, cálida y suave.

Fue también ella la que ahora cabalgaba suavemente sobre mi polla, la que hacía que se frotara por el interior de su sexo, una y otra, sin descanso.

Mis manos, aferradas a sus glúteos, disfrutaban del suave tacto de su piel, así como de la dureza de sus músculos.

La escuché jadear y gemir suavemente en mi oído y sentí su cálido aliento en mi oreja, en mi cuello. Poco a poco fue aumentando el ritmo, subiendo y bajando, subiendo y bajando, hasta que prácticamente los dos al mismo tiempo nos corrimos.

Permanecimos sin movernos durante un rato, quizá minutos, abrazados, con mi pene descansando en su interior, descargando mi esperma.

Luego soltó mi abrazo, desmontándome, y se alejó de mí, meciéndose bocarriba tranquila y suavemente sobre las aguas cristalinas.

Levanté mi vista y vi flotando algo, que supuse que debía ser mi bañador y las dos piezas de su bikini, a varios metros de donde estábamos. Gracias a Dios, el agua estaba muy mansa, sino la marea o las olas se hubieran llevado nuestras ropas, dejándonos totalmente desnudos para recorrer a la vista de todo el mundo la playa en busca de mi padre.

Descendí nuevamente mi vista y, bajo el agua trasparente, se podía ver perfectamente el coño de ella, cubierto por una fina franja de vello rubio, y abierto de par en par, por la follada que acababa de echarla.

Un pequeño triángulo blanco entre las piernas delataba la presencia durante demasiado tiempo de la parte inferior de un diminuto bikini.

Recorrí con mi vista sus torneados muslos, sus largas piernas, y sus pequeños pies, hermosísimos, de un color dorado, fruto de horas de sol y rayos UVA.

De sus pies subí nuevamente a su sexo, y de ahí, transitando por su plano vientre llegué a sus tetas, enormes, erguidas y redondas, de pezones rojizos emergiendo de aureolas casi negras, que sobresalían del agua, que no podía cubrirlas totalmente. También triángulos blancos cubrían sus pezones, revelando también la presencia de la parte superior del bikini.

Su rostro, hermosísimo, de labios carnosos y nariz respingona, descubría la relajación que ella tenía, con los ojos cerrados, descansando, como durmiendo.

Me tumbé también bocarriba, dejándome también acunar por el líquido elemento.

Por un momento, temí que ella a traición me sumergiera otra vez dentro del agua, haciendo que tragara agua e irritara mis ojos, pero ella no se movía, perezosa, se dejaba mecer por el tranquilo mar, reposando un suculento festín de polvos.

Recordé nuevamente nuestros bañadores y me incorporé, comenzando a caminar tranquilamente hacia donde pensaba que estaban.

El agua poco a poco iba descubriendo mi desnudez, pero no veía a nadie en la playa que pudiera observarnos, así que continué caminando, pero, cuanto más me acercaba al bulto que, a distancia, parecía nuestros bañadores, más me daba cuenta que me había equivocado.

Cada vez más asustado, sin preocuparme que el agua me llegaba ahora por debajo de las rodillas, exhibiendo mis genitales y mi culo, llegué al bulto, y ¡era una bolsa de tela, hecha jirones y mohosa, que flotaba desordenada!

La cogí con las manos y estaba hasta gelatinosa de tanto moho que tenía, por lo que al momento la solté asqueado.

Aterrado, me imaginé volviendo desnudo por la playa con mi madre, y recorrí rápido con mi vista todo lo que pude en el mar, e incluso en la orilla, moviéndome para mirar mejor, pero nada, no los veía.

Girándome, en ese momento vi dentro del mar a un hombre caminando hacia donde estaba mi madre, ¡hacia ella! ¡que estaba completamente desnuda, descansando ajena a lo que sucedía a su alrededor!

Asustado me tumbé en el agua, escondiendo mis genitales dentro del líquido elemento e intentando pasar desapercibido sin atreverme ni siquiera a avisar a mi progenitora.

Además ¡era el mismo tipo que antes había dicho un grosero piropo a mi madre cuando ella paseaba, supongo que inocentemente, con los pechos al aire!

Asustado me impulsé en el agua hacia donde estaba mi madre, tan discretamente como pude, pero el tipo cada vez estaba más cerca de donde estaba ella.

También mi madre se dio cuenta de que alguien se acercaba y dejó de flotar en el mar, poniéndose de pies y, agachada, con el agua cubriéndola hasta los hombros, intentó ocultar su desnudez bajo el agua, cubriendo con sus brazos sus pechos.

Al llegar a poco más de un metro de ella, se detuvo, mirándola fijamente y, sonriendo, aviesamente, la dijo:

  • No te contentas con provocarme fuera que me provocas dentro, para que disfrute de ti, ahora que no hay nadie que me lo impida.

¡Se había dado cuenta que ella estaba totalmente desnuda! ¡completamente desnuda!

Además me ignoraba totalmente, y yo, lejos de sentirme dolorido, estaba otra vez cachondo y con la verga apuntando hacia el cielo.

Se agachó también dentro del agua, colocando su cabeza a la altura de mi madre, separados por menos de un metro.

Sus ojos brillaban lujuriosos, recorriendo bajo el agua el cuerpo desnudo de mi madre, y en el rostro de ella se reflejaba miedo y vergüenza, sin saber ni qué hacer ni qué decir.

  • Te gusta nadar desnuda y provocar a los hombres, ¿no?

Como ella, angustiada, no decía nada, él continuó sonriendo perverso:

  • Te gusta enseñar las tetas, ¿verdad? Te gusta ir desnuda y que los hombres te vean, que babeen de gusto viéndote las tetas y el coño.

Mi madre permanecía en silencio, sin moverse y casi sin respirar, tensa.

  • Eres una auténtica guarra, ¡calientapollas!, que te gusta poner a mil la polla de los tíos, ¿verdad?

El hombre, moviéndose, sacó del agua su bañador. Se lo había quitado y se lo enseñaba a mi progenitora.

  • Ahora estamos igual, desnudos los dos, pero yo tengo un rabo enorme que apunta a tu conejo y te      lo voy a meter hasta el fondo, ¡guarra!

Entonces el tipo se echó hacia delante, moviendo deprisa una mano bajo el agua, metiendo mano a mi madre, que chilló, separándose en un instante del hombre.

Pero él, rápido, se abalanzó sobre ella, sujetándola, pero mi madre, luchando como una leona, logró quitárselo de encima, e incorporándose, corrió desnuda hacia la orilla.

Sus fuertes glúteos desnudos se movían rápido en cada desesperada zancada que daba, pero él era más veloz y la atrapó cuando el agua la llegaba por los tobillos, arrojándola al agua y echándose encima.

El agua se llenó de espuma por la lucha que mantenían, pero él era mas fuerte, y ella, cada vez más cansada, se daba cuenta de lo inútil que era oponerse, oponerse a que la violara.

Tumbada bocarriba, la escuché jadear, chillar desesperada, mientras el hombre iba ganando terreno, jugando ya con ella, carcajeándose, sobándola muslos, tetas, culo y sexo, y colocándose entre las piernas de mi madre.

Chilló desesperada, negando la evidencia, la evidencia de que iba a ser nuevamente violada:

  • ¡No, no, por favor, no!

Y contuvo la respiración al sentirse penetrada, exhalando un sonoro:

  • ¡Aaaaahhhhh!

Se agitó, intentando desmontarle, a impulsos como si fueran ataques epilépticos, pero el hombre, sujetándola con el peso de su cuerpo y con su cipote dentro de ella, comenzó a moverse arriba y abajo, adelante y atrás, una y otra vez, a follársela.

El culo fibroso del tío subía y bajaba, subía y bajaba, entre las piernas abiertas de ella, follándosela.

La escuché jadear, sin fuerzas ya ni para chillar, y el tipo, incansable, continúo follándosela sin que yo hiciera nada por impedirlo, solamente disfrutando, angustiado pero vicioso, con mi miembro erecto de lo que estaba viendo.

Nadie pasaba por allí, nadie al que se pudiera hipócritamente acudir. Quizá los que venían caminando por la orilla al ver en la distancia lo que estaba sucediendo, prefirieron darse la vuelta y no meterse en problemas. Al fin y al cabo, no era asunto de ellos, no les estaban violando a ellos. Además solo los tontos buscan problemas.

No tardó mucho en finalizar, y lo hizo con un gruñido. No la desmontó enseguida, sino que gozó durante casi un minuto del polvo que la había echado, mientras la sobaba insistentemente las tetas.

  • Te ha gustado, ¿verdad?, ¡puta calentorra, zorra calientapollas!

Ante el silencio de mi madre, el hombre la desmontó y se levantó, sin dejar de mirarla las tetas y el coño que se acababa de follar.

Se giró hacia donde estaba su bañador y caminó, con la verga colgando morcillona y mirando al agua que tenía a sus pies, hasta que cogió su bañador y, desandando el camino con él en la mano, salió a la orilla, no sin antes amenazar a mi madre.

  • La próxima vez que te vea por la playa será mucho mejor, ¡guarra!, vete preparando.

En la orilla se puso tranquilamente el bañador y le vi alejarse a buen ritmo, continuando su paseo por la orilla, sin mirar hacia atrás.

No sabía qué hacer y me quedé quieto durante un buen rato, hasta que mi madre comenzó a moverse, a limpiarse la entrepierna con agua de mar.

La escuché llorar mientras lo hacía, y, al acabar se sentó en el agua, abrazándose a sus piernas dobladas y pegadas al cuerpo, apoyando su cabeza en una de sus rodillas.

Flotando me fui poco a poco acercándome temeroso a ella y, al escucharme, me dijo en voz baja:

  • Por favor, dame mi bañador.
  • No lo tengo.

La respondí también en voz baja y, como no me respondía, continué, hablando atropelladamente, otra vez angustiado.

  • No tengo ni el tuyo ni el mío. No se donde están, se fueron flotando, pero ... voy ahora a buscarlos.

Y, más bien huyendo de ella, me levanté del agua y me dispuse otra vez a buscarlos.

Sabía que no los encontraría, pero estuve un buen rato buscando infructuosamente por el mar, mirando también hacia la orilla, sin querer prestar atención a la gente que pasaba por la orilla y me miraba, cuchicheando con sus acompañantes.

No me atrevía a volver con mi madre, que ahora otra vez estaba tumbada flotando en el agua, pero al final, volví con ella para darla la noticia que ya ella sabía.

  • No los he encontrado, mamá.

Y como tampoco me respondía la pregunté tímidamente:

  • Ahora, ¿qué hacemos?
  • Volver hacia donde está tu padre, ¿qué otra cosa podemos hacer?

Esta vez si me respondió, e incorporándose, me miró muy seria y me dijo:

  • Volveremos caminando y nadando por el mar, por donde nos cubra lo suficiente para que la gente no pueda vernos desnudos.

El agua la cubría un poco por debajo de los hombros, cubriendo sus erguidas y enormes pechos, aunque se transparentaban bajo el agua.

  • ¡Vamos, yo voy la primera y tú detrás mío!

Y empezamos a movernos, yo siempre detrás de ella, unas veces tan cerca que podía ver sus hermosos glúteos a través del agua, otras a varios metros de distancia.

Dado lo avanzado de la hora, no había mucha gente dentro del mar, quizá muchos haciendo la digestión de la comida, aunque más de uno, bien que se dio cuenta que mi madre estaba completamente desnuda.

La mayoría se quedó mirándola las tetas cuando se acercaba y el culo cuando se alejaba, aunque un par de adolescentes la siguió, durante un buen trecho, buceando debajo del agua a su alrededor, observando su culo y su coño, y otro, ya entrado en la treintena, hizo como si tropezara con ella por accidente y la dio un buen sobeteo en las tetas y en el culo, pero mi madre, impertérrita, siguió adelante como si no ocurriera nada. Sabía que montar un escándalo significaría que toda la playa, incluido mi padre, sabrían que mi madre y yo mismo íbamos desnudos, y eso sí que sería un escándalo.

Y yo detrás, con el cipote tieso como un palo, observando a mi madre, las miradas que la echaban y lo que la sucedía.

Próximos a donde estaba mi padre, veíamos nuestra sombrilla. Mi madre me hizo señas para que me acercara y me dijo:

  • No le digas nada de lo que nos ha ocurrido. Le decimos que las olas nos quitaron los bañadores y se los llevaron.

Me parecía una respuesta totalmente ridícula e increíble, que el mar nunca había estado tan en calma, sin una sola ola ni nada de resaca ni mareas, pero, observando sus erguidas y sabrosas tetas e incluso su coño bajo el agua, no podía pensar en nada más que en follármela otra vez.

Ella también observaba mi verga erecta bajo el agua y me preguntó:

  • ¿Se te ocurre algo mejor?
  • No, no, que va, es una buena idea.

La respondí de forma automática, encoñado con su cuerpo, aunque bien podía haberla dicho lo que deseaba con todos los poros de mi piel: follármela. Esa sí que era una muy buena idea.

Continuó otra vez la marcha y yo, detrás, sin perderme ni un detalle de sus formidables nalgas.

Por fin llegamos a la altura de donde estaba mi padre.

Allí estaba debajo de nuestra sombrilla, tumbado sobre una toalla durmiendo. Alrededor de él, no había ninguna otra sombrilla, al menos en varios metros a la redonda, pero pasaban algunas personas caminando por la orilla.

Cerca de mi madre, no dejaba de mirarla el culo y las tetas, y ella, concentrada en mi padre, observaba para ver si despertaba y le avisaba para que nos trajera algo para cubrirnos.

Entonces, como mi padre seguía durmiendo, me ordenó mi madre:

  • Vete a la sombrilla y traete aquí dos toallas grandes, una para mí y otra para ti. Si no se despierta tu padre mejor, así no tenemos que darle explicaciones.

Así de fácil, que fuera yo, enseñando mis vergüenzas a todo el mundo, por lo que la respondí, señalando mi rabo erecto al que mi madre no dejaba de mirar.

  • No puedo ir así, mamá. Ya ves cómo lo tengo, cómo me lo pones.

Abriendo mucho los ojos, me miro directamente a los ojos y me dijo muy irritada, despacio y amenazante:

  • Pues hazte una paja y vete a por las putas toallas.
  • Mejor tú, mamá, hazme tú la paja.

Dudó un momento pero enseguida cogió mi cipote tieso con una mano y empezó a masajeármelo enérgicamente, pero sin dejar de mirar hacia donde estaba mi padre, dándome al principio incluso casi la espalda.

  • Más despacio, mamá, más despacio, que me haces daño.

Me quejé y ella aminoró el ritmo, girándose hacia mí, pero sin dejar de mirar hacia mi padre.

  • Todavía más despacio, por favor, mamá, suave y despacio, suave y despacio.

Y eso hizo, lo acarició insistentemente, y yo, gozando del momento, coloqué mis dos manos sobre sus enormes tetas, una en cada teta, sobándolas a placer.

Eran tan suaves, tan calientes, y crecían y crecían bajo mis manos, cuanto más las sobaba, cuanto más las amasaba, más crecían y crecían, sobre todo sus pezones, duros como piedras y de color rojo oscuro, casi negro.

Ella también disfrutaba por la cara de vicio que ponía y por la respiración tan agitada que tenía, aunque intentaba disimular al estar frente a su hijo.

Quizá por disimulo, para no parecer una viciosa, se fue girando para colocarse mirando hacia la orilla, casi perpendicular a mí, por lo que mi mano derecha al no poder sobarla la teta, descendió a sus nalgas, y empecé también a sobarlas, incluso entre los cachetes.

Al tener ella las piernas abiertas bajo el agua para sujetarse mejor en el fondo, mis dedos se movían libremente sin encontrar ningún obstáculo.

Me concentré en su ano, restregando insistentemente mis dedos por su agujero, intentando penetrarlo, pero lo tenía muy prieto y, al intentar forzar un poco, mi madre se agitó como si la molestara y se quejó con un audible:

  • ¡Aaayyy!

¡Era virgen, todavía virgen! O eso quería indicarme, aunque lo dudaba mucho.

Pensaba que se quejaba de falso pudor, que apretaba los glúteos para no ser penetrada por su hijo, pero que el agujero lo tenía lo suficientemente dilatado como para que entrara toda mi mano dentro, y, por supuesto, mi cipote.

Desistí momentáneamente de penetrarla por el culo y, bajando mi mano a su sexo, lo encontré suave, cálido, esponjoso.

Al sentir que había llegado a su vulva, jadeo fuertemente y se inclinó un poco hacia delante, lo que me dio luz verde para meterla mano a placer entre las piernas, en su jugoso sexo.

Recorrí con mis dedos su vulva, sus labios genitales, de arriba abajo y de abajo a arriba, que se abrieron de par en par, dejándome que accediera a su interior.

Jugueteando con su clítoris cada vez más hinchado, más turgente, acaricié la entrada a su vagina, metiendo primero un dedo, sacándolo, metiéndolo, una y otra vez, como si me la estuviera follando, luego dos dedos, tres, prácticamente los cinco dedos.

A estas alturas, mi madre, aunque no soltaba mi verga erecta y dura, ya no me masturbaba, no podía, simplemente gozaba, jadeando y gimiendo cada vez más fuertemente. Era yo el que la estaba masturbando.

Una vez abierta su vagina, me concentré en su clítoris, despacio, con un ritmo lento, cansino, al ser el órgano que respondía mejor a mis caricias.

Empezó a balancearse adelante y atrás, adelante y atrás, chillando ya sin ningún pudor. Se estaba corriendo, pero también yo quería mi rico orgasmo, así que la solté la mano de mi verga, y, dejando que se corriera, me coloqué a su espalda.

¡Era mi ocasión, la ocasión de follármela por el culo, de desvirgárselo!

Dirigiendo mi polla con mi mano derecha a la entrada a su culo, la monté por detrás, sin encontrar ninguna oposición por parte de ella, que disfrutaba todavía de su corrida, comenzando a cabalgarla.

Sentía cómo mi cipote entraba y salía de su ano, ayudando en su deslizamiento la cantidad de fluidos que había.

Mis manos la sujetaron por las caderas mientras me la tiraba, luego fueron a sus tetas y, sujetándola, la embestí una y otra vez, sin recato, sin importarme quien pudiera vernos, dado lo salido que estaba, y me corrí, me corrí a lo bestia dentro de ella.

En el momento del orgasmo, debí apretar demasiado sus tetas con mis manos ya que la escuché chillar dolorida, pero enseguida aflojé la presión.

Estuve un rato, también yo disfrutando de mi corrida, con mi polla todavía dentro de ella.

Tuve en ese momento conciencia de que la gente que pasaba por la orilla de la playa, nos miraba, algunas falsamente horrorizadas, otros sonrientes, deseando hacer lo mismo con su pareja en cuanto tuvieran ocasión.

También mi madre debió darse cuenta de los espectadores que teníamos, por lo que, moviéndose hacia delante, liberó mi verga del lascivo abrazo.

Limpiándose el esperma entre las nalgas, me ordenó de nuevo, viendo que los espectadores se iban marchando:

  • Ahora te toca a ti. ¡A por las toallas!

Y al ver que no protestaba, tan distraído estaba gozando de mi orgasmo, que me detalló lo que tenía que hacer.

  • Traete dos toallas grandes, están las dos sobre la arena, ¿no las ves?, al lado de donde duerme tu padre. Y si tu padre se despierta le dices lo que ya sabes, que las olas nos quitaron la ropa y se la llevaron. Pero tú trae siempre las dos toallas.

Me alejé camino de la orilla, reptando incluso para estar el máximo tiempo con mis genitales cubiertos, hasta que, en la mejor ocasión que tuve, salí corriendo lo más rápido que pude del agua, y cogí las dos toallas deseadas, esparciendo toda la arena que llevaban encima sobre la cara de mi padre que todavía dormía.

Corriendo de vuelta me crucé con una pareja de ancianos que me miraron horrorizados, especialmente los genitales.

Pero no había marcha atrás, y, chillando en plan kamikaze, me fui brincando y botando como un loco descontrolado sobre las olas hasta donde me estaba esperando, anhelante y aterrada, mi propia madre, a la que casi derribo con mi ímpetu.

  • ¡Joder, niño, que poco discreto eres!

Y cogiendo desesperada una toalla, no paraba de decirme:

  • Dame, dame.

Cubriéndonos el cuerpo como pudimos con las toallas, fuimos saliendo del agua, donde nos esperaba mi padre, ahora de pies bajo la sombrilla, mirándonos malhumorado.

Y cuando mi madre empezó a intentar explicarse con su ridículo argumento, mi padre la cortó en seco:

  • Déjate de bobadas, que ya nos conocemos. Es muy tarde y tengo mucha hambre.

Y así fue como finalizó nuestro día de playa, camino de casa en silencio y con mi padre de muy mala leche.

Hubo más días de playa que ya os contaré en próximos relatos.

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