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Una mañana cualquiera...

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El despertador sonó a las seis de la mañana como todos los días de labor. Como todos los días de labor, Laura besó dulcemente los labios de su afortunado esposo, que no debía levantarse hasta un par de horas más tarde. Como todos los días de labor, Laura, desnuda, siempre dormía desnuda, desde que tenía quince años, se dirigió al cuarto de baño, se puso frente al espejo y se sonrió comprobando que a pesar del sueño que tenía, de la noche que les había dado el vecino del cuarto y su nueva "amiguita" y de que era un día más vieja, seguía teniendo un cuerpo joven y lozano.

Es más, así, sola, desnuda, somnolienta y tan solo iluminada por la luz del espejo, sin nada que acrecentara artificialmente su belleza natural, estaba segura de que más de una de esas niñitas medio esqueléticas de la generación siguiente a la suya se morirían de envidia viendo aquel cuerpo de treinta y pico años.

Se gustaba. Hacía años que se había enamorado de ella misma, y aunque trataba de disimularlo, no podía evitar, no quería evitar concederse cada mañana, aunque solo fuera las de los días de labor, el pequeño gran placer que para ella suponía ver aquel curvilíneo cuerpo suyo frente a su espejo.

Como hacía años, narcisista, observaba detenidamente casi cada poro de su piel. Se miraba fríamente a los ojos azules que la contemplaban desde el espejo, y con una voz casi de ultratumba se susurraba "tócate".

Su mano, ceremonialmente temblorosa, rozaba sus pómulos felinos y aterciopelados, sus sienes, su pelo cobrizo, se peinaba con las uñas la media melena que le había dejado Max, su peluquero, hacía tres semanas. Se rozaba los labios, rojos y sensuales aún cuando no se los pintaba, la barbilla, la nariz. Bajaba con lentitud hacia su cuerpo, parando antes en cada punto de su fino cuello en los que la boca de un hombre podía hacerle perder el sentido.

Sus pezones reaccionaban de inmediato al suave tacto de la dermis de sus dedos, al maestro tocar de sus manos. Erizados, erectos, jalonando aquellos senos redondos deseo y objeto de lujuria de todos los compañeros, y de alguna que otra de las compañeras de su oficina. Los acariciaba con lentitud, suavemente, mucho más suavemente de lo que jamás podría hacerlo su esposo, activando cada sensor, cada resorte de placer de los miles que en ellos había. Se tocaba sabiendo cual y como debía tocar en cada momento.

Con sus afiladas uñas perennemente rojas se arañaba dulcemente su firme abdomen, sus torneadas caderas, el circulo de su ombligo, hasta que ya no podía resistir más y se dirigía sedienta hacia aquella parte de su cuerpo que con más fuerza le reclamaba, ardiente, este pequeño ritual todas las mañanas de los días de labor.

Primero tan solo rozaba con su mano derecha el vello de su pubis, pero nunca conseguía aguantar mucho tiempo. Enseguida sus dedos se introducían como un torrente de agua a través de su vulva, tocándolo todo, acariciándolo todo.

No sentía ninguna atracción especial por su clítoris. Antes sí, pero ahora, la lengua de su marido se le mostraba como una herramienta de placer mucho más efectiva que sus dedos. Para éstos tenía reservada cada mañana de labor otra parte mucho más agradable.

Era tanto el placer que sentía cuando se sentía penetrada que le costaba mantenerse en pie. A duras penas mantenía su cuerpo, erizado y felino, agarrándose al lavabo con su mano izquierda. Crispados sus dedos contra el frío mármol, mientras los otros gozaban del cálido humor de su anatomía, lentamente, suavemente.

Solo al final, cuando su cuerpo ya no podía resistir más placer sin exteriorizarlo de alguna manera, solo cuando su garganta ya se mostraba incapaz de ahogar por más rato aquellos suspiros de placer que acompañaban al orgasmo, liberaba a su mano de apoyo y la dirigía contra su boca, tapándosela con fuerza. "Calla, loca, ¿quieres que nos oigan tus padres?".

La misma ceremonia desde hacia años, desde aquel verano en que su tío había ido a pasar unos días a la casa de sus padres en la sierra. Mañana tras mañana, aunque solo fuera los días de labor, el mismo sordo tributo a aquel primer y prohibido orgasmo, pasase lo que hubiera pasado la noche anterior, hubiese pasado con quien hubiese pasado la noche anterior.

Después, relajada, giraba su cuerpo sobre sus rendidos pies y se metía en la ducha. Nunca dejaba la cortina del todo corrida, siempre se deseaba ver viéndose, furtiva como su tío, mientras el agua lamía su cara, su pecho, su ombligo, su pubis, sus muslos, sus rodillas, para ir a desembocar en sus tobillos. Siempre tenía un minuto para aquel espejo suyo silencioso testigo de tantas mañanas de labor.

El sueño acababa en el bordado de la toalla, final de aquel viaje de placer matutino. Se secaba con la misma dulzura con la que dirigía cada uno de los actos que tenían que ver con su anatomía, pero ya nunca era lo mismo. Era siempre el mismo domingo después de un sábado loco cada mañana de labor.

Odiaba la ropa interior, pero se la ponía desde hacía años. Un hombre le había enseñado a ir sin ella, y por culpa de otro había tenido que ponérsela de nuevo. Luego una falda no muy corta, siempre una falda no muy corta y unas medias, nunca unos pantys, una blusa sobre el sujetador que le había regalado su marido las últimas Navidades y un pañuelo al cuello.

No recordaba su cara, y aunque tal vez eso fuera no único que no recordase de aquella mañana, nunca lo echó en falta. Recordaba su voz. Tócate. Su tío, tan madrugador como ella, había entrado en el cuarto de baño cuando ella se disponía a ducharse. Tócate. ¿Habría entrado a propósito o solo por casualidad?. Lo cierto es que ella no había cerrado la puerta como acostumbraba. ¿Habría sido culpa suya?. Él no la tocó, ni siquiera la rozó, tan solo al final, cuando parecía que algo dentro de ella iba a estallar le puso la mano en la boca. Calla, loca, ¿quieres que nos oigan tus padres?. Luego, apagado el calor de su aliento en la palma de su mano, la retiro con dulzura, se dio media vuelta, y se marchó.

La cara de aquel hombre era una nebulosa en las entretelas de su mente, tan solo la cara, nada más. El resto lo tenía todo muy presente. Habían sido cinco visitas en total, cinco días tan solo. Jamás la rozó, ni siquiera osó a tapar de nuevo su boca. Tan solo entraba, se quedaba inmóvil frente a ella, y al terminar, se marchaba sin hacer ningún ruido, sin decir nada.

Tan solo el último día esperó a verla vestir. Permaneció igualmente inmóvil, tan solo vivos sus ojos mientras ella se duchaba, relamiéndose sin lengua ante aquel cuerpo esplendoroso. inmóvil mientras ella se secaba. Inmóvil mientras ella cogía sus braguitas de la silla donde las había dejado. "Dámelas". Las tomó de su mano como si se tratara de una obra de arte, de un objeto de culto, las acarició entre sus dedos, y las guardó en el bolsillo de su pantalón. "Nunca más".

Nunca más se volvieron a ver. Uruguay o Argentina. Nunca supo, nunca quiso saber a donde se había marchado. Al principio tuvo algo de curiosidad, luego simplemente lo olvidó. Tan solo mitificó la obra, no al artista.

Con él se fueron sus braguitas a donde fuese, si es que se las llevó. Eso sí le interesó algún tiempo más. Durante años aquellas fueron las últimas braguitas. Contra los sujetadores no tenía más que la furibunda manía de aquella mujer que odia al sujetador como una víctima a su torturador.

Sin embargo, su marido, una vez casados, antes jamás, empezó a regalarle ropa interior. Un aviso, una llamada, nunca una mala palabra ni un mal gesto, ese no era su estilo.

Terminó su desayuno con rapidez, como cada mañana de labor, entró en la habitación de los niños, como cada mañana de labor, y como cada mañana de labor, besó sus cálidas caritas. Angelitos durmientes, diablitos despiertos. Se sonrió. Cerró la puerta con cuidado, cogió su bolso y su chaqueta y salió del piso.

En el ascensor, y como cada mañana de labor, se remangó la falda hasta la cintura, se bajó las braguitas, las dobló cuidadosamente, y las guardó en su bolso. Después, con la agilidad con la que solo una mujer puede hacer estas cosas para asombro de todos los hombres, se quitó el sujetador sin apenas descolocarse la blusa, casi como por arte de magia. Cinco pisos más abajo, volvía a ser la misma niña rebelde de siempre. Pírrica victoria la de su esposo.

Tomó el metro como cada mañana de labor, apretujada, ya a esas horas, con decenas de trabajadores y estudiantes tan adormilados como ella. Pero él no estaba. Ya no venía. Tan solo habían coincidido en tres ocasiones, y luego, ya nunca más le había vuelto a ver, sin embargo, siempre que el abarrotado vagón entraba en el andén de Cuatro Caminos ella se ponía cerca de la salida por si él volvía a entrar por aquella puerta.

Se ponía cerca de la puerta esperando que aquel universitario jovencito y jovial volviese a ponerse justo tras de ella, pegado a su culo, respirando casi en su nuca, rozando distraídamente aquella entrepierna dura y caliente contra su culo. Le temblaban las piernas solo recordando aquella mezcla de excitación y vergüenza a ser vista por algún otro viajero cuando dirigía descuidadamente su mano hacia la bragueta del chico y acariciaba muy lentamente aquella dura verga a través del pantalón vaquero.

Avenida de América y un torrente infinito de viajeros, en el que ella debía participar cada mañana de labor. La dura realidad de cada mañana de labor.

Como cada mañana de labor entró en el moderno edificio donde estaba instalada la redacción de su periódico, como cada mañana de labor, tomó el mismo ascensor abarrotado, y como cada mañana de labor pasó por delante de Luis, que volvió a dedicarle otra mirada de lobo hambriento que tanto le gustaban a ella. Lástima que pronto se fueran a acabar.

La cara de Carlos, aquella cara pecosa, dibujó una de sus sonrisas más sinceras y divertidas, cuando, tras volver sus ojos del culo de Laura comprobó como la mirada de Luis aún seguía la estela de aquella divina mujer a través de los pasillos y los despachos de la redacción.

Tal vez una sonrisa parecida a la que le dedicó su bisabuelo a su bisabuela cuando su pequeño barco llegó a las costas de Jerez a principios del pasado siglo. Toda su familia había abandonado Irlanda en dirección a América, pero ellos no, ellos se habían decidido por una España casi tan pobre como su pobre Irlanda.

Alguna vez había pensado en ello. Ya de irlandés solo le quedaba una indómita cabellera roja como el fuego y una cara blanca y pecosa que hacían un curioso juego con el vivaz acento de su Jerez natal. Sin embargo, ahora podría ser uno de esos pelirrojos policías de Nueva York o Boston, o tal vez uno de aquellos valerosos bomberos que tanto le impresionaron el día que a todos se nos encogió el corazón. Podría, quien sabe.

Al cabo de unos segundos, varios tal vez, Luis captó aquella sonrisa, liberado ya del embrujo de la anatomía de aquella felina mujer. "Ahora ten el valor de decirme que tú no te has quedado también mirándola como un tonto".

"Natural". La sonrisa no era maliciosa, era más bien de complicidad. "Pero es que por lo tuyo te pueden caer dos años y tres días. Violación visual creo que lo llaman". Ambos sonrieron.

"Ay, Carlitos, esa no es mujer para nosotros: está casada y lo que es peor, mucho me temo que es de aquellas que llegaron vírgenes al matrimonio y morirán tocadas solo por un hombre". "Afortunado él".

"Pues Gonzalez, el de personal, dice que no lleva bragas". El tono jocoso de Carlos sonaba extrañamente sincero, como si no lo supiera porque se lo hubiese dicho Gonzalez-de-personal.

"Bobadas". "Te digo que esa es una santa, hazme caso que yo nunca suelo equivocarme en estas cosas". "Sabrá Gonzalez…"

La voz de Jaime, entrecortada y asustada, rompió la conversación con la contundencia de un mazo de hierro. "Ha habido un atentado en Jazaria, varios muertos, dicen, y aún no se sabe cuantos más pueden aparecer".

Las sonrisas desaparecieron de las caras de Luis y Carlos. "¿Aún quieres ir?". "Debo ir". No había ningún atisbo de heroísmo en las palabras de Luis: él era un profesional, había estudiado durante toda su vida una carrera, precisamente para acabar yendo a lugares como aquel, y además, y eso lo sabían tan bien ellos como él, aquella era la mejor oportunidad que le habían ofrecido en cinco años en la redacción para llegar a ser algo más que un periodista de segunda fila. Tal vez la única. Tal vez la última.