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Depravación (3)

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Depravación 3

Un relato de Charles Champ d´Hiers

Ella era inocente. No había sido ella la que había dado primero aquella catastrófica vuelta de tuerca, aunque, una pequeña y maliciosa sonrisa amaneció en su rostro abatido, a fuer que había, una vez todo derrotado, participado y disfrutado como la que más.

Sin embargo, ahora, castigo divino, tenía ante ella una imagen que no debía de ser muy diferente de la que contempló aquella pobre esposa de Lot antes de volverse estatua de sal. De hielo puro se había quedado ella cuando, iluminada por la luz de la sala, aquella cara se le había hecho reconocible. Era él. Era él y ella era muerta si no ponía en el empeño hasta la última gota de su sangre más fría.

Al primer asalto había sobrevivido. ¿Qué hacía él aquí?. Poco importaba eso ahora. Su esposo no había notado nada raro en su mirada, su voz había encajado el golpe de la impresión con admirable empaque y sus rodillas, puro temblor después, habían sabido esperar a que su marido saliese en busca de algunas prendas secas para cubrir a su joven efebo del Este.

Del segundo combate, desvestir a su ángel rubio sin que se le notara punzada de excitación alguna también había sabido salir airosa. Mojada pero entera. Ni él había despertado ni parecía estar grave, tan solo dormido, ni su esposo había notado nada. A la cama había regresado con el honor tan limpio como lo tenía al dejarla unas horas antes. ¿Por qué había vuelto?. ¿Por qué, antes, había dejado de venir cada tarde?. Mañana sería otro día.

Pero aún no era mañana, y allí estaba ahora, sola en la cama acompañada por el bulto extraño e incómodo de su esposo durmiente. Cautiva de la imagen de su dios eslavo desnudo y desvalido tan solo unos minutos atrás, y que ahora debía estar plácidamente dormido también sobre el sofá de la sala. Mala noche para conciliar el sueño esa que se presenta rodeada de hombres hermosos en cada habitación de la casa.

Pero no, no debía. Bastante había tentado ya a su suerte aquella noche y bastante le quedaba mañana por lidiar como para meterse en una nueva camisa de once varas. Su cuerpo le pedía, caliente, que se lanzara a la carrera hacia el sofá y volviese a navegar sobre la anatomía de mármol de su loca locura, pero su alma le sabía contagiar el sosiego necesario para aguantar a la tentación.

No debía ir a él, pero de pronto se encontró frente a su cuerpo rendido sobre el sofá. Nota mental: comprar un alma más decidida para la próxima vez. Su mano ya estaba bajo la fina manta que tapaba decorosa a su rubio objeto de deseo. Sus pezones despertaron bajo la fina tela de su camisón. Todo estaba ya perdido cuando sus ojos verdes miraron, felinos, hacia la puerta del pasillo por última vez. Su esposo dormía. Su niño dormía. Tocaban a degüello y ella tenía todas las papeletas para degollar primero. Mañana sería otro día.

Pero aún no era mañana y su mano ya surcaba el rizado pelo del pubis de su ángel en busca de aquella dura barra de acero que tanto placer le había dado días atrás. No debía, lo sabía, pero eso había que decírselo a su garganta seca, a su corazón desbocado y a su vulva hecha fuego. Tal vez se había vuelto loca de deseo, tal vez estaba cavando su propia tumba una vez más, cada vez más profunda, pero ahora solo quería, solo deseaba sentir aquellos labios despertando contra los suyos. Niña mala.

Cariño. Shhh, calla loco que nos va a escuchar mi marido. Sexo era lo que ella quería. Mañana ya habría lugar para cariños y llantos, ahora solo quería sentir aquella lengua dentro de su boca. Sus ojos verdes entornados disfrutaron viendo amanecer las azules pupilas sorprendidas por el beso de su niño. Su mano experta tampoco tardó en despertar algo mucho más prosaico bajo su ombligo.

Calla y hazme el amor, susurro con forma de ordeno y mando, sonrisa perversa, otro largo beso en la boca y giro de ciento ochenta grados sobre el cuerpo de granito de su víctima, pantera sedienta directa a la verga. Seis y nueve bajo la furtiva noche. Seis sorprendido, él; nueve de fuego, ella.

El aroma de aquella entrepierna empapada pudorosamente velada tras aquellas castas braguitas le termino de despertar. Aquello no era un sueño, era algo mejor. Abierta en canal contra su boca, la mujer más hermosa que jamás había tenido sobre sí le daba, franca, todo su cuerpo para hacer en él altar a Venus. Conocía el camino, pero el tacto de aquellos otros labios de fuego sobre la punta de su pene le hicieron dudar de placer un instante. Solo un instante. Luego entró a saco.

Apartadas a un lado las braguitas, sus dedos se hicieron agua contra aquella húmeda vulva. El suave tacto de su piel caliente sobre la punta de su lengua le espoleó contra ella como si de ese envite hubiese de depender su vida. Separando con avidez los labios ante su boca, su lengua se hizo señora de aquella parcela de mujer con rapidez. Pronto unos suaves jadeos comenzaron a llegar desde la cabeza que estaba jugando con su verga, susurros cohibidos que le hicieron disfrutar aún más con sus caricias. Deseaba hacerla suya y de todos sus miembros. Sus dedos se agolparon contra su vagina mientras su lengua y sus labios secaban a besos el palpitante clítoris de su amante. Todo era poco para él en aquellos momentos. Dos dedos siguieron a uno hacia el interior de su cuerpo mientras sus labios aprisionaban dulcemente cada milímetro libre de su vulva.

De pronto dos ojos verdes amanecieron sobre él. De nuevo, tras otro ágil y repentino giro, aquel par de felinas pupilas volvieron a posarse, parapetados bajo la catarata de revuelto pelo rubio que los cubría parcialmente, sobre su cara sedienta de más. Una sonrisa le anunció sin palabras que era hora de entrar a matar. Izándolo sobre su cintura se sacó el fino camisón que la cubría de la envidia de los dioses. Era pura perfección hecha mujer.

Dos pechos redondos y duros despidieron turgentes la salida del camisón para recibir, sin protocolos, las manos ansiosas del chico. Bajo ellos, un vientre liso y unas contundentes caderas comenzaron a emerger sobre su cuerpo. Bajo ellos, una mano resabiada apuntaba contra su propio cuerpo la punta de aquel duro falo, para luego, en un jadeo, dejarse caer contra él lentamente, sintiendo como aquella porción de músculo y venas la penetraba suavemente.

Él, hipnotizado por el suave bamboleo de aquel par de pechos, a ratos libres a ratos presos entre sus dedos, tan solo soñaba con no correrse jamás, con seguir sintiéndose cabalgado por aquella divina hembra que le miraba desde las alturas con un extraño aire entre maternal y salvaje.

Ella, con la soga al cuello, sabía que un solo grito la delataría. Tan solo a través de sus manos podía exteriorizar lo mucho que estaba disfrutando en las entretelas de su cuerpo. Sus dedos crispados contra el pecho de su niño unas veces, otras enredados entre su cabellera eran los únicos que podían expresarse en silenciosa libertad. Ellos y sus piernas, imprimiendo cada vez más velocidad a sus movimientos.

Tan solo al final, cuando un punzante dolor comenzó a apoderarse de sus muslos mientras el orgasmo inundaba el resto de su cuerpo, dejó escapar un profundo suspiro, solo entonces, cuando notó como dentro de ella él también se corría sincronizando su placer al de su cuerpo no supo dominar su naturaleza. Después, muda de nuevo, cayó rendida sobre su cuerpo de piedra, dando con su aliento contra el pecho de su efebo.

Mañana sería otro día.