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La prueba

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La música tronando desde los enormes bafles que florecían a cada paso de la discoteca, el "cacique-cola" tratando de filtrarse a través del glaciar que la chica de la barra había montado en el interior del vaso ancho a base de echar y echar cubitos de hielo… no había nada como estar de vuelta en casa: la discoteca de siempre. Su discoteca de siempre.

Habían pasado solo tres semanas, pero a él se le habían hecho como tres años. Tres años en el paraíso. Tres semanas en la República Dominicana, tres semanas de luna de miel, tres semanas de placer.

Solo había echado una cosa de menos: aquello. Estar un rato solo, allí, mirando embobado la bahía de la Concha, mientras la gélida bebida le iba congelando cada poro de su aparato digestivo, mientras la gente pasaba a su alrededor cada cual a lo suyo, mientras la noche comenzaba a morir.

La fría mano que cogió su mano le sacó de aquel bendito sopor casi violentamente. De pronto, de entre los huecos de sus dedos surgió al otro lado la cara de Laura, mirando entre curiosa e inquisitiva aquella dorada argollita que se había instalado en su dedo corazón.

Casado. –Fue lo único que acertó a decir, casi tan sorprendida de ver aquel anillo de bodas en ese dedo como lo estaría de toparse con un elefante rosa.

Felizmente, sí.

La fría mano seguía asiendo la suya con fuerza, los dedos finos y blancos de la una enroscados como cinco serpientes en la otra. Y tras ambas, la cara de Laura que seguía hipnotizada con los destellos que salían de ese anillo.

Mil veces había visto aquella cara, mil veces, pero nunca se cansaba de ella, de aquellos ojos verdes tan vivaces e inteligentes, de aquella piel blanca y tersa, de aquel pelo rojo como el fuego del infierno, de aquella naricilla fina y respingona y sobretodo de aquella boca delgada, sensual y terriblemente peligrosa.

Laura, la musa de sus mejores sueños eróticos, la protagonista de sus más turbulentos escarceos sexuales. Laura. Su Laura. La Laura de nadie.

Al fin, satisfecha, dejó libre aquella mano, dejándose a cambio, poder ser vista en todo su esplendor: un cuerpo nunca lo suficientemente poco vestido, siempre lo suficiente pudoroso como para no mostrar más que lo estrictamente enloquecedor. Aquella noche una blusa negra bastante más fina de lo que su pobre madre podría desear y una falda de cuero roja poco más ancha que muchos cinturones separaban al común de los mortales de la gloria de verla desnuda.

¿Debo felicitarte?.

Debes, sí.

No sé, no sé.- Aquella sonrisa pícara que comenzó a dibujarse en su cara parecía inocente, como casi todo en ella, sin embargo era mucho más que una declaración de guerra: era una bandera pirata, era un aviso de "a muerte y sin cuartel".

¿Que no sabes?.

No me cuadra que un chico con tu… llamémosle historial se convierta de la noche a la mañana en un respetable señor casado.

Ja, ja, ja. ¡Que locura!. "Mi historial" es tan ridículo que a mi lado Cuasimodo sería Casanova.

Déjame hacerte la prueba.

¿La prueba?.

Déjame tu mano otra vez, la del anillo.

Toma.

De nuevo la tigresa tras las rejas de sus dedos, sonriendo feliz ante la mano que frente a su cara se alzaba separándola de su víctima.

Un solo zarpazo para desvencijar jaula, mano, brazo y víctima. Un solo zarpazo. Su lengua, rápida como un áspid, lamió aquel dedo corazón de abajo a arriba y luego acompañó a la punta al interior de su boca mientras sus ojos se abrían para contemplar el estupor de aquel pobre sacrificado.

San Sebastián no es, precisamente, una gran ciudad. Además, al final la gente acaba siempre frecuentando los mismos sitios, y él lo sabía. Sabía que si en aquel momento cualquiera de los que estaban a su alrededor se fijaba en que tenía un dedo dentro de la boca de aquella chica iba a tener que dar más de diez explicaciones. Lo sabía.

Ardía. Aquella boca ardía y su dedo se estaba calcinando en su hirviente interior mientras ella hacía de él lo que quería. Tan solo los ojos estaban inmóviles, clavados en sus pupilas, mientras el resto de su cuerpo se contorneaba como el de una cobra en torno a su dedo, a su cuerpo, a él.

Cada vez la distancia que separaba a ambos cuerpos era menor, hasta que al final se extinguió, dejando tan solo un leve recuerdo dormido entre el calor que entre aquellos centímetros cuadrados estaba comenzando a acumularse.

Ya no eran solo aquella lengua y aquellos labios metiendo y sacando el dedo en su boca, ahora también eran unos pechos duros como rocas apuntando directamente a su corazón, dos piernas estrangulando a su pierna derecha y una mano comenzando a abrirse paso entre su pantalón directa a su culo, apretando su cintura contra la de ella. Tan solo aquellos dos ojos verdes no habían dejado de permanecer fijos en sus pupilas, observando cada cambio, cada pulsación de sus iris, dueños y señores de la situación.

Ya no era él cuando ella apartó su boca de aquella mano y, con un leve impulso, la dirigió dulcemente hacia su entrepierna. Ya no era él cuando sintió como su dedo se quedaba entre ella, frente a ella. Ya no era él cuando fue él mismo quien dio el paso final y entró en aquella mujer, cuando su dedo, dos de sus dedos, tres, comenzaron a penetrar lentamente a aquella diosa jara.

Por una vez él se sintió dueño de la situación. Al menos aquel segundo en que, víctima del placer, ella cerró los ojos mientras sentía como era entrada por aquella mano.

Aquellos ojos verdes, aquella sonrisa fría y húmeda le sacaron de su error: ella y solo ella era la que medía cada paso, cada jadeo, cada suspiro de aquella locura. Él solo debía empujar hacía su interior. Él solo debía darle placer.

Puede que alguien les viese. Ella tampoco disimuló mucho cuando el orgasmo le llegó desde lo más profundo de su ser. Cada espasmo, cada jadeo se filtró a través de sus dedos directos a su cerebro.

No, no has pasado la prueba.- Dijo mientras sacaba la mano de su cuerpo aún palpitante.

Tan solo pudo suspirar, mientras ella se encaminaba hacia la puerta, sensual, felina, sola.

Dirigió la mirada hacia su vaso, mientras la música continuaba tronando desde los enormes bafles que florecían a cada paso de la discoteca, mientras el "cacique-cola" aún intentaba filtrarse a través del glaciar que la chica de la barra había montado en el interior del vaso ancho a base de echar y echar cubitos de hielo… y es que no había nada como estar de vuelta en casa: la discoteca de siempre. Su discoteca de siempre.