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Depravación

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Depravación

Un relato de Charles Champ d´Hiers

Tanto tiempo planeándolo, tanto miedo y tantos nervios cuando al final se habían decidido a dar el paso, tantas esperanzas y tanta excitación, tanto todo… y todo para nada. Aquel local había resultado ser un antro oscuro, cutre y deprimente y sus parroquianos, una cuadrilla de viejos y pervertidos repugnantes.

Era triste reconocerlo, pero habían fracasado en su primer intento. Y viéndose así, callados y derrotados en el asiento trasero de aquel enorme taxi, parecían la viva imagen de quien ya no se atrevería a intentarlo más veces. Al menos durante unos meses habría que dejarlo, pensaba Juan mientras contemplaba a través del espejo retrovisor su mirada triste y avergonzada reflejada también en los ojos de su mujer.

Había sido muy desagradable para ambos, claro, pero sobretodo para ella. Tan guapa como se había puesto, con aquel traje azul corto de tirantes y ese bonito peinado recogiendo su larga rubia melena. Había sido una pena. Y eso que al durante un rato él, tal vez ella también, habían disfrutado una barbaridad.

Sobretodo al principio, en casa, mientras se arreglaban antes de salir. Él se había puesto un par de pantalones de pinza negros y una camisa del mismo color. Un par de zapatos cómodos y una corbata de color claro. Tantas semanas de gimnasio no pasaban desapercibidas por entre las costuras de su ropa. Su vientre plano y su pecho ancho y viril eran la percha perfecta para aquella camisa de corte italiano. Un poco de colonia había sido el toque final. Luego a disfrutar.

A disfrutar mientras su mujer, se ponía sobre su piel desnuda y perfumada un bonito tanga negro que dibujaba con maestría las suaves curvas de sus caderas y las bellas formas de sus nalgas. Y a disfrutar, sobretodo, imaginando el efecto que en los demás hombres causaría el generoso escote de aquel vestido. Dos pechos de bonitas formas, aunque lo suficientemente pequeños como para poder lucirse sin necesidad de un sujetador se dejaban entrever a través de aquella divina apertura.

Aquel vestido le quedaba como un guante. Tal vez algo ajustado, como se empeñaron en demostrar sus pezones, amaneciendo en cuanto el frío de la calle acarició su espalda. Quizás había sido algo arriesgado salir a la calle en pleno diciembre sin abrigos, pero una tarde calurosa, con más de quince grados y una noche que prometía ser más caliente aún, les hizo olvidarlos en el ropero. Además, a él, con solo contemplar las suaves piernas de su esposa, cubiertas con un panty negro y lo que la escasa falda del vestido tapaba le quitaban el poco frío que pudiese sentir. Además había taxis.

El resultado final de aquellas ropas y aquella coquetería había sido espectacular: el revuelo que habían causado entre los clientes de aquel maldito y oscuro bar de copas podía decirse que había sido sonado. Ir allí, encontraréis lo que buscáis y sin que nadie se entere. ¿Realmente sabría Jorge a donde les había dicho que fueran?. No, seguro que les había hablado de oídas. A fin de cuentas, él y su esposa nunca habían deseado montárselo con otra pareja. ¿Pero es qué había algo de malo en que dos adultos enamorados quisieran vivir una experiencia diferente por una vez en su vida?. ¿A quién molestaban con ello?.

Desde luego a aquel par de pervertidos no, eso seguro. Nada más entrar en el local se habían acercado a ellos como un par de lobos hambrientos surgidos de entre los pobres destellos rojos y verdes de los escasos focos que había en la pista. Esta ronda va de nuestra cuenta, tranquilos, habían dicho. Él era alto, fuerte y guapo. Ella sin ser guapa, era terriblemente morbosa, así vestida con unas ropas de cuero bastante provocativas y con aquella sonrisa de mujer pérfida y depravada. No se podía decir que fueran jóvenes, ya estarían cerca de los cincuenta, pero desde luego eran bastante atractivos.

Sin embargo, que desagradable había sido todo. Ni una palabra, ni un sorbo a las copas siquiera. Sin prolegómenos: directos a por la presa. Y la presa le había tocado ser a su esposa. En una abrir y cerrar de ojos, ambos la habían apartado de él y de la barra y se la habían llevado hacia el centro de la pista de baile. A él le había gustado la idea de verla bailar con ellos, pero pronto se dio cuenta de que nada de eso era lo que estaba pasando ante sus ojos.

En un segundo ambos abrazaban a su pobre mujer como si fuera una pobre víctima: él, por detrás, pegando su paquete a su culo y con las manos agarrando sus pechos con avidez, ella, por delante, con las manos fijas a las nalgas de su esposa, como abriéndolas para que el bulto de su marido entrase más a dentro y con los labios tratando de besar la boca de su mujer.

Al principio a su esposa parecía hacerle gracia el juego, pero solo al principio. Enseguida los manoseos de ambos se habían vuelto cada vez más bruscos, más atrevidos y más violentos. Era como si se la fuesen a comer. Pero no sin antes tratar de desnudarla ante los ojos del resto de los parroquianos, alguno de los cuales, parapetado entre los sofás del fondo de la pista, ya había comenzado a hacerse una paja de forma muy poco disimulada.

No podía oírla, pues la música estaba muy alta, y apenas si podía verla, atrapada entre los cuerpos de aquel par de pulpos, pero estaba seguro de que a ella eso no podía estar gustándole. Estaba casi desnuda, con el vestido hecho un burruño en su cintura y sus pechos al aire. Al aire, cuando las manos de aquel hombre dejaban de torturarlos con sus manoseos y sus pellizcos, para sobar sus caderas o su cara, tratando de introducir sus enormes dedazos dentro de la boquita de su pobre mujer. Casi parecía que ella se mantenía en pie porque aquel par de brutos la tenían cogida entre sus brazos.

Un tirón fuerte y violento de él rasgó ante las miradas sedientas de todos los mirones el pobre panty de su esposa. Ayudado por la otra mujer, le quitaron la prenda arrancándosela hecha jirones mientras ella parecía suplicarles clemencia. Eso había sido demasiado. Armándose de valor, se dirigió al centro de la pista, y tras cambiar un par de palabras algo más altas de tono de lo que la cordura le aconsejaba, logró zafar a su esposa de entre aquel par de salvajes.

Estaba llorando. Mientras se subía el vestido y se arreglaba un poco podía notar como a su espalda y ante las miradas desafiantes de aquel par de lobos ella sollozaba avergonzada y arrepentida. Una vez se hubo compuesto un poco, le pegó un tirón de la camisa y ambos salieron de aquel bar lo más tranquilos que pudieron, aunque sin dejar de mirar atrás, mientras la pareja permanecía inmóvil mirándoles divertidos.

Aún les latía el corazón desbocado por el miedo cuando, justo en la puerta, uno de los clientes del bar que habían estado sentados en los sofás del fondo presenciando divertidos la escena mientras se masturbaba, se acercó a su esposa y le hizo algo parecido a una rápida caricia en la cara para luego volverse corriendo hacia el interior del bar.

A él se le había escapado el detalle, y tal vez en un principio a ella también, pero en cuanto el otro retiró la mano, la cara y el cuello de su esposa comenzaron a brillar empapados en el esperma que aquel cerdo le había dejado como recuerdo final, mientras una sensación de enorme repugnancia se apoderaba de ambos.

Trató de limpiarla con su pañuelo lo mejor que pudo unos metros más adelante. Y una vez logró tranquilizarla y tranquilizarse, ambos juzgaron que sería una locura volver a entrar a pedir cuentas al pervertido aquel. Tomaron el primer taxi que pasaba por la calle y se marcharon a toda velocidad de vuelta a casa.

Y allí estaban, cautivos y desarmados, terriblemente asustados aún, y sobretodo, muy dolidos. Ellos tan solo querían pasar un buen rato y habían sido maltratados como unas ratas. Y lo peor de todo era que él, al menos al principio, había disfrutado terriblemente viendo como aquel par de monstruos abusaban y desnudaban en público a su princesita, y sintiendo más que viendo, como más de uno de los otros clientes se estaban dando un festín onanista en la derrota de su amada. Incluso había disfrutado contemplando la cara sorprendida y sucia de su esposa mientras la limpiaba con su pañuelo, dejando su piel extrañamente brillante.

Que extraña mezcla de placer y arrepentimiento sentía.

¿Y ella?. ¿Qué podía estar pensando su pobre esposa en aquel momento?.

Aquellos ojos no solo reflejaban vergüenza y arrepentimiento, también miedo. El susto que había pasado mientras aquellos dos burros la desnudaban ante decenas de ojos furtivos, mientras la sobaban sin piedad, mientras le susurraban cosas al oído. Te vamos a follar primero nosotros y luego el resto de los clientes. Te vamos a dar tanto placer que no desearas volver a casa nunca más.

Sin embargo no era eso lo que le estaban haciendo sentir. Al principio, sí, tal vez, mientras ella, la primera vez que mujer alguna lo hacia, le agarraba el culo separándolo para que el enorme paquete de su esposo entrase lo más a dentro posible, sí que se había sentido muy caliente.

Tampoco le había molestado sentir la lengua de aquel hombreton surcando su cuello mientras su esposa le ordenaba con voz lasciva que no tuviese piedad de aquella puta. Y eso que aquella puta a la que estaban sobando, besando y lamiendo con bastante poca delicadeza era ella. Sin embargo estaba disfrutando, sintiéndose cada vez más mojada y cachonda.

Pero cuando comenzaron a desnudarla, soltando las tiras de su vestido y dejando sus torturados pechos desnudos a la vista de aquellos extraños, comenzó a sentir miedo. Mira como disfrutan todos viendo tu cuerpo desnudo. ¿Te gusta que se masturben viéndote?. No, no le gustaba. ¿O sí?. No lo sabía, tenía miedo.

El sonido de su panty rasgándose entre sus piernas y el tacto de aquellas manos sedientas entre sus piernas terminaron por hacerle pensar en lo peor. Por un momento pensó que iba a ser violada allí mismo por aquella pareja de sátiros. Y sin embargo, en aquel extraño momento, en lugar de miedo, lo que sintió fue un enorme calor apoderándose de ella. Tal vez los ojos de aquel otro hombre podían tener la culpa de aquella extraña reacción de su cuerpo.

Y eso que tan solo había sido un segundo, un breve intercambio de miradas entre aquella oscuridad. Aún así, aquellos ojos hambrientos y terriblemente excitados con el espectáculo que ella estaba dando le habían sobrecogido como nunca jamás otros lo habían hecho. Estaba claro que aquel pervertido se estaba haciendo una paja ante sus ojos, y por alguna razón, aquella mirada y aquel rítmico movimiento de su brazo la hizo perder la consciencia del lugar donde estaba.

Bajo ella, entre sus piernas, los últimos retazos de su panty terminaban por separarse de la piel de sus piernas, mientras la lengua de la mujer ya comenzaba a lamer la cara interna de sus muslos. La voz alterada de su esposo le devolvió a la vida. Con agilidad se zafó de entre aquel par de bestias y fue a refugiarse tras su espalda. Unos segundos después ya tenía el vestido lo mejor puesto que le era posible y tiraba de la camisa de su marido con fuerza para salir de allí lo antes posible.

Y luego aquello. Aquel par de penetrantes ojos surgiendo de nuevo de entre las penumbras del local y aquella ligera caricia. Él ya se había vuelto a introducir en el interior del local cuando comenzó a sentir la piel de su cara mojada y fría. La cara de repugnancia de su esposo le hizo entender que había sucedido mientras notaba como una gota caía desde su mejilla hasta uno de sus pechos.

Sí, también ella sintió una enorme repugnancia. Pero ahora, mientras veía la mirada triste y arrepentida de su marido, no estaba tan segura de estar ella todo lo asqueada y arrepentida que creía deber estarlo. Es más, mientras el empalagoso olor del esperma de aquel hombre aún permanecía dentro de su cabeza, una extraña voz en su interior le susurraba que debía volver y vengarse.

A Ignacio y su mujercita.