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El imperio de la comida lenta

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El imperio de la comida lenta

Capítulo 1: Al calor de un par de hamburguesas

Y pensar que todo empezó sentado a la mesa de un McDonalds. A Marco Ramadini le encanta comenzar la historia de su éxito desde ese curioso punto de partida, la mesa de un local de comidas rápidas.

Marco Ramadini, treinta y siete años, alto, moreno, de complexión atlética y soberanamente bien trajeado. No se podrá decir de él que sea guapo, pero nadie puede negarle tampoco ese atractivo inherente a todos los italianos, que él tiene a raudales. Una sonrisa casi perpetua ayuda mucho. De hecho se dice que Berlusconi, el todopoderoso Primer Ministro italiano, a lo único que tiene miedo es a que un día a este joven empresario le dé por seguir sus pasos y se decida a entrar en la política también. Largo me lo fiáis, acostumbra a responder Marco con una simpática mueca. La política no es su norte. Demasiada tensión. Lo suyo es la paz, la tranquilidad y la buena mesa.

La paz, la tranquilidad, la buena mesa y, no conviene olvidarlo, una destreza inigualable para hacerse de oro a costa de esos pequeños "nirvanas". Una de las veinte mayores fortunas de Italia según la prensa especializada. La única creada desde la nada en la última década. La única en manos de un menor de cuarenta años. Y todo a partir de una pequeña broma en la mesa de un McDonalds hace casi ocho años.

Entonces tenía veintinueve años recién cumplidos. Como todos los italianos de mi edad solo tenía un sueño y un gran temor. Mi sueño, que llegase por fin el día en que me pudiese independizar de mi madre. Mi temor, que ese día llegase realmente algún día. La verdad, no lo puedo negar: era feliz. Pobre como una rata, pero también feliz. ¿Quién dice que las ratas no sean felices?. Trabajaba en el departamento comercial de la Fiat por cuatro liras (mucho menos que cuatro duros), solo veía a mi novia un día a la semana, dejaba más de la mitad de mi sueldo en casa (mi padre y mi hermano mayor, Luca, estaban en el paro desde que la empresa en la que trabajaban había quebrado dejando a centenares de obreros en la calle), y aún así era feliz. Y nunca me faltaba dinero para pagar el abono de la temporada de la Lazio, mi equipo del alma. Creo que entonces lo único que aborrecía era la hora de la comida.

Después de cinco horas de duro trabajo atendiendo a clientes descontentos, buscando a nuevos clientes a los que poder desencantar en poco tiempo y obedeciendo a mi jefe, el sr. Panucci, "sí, licenciado", "no, licenciado", (todos le llamábamos licenciado aunque nunca vimos su título), lo único que no deseaba uno era salir del trabajo e irse a comer al McDonalds de la esquina. Justo lo que todos nos veíamos obligados a hacer.

No es que tuviésemos poco tiempo para comer, ya que la empresa nos daba una hora y media, lo malo era que nuestras casas estaban, en la mayoría de los casos, a más de treinta minutos del trabajo y, los restaurantes o eran muy caros o eran aún más caros. Era o hamburguesa o muerte. Elegíamos hamburguesa, claro.

Hasta aquel veinte de marzo de 1997. Todo empezó como una broma. No recuerdo muy bien si la empecé yo o la empezó Carlo, entonces mi compañero y hoy mi socio. La verdad es que ya poco importa. Sea como fuere el caso es que se nos ocurrió que podríamos romper con la rutina hamburguesera por un día, decirle a nuestras madres que nos preparasen unos espaguetis e irnos a comer a un pequeño parquecito, poco más que una plaza con algo de hierba rala y tres famélicos árboles, que había a pocos metros de nuestro trabajo. Al resto de compañeros les pareció gracioso y algunos se apuntaron.

A la mañana siguiente nos juntamos treinta empleados y cerca de una tonelada de spaghettis, raviolis, fusilis, fettuccinis, saltimboccas a la romana, y demás viandas. Debíamos de parecer todo un ejercito invasor cuando entramos en el parque armados de tarteras y bolsas repletas de comida. Fue fantástico. Hacía meses que a ninguno nos resultaba tan agradable una comida. Nos sentamos por el suelo, en los bancos, a la sombra de los árboles, y comimos con toda la tranquilidad del mundo. Alguno después incluso se echó una siesta. Nunca una hora y media nos había dado para tanto. Además, como el ambiente era más relajado, más simpático, entablamos conversación entre todos. Y eso que no conocíamos el nombre de muchos de nuestros compañeros.

A la mañana siguiente la voz había corrido por todas las oficinas. En dos días nos juntamos cerca de doscientos compañeros. Hasta un par de jefes de agrupación se unieron a los convites. Poco a poco el pequeño parque que habíamos elegido para nuestras comidas se empezó a quedar pequeño.

Capítulo 2: El infierno de Dante

A quinientos metros escasos del parque donde Marco y sus compañeros se juntaban a comer comenzaba el parque municipal "Gabrielle D´Annunzio", "El infierno de Dante", como era conocido por los vecinos de la zona. Se trataba de un precioso parque repleto de árboles y un pequeño estanque en el centro que, desgracias de la vida, había caído en manos de las mafias del mercadeo de drogas a pequeña escala y la prostitución.

Marco conocía bien ese parque ya que de niño, cuando aún era un lugar delicioso, había ido alguna vez con su hermano a jugar a él. En más de una ocasión Marco había expresado la pena que le daba ver ahora el parque en manos de esa gente y tal vez ese resentimiento fue el que pesó en la arriesgada idea que propuso a sus compañeros.

El diminuto parquecillo en el que comían se les había quedado pequeño a los pocos días. Una cosa era comer treinta persona bajo la sombra de tres arbolitos y otra era juntar a trescientos. Había que cambiar de aires y "El infierno de Dante" era, por su proximidad y por su tamaño, el lugar ideal para reunirse. O eso o volver a McDonalds.

Muchos prefirieron volver a McDonalds, sin embargo, para sorpresa de Marco, fueron más los que optaron por "conquistar" el infierno. Cerca de doscientos la primera comida. De nuevo unos trescientos al poco de empezar a comer allí.

Los camellos que menudeaban por la zona prefirieron cambiar de aires. Más de uno se imaginó que aquello sería una moda pasajera. Desde luego ninguno pudo imaginarse hasta donde llegaría todo aquello. El caso es que en pocos días el "infierno de Dante" había dejado de ser tal cosa. Y no solo eso, sino que además empezaban a llegar empleados de otras empresas cercanas. Y vecinos. Sobre todo vecinos. Parece ser que a ninguno de los residentes de aquel barrio les apetecía volver a perder su parque, así que se presentaron en masa a comer cada tarde junto a ellos. Sin habérselo propuesto se habían convertido en unos pequeños héroes.

Capítulo 3: El jardín de las delicias

El nombre se le ocurrió a Carlo. Resultaba estúpido seguir llamando a aquel parque "El infierno de Dante" cuando había pasado a ser uno de los lugares más cogedores y agradables de toda la ciudad. "El jardín de las delicias" era un nombre mucho más apropiado. Aún estaban lejos de convertir toda aquella pequeña aventura en un negocio lucrativo, pero ya tenían el nombre que luego se convertiría en bandera de su popular franquicia.

Tan solo había un problema: las madres. Hasta ahora el sistema había funcionado apoyándose en el abnegado trabajo de las madres de cada uno de los comensales, que pasaban las tardes de los días anteriores cocinando platos para que sus hijos tuviesen que comer al día siguiente. Había que cambiar aquella situación y fueron los vecinos del barrio quienes le dieron la idea. La idea que se convertiría en piedra angular de su futuro negocio.

Dicen quienes vivieron en directo aquellos días que la primera en atreverse a cocinar en el parque, ante los ojos de todos, al calor de una bombona de gas, fue una intrépida mujerona siciliana llamada Concceta. Poco a poco otras madres fueron imitándola. Cocinar en el mismo parque, además de ser más divertido, era mucho más práctico que llevarse la comida ya preparada desde casa.

¿Y por qué no?. Marco sabía que centenares de mujeres italianas de más de cincuenta años tenían a sus esposos e hijos fuera de casa trabajando. ¿Por qué no invitarlas a venir al "Jardín" a cocinar para él y sus compañeros?. Ellos pagarían por la comida y, de paso, un pequeño sueldo para ellas, y ellas podrían pasar la tarde cocinando para él y sus compañeros.

Lo sé, soy un cerdo machista. Marco se sonríe cuando recuerda la sorpresa que se llevó tras poner el anuncio en el periódico. "¿Aburrida?. Cocine para nosotros en "El jardín de las delicias" y disfrute junto a más mujeres de su edad". A nadie había que explicarle qué era "El jardín de las delicias" o quiénes eran ellos. Desde que había expulsado pacíficamente a los camellos y a las prostitutas del lugar, la prensa y la televisión local se habían hecho amplio eco de su pequeña aventura. Sin embargo, no fueron decenas de mujeres, madres desconsoladas con sus hijos fuera de casa quienes se presentaron, sino un gran número de hombres, muchos de ellos en busca de un sobresueldo o, sencillamente, de un sueldo. Las madres, por su parte, parecían muy complacidas con no tener que cocinar ellas. Aunque, eso sí, más de una "mamma" sí que se apuntó. No en vano Italia es el país de la "mamma".

Tan solo se les exigió saber cocinar y ser limpios. En poco menos de tres semanas habían multiplicado por diez el número de visitantes. Cuantas parejas no saldrían de aquellas comidas al aire libre, recuerda Marco. A una velocidad vertiginosa aquella moda se había convertido en un estilo de vida, y hasta el parque "Gabrielle D´Anunzio" se les estaba quedando pequeño.

Capitulo 4: Sombras en el jardín

Lo que había comenzado al calor de dos hamburguesas estaba comenzando a convertirse en un negocio. Cada cuál se podía, si así gustaba, traer su comida de casa, pero los que preferían comer la comida preparada por los cocineros empleados por Marco debía pagar una módica cantidad, más o menos lo mismo que les costaría unas hamburguesas. Una parte de ese importe iba dirigida a la compra de alimentos, otra a los bolsillos de los cocineros y una última, pequeña por persona pero grande en conjunto, iba a los bolsillos de Marco y sus amigos. A cambio ellos se encargaban de mantener limpio el parque, contratar cocineros y demás.

Poco a poco Marco se había ido alejando de su trabajo y centrándose únicamente en el jardín, los que le conocían lo sabían y a nadie le parecía mal pagarle un sueldo a él y a los que con él trabajaban. Sin embargo aquello era ya un negocio y a las autoridades sí les importaba que éste se estuviera desarrollando de una forma ilegal, habida cuenta de que ni se pagaban impuestos ni se declaraban beneficios ni nada por el estilo.

Además, a los propietarios de los restaurantes próximos, la competencia de Marco y sus amigos no les hacía ni pizca de gracia. En un abrir y cerrar de ojos nos vimos acosados por todas partes. Nosotros solo queríamos hacer algo útil, pero nos querían convertir poco menos que en criminales. Marco recuerda con amargura aquellos días, aunque no puede evitar emocionarse antes las muestras de solidaridad que recibieron.

Cuanta más presión ejercía el alcalde para cuando menos, obligar a Marco a legalizar su establecimiento, ubicado además en un parque municipal, mayores eran las protestas de los vecinos que veían en Marco al joven que les había limpiado el barrio y lo había convertido en un lugar agradable.

Al final dos hechos decisivos dieron al traste con todos los intentos del alcalde y los restaurantes próximos por atajar este experimento. El primero acaeció un frío día de invierno. Frío y lluvioso. Aunque eso no fuera impedimento para que más de cincuenta mil vecinos se manifestaran desde el parque "Gabrielle D´Annunzio" hasta el ayuntamiento demandando que se dejase en paz a Marco. ¿Qué era ilegal lo que hacía?. También era ilegal que el alcalde tuviese relaciones con una chica de dieciséis años y nadie decía nada. O le dejaban o se despedían del trono municipal.

Capítulo 5: Una visita muy especial

Sin embargo, si algo cambió completamente la suerte de Marco y sus amigos fue la visita que recibieron en "El jardín de las delicias" pocas semanas después. Ni más ni menos que Su Santidad el Papa, Juan Pablo II. Fue el momento más increíble de toda mi vida. Marco tiembla de la emoción como tembló aquel día. Nosotros estábamos sentados donde solíamos, a la sobra de un hermoso pino. Yo hacía ya dos meses que había dejado mi trabajo en la Fiat y me dedicaba en cuerpo y alma al jardín, y sin embargo no sabía nada. Me llevé una sorpresa tremenda cuando le vi aparecer.

Venía andando, sonriente y sosegado. A su paso decenas de comensales se iban levantando casi más para dar crédito a sus ojos que por respeto. Nosotros no nos dimos cuenta hasta que lo tuvimos frente a nuestro árbol. Dimos tal brinco que creo que asustamos a todos los pájaros del parque. El Papa estuvo en todo momento muy simpático y campechano. Se sentó a comer con nosotros, departió con los cocineros, e incluso nos firmó en la camisa como si fuera una estrella del rock.

Las imágenes que grabó la televisión italiana dieron la vuelta al mundo. Fue la puntilla para el alcalde. Marco y sus amigos eran un ejemplo de trabajo y obra social todo en uno, de amor por la comunidad y el prójimo dijo de ellos Su Santidad. ¿Qué podría decir ahora él, un pobre alcalde?.

Al final llegaron a un acuerdo. Acuerdo, curiosamente, que abrió las puertas del éxito empresarial a Marco y sus compañeros. El ayuntamiento cedería todos los parques que fuesen necesarios siempre y cuando Marco se comprometiese a garantizar unos precios asequibles, unas mínimas condiciones sanitarias y un sueldo justo para sus empleados. Para evitar problemas con la Seguridad Social, Marco creó su propia empresa "El jardín de las delicias S.A". El Vaticano se apresuró por convertirse en uno de sus primeros socios capitalistas.

En poco menos de tres años su idea había cuajado de sobra en la ciudad, donde ya contaba con tres grandes parques. En menos de cinco había extendido su franquicia a tanto al norte como al sur de la bota italiana. No había alcalde que contase con un parque más o menos conflictivo que no contactase con la empresa de Marco. La Revolución Gastronómica la llamó Il Corriere.

Al calor de dos hamburguesas había comenzado una de las aventuras más simpáticas de la Italia moderna. Al calor de dos hamburguesas comenzó el declive de McDonalds, que vio recortados a más de la mitad sus ingresos en ocho años. Al calor de dos hamburguesas surgió una empresa que en la actualidad da trabajo a más de ochocientas persona, da de comer a unos trescientos mil italianos al día y genera más ingresos que la división de la Fiat para la que trabajaban Marco y sus amigos.

Al calor de dos hamburguesas, se fraguó la construcción de un imperio. El imperio de la comida lenta.

Desde Roma,

Charles Champ d´Hiers