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Brutalidad exquisita

en Sadomaso

Brutalidad exquisita

De Charles Champ d´Hiers

¿Recordáis queridos?. No fui yo quien aquella noche propuso contar aquella historia.

¿Recordáis queridos?. No era a mí a quien le ardían aquellos ojos de lobo joven esperando aquello que regalase sus oídos y violase sus mentes.

¿Recordáis aún queridos, qué fue lo que sucedió aquella fría noche al calor de vuestra compañía?.

 

¿Recordáis?. Ni a Pierre ni a su joven esposa Sandrine les gustaba mucho salir a cenar fuera de casa entre semana. Ambos tenían que acudir a sus trabajos a la mañana siguiente, y a ninguno de los dos les entusiasmaba la idea de tener que enfrentarse a sus jefes estando medio dormidos. Además, acababan de casarse, y vivían cada noche como si fuera la primera. Como si fuera la última. Sin embargo aquella noche iban a hacer una excepción, ya que la invitación provenía, ni más ni menos, que de los señores de Dumont, los dueños de la mitad del pequeño pueblo a las afueras de Burdeos al que se acababan de mudar. Pierre sabía que aquella oportunidad podía ser única, podía ser la única para entrar en el selecto círculo de amistades de los señores Dumont, y no estaba dispuesto a dejarla escapar.

Ni siquiera quiso cambiar de opinión cuando vio salir ya vestida y arreglada a su querida Sandrine, y eso que aquel precioso y juvenil cuerpo suyo se mostraba aún más espléndido si cabe dentro de aquel vestido de terciopelo verde, que contrastaba como una esmeralda junto a un rubí con su hermosa y cuidada melena caoba. Pero supo resistir a la llamada de su joven cuerpo. Supo resistirse a aquellos ojos azules oscuros, a aquellos firmes senos, a aquellas suaves caderas, a aquellas largas piernas. Supo ser casto por una noche. Y aquello fue la perdición de toda una vida.

Sin embargo aún estaban muy lejos de descubrir su error cuando llegaron juntos de la mano a aquel enorme portal de piedra oscura donde les esperaban sonrientes sus tres anfitriones. El enorme corpachón alto y orondo de Antoine Dumont, la fina figura, casi el contrapunto ideal de su esposo, que era Claude, y la vivaz presencia del hijo de ambos, el hermoso Jean. Todo elegancia en su vestir, todo elegancia en su porte. Todo hipocresía en aquella salvaje charada.

No les fue difícil romper el hielo. Tanto los Domont como ellos eran personas letradas, y entre las gentes cultas nunca cuesta encontrar, bien lo sabéis, mil temas de los que hablar. Mientras paseaban por las galerías de aquella impresionante casona atendiendo a las puntuales explicaciones del bello Jean, Pierre y Sandrine sentían que estaban comenzado a ser alguien en aquella cerrada sociedad. Pobres diablos.

La cena, frugal como deben ser todas las cenas, fue sumamente agradable. Los finos vinos que los Dumont habían seleccionado para la ocasión hicieron el resto. Las conversaciones se volvieron más amenas, las risas más espontaneas, los colores de las mejillas más vivos. Tras el postre nadie deseaba retirarse aún: la tela estaba finalmente tejida.

La araña esperaba agazapada tras la araña de cristal de la sala de estar. Bajo ella, tres mullidos sillones, frente a ellos, un enorme sofá tapizado en el mismo tono gris perla. Nadie eligió donde sentarse, sino que cada cual tomó asiento lo más cerca posible de aquel con el que estaba hablando. Los padres y Pierre, a un lado, haciendo un pequeño corro con los sillones, que procuraron no fuera ni muy cerrado para no dejar de lado a los otros dos, ni muy abierto para poderse mirar a los ojos mientras hablaban. El mortal Jean condujo a la hermosa e inocente Sandrine al sofá, ligeramente fuera del campo de visión de Pierre, invitándola cortés a sentarse en uno de los extremos, mientras él se cuidaba mucho de no ponerse muy cerca de ella.

Nada pasó al principio. Todo fueron risas agradables y alegres conversaciones, hasta que la madre del terrible Jean se levantó y salió de la habitación. ¿O tal vez fue cuando Pierre observó que en los labios del Sr. Dumont se dibujó una cálida sonrisa paternal, a pesar de que estaban hablando de un tema en absoluto divertido?. No, tal vez todo comenzó con aquel gemido sordo que llegó a los oídos del pobre Pierre tan solo unos instantes después de aquella sonrisa, como un trueno acompañando a un horrible rayo.

Sí, tal vez todo comenzó entonces, realmente entonces, cuando Pierre giró levemente la cabeza hacía atrás para poder observar que había provocado aquel gemido. Sí, seguramente fue entonces cuando Pierre comenzó a vivir su pesadilla, pues la de su amada esposa, como ahora podía observar, ya había comenzado no mucho antes. Antes sus ojos, el fiero Jean se había lanzado sobre el dulce cuerpo de su amada, tapando con una mano su hermosa boca y dirigiendo la otra hacia aquellas largas y blancas piernas que tantas veces él había admirado, mientras con su sucia boca comenzaba a cubrir la cara y el cuello de su amante de mordiscos y fieros lametazos.

Y eso fue todo lo que vio Pierre, pues aún antes de reaccionar, aún antes de lanzarse sobre el violador de su joven esposa, el enorme cuerpo de Dumont cayó sobre él como un saco de piedras, presionando su cuerpo y su cara contra el respaldo del sillón, impidiéndole, no ya moverse, sino casi respirar. Aún así trató de gritar con todas sus fuerzas, con la vana intención de que alguien oyera sus lamentos y acudiera en su ayuda.

Más no pudo dar ni tres gritos siquiera, pues el gigante Dumont introdujo con una brutalidad exquisita un gran pañuelo de seda que enseguida apagó todos sus chillidos en una nada total. Una nada cada vez más asfixiante que tal vez con un poco de suerte hubiera significado su fin en aquel momento, de no ser por la oportuna entrada en aquel escenario de la señora Dumont.

Primero le esposó las piernas, luego las muñecas, y luego, mientras su marido iba liberando su cuerpo poco a poco, fue atando al pobre Pierre al sillón, hasta hacer de él un ridículo ovillo de cuerdas y carnes magulladas. No habían pasado más de cinco minutos desde aquel prístino gemido. No habían pasado nada más que cinco minutos.

Satisfechos con su ovillo, movieron, no sin esfuerzo, el sillón en dirección a la escena del sofá, convirtiendo al pobre actor en desgraciado público de su propia tragedia. La suya y la de su amada esposa, que aún entonces todavía trataba de oponer brava resistencia a los envites de su torturador, que mostraba en su cara las marcas de la lucha.

Pero poco más pudo hacer cuando las gordas zarpas de Dumont se ciñeron sobres sus blancas rodillas. Tan solo sentir asustada y desvalida, ante los ojos de su joven esposo, como Claude ataba cada uno de sus tobillos a unos largos y gruesos cabos que luego fijaba a su vez a las distantes patas de una mesa, dejando sus piernas lo suficientemente separadas como para que aquellos salvajes pudiesen hacer de ella lo que gustasen sin mayores preocupaciones. Sentir como el salvaje Jean le introducía a ella también un enorme pañuelo en la boca. Sentir, por fin, como a los tobillos le seguían las muñecas, que la señora Dumont ataba juntas a otro cabo que esta vez anudó a una calefacción situada en la otra punta de la sala.

Entonces, cuando los tres se aseguraron de tenerla bien atada, se separaron de aquella pobre desdichada, y entre cómplices y excitadas sonrisas comenzaron a desnudarse los unos a los otros, sin prisa alguna, pero tampoco sin detenerse ni un instante.

Sandrine trató de zafarse entonces de sus ataduras, pero pronto comprendió que aquello era imposible. Y no solo eso, sino que aquellos eléctricos bandazos solo servían para excitar aún más a sus crueles captores, que contemplaban divertidos como todo aquel joven cuerpo se retorcía con la vitalidad que solo se tiene en primavera.

Desnudos ya, empezaron a acercarse lentamente a aquel bello cuerpo, disfrutando de todos y cada uno de los gemidos que lograban filtrarse a través de la boca de la pobre Sandrine, disfrutando de la impotente mirada del desgraciado Pierre, disfrutando de cada paso hacía aquella lujuriosa meta.

Religiosamente se arrodillaron frente al cuerpo palpitante de aquella pobre desgraciada, y tras contemplar por unos segundos como temblaba sudorosa, comenzaron a besarla, a la vez que los llantos de Sandrine subían en tono y pena.

Le besaron todo el cuerpo, desde los tobillos hasta la frente, antes de comenzar a mordérselo, antes de comenzar a rasgarle el vestido y la ropa interior a base de fuertes tirones, antes de comenzar a sobar cada poro de su piel con sus sedientas manos, mientras Pierre, apenas sí lograba ver la cara de su pobre esposa, envuelta entre su enmarañado pelo caoba, casi devorada por aquellas tres figuras desnudas.

Pero ni los sordos lamentos de uno, ni los apagados llantos de la otra lograron otra cosa sino excitar aún más los ánimos de aquellos tres animales, que arremetieron en sus mordiscos aún con más fuerza, marcando cada parte que saboreaban, pellizcando sus rojos pezones hasta casi hacerlos sangrar, lamiendo la cara de aquella pobre desventurada como si quisieran borrarle los rasgos faciales.

Poco a poco, el vil Jean se fue encaramando invertido sobre el desnudo cuerpo de su víctima, hasta que logró que su cara se situara justo entre los muslos de Sandrine y su boca frente a sus rosas labios inferiores, que comenzó a morder entre grandes muestras de placer mientras restregaba su enorme sexo erecto sobre el vientre y el pecho de la mujer.

Sandrine comenzó a sentir aquellos mordiscos con tanta intensidad y dolor que ni las succiones en el cuello por parte de Antoine, ni los punzantes pellizcos en sus pechos por parte de Claude pudieron seguir doliéndole. Los gritos, apagados contra aquel asfixiante velo, salían de su boca cruelmente amortiguados, pero no tanto como para que Pierre no pudiese comprender desde su celda de cuerda el sufrimiento por el que podía estar pasando su amado tesoro.

A los labios le siguió el clítoris, a éste, el resto de sus más secretas intimidades, que fueron aplastadas bajo la presión de dientes y lengua del insaciable Jean, que cada vez se movía más excitado sobre Sandrine, golpeando con su falo los doloridos senos de la pobre, hasta que de esto también se cansó, y ágilmente se puso en pie, se giro sobre ella y se arrodilló, yendo a sentar su culo sobre el cálido pecho de Sandrine, para comenzar, acto seguido a masturbarse sobre su cara.

Su madre quiso ayudarle, pero ante la negativa de éste, se agachó y comenzó a lamerle el miembro a su esposo, que, excitado por la boca de su mujer, y viendo franco el agujero que su hijo había dejado libre, comenzó a introducirle los dedos, empezando con tres de ellos, aunque pronto demostró que ese era solo el principio.

La excitación de la situación y de los masajes que él mismo se estaba propinando no tardaron en hacer efecto en el falo del sátiro Jean, que expulso entre grandes espasmos un enorme chorro de semen que fue a caer sobre la enrojecida carita de Sandrine, sobre sus azules ojos, sobre su caoba pelo, sobre el sofá, mientras el padre acompañaba el orgasmo de su vástago introduciendo dolorosamente las yemas de los cinco dedazos de su mano derecha en aquel pobre cuerpo.

Los espasmos y jadeos que acompañaron este orgasmo fueron tan profundos y brutales que parecían sacados de las entrañas de una fiera más que del alma de un hombre, aunque a estas alturas a Pierre ya no le cabía duda alguna de lo poco de humano que tenían aquellos tres salvajes danzantes. Las lagrimas y el fino hilo de sangre que se filtraba a través del pañuelo y las comisuras de la boca de su deseada esposa se fueron a mezclar en sus pómulos con el fruto pecaminoso del placer del funesto Jean, desembocando en su dulce pelo enredado, mientras su joven violador se echaba hacia atrás sobre aquel cuerpo mancillado y torturado, quedando tumbado de rodillas, en una postura casi antinatural, con la cara satisfecha contemplando ciega el techo y la araña y la cabeza entre los húmedos muslos de su víctima.

A su padre le había llegado el orgasmo casi a la vez que a él. Mientras su hijo bramaba sobre el desnudo cuerpo de Sandrine, él sacaba su zarpa de su interior y, acompañando a la otra, la posaba sobre la cabeza de su aún hermosa esposa, obligándole a tragar todo el beneficio de su insaciable sed.

Jadeantes los tres, derrotados sobre y junto a la pobre Sandrine, parecía que aquel iba a ser el final de aquella horrible pesadilla, hasta que un agudo chillido del salvaje Jean dio paso a la obertura del mismo infierno.

Vital, ajeno a todo cansancio, se alzó sobre sus rodillas, se puso de nuevo en pie, y de un salto, bajó al suelo desde su magullada montura. De otro se situó en la parte de atrás del sofá, y casi de otro, introdujo de nuevo su cuerpo arrodillado entre las piernas de Sandrine, pasándose cada una de estas sobre sus hombros, dejando aquel pobre cuerpo apenas apoyado en la nunca de la mujer, con el pubis, los labios y el ano francos ante su boca sonriente.

Agarró con fuerza las nalgas, separándolas hasta casi arrancarlas de su nexo natural, y comenzó a lamer todo lo que la naturaleza sitúa en aquellas lindes. Sandrine de nuevo comenzó a resistirse, de nuevo comenzó a bailar hacia los lados tratando inútilmente de soltarse de aquella boca, pero tan solo su cuello parecía resentirse de aquella defensa.

Tal vez fueran estos desesperados espasmos los que llevaron a Claude a resucitar de entre las piernas de su enorme esposo, o tal vez, simplemente estaba escrito que así sucedería. Tambaleándose, casi más destrozada ella que su víctima, llegó hacia un estante de la biblioteca y, fatigosamente, casi desganada, sacó de algún lugar un enorme cuchillo. El tacto frío de la empuñadura metálica despertó un poco a su tenente, que con andar algo más firme se dirigió hacia uno de los cabos que sujetaban las piernas de Sandrine a la mesa. También pareció despertar a Dumont aquel cuchillo, que se abalanzó sediento sobre la boca de la esposa de su invitado, comenzando a morderla y besarla con fruición.

La cuerda, al romperse finalmente bajo el filo de la daga, produjo un chasquido seco que apenas se pudo oír bajo los llantos de la Sandrine, sin embargo, el sanguinario Jean si pudo sentir como una de las piernas de su joven sacrificada se destensaba sobre su hombro. Sonriente se separó el fruto de la naturaleza de su victima, y tomando cada muslo con una de sus manos, en un rápido movimiento, le dio la vuelta sobre el sofá, dejando bajo la araña lo que por naturaleza siempre debería estar sobre el lecho.

Lentamente se tumbó sobre el culo y la espalda de la pobre Sandrine, que en ningún momento dudó de lo que le iba a pasar a continuación. Susurró algo al oído de ésta en cuanto lo tuvo junto a su boca, y con un fuerte empujón, introdujo su duro falo en el ano de la esposa del desgraciado Pierre, que comenzó a chillar casi tanto como su esposa, pues él mejor que nadie sabía lo ajeno que había sido aquel punto de su bella anatomía a las perversiones de varón alguno.

Sin embargo poco más pudo ver el pobre esposo, pues de nuevo su sillón mutó en carrusel gracias a la fuerza de Dumont, que con dos bravos empujones le colocó de espaldas a la escena. En un momento la tripa oronda del señor de la casa fue lo único que pudieron ver los desbocados ojos del infeliz esposo. Enseguida surgió de la nada de entre los ojos y la barriga de su torturador la fina cabecita de Claude, que introdujo de nuevo el descomunal falo de su esposo en la boca, mientras este contemplaba extasiado como su hijo hacía de Sandrine cratera de su lujuria.

Desde ese momento tan solo por los gemidos de su amor pudo saber Pierre que continuaba a sus espaldas la despiadada tortura de la que había sido testigo.

Gemidos y más gemidos. Dolor y más dolor.

Y, de pronto, un ruido como de choque de tablillas de madera, como de cuerdas rompiéndose bajo una tensión excesiva, y silencio. Silencio solo roto por los jadeos de los dos hombres, el uno que parecía haber dado rienda suelta de nuevo a su naturaleza sobre o, más seguramente dentro de la anatomía de su amada, el otro que la estaba dando dentro de la boca de su legítima.

Pero esta vez no fueron los jadeos muy intensos, casi se podría pensar que eran respetuosos, aunque poco más pudo pensar el pobre Pierre, pues pronto noto como a sus espaldas, las cálidas manos del violador de su amada se deslizaban a los lados de su cuello, para luego, en un segundo, romperlo.

El mismo ruido de cuerdas. El mismo ruido de tablas. El mismo silencio final.

¿Recordáis queridos, recordáis cuales fueron vuestras caras entonces?. Muertos. Ambos muertos, y vuestros rostros lívidos como el de la parca que se los llevó.

¿Y qué queríais os pregunté entonces y os pregunto hoy?. ¿Qué esperabais?. ¿Acaso creíais que al final todo iba a acabar como una broma, que se iban a reconciliar, que les iban a quedar agradecidos los unos a los otros?.

¿Acaso no habíais disfrutado hasta el momento final viendo (y sabiendo) el sufrimiento de aquellos dos esposos?. ¿No?. Pues solo Celine se levantó aquella noche del coro de oyentes. Solo Celine no quiso saber más. Y bien pronto que lo hizo.

Y mientras, vosotros ¿qué esperabais?. ¿Esperabais tal vez que os absolviera de vuestro perverso placer diciendo al final que todo había sido un sueño, que nada había sido tal como lo relataba?.

No queridos. Todo había sido imaginado por mí tal como os lo conté. Del principio al final. Nada en este relato ocurrió en realidad, pero si todo en la ficción.

Peligroso. ¿Peligroso fue lo que dijisteis?. ¿Por qué?. Un relato es inofensivo. A nadie mata una palabra ni mil. No mata la malicia del que las escribe, mata la malicia de necio que no sabe entenderlas.

No temáis, os dije y os digo, porque el final no haya sido todo lo onírico que os hubiese gustado. Buscabais placer, y si lo encontrasteis en estas líneas, el cómo acaben poco importa.

Odiad al necio, no al que da rienda suelta a su imaginación.

Prohibid las necedades, no las palabras.