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Depravación (2)

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Depravación (II)

Un relato de Charles Champ d´Hiers

Pagó la carrera y ambos abandonaron el taxi tan callados como habían entrado. A Juan tampoco ahora, al bajarse, se le escapó la mirada indiscreta del taxista hacia las largas piernas de su esposa mientras ésta salía a la calle, y tampoco ahora hizo ni caso.

Generalmente se sentía halagado cuando cazaba a alguien dirigiendo furtivas miradas a su mujer, disfrutaba imaginándose a su esposa exprimiendo a aquellos hombres, dominándolos, haciéndoles gozar como solo a él le sabía hacer sentir placer, pero aquella noche no estaba de humor para esas cosas. El mal rato y el susto que habían pasado hacía media hora escasa le habían matado la libido por completo. En aquel momento tan solo deseaba volver a su casa, y ahora que tenía su pequeña villa adosada frente a sus ojos, su deseo era aún mayor.

Abrió la cancela que daba acceso al diminuto jardín y, tras ceder maquinalmente el paso a su mujer, se puso a jugar entre sus dedos con la llave de la puerta principal. Mañana sería otro día, a fin de cuentas ambos estaban bien y no les había pasado nada ni les habían hecho daño alguno. En el fondo casi podía dar gracias de su suerte, aunque en aquel momento hubiera deseado poder estrangular al cerdo que había manchado la cara de su esposa. ¿Volvería a besar aquella mejilla sin recordar a aquel tipo?. Sí, seguro que sí. En cuanto a la excitación que había sentido, bueno, aquello ya era otra historia...

De pronto, un enorme e inmóvil bulto situado a un lado de la puerta principal les hizo detenerse a ambos. Con la escasa luz de la calle y del farolillo que había a la entrada no se distinguía con claridad quien podía componer aquel extraño ovillo, pero no había duda de que se trataba de una persona, un chico joven, y a juzgar por las ropas de una cara marca deportiva que vestía, no parecía tratarse del típico vagabundo.

Con más miedo que otra cosa, Juan zarandeó ligeramente al joven con la punta de su zapato aunque no obtuvo respuesta. Lo intentó de nuevo, después de mirar desconcertado a su esposa, y tampoco esta vez logró nada. Estaba claro que aquel chico estaba inconsciente, ya fuera por el frío que había comenzado a caer de nuevo sobre la ciudad, ya por el alcohol, ya por alguna otra cosa peor.

Habrá que meterlo a dentro y llamar a una ambulancia. –Las palabras de su mujer, Nuria, sonaron una vez más como salidas de la sensata voz de la conciencia.

Está bien. Sí, claro. –A Juan no le hacía mucha gracia, pero no iban a dejar a aquel chico en la calle, además, en ese estado parecía inofensivo.

Ella lo agarró de los pies en cuanto abrieron la puerta y encendieron la luz del recibidor, mientras él hacia lo propio sujetándole por los hombros. No fue tarea fácil: por si no pesara bastante, además tenía la ropa mojada, lo cual hacía aún más difícil moverlo. Al final, tras no pocos esfuerzos y con la cabeza del chico colgando como la de un cadáver, llevaron en volandas al extraño hasta el sofá de la sala.

Casi con el mismo esfuerzo con el que lo habían logrado levantar, dejaron aquel pesado cuerpo sobre el sofá, procurando que no se dañara la cabeza. Una vez depositado, Nuria acercó su oreja al pecho del chico mientras Juan pudo observar por primera vez la cara de su extraño visitante.

Parece que está vivo. Le suena el corazón. Pero tiene la ropa mojada y creo que habría que cambiarle antes que nada para que no se ponga aún peor. –La voz de Nuria sonaba pero Juan no oía nada- Trae algo de ropa y una toalla para secarle la cabeza. Esta empapado… ¡Juan!.

Sí… sí, claro. –Aquel grito de su esposa le había hecho reaccionar, pero no le había sacado ni mucho menos de su asombro- Vale, vale, ahora mismo voy. De momento no hagas nada ni llames a nadie, ahora hablaremos

Mientras sacaba de uno de sus cajones unos gastados vaqueros y una camiseta casi tan vieja como el jersey que había elegido, apenas sí podía explicarse que hacía aquel chico en aquel momento en el sofá de su sala.

Lo había reconocido nada más verle la cara. No había duda, aquel chico era el mismo del mes pasado. El mismo que le había abordado mientras abría la cancela de su jardín aquella tarde. "Tu mujer está muy buena: me encantaría follármela un día de estos" le había dicho a bocajarro con un suave acento eslavo, casi como quien no quiere la cosa. Y después se había marchado como si tan solo le hubiese pedido la hora.

Y se había ido como si tal cosa porque Juan había sido incapaz de reaccionar. Tan solo había sabido quedarse mirando la cerradura de la puerta de la verja como un tonto, sin saber que decir mientras el otro se alejaba tranquilamente. Después, cuando había observado asombrado como el chico torcía la esquina y se perdía de vista, había entrado en casa pensando que tal vez todo se hubiese tratado de una broma o que no le hubiese entendido bien.

Sin embargo, al día siguiente volvió a encontrarlo paseando por su acera. Esta vez no le dijo nada, tan solo pasó a su lado sonriente mientras él entraba en casa. Nada más. Igual que al día siguiente. Y al otro.

Una especie de pánico inconsciente se fue apoderando de Juan. No podía quitarse de la mente la cara de aquel chico, se lo imaginaba follando con su esposa, lamiéndole todo el cuerpo, su cara, sus pechos, su clítoris. Por una parte se excitaba con la idea, pero por otra sentía un pánico pavoroso hacia él. Esta vez, en sus sueños, era el hombre quien poseía a su mujer y no al contrario, y eso le asustaba sobremanera.

De hecho, si todo hubiese quedado resumido a aquel creciente miedo, ahora, en lugar de estar recolectando ropa vieja por su cuarto, estaría explicándole a su esposa de quien se trataba, diciéndole que si no le había dicho nada antes había sido para que no se alarmase y recomendándole que lo mejor en ese momento sería llamar a la policía.

Pero, por desgracia, había algo más. Había un pequeño secreto entre aquel chico y él que no le hacía ninguna gracia confesar a su mujer y menos aún a ningún agente de la ley.

Había sido al sexto día de verle paseando sin rumbo fijo por su calle a la hora de su llegada a casa. Su mujer, que aunque acababa de llegar de la calle no le había visto ni conocía de su existencia, estaba en el baño. Tal vez todo se le ocurrió porque ya se estaba hartando de aquel furtivo, tal vez porque le pareció un buen plan, el caso es que esperó junto a la puerta de la calle hasta que el chico pasó a su lado.

Con un gesto le invitó a pasar al jardín. "Espera ahí". A continuación, entro en su casa, fue hasta la sala de estar, corrió un poco las cortinas de la ventana tras la cual había apostado al extraño, y se dirigió al baño.

Instantes después había logrado que su esposa le acompañase a la sala. Una vez la tuvo frente al sofá, el mismo sofá donde ahora estaba echado aquel chico, le tapó los ojos con el pañuelo de gasa azul que ella llevaba aún al cuello, para después, dándole la vuelta y situándola cegada justo delante de la ventana y del mirón, comenzar a desnudarla lentamente.

Al principio ella no entendía porque su marido le había llamado con tanta urgencia, tan solo le había dado tiempo a quitarse el abrigo y las lentillas, sin embargo, cuanto éste cubrió los ojos con su pañuelo sonrió cómplice. La idea de jugar a deshoras y por sorpresa siempre le agradaba, y aunque a ella le gustase hacer según que cosas más despacio, en aquel momento, mientras notaba los labios de su esposo besando su cuello no podía impedir que un ligero temblor de placer anulase sus pocas reservas.

Juan, parapetado tras la espalda de su esposa, podía observar como la cara del chico iba cambiando a medida que él iba soltando las prendas que cubrían a su mujer.

Al principio, una cara de sorpresa había recibido la primera imagen de aquella bonita rubia cegada a merced de los manoseos de su esposo. Después, a medida que Juan le fue quitando la chaqueta, la blusa, la falda, los zapatos, los pantys, la cara de su mirón fue tornándose cada vez más ruborizada y ansiosa. No era para menos, ante él tenía a una mujer alta, muy guapa y delgada, vestida únicamente con unas braguitas negras y un sujetador de puntilla del mismo color completamente ajena a todo lo que realmente estaba sucediendo a su alrededor.

Unos suaves mordiscos en su oreja precedieron a la suave caricia que le hizo su sujetador al desprenderse de su pecho caliente. Después, mientras la boca de su marido besaba su espalda, sus manos deslizaban suavemente sus braguitas hacia los tobillos. Cada vez se sentía más terriblemente excitada con aquella sorpresa.

Al otro lado de la ventana, el chico no podía dar crédito a lo que estaba contemplando. Había soñado con aquella mujer desde que la había en la cola del pequeño supermercado del barrio, y ahora la tenía completamente desnuda y extasiada frente a él.

Una vez la hubo desvestido completamente, Juan se arrodilló frente al culo de su esposa y comenzó a lamer sus nalgas mientras sus dedos acariciaban, abriéndolos ligeramente, los duros y bien torneados muslos de su mujer. Enseguida pudo notar como el calor y la humedad no tardaban en apoderase de aquella núbil anatomía, mientras, de vez en cuando, lanzaba alguna mirada hacia la ventana para ver si su mirón seguía allí.

Y allí seguía, claro, terriblemente excitado observando aquella escena de involuntario exhibicionismo femenino. Observando como aquellas dos manos de hombre surgían desde la espalda de la mujer para surcar cada palmo de su cuerpo, mientras aquel par de pechos redondos y turgentes vibraban al son de aquel masaje.

En cuanto Juan notó que ni su libido ni su pene podían aguantar más, se levantó, puso sus manos sobre los hombros de su compañera y la obligo a inclinarse hasta que sus brazos extendidos se apoyaron sobre la repisa de la ventana, la misma ventana donde estaba el chico apostado, dejando su cuerpo lo suficientemente inclinado como para hacer de él justo lo que se proponía.

Al primer envite del falo de su esposo Nuria rindió sus brazos entre el bamboleo de sus pechos acercando su vendada carita de ángel a escasos milímetros del cristal de la ventana. Al principio, la enorme proximidad de aquella rubia cabecita asustó un poco al chico, pero enseguida se pudo dar cuenta de que, a pesar de no ser un pañuelo muy grueso el que la cegaba, ella no le había visto ni le podía ver. Desde su posición le era imposible precisar si él la estaba sodomizando o no, aunque por la cara de placer de ella no le quedaba ni la menor duda de que, fuese lo que fuese, lo estaba disfrutando como una loca.

Los cada vez más cálidos y seguidos suspiros de la chica fueron cubriendo de vaho la ventana mientras el extraño observaba hipnotizado como iba desapareciendo entre aquella nube de placer la cara extasiada de Nuria, hasta que, finalmente, le fue casi imposible distinguirla al otro lado.

Una mano erizada contra el cristal le indicó, bajando lentamente mientras arañaba la niebla blanquecina que les separaba, que había alcanzado el orgasmo; después, tan solo pudo escuchar algunas vagas palabras inconexas, mientras observaba a través de los surcos que ella había dejado en el cristal como dirigía su perfecto cuerpito hacia otra estancia de la casa.

En el momento en el que la vio desaparecer, pudo observar como su marido, después de subirse los pantalones con mucha parsimonia, y tras acercarse lentamente a la ventana, la abría y le señalaba descortésmente con el dedo corazón a donde debía largarse, para acto seguido, volver cerrarla bruscamente.

Efectivamente, aquello había sido una locura, pensaba mientras cogía un par de calcetines, pero, hasta esa noche, Juan había creído que el fin había justificado los medios, ya que no solo había echado un polvo espectacular, sino que además, había logrado que aquel niñato desapareciese.

Al menos hasta esa noche.