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El pendiente de Nuria

en Hetero: General

Beeep, beeep, beeep!

El guardia de seguridad tenía todo el tiempo del mundo y ella lo sabía. Sabía que él tan solo trataba de hacer lo mejor posible su trabajo, y que si para ello debía hacer pasar a aquella chica bajo el detector diez veces, lo haría sin importarle que ella pudiese tener, como era el caso, una prisa de mil diablos. Lo sabía, pero no por ello pudo ocultar un ligero mohín de impaciencia, mientras vaciaba el contenido de sus bolsillos sobre la pequeña bandeja metálica.

Un mechero, un bolígrafo, un papel arrugado y el billete del autobús que le había traído hasta el edificio de la Diputación, fueron a hacer compañía a las llaves de su piso. También unió al grupo sus ganchos para el pelo, deshaciendo su bonito peinado en una no menos bonita melena morena. Sabía que, ahora sí, eso era todo, aunque por si acaso, se aseguró de no dejarse nada antes de volver a pasar bajo el detector de metales. Sí, no llevaba nada más.

Respiró profundo, deseando acabar ya con aquel pesado procedimiento, dio un paso al frente, e introdujo su cuerpo dentro del espacio vigilado por los sensores del detector.

Beeep, beeep, beeep!

De nuevo aquella histérica y chivata bocina la delató nada más sentir su presencia bajo el umbral de su arco. Estaba claro que llevaba algún otro objeto metálico, pero ni sabía cual podía ser, ni tampoco le importaba mucho: ella solo quería acabar, recoger todas sus pertenencias y recibir el visto bueno para poder presentarse de una vez en el despacho de la Oficina de Agencias y Sociedades, donde debían llevar esperándola ya más de diez minutos.

Sin embargo, estaba claro que aquel enorme guardia no iba a dejarle pasar hasta que no diese con el objeto metálico que detectaba el sensor. Él estaba haciendo su trabajo y nada de lo que ella argumentase le iba a hacer desistir de su firmeza, a pesar de aquella cara angelical que tenía, ya que, aunque ciertamente severa con esas facciones que parecían casi esculpidas a cincel sobre el granito, había sin embargo algo en él, su mirada tal vez, que le convertían en uno de esos hombres que inspiran confianza, seguridad y tranquilidad nada más verles.

Aunque en aquel momento, lo único que Nuria deseaba era que la dejasen pasar a dentro del edificio y no le hiciesen perder más tiempo.

Pero aquel estúpido detector parecía confabulado para hacer de aquel simple anhelo un imposible. Había pasado, primero, tranquila y de forma rutinaria, con los bolsillos llenos. Claro, las llaves, había pensado cuando la alarma se había disparado por primera vez. Tras haberlas dejado sobre la bandeja que el guardia le había acercado amablemente y haberse disculpado por su despiste con una sonrisa maquinal, había vuelto a intentarlo, con idéntico resultado.

Aquella vez había tenido la esperanza de que fuera alguna otra cosa de las que llevaba en los bolsillos, pero ahora, con los bolsillos vacíos y sin ningún objeto metálico encima que ella recordase, veía como el proceso de demostrar que no llevaba algún tipo de arma iba a alargarse más de lo puramente rutinario.

"Lo siento, señorita, pero si fuera tan amable de acompañarme a la oficina, podríamos aclarar todo este asunto con la máxima brevedad". Estaba claro que la impaciencia de ella comenzaba a filtrarse a través de todos los poros de su piel, pero también estaba bastante claro que hasta que aquel enigma no quedara satisfactoriamente solucionado, él no la iba a dejar marchar. Ante semejante panorama, Nuria aceptó la oferta resignada, y tras aguardar a que un compañero del agente se presentara a cubrir su ausencia durante unos, esperaba ella, momentos, siguió sus pasos a través del intrincado laberinto de pasillos de aquel edificio.

La oficina era un cuarto pequeño y escasamente decorado aislado del bullicio de los despachos y las oficinas. Una mesa negra con unos papeles, una caja de cartón y unas esposas, una silla de oficina, y una lampara en el techo era todos los objetos que habitaban en ella. Estaba claro que aquel cuarto no era si no el lugar donde los agentes de seguridad rellenaban los partes diarios y poco más. No debía ser muy normal un caso como el suyo, supuso ella, ya que el edificio no parecía contar con una habitación especialmente dedicada para "sospechosos".

El agente le solicitó amablemente que tomara asiento y, una vez que ella lo hizo, comenzó a explicarle cual era la situación: estaba claro, al menos para él, que ella no parecía ninguna amenaza, pero él no podía dejar toda la seguridad del edificio en manos de su intuición, y si el detector de metales decía que ella llevaba encima algún tipo de objeto metálico, su labor era descubrir cual era éste.

Evidentemente, prosiguió hablándole con suma corrección y delicadeza, eso implicaba tener que cachearla, pero, y teniendo en cuenta que ella era una mujer, si lo deseaba podía esperar a que se presentase una compañera suya que este momento debía estar en su descanso matutino, pero que en menos de veinte minutos estaría de vuelta.

A ella se le vino el mundo encima. No solo se había presentado un cinco minutos tarde, a los que había que sumar los tres o cuatro que había perdido pasando y volviendo a pasar bajo el detector de metales, sino que además, ahora, debía esperar otros veinte minutos a que aquella agente terminase de tomarse su "cafelito de por las mañanas".

La idea de ser cacheada no le hacía mucha gracia, pero ya que tenía que hacerse, mejor que fuese lo antes posible, quedase todo resuelto y se pudiese marchar a hacer sus cosas de una vez. Comprendiendo cual era la situación, prefirió pedirle al agente que fuera él mismo el que la registrase antes de perder más tiempo en esperas.

Al agente no le cambió la expresión de su rostro en absoluto, prueba de su profesionalidad, simplemente asintió con la cabeza de forma marcial, le solicito que se levantara y le indicó que se situara junto a la mesa, frente a él.

Hasta ese momento Nuria no había reparado en lo bien formado que estaba aquel hombre: sus potentes pectorales parecían embutidos dentro de la rígida chaqueta gris de su uniforme, bajo ellos, se intuía un vientre plano y duro, trabajado a base de duras e interminables sesiones de abdominales. No, no parecía nada complicado imaginarse a aquel hombretón con cara de ángel y un cuerpo endiabladamente perfecto haciendo ejercicios gimnásticos al final de otra aburrida jornada de trabajo.

El chico dio un paso al frente, colocándose a pocos centímetros de ella, y acercó maquinalmente las manos hacia sus axilas, separándole un poco los brazos de su tronco. Mientras bajaba las manos, casi tan solo rozándola muy suavemente, ella comenzó a oler el aroma de aquel hombre. Perecía llevar una buena colonia, aunque le era difícil precisar cual.

Todo el proceso duró escasos segundos: comenzó por deslizar sus manos por el largo de sus brazos, retornó a las axilas, bajó desde ellas hacia la cintura, palpando a través de la chaqueta de su traje en busca de algún objeto sospechoso, continuó por la falda, que afortunadamente para ella era lo suficientemente holgada como para que él pudiese palpar también la cara interior de sus muslos, y finalizó, poco después en sus tobillos.

Nada. Estaba claro que no había encontrado nada sospechoso, aunque él se encargó de destacar aún más el resultado de sus pesquisas con un profundo suspiro. No había nada, luego aún había algo que resolver: qué había provocado que una máquina que funciona correctamente detectase la presencia de algún objeto metálico.

Enseguida, pareciendo que podía leer el pensamiento de Nuria, el agente le comenzó a explicar cual el proceso a seguir en estos casos: el sospechoso debía desnudarse y después, llegado el caso, debía someterse a una exploración más "exigente". A ella, el cariz que estaban tomando los acontecimientos no le gustó nada, aunque comprendió que no estaban las cosas, con la sempiterna amenaza terrorista pululando sobre sus cabezas, como para pretender esquivar este paso -cosa a la que tenía derecho, como bien había dejado especificado el agente- y tratar de subir a la oficina donde la esperaban. O una cosa u otra, pero sin cacheo no habría visita a la oficina, con lo que habría perdido de esa manera tan tonta toda la mañana.

De nuevo prefirió, si por parte del agente no había ningún problema, no perder más tiempo esperando a que llegase su compañera, y aceptó que fuera él el que la "explorase". No era la primera vez que había pasado algo así, le dijo él tranquilizándola -aunque le ocultó el dato de que era la tercera en seis años- y ellos estaban preparados para llevar a cabo este procedimiento sin causar la menor molestia al sospechoso. De todas, maneras, también tenía la posibilidad de esperar a que se personase una pareja de la policía, si eso le daba más garantías, aunque ella lo vio aún como un retraso mayor, por lo que se negó.

El proceso era simple: ella debería desnudarse, pasándole cada prenda al agente para que este pudiese analizarlas con más detenimiento una a una, hasta que, si llegaba el poco probable caso de no encontrar nada entre su ropa, al quedar desnuda él debería "buscar" si llevaba escondida algún tipo de arma dentro de su cuerpo, cosa que, le extrañase a ella o no, tampoco sentaría ningún novedoso precedente. De todas maneras, lo más probable es que algún alfiler dentro de las costuras de la chaqueta, o algo por el estilo hubiera sido el detonante de todo aquel entuerto, con lo que ella podría marcharse, tras, eso sí, pasar de nuevo bajo el detector sin la prenda sospechosa.

"Esperemos que la sospechosa no sea mi falda… ¿qué pasaría entonces", pensó ella mientras comenzó a desabotonarse la chaqueta de su vestido. Una vez se la quitó, se la pasó al guardia, que tras mirarla atentamente a contra luz, la revisó manualmente con gran diligencia. Nada.

Nuria, respiró profundo, y empezó a desabrocharse la blusa azul celeste que llevaba puesta. Al menos, y como bien presumían en el anuncio, ni en una situación tan embarazosa como aquella le había abandonado su desodorante. Tras quitársela, se la pasó al chico, para que éste repitiese de nuevo el mismo procedimiento de antes, aunque ahora, gracias al tejido más vaporoso de la blusa, tardó mucho menos. Nada tampoco.

A Nuria comenzaba a latirle el corazón más rápidamente de lo normal, el siguiente paso ya era bastante más embarazoso: ¿la falda o el sujetador?. No es que sintiese vergüenza por desnudarse frente a un desconocido, lo había hecho en numerosas ocasiones delante de médicos y enfermeros, pero en aquellos casos, ella iba a que la auscultasen y ellos eran profesionales de la medicina en un hospital, no agentes de seguridad de un edificio público. Sin embargo, el guarda parecía no inmutarse ante su bonito cuerpo, sino más bien todo lo contrario, ya que con un envidiable aplomo le recomendó que se quitase antes la falda, pues era más probable que en ella hubiese algún objeto metálico que el sujetador, ya que el material de los aros de los mismos no hacen saltar las alarmas de los detectores.

Un buen actor, ese era el sueño de Sergio: convertirse en un buen actor. No un actor cualquiera, no, sino un actor de cine y teatro como aquellos impresionantes actores mexicanos que habían participado en las películas de su amado Buñuel hacía ya tantos años. Para esto, no solo tenía que calzarse jornadas de trabajo de doce horas como vigilante de seguridad, no solo tenía que castigar su cuerpo con duras sesiones de musculación, o no solo debía asistir a cientos de horas de clases y seminarios sobre el cine, muchos de los cuales eran impartidos por impresentables personajes cuyo único mérito había sido el de haberse acostado con este director o haber sabido aproximarse a tiempo a este otro partido político. Además de todo esto, había debido renunciar a su vida; a su vida en general y, muy particularmente, a su vida sexual. Hacía ya más de siete semanas que no se había acostado con ninguna mujer, y aquella que tenía desnudándose frente a sus ojos no era precisamente poco agraciada.

Como un personaje de tragedia, así debía de tratar de presentarse en aquella representación. Su público: aquella mujer. Su único obstáculo: aquella mujer. Hasta hacía poco, estaba convencido, había podido ocultar su enorme deseo de hacerla suya, pero cada vez le estaba costando más disimular su enorme excitación. Hubiera pagado millones en ese momento por una máscara como las que llevaban aquellos actores del teatro clásico griego. O mejor, por dos, una para su cara y otra para ponérsela sobre el bulto que una enorme erección estaba comenzado a dibujar en su entrepierna.

La primera puñalada, la del cacheo, la había esquivado con suma profesionalidad: él, ante todo, se debía a su trabajo, único vehículo capaz de llevarle directamente hacia la consecución de sus sueños. Simplemente se había comportado como debía. La segunda, la de verla sin chaqueta, le había costado mucho más regatearla. Aquella chica, que no debía, como a él, de faltarle mucho para entrar en la treintena, no solo tenía una cara preciosa, sino que además, tenía un cuerpo muy bien formado, aunque aquella chaqueta de lanilla se lo hubiese ocultado durante un buen rato.

A la tercera le fue imposible evitarla. No solo fue verla sin la blusa, sino, tal vez lo que más le impresionó fueron sus ojos verdes mirándole con ese brillo de pesar. No debía ser nada agradable para aquella pobre chica tener que desnudarse frente a un desconocido, para ninguna mujer podía ser esto un espectáculo agradable. Ella podía ser una de sus hermanas. Ella podía tener un novio, esperándola en algún lugar, mientras estaba viéndose humillantemente obligada a enseñarle a él lo que solo a aquel otro le mostraba gustosa.

Tenía razón, sabía que todo aquello era cierto, pero no era suficiente. Todos aquellos argumentos no solo tenían que competir con su deber profesional, ya que esto él no lo hacía por gusto, aunque le estuviese gustando, ni con siete largas semanas de abstinencia, no. Además, debían luchar encarnizadamente contra un metro setenta de curvas infinitas, de suave piel morena y de cálida anatomía.

Aquellos ojos verdes, enmarcados en una cara suavemente ovalada, con unos pómulos ligeramente protuberantes, lo que le daban un aspecto gatuno, aquel pelo negro y liso, parecido a una plancha de azabache, aquel cuello largo y delicado que iba a desembocar, al igual que su melena en unos finos y atractivos hombros, aquella boca de labios finos, de forma sensual, aunque algo severa, marcada más aún por un contorno oscurecido con un carmín casi negro, aquella cintura pequeña, engastada entre unos pechos, tal vez, ligeramente grandes a su gusto aunque le era difícil precisarlo mientras estuviesen dentro de aquel precioso sujetador lila y unas caderas onduladas que iban a finalizar en dos piernas largas, suaves y preciosas que se sumergían en el interior de una botas de cuero granates que le llegaban hasta las rodillas y aquel ombligo diminuto le hacían olvidarse de todo lo pudiese interponerse, ya fuere de naturaleza física o moral, entre su cuerpo de hombre y aquel precioso cuerpo femenino.

La falda fue su fin. Cuando llego a sus manos, aún caliente, procedente del cuerpo de Nuria, que se la había quitado con notable agilidad a pesar de llevar las botas puestas, le fue muy difícil tratar de disimular un escalofrío de placer. Revisó la falda con suma profesionalidad, aunque deseando no encontrar nada. Ante él, la mujer esperaba impaciente el resultado de sus pesquisas, con las manos pegadas a sus caderas, ya que de otra forma seguramente se vería ridícula, vestida únicamente con aquel par de botas granates y un precioso conjunto de color lila que haría enloquecer a un eunuco. Desde luego sabía que ponerse para "entrar a matar".

La falda fue el principio. Hasta entonces todo le había parecido normal, pero en ese momento lo vio todo claro: aquel chico, que debía ser más o menos de su edad, no es que fuera un buen profesional buscando aquel dichoso objeto metálico, de cuya existencia no dudaba, es que era, seguro, un buen profesional homosexual. Eso tenía que ser. Al menos eso explicaba porque hasta entonces se había comportado con tanta educación. Además, no llevaba anillo de compromiso, y como todo el mundo sabe, los chicos guapos como este, o están ya casados o son homosexuales.

En aquel momento ella no debería estar pensando en esas cosas, pero el caso es que lo estaba haciendo. Tal vez fuera su orgullo de mujer herido, ante la enorme indiferencia del chico, tal vez la curiosidad, o tal vez el hecho de verse, de sentirse, de notarse siendo observada por otro hombre que no fuera su novio. ¿Qué pensaría Jaime?. ¿Se lo iba a contar?. Jaime era un chico celoso, no más que le resto, pero tampoco menos, y seguro que no le hacía ninguna gracia oír esta historia. Aunque por otra parte era bastante pervertido, seguro que disfrutaba un montón imaginándosela a ella siendo observada por los ojos sedientos de otro hombre. Bueno, sedientos, sedientos…

Y, ya puestos, pensaba, porque no le decía aquel precioso agente homosexual donde debía poner las manos, porque a ella empezaban a resultarle dos apéndices muy molestos. ¿Las debería poner tapando castamente sus pechos y su pubis?. No lo sabía, aunque teniendo en cuenta que aún llevaba el conjunto y que no esperaba tener que quitárselo, le pareció mucho más juicioso dejarlas junto a sus caderas, aparentando una normalidad que la situación, obviamente, le había hurtado hacía rato.

Nada. La palabra salió de un agujero seca como un desierto. Casi le costó expulsar aquel veredicto a través de su boca. Tampoco en la falda había nada.

En ese momento se dio cuenta de su error: las botas. Hasta entonces a Sergio no se le había ocurrido mirárselas, cuando esto era algo que debía haber hecho antes del tercer intento de ella ante el detector. Si es que era normal, si es que ya se lo decía él: tantas horas seguidas trabajando podían llevarle a cometer algún día algún error muy grave. Y el día era hoy. Su corazón comenzó a latir desaforadamente: el fallo era de principiante. De principiante malo. ¿Cómo no se le habría ocurrido antes mirarle el calzado, cuando es tan probable que fueran estos los causantes de todo el problema?. Tal vez unos clavos, tal vez algo… Quizás unos zapatos de tacón serían inocentes, pero unas botas de cuero como aquellas tenían todas las papeletas en aquella rifa.

Tal vez, pesaba, lo mejor podría ser no decirle ahora que me pasase las botas, pero claro, al final, siempre acabarían llegando al problema final: no habría resultados positivos. Cada vez estaba más seguro de que eran las botas las culpables de todo. ¡Aquellas odiosas botas!.

Mientras tanto, durante aquellos tres segundos que a él se le hicieron eternos, Nuria esperó sin darse cuenta de sus problemas. Cada vez estaba más relajada, ahora su corazón se había sosegado un poquito, aunque sabía que en cuestión de segundos iba a tener que quitarse el sujetador, y eso, por muy homosexual que fuera el otro, era algo que no le hacía gracia ninguna. ¿Y qué pensaría él?; pensaba, ¿sentirá tan poco por las mujeres como para no sentir nada cuando la viese sin sujetador?.

Cuando la pregunta salió de los labios de Sergio, se estaba poniendo fin a uno de los procesos mentales más complejos de su vida: había sido una auténtica cumbre diplomática de todas sus neuronas. Antes de seguir adelante, le dijo tratando de aplacarse al máximo, ¿podrías descalzarte, por favor?. Es poco probable, le comentó, pero tal vez en tu calzado esté el problema. No le fue fácil fingir una absoluta falta de fe en que fueran las botas las culpables, pero hizo lo que pudo: una más que posible demanda y un seguro despido pendían sobre su cabeza.

Nada debía perderse por probar, aunque Nuria tenía claro que el guardia homosexual tenía toda la razón: era imposible que las botas dieran problema alguno, ya que entonces sonaría con todos y siempre el detector de metales. Pero había una esperanza, y ojalá él estuviera en lo cierto, ya que de momento solo llevaba perdidos unos quince minutos desde que había llegado a la Diputación, por lo que aún podrían atenderla en el despacho, aunque llegara tarde.

Mientras ella se cubría con la chaqueta, Sergio salía tranquilamente del cuarto, cerraba la puerta, y tras alejarse cuatro pasos, comenzó a correr como si a quien hubiese dejado en aquel cuarto fuese al mismo demonio. Eso sí, esta vez se había conjurado para no cometer más errores, por lo que, antes de salir corriendo como una gacela, cerró con llave el despacho, no fuera que al final su intuición se hubiera equivocado y ella sí fuera una mujer peligrosa.

Con el corazón en la boca se presento frente al detector de metales, ante la sorprendida mirada de su compañero y de los tres señores que estaban en ese momento en la recepción del edificio y que difícilmente lograban explicarse porqué aquel guardia de seguridad llevaba dos botas "detenidas" como si fueran dos niños malos.

Miró al detector, trago saliva, y estiró sus brazos, obligando a las botas a traspasar el hueco del mismo. Nada. ¡Nada!. Una victoriosa sonrisa muy poco profesional, "Ustedes representan a nuestra empresa, y nuestra empresa es, ante todo, seria a carta cabal" iluminó su cara. Aún pasó dos veces más las botas para quedar completamente seguro, antes de girar sobre sus tacones y volver a salir disparado hacia su oficina.

El ruido de la llave sorprendió a Nuria mirándose las ingles. Afortunadamente se había depilado el día anterior, lo que le había evitado pasar una buena dosis de vergüenza. Es más, seguro que, siendo como era homosexual el guardia, se iba a fijar mucho más que un chico normal, que apenas se enteraría de que había algo más allá del punto donde fijaría sus ojos. ¿Se fijaría?. Ella sabía que su cuerpo era atractivo, se lo habían dicho muchas veces, se lo decía su novio todos los días, pero aquel guapo guardia de seguridad, ¿qué pensaría él?…

Estaba segura de que el chico no había podido verla mirándose, pero aún así notó como su pulso se aceleraba como cuando de pequeña la pillaban sus padres pintando las paredes de su casa. Tal vez por esto la pregunta sobre el resultado le sonó demasiado aguda.

Sergio, que se había detenido a tres pasos de la puerta para tranquilizar su pulso y su respiración, volvió a notar como estos se aceleraban al oír el tono agudo y severo que la chica había empleado para saber que había pasado. Nada, dijo él en un tono apaciguador, tampoco son las botas. "Como imaginaba", apostilló mentiroso por si ella aún pensaba en denunciarle por incompetente.

A Nuria no le hizo ni pizca de gracia esta noticia, pero no le quedaba más remedio que seguir y acabar de una vez, así que, tras solicitarle las botas de nuevo, ya que las baldosas del suelo estaban frías y los calcetines que llevaba eran muy finos, se levantó una vez más.

Estaba claro que en la ropa registrada hasta entonces no llevaba ningún objeto metálico. En las botas, ¡gracias a Dios!, tampoco. A Sergio se le acababan las posibilidades: era imposible que fueran los calcetines o las braguitas, así que, una de dos, o era el sujetador, o era ella misma. Si era el sujetador sería genial, no solo resolvería el enigma sino que además le podría ver los pechos, si era ella la que llevaba el objeto metálico, podría ser muy peligroso.

Estaban solos los dos: si ella era una asesina, podría matarle sin pestañear, aunque de haber querido hacerlo le habían sobrado ya las oportunidades. De todas maneras, Sergio lanzó una mirada hacia las esposas, asegurándose de que siguieran allí por si luego tenía que usarlas.

No hizo falta que le nadie le dijera nada, Nuria respiró profundo y se quito el sujetador, pasándoselo al chico que lo recibió con aparente frialdad. Que pena de chico, tan guapo y tan… pensó ella, que aún así, tal vez por acto reflejo, se cubrió los senos pudorosamente con un brazo, tan solo unos instantes, hasta que pensó que era una bobada y los bajó de nuevo.

"Venga tío, imagina a tu profesor de matemáticas, al sapo, vestido con un traje de bailarina saltando sobre tus huevos", se decía él a sí mismo para evitar una erección que había vuelto con toda la furia de antes. El aroma que desprendía el sujetador le dificultó aún más su trabajo, los pechos de la chica, descubiertos tras un breve lapso de pudor, se lo hicieron imposible.

Tampoco. Allí no había nada. Bueno sí, había una chica morena, vestida con unas braguitas y unas botas granates, mirándole resignada desde sus preciosos ojos verdes, mientras se llevaba las manos hacia las caderas y comenzaba a bajarse lentamente las braguitas, primero hasta la mitad de los muslos, luego a través de una bota, y luego a través de la otra.

Aquella preciosa mujer parecía la tentación personificada. Sus negros cabellos colgando sobre sus hombros, rozándolos a penas, sus pechos, no tan grandes como el sujetador pretendía, jalonados por dos pezones rosados, firmes y apetitosos, su vientre liso con aquel ombligo en el que un zafiro no haría sino ocultar su belleza, aquel pubis con un triángulo perfecto. Ni siquiera quiso mirar las braguitas, sabía que en ellas no habría nada, tan solo la posibilidad de que al acercárselas a la cara le terminaran por enloquecer.

Las braguitas quedaron sobre la mesa, junto a las esposas. Sergio estaba muy excitado, pero también algo asustado. Había oído que una mujer puede guardarse un cuchillo pequeño si lo desea en ciertos pliegues de su anatomía, y luego, no tenía más que sacárselo, una vez dentro del edificio, en un cuarto de baño y emplearlo. No debía ser cosa sencilla, pero una profesional podía.

Al final su miedo venció a su excitación, y aunque aún con una erección que ya iba para perpetua, tomó de la mesa las esposas, y tratando de resultar lo más suave posible, le solicitó a la chica que le dejase ponérselas. A ella no le hizo, claro está, ni pizca de gracia, pero viendo que no tenía donde elegir, aceptó.

Por precaución, les esposó las manos a la espalda, lo que impedía que ella se pudiera apoyar contra la pared para ser examinada, pero lo que garantizaba la seguridad del examinador. Mientras de un cajón sacaba dos pares de guantes como los que emplean los médicos, que estaban allí por si algún día eran necesarios, aunque nadie creyese que fueran a ser útiles nunca, le indicó a la chica que apoyase su busto sobre la mesa dejando las piernas colgando y ligeramente abiertas.

Nuria aceptó sumisa, deseando acabar lo antes posible.

Efectivamente, la postura era muy heterodoxa. Lo normal en esos caso era que el sospechoso apoyase las manos contra la pared o el canto de la mesa, pero como ella estaba esposada esto era imposible, y a él, en ese momento no se lo ocurría mejor manera de "ubicarla". Tal vez por esto, trató de resultar lo más suave posible, dando el menor número de explicaciones que fueran necesarias, pero dejándole muy claro que siempre que ella lo desease podía detener aquel embarazoso procedimiento y solicitar que se presentase una pareja de policías o, simplemente, irse.

Ella asintió desde su ridícula postura en la mesa: al menos, que fuera rápido.

Una vez se aseguró de haberse puesto bien el guante, dirigió su mirada hacia aquel precioso culo, hacia aquellas piernas, hacia aquella preciosa morena tumbada, enseñándole su espalda, su culo, sus muslos, sus manos esposadas… y aquellas odiosas y bonitas botas de cuero granates que casi le habían costado el despido. Hubiera sido tan fácil, tan sumamente fácil, tan solo habría tenido que bajarse la bragueta, y eso hubiera sido todo. Se fijó en que sus manos estaban temblando, pero le tranquilizó un poco el saber que ella no podía vérselas.

Procuró ser lo más delicado que pudo, aunque sintió como ella sufría un pequeño espasmo nada más introducir el meñique en su ano. Fue lo más rápido que pudo, pues no le gustaba hacer a nadie lo que a él no le gustaría que le hiciesen, así que una vez que comprobó que no había nada, sacó su dedo, y mientras se cambiaba de guantes, le aclaró que ya podía abandonar aquella postura.

A Nuria todo le daba vueltas. Aquel dedo, aquel hombre. Estaba claro que a él le iba eso, ya que nunca jamás había sentido ella nada así cuando algún chico había tratado de hacerle entrar en el vicio de Sodoma. Ni siquiera el tesón de Jaime había sido capaz de doblegarla.

Una vez se puso los guantes nuevos, ayudó a la chica a girarse sobre la mesa y quedar sentada. Por un momento había estado a punto de dibujar algo parecido a una sonrisa pícara mientras veía a aquella pobre mujer tratando de girar sobre sí, pero una vez la tuvo sentada frente a sí, con las piernas colgando, y sus pechos apuntándole, volvió a su ya habitual excitación.

Le pidió que se levantase y abriese un poco las piernas, se acerco a ella, y mirándole fijamente a los ojos, le paso la mano derecha por entre el hueco de sus piernas directo hacia su vagina.

La mano de aquel chico llegó tarde. Ella no sabía que le pasaba, o lo sabía demasiado bien. No sabía si aquel chico podía llegar a sentirse atraído por ella, pero desde luego a ella le parecía muy guapo. Además, aquel dedo había terminado por vencer todos sus resortes de castidad: estaba muy caliente, y en cuanto sintiese aquella mano sobre su clítoris no sabría como iba a reaccionar. Ni tampoco sabría como iba a reaccionar él cuando descubriese su…

Fue un suspiro, algo amortiguado por sus labios entrecerrados, aunque acompañado por un ligero movimiento de su cabeza hacia atrás, y lo suficientemente audible como para que él, cuya cara no estaba a más de quince centímetros de la de ella lo notara. Se sintió enrojecer por momentos, pero no había podido evitar sentir un espasmo de placer en el momento en el que la mano del chico se abrió paso entre sus labios.

A él no se le escapó el detalle. Y ese fue su fin. La mirada, esta vez sí, terminó por delatarle, y esta vez no había tenido forma de disimularla, de mirar hacia otro lado…

Al principio le extrañó. ¿Sería bisexual?. Y si lo era porque no había reaccionado antes. No, estaba claro: ella le había hecho reaccionar con aquel suspiro. A su excitación física se sumaba ahora con mucha más fuerza otra más contundente, la psicológica. La película que comenzó a proyectarse en su cabecita habría sido prohibida en medio mundo.

Le había pillado, no había duda. De su sonrojada carita había salido una sonrisita entre pícara y maliciosa que lo dejaba bien claro. Abajo, el cálido terreno que estaba explorando comenzaba a ser cada vez más resbaladizo. Aquella mujer estaba muy húmeda, lo cual, dadas las circunstancias no debería ser así.

De pronto, un algo duro le rozo los dedos. No parecía nada afilado, sino más bien romo, y desde luego no estaba "dentro" de ella, sino más cerca de su clítoris, pero no imaginaba que podría ser.

No tuvo que esperar mucho, la respuesta salió de sus labios antes de que él pudiera haber tenido tiempo de reaccionar. "Es un pendiente… cosas de chiquilla".

Debía comprobarlo. ¡Debía comprobarlo!. ¿Podría comprobarlo?. Le solicito casi sin palabras que se sentase de nuevo, se agachó, e introdujo su cabeza entre sus muslos.

Efectivamente, era un pequeño pendiente plateado. Era casi imposible, pero si era de algún metal o de una aleación poco noble, podría haber sido el causante de todo aquello.

Dio igual, ya era tarde: no pudo ni quiso evitarlo. Su lengua se acercó lentamente al pendiente y comenzó a acariciarlo con la punta.

Ella tenía novio, ella era una chica seria. Ella estaba enloqueciendo por momentos, y se habría vuelto loca si le hubiera dicho a él que se detuviese. No le fue muy difícil, a pesar de sus esposas: se dejo caer de espaldas sobre la mesa, arqueó un poco su cuerpo para poder apoyar la cabeza en el canto y se dejó hacer mientras todos los suspiros que había logrado reprimir durante eternos segundos salían todos a la vez.

No reaccionó cuando ella se tumbó solícita, tal vez no se dio ni cuenta, a pesar de que ella le tenía ya atrapado con un abrazo de sus muslos y sus botas, él solo siguió lamiendo como si el mundo se fuera a acabar en ese momento, mientras, bajo sus piernas, se quitaba los guantes, y comenzaba a acariciar sus suaves piernas.

Los gemidos de la chica se apoderaron de toda la habitación. Suspiros cálidos y húmedos, fruto de una desesperada excitación. Caricias para sus oídos, que recibían cada uno de ellos después de cada jugueteo de su lengua.

Estaba loco. Estaban locos. Se levantó, se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta los muslos, le dirigió una rápida mirada hacia sus ojos cerrados por el placer y le introdujo el pene mientras dirigía sus dedos hacia aquellos pezones duros como piedras.

No pasó ni un minuto cuando ella sintió su orgasmo. Los espasmos del mismo le sorprendieron cuando a él le faltaba poco, pero no quiso arriesgarse, sacó su pene y fue a correrse encima del abdomen de la chica. Fue un chorro largo y caliente, fruto de mucha abstinencia y más ejercicio físico de lo normal. Los jadeos fueron oscuros gritos, que por suerte nadie puedo oír, gracias a lo apartado de la oficina.

La chaqueta, no podía olvidar la chaqueta. Estaba histérica, estaba encantada. No eran remordimientos, aunque algo de eso había. Le sonrió, fijándose orgullosa en el precioso efebo que acababa de salir de entre sus piernas. ¿Le habría convertido a la heterosexualidad de por vida?. ¿Habría, si llegaba a conocerse el asunto, dos corazones de hombre rotos?.

Media hora después, el relajado cuerpo de Nuria volvía a pasar bajo el detector. Nada. Ni un sonido, ni un ligero zumbido: nada. Se dio la vuelta y miró orgullosa a aquel precioso chico rubio con cara de ángel mientras ambos estiraban sus manos.

La mano de él, aquella mano doctora en vicios y obscenas caricias tan solo la rozó, no más de una décimas, para después alejarse de ella, de su mano, de su cuerpo, tal vez hasta siempre. En el hueco de su mano, tan solo, solo, el culpable de toda aquella locura: aquel pendiente de "auténtica plata de ley".