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Acto en tres actos

en Voyerismo

ACTO EN TRES ACTOS

ACTO PRIMERO

El día había amanecido poco antes como a él le gustaba: claro y soleado, aunque frío. O al menos fresco. Lo suficientemente fresco como para que ella fuera la única mujer que se pasease por aquel parque con un vestido corto y sin abrigo. Aunque no tanto como para ser la única persona que se atreviese a darse una vuelta a esas horas.

Tampoco es que fuesen multitudes, pero mientras paseaba lentamente con su carrito de bebés, pudo ver a dos o tres chicos haciendo ejercicios y a una o dos parejas de ancianos. Como a él le gustaba. Todo estaba como le gustaba a su marido.

De pronto el teléfono móvil que había dejado sobre las mantitas del carro empezó a sonar. Aquel sonido. Lo odiaba. Con la garganta seca cogió el móvil y descolgó. "¿Ves desde allí a un chico de unos treinta años con traje de azul?". "Sí", acertó a decir. "Pues a él".

Aunque no era la primera vez, aún le temblaban las piernas como le habían temblado entonces. Con un paso más seguro de lo que ella creía se acercó poco a poco al chico en cuestión y, tras cruzar una breve mirada con él que a ella le pareció eterna, dio unos pocos pasos más y fue a pararse de espaldas a "su objetivo". Nunca a más de cinco metros, como a su marido le gustaba. Su corazón latía con fuerza. Con mucha fuerza.

Con fingido cariño comenzó a hurgar entre las mantitas del carro y a susurrar dulces palabras al muñeco que llevaba dentro. Lo del carro y el muñeco había sido idea suya, para darle más credibilidad al juego de su esposo. Ya que era ella la que debía pasearse sin braguitas y con un vestido ajustado que apenas le cubría la mitad de los muslos, al menos quería darse un toque que la alejase un poco de la imagen de una simple puta.

"Vale, vale, cariño" dijo con amor. Ya estaba, imaginaba que aquel chico ya estaría mirándola: ahora venía lo más difícil. Poco a poco, muy lentamente, fue bajando sus manos en dirección a la bajera del carro para coger un biberón. Pero no de forma natural, agachándose, doblando sus rodillas con las piernas juntas y cogiendo el biberón después, sino dejando las piernas aún más tiesas que si estuviera en posición de firmes y bajando la espalda mientras su vestido subía poco a poco descubriendo lentamente cada unos de los escasos milímetros que de sus muslos y su culo llegaba a tapar su vestido.

A pesar de la brisa no pudo no sentir cierto calor mientras notaba como la sedosa tela de su falda iba lamiendo la parte trasera de sus muslos y sus nalgas antes de dejarlas a la vista de aquel chico. Su corazón latía desbocado. Aunque ella lo negase, le encantaba hacer eso. Saberse observada, saberse deseada.

Hubiera deseado girarse, darse la vuelta y ver la cara de asombrado de aquel chico, pero sabía que no debía. En cambio se concentró en hacer que rebuscaba un biberón que siempre estaba más oculto de lo normal. Y mientras repetía una vez más toda esta actuación que tanto enloquecía a su esposo, dejó una vez más volar su imaginación. Es increíble lo terriblemente rápido que puede imaginar cosas el cerebro humano en momentos como aquel.

Cosas como el ruido de los pasos de aquel chico acercándose lentamente hacia ella, para venir a parar a tan poca distancia de su culo medio desnudo que su agitada respiración se confundiera con la de él. Cosas como una mano cálida y nerviosa acariciando suavemente la cara interior de uno de sus muslos en un suave masaje directo hacia su entrepierna.

No lo podía evitar, siempre que se veía en esa situación se imaginaba siendo tocada por el elegido de su esposo. Aunque fuera un hombre viejo y desagradable. Con la imagen de todos ellos gozaba por igual. A todos ellos se los imaginaba babeando a sus espaldas mientras sus dedos comenzaban a acariciar su coño húmedo y caliente. A todos se los imaginaba atreviéndose a más ante su imposibilidad por defenderse, ante su negativa a defenderse, haciendo más firmes sus tocamientos, más atrevidos, más decididos.

A todos, viejos de manos rugosas y jóvenes delicados los imaginaba sobando sus agujeros, introduciendo sus dedos por su conejo, pellizcando su clítoris, sobando su culo. A todos agarrándola por las caderas y apretando su culo contra sus paquetes a punto de estallar. A todos haciendo a su voluntad de ella y de su voluntad rendida a ellos.

Con la garganta seca y el corazón a punto de estallarle tomó el biberón por fin y se reincorporo igual de despacio mientras su vestido se resistía esta vez a caer con la misma facilidad con la que había subido. Daba igual. Le daba igual. Su mente estaba perdida entre los brazos y los abrazos de esas decenas de desconocidos a los que su marido le empujaba disfrazada de mamá. Su mente estaba perdida imaginándose penetrada en un acto animal por un completo extraño que jadeaba muy pegado a su oído mientras entraba y salía de ella con la furia del que sabe que todo era cosa de segundos.

Hasta las rodillas le flaqueaban mientras se imaginaba a aquellos extraños suspirando cada vez más fuerte, y a ella apoyando rendida sus brazos a los lados del carrito mientras hacían a sus anchas con su cuerpo.

No le gustaba reconocerlo, pero le encantaba sentirse de vez en cuando no solo deseada por otros, sino también tomada, gozada. Tal vez era por eso por la única razón por la que aún seguía junto a su marido y por la que aún seguía acompañándole en aquel juego que no lo era.

Terminó de ponerse completamente en pie, se bajó con picardía la falda del vestido y acercó el biberón al muñeco. Ya estaba hecho. Sonrió a al fingido hijo, le dijo dos dulces palabritas y comenzó a andar muy despacio.

Aún no estaba todavía en el mundo real. Aún, mientras notaba como bajo su falda sus muslos desnudos palpitaban por el calor, aún imaginaba a aquellos extraños corriéndose dentro de ella entre grandes espasmos o fuera, sobre su culo y su espalda, lanzando sobre ella unas cuantas gotas de esperma caliente que luego sentía deslizarse cada vez más frío por entre sus nalgas y sus piernas.

Unos pasos más adelante giró su cabeza. El chico del traje azul ya no estaba. ¿Habría sido suficiente para su esposo?. Sí. Justo allí donde hasta hacía unos instantes había estado aquel chico estaba su marido sonriéndola satisfecho. Ya estaba. Le había bastado.

Con el paso cada vez más seguro y atrevido tomó el camino de la puerta más alejada del parque. Aún hubo de soportar antes de llegar a ella los silbidos de tres criajos que le dijeron de todo desde un banco cercano, pero después, ya completamente serena, salió a la calle y fue en dirección al coche donde su esposo le estaría ya esperando.

ACTO SEGUNDO

El día había amanecido poco antes como a él le gustaba: claro y soleado, aunque frío. O al menos fresco. Lo suficientemente fresco como para que él fuera uno de los pocos que habían osado dejar las cálidas sábanas de la cama para irse a dar una vuelta por el parque.

Un par de viejos y dos o tres chicos haciendo ejercicio eran su única compañía. La paz más absoluta, el nirvana, a dos manzanas de una de las principales avenidas de la ciudad. Aquello no tenía precio.

De pronto el sonido de un móvil lejano le sacó de su letargo. Realmente era un sonido horroroso. Se giró para ver de dónde venía y vio como a unos metros de él una chica que venía empujando un carrito colgaba lo que seguramente era el cuerpo del delito.

Fingió no haberla mirado, no haberse fijado en ella, aunque, tras colgar el teléfono, la mujer se dirigía directa hacia él. Era preciosa.

Le pareció un poco más baja que él, pero no mucho, lo que no era poco. Su piel era morena, y su pelo, recogido en una cola de caballo, de un color entre castaño y rubio. Su cara era dulce y delicada, y de su cuerpo, si era capaz de entrar en aquel vestido tan corto y ajustado sin asustar a nadie, solo se podía decir que era sencillamente impresionante.

Por la mirada que le lanzó cuando se pasó por su lado estaba claro que no había sido capaz de disimular bien su examen, porque le había cazado claramente. Avergonzado, tras lograr mantenerle la mirada por unos instantes que le parecieron siglos, bajó su mirada hacia el suelo.

De pronto una voz, la de aquella preciosa mamá, le hizo volver a mirarla. Se había parado a pocos metros de él y parecía decirle algo al bebé que llevaba dentro. Por detrás estaba igual de buena: tenía un culo y unas piernas preciosas.

Iba ya a retirar la vista de aquella preciosidad cuando el cielo pareció abrirse ante él. ¿Era aquello posible?. Aquella espectacular mamá se estaba agachando para sacar algo de la bajera del carrito de tal forma que estaba dejando claramente a la vista su culo. ¡Y encima parecía no llevar braguitas!.

Pronto notó como su garganta se quedaba seca como el desierto y sus sienes comenzaban a latirle con fuerza, bombeando litros y litros de sangre hacia su cerebro. Una de dos: o aquella madre quería guerra o era una despistada de impresión. Fuera lo que fuera, aquel era su día de suerte. Estaba claro que "a quien madruga Dios le ayuda".

Y encima parecía no encontrar el biberón. Deseó que no apareciese jamás. No podía quitar la mirada de aquel culo. ¿De verdad no llevaría braguitas?. Tal vez llevase un tanga muy fino. Tampoco podía verle todo el culo. Y las piernas las tenía más bien juntas.

Para su desgracia al final parecía haber encontrado el dichoso biberón, porque, poco a poco, demasiado poco a poco de todas maneras, ella volvió a su posición anterior, aunque para su deleite su falda no fuera tan obediente y se resistiese a caer.

Creyó volverse loco cuando ella, con un gesto mecánico aunque demoledor, se bajó la falda que aún estaba arremangada por la mitad de su culo.

No pudo esperar más, no fuera que le fuese a volver a cazar mirándola. Con rapidez giró sobre sus talones y se dispuso a marcharse de allí lo más rápido posible. ¿De dónde habría salido aquel hombre?. Casi se lo come al darse la vuelta. Él le sonrió. Sí, seguramente también él estaría embobado con la visión de aquella mujer impresionante enseñándolo casi todo de forma inconsciente.

Debía haberle dicho algo, pensó mientras se alejaba del lugar. O mejor pensado, menos mal que no le había dicho algo. Seguro que ella le hubiera mandado a paseo. Y encima aquel otro hombre se hubiera reído de él.

Pero… ¿y si no?. ¿Y si ella le hubiese dicho que sí?. ¿Acaso aquel otro hombre no se hubiese vuelto loco también por ella?. Era tonto, seguro que eso era lo que ella quería: provocarle, excitarle. Si es que más fácil no se lo iban a poner en la vida.

Eso debía haber hecho: haberse acercado a ella y haberle dicho algo. Nada obsceno, nada grosero. Seguro que eso era lo que ella deseaba oír. Seguro que ella estaba allí buscando a alguien como él.

Un ramalazo de furia le invadió el cuerpo mientras se alejaba más y más: aún estaría buscando a alguien como él. Tal vez, pensó frustrado, ya lo hubiese encontrado. Otro. Otro con más valor que él. Otro que ahora estaría en su casa, en la de ella, sentado en su cama, en la de ella, mientras ella dejaba cariñosa a su hijo en la cuna.

Él debería de estar sentado esperando en aquella cama. A él es a quien ella debería sonreír tras dejar a su hijo durmiendo. A él es a quien ella debería mirar mientras se arrodillaba en el suelo a los pies de la cama colocándose entre sus piernas.

Podía imaginarse aquella dulce boquita lamiéndole el pantalón antes de bajarle la bragueta. Ahora a otro le estaría lamiendo la poya despacio, muy despacio, saboreando cada milímetro de piel, cada vena, cada tendón. Tan solo si él le hubiera dicho algo…

Ahora sería él el que la vería levantarse enfrente suyo y dejando caer el vestido a sus tobillos. Ahora sería él el único que podría disfrutar de aquel cuerpo rebosante de curvas completamente desnudo.

Como podía haber sido tan tonto. Ahora cualquier otro, cualquier niñato estaría lamiendo sus pezones hasta hacerlos dar leche, succionando aquellos pechos que debían haber sido suyos. Lamiendo aquella tripita de mamá novata.

Seguro que ella le hubiera preferido a él, pero él no se había atrevido. Hasta es posible que ahora, mientras otro chico le lamía su coño con la pasión del que aún está asombrado por su suerte, ella, con los ojos cerrados imaginase que era él y no aquel otro, él, su primera opción, quien le estaba comiendo con furia.

Que a gusto hubiera penetrado a aquella diosa, con que ganas. Que morbo. Le habría echado dos polvazos. O tres. Aunque luego tal vez se hubiera dormido tras el primero y único. Pero que primero. Le habría dado todo y más, por delante y, si ella se lo hubiera pedido, también por detrás. Porque seguro que ella era de ese tipo de chicas a las que les va la marcha. Fijo, fijo. Y se hubiera corrido en su vientre, un chorro enorme. Uno como nunca antes hubiera lanzado a mujer alguna.

Pero no. Ahora ella estaría sofocando sus gritos en la boca de otro. Ahora ella estaría sudando contra el cuerpo de otro. Pero que tonto había sido.

Él y no otro, pensaba mientras entraba en su domicilio al que había llegado casi sin darse cuenta, debía de ser el que la besara exhausto tras aquel polvazo, pegando su cuerpo contra la tibia piel de aquella mujer.

De pronto todo acabó. Él, ella, aquel encuentro, aquel polvazo. ¿Pero cómo podía haber sido tan necio?. Desde luego aquel no era su día de suerte. Desde luego Dios no ayuda a quien madruga.

ACTO TERCERO

El día había amanecido poco antes como a él le gustaba: claro y soleado, aunque frío. O al menos fresco. Lo suficientemente fresco como para que ella fuera la única mujer que se pasease por aquel parque con un vestido corto y sin abrigo. Aunque no tanto como para que su esposa fuese la única persona que se atreviese a darse una vuelta a esas horas.

Tampoco es que fuesen multitudes, pero mientras paseaba lentamente observando, pudo ver a tres chicos haciendo ejercicios y a dos parejas de ancianos. Como a él le gustaba. Todo estaba como a él le gustaba.

De pronto le vio. Era el objetivo ideal. Vestía un traje azul de calidad, estaba solo, y en un lugar con poca gente cerca. Le tenía.

Con mucha calma sacó el teléfono de su bolsillo y marcó el número de su mujer. Estaba lo suficientemente cerca como para oír el sonido de su móvil desde allí. Y, comprobó complacido, el otro chico también. Mejor. "¿Ves desde allí a un chico de unos treinta años con traje de azul?" le dijo sin más preámbulos cuando se estableció la conexión. "Sí". "Pues a él".

Desde dónde él estaba podía ver todo con detalle. Nada más colgar el teléfono, su mujer se dirigió hacia el chico del traje azul. Le encantaba verla pasear con aquel vestido de mamaíta morbosa. De hecho, hubiera saltado sobre ella allí mismo. Pero no era ni el momento ni la ocasión.

No más de cinco metros, pensó mientras ella, tras cruzar una breve mirada con el chico, seguía hacia delante. Eso es. Muy bien. Ahora agáchate como tú sabes. Bien, bien. Desde la distancia, como un director de cine, seguía cada acto, cada movimiento de su mujer, hasta que consideró que había llegado el momento.

Sin hacer mucho ruido se encaminó hacia el jóven. Estaba demasiado embobado como para hacerle caso, como para oírle, pero aún así no podía arriesgarse. Con suma cautela sacó del bolsillo de su chaqueta la mano derecha y con la delicadeza de un prestidigitador la metió por el bolsillo del pantalón del chico. Estaba claro que era un traje de buena calidad. Aquello prometía.

Aún a pesar de los muchos años que llevaba haciendo aquello, nunca podía evitar sentir un cierto placer, una cierta satisfacción, cada vez que introducía su mano en busca de la cartera de otra persona.

Cuando la notó entre sus dedos, tiró de ella con la misma delicadeza y sin darse ninguna prisa más allá de las necesarias. Aquello era un arte, como le había enseñado Don Julián tanto tiempo atrás, y como en todo arte, las prisas son malas consejeras.

¿Hubiera aprobado Don Julián el truco de emplear a su mujer como señuelo para despistar a la presa?. Tal vez no. Lo sabía y aquello hería su estima. "El de la tiagüena del carrito" le llamaban ya algunos. Envidiosos, unos envidiosos, eso es lo que eran.

Sí, Don Julián, era un clásico. A él ya le parecía mal trabajar en los autobuses y tranvías. Eso es para los novatos, decía. Él era un tiburón de gran avenida. Un genio. Y a su mujer, lo más que le hubiera hecho es echarle un polvo de órdago.

En cuanto al resto, a los demás del gremio, a todos ellos él les podía con los ojos vendados. Pero el truco de la mujer con el carrito era demasiado bueno para no usarlo. Mucho mejor que vestirla como a una puta y soltarla por ahí como a él se le había ocurrido.

En cuanto a lo que el resto le harían a su mujer de poder hacerle algo, casi mejor prefería ni pensarlo. Se ponía enfermo cuando les veía observándola con ojos de lobo y diciéndole entre bromas que si quería un niño de verdad para darle más realismo a la cosa ellos se lo harían encantados.

Y vaya que si se lo harían. Todos y cada uno de ellos. Se ponía enfermo imaginando a su mujercita comiéndole el rabo a cualquier otro, de rodillas, frente a su paquete, lamiendo y besando…

De pronto el chico se giró bruscamente. Estaba ya muy curado a espantos como para espantarse, pero no pudo evitar sentir cierto alivio cuando el chico se disculpó por el choque y, mientras él guardaba la cartera en el bolsillo de su chaqueta, el otro se encaminaba rápidamente hacia la puerta del parque.

Unos instantes después su mujer se giró. Él la sonrió satisfecho. Ya estaba hecho. Con calma se encaminó a la puerta más cercana, la misma por la que había salido su víctima hacia nada. ¿Miedo él?. Nada de eso: en pocos minutos estaría sentado en el coche contando el botín.

Trabajo concluido.