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Carta a una amante parisina (2)

en Dominación

Sagarçaçu, a 7 de Abril de 1768.

Mi muy amada, deseada y soñada Alienne:

 

 

¿Por donde empezar, amada mía?.

¡Ah! Dichosa y siempre cambiante diosa Fortuna: ¿Quién me iba a decir que algún día comenzaría una carta desde este infecto lugar con esa pregunta?. Y sin embargo, así es, mi siempre anhelada y añorada amiga: ni mi esposa ni yo hemos parado desde que aquella prístina carta mía abandonó estas tierras bajonavarras de Sagarçaçu. Ni un instante siquiera de descanso hemos concedido a nuestras lívidos hasta lograr la total consecución de nuestros planes. Y cuando por fin habíamos visto hollados nuestros anhelos, cuando ya sentíamos desolados como el sopor amenazaba con volver a emponzoñar nuestros delicados espíritus, os habéis aparecido vos en forma de misiva y entre las manos de tan adorable criatura como pocas habremos contemplado nunca, que es esta pequeña Monique y a quien, en el momento en que os escribo estas letras, están preparando para la que será, esta misma noche, su entrada en el parnaso del placer al que tantas veces hemos viajado juntos.

Al cielo voto que, aunque la vida sin saberos cerca de mí es tan lacerante como pocos castigos se hayan concebido, entre unos juegos y otros, al menos el pasar de los días se me está haciendo algo más llevadero dentro de este infecto lodazal al que Nuestra Piadosa Majestad a tenido a bien enviarme. Y todo, no puedo olvidarlo, gracias a vos, cara mía. De hecho, podéis creerme si os digo que pienso que tanto os debo y tan agradecido os estoy, que temo que el relato de mis postreras correrías no sea ni aproximado pago al favor, a los favores, que me habéis hecho en estas últimas jornadas.

Aún así, y como lo prometido es deuda, paso a enumeraros los pasajes más sobresalientes acaecidos desde que os mandé mis anteriores nuevas. Y digo bien, pasajes, así escrito, en plural, pues muchos han sido éstos, ya que estando seguro de que en vos tenía a una segura cómplice de mis planes, en cuanto vi alejarse a la grupa de mi correo camino de vuestras tierras, comencé sin demora alguna a poner mis industrias todas al servicio de la consecución de mi estrategia, que como bien supondréis, pues raro es el detalle, de mí que a vos se os escape, no era otra cosa sino la búsqueda de la consecución, por cualquier medio, de un único objetivo: poseer en cuerpo y alma a la deliciosa esposa de mi lacayo.

Sabía, pues los jesuitas por estos pagos han corrompido hasta límites intolerables el salvaje alma de los lugareños con sus monsergas moralizantes y asexuadas (bien se hallen mil años expulsados de todos y cada uno de los reinos de este mundo), que el objetivo no sería plaza fácil de tomar, pero, dos semanas, la diferencia de clases, y, porque negarlo, la activa participación de mi amada esposa, tan dispuesta como yo a vencer la modorra, me parecían armas lo suficientemente convincentes como para destrozar hasta la defensa más pintada. Y es que, mi divina Alienne, aunque de sobra sé que sois una fierecilla posesiva y deliciosamente absorbente que no aceptáis de buen grado la participación de ninguna otra mujer en las licenciosas aventuras de ninguno de vuestros amantes (entre los cuales me precio de contarme para gran dicha de mi orgullo viril), habéis de saber que si no hubiera sido por el papel activo que esa amiga vuestra de la infancia que es mi amada consorte, jamás habría podido doblegar, no me avergüenza reconocerlo, la tenaz resistencia de una vulgar sierva.

Evidentemente, siempre me hubiera quedado el medieval y tan manido recurso de la violación, pero bien sabes que no es ese mi estilo, y me huelgo de decir que aún hoy, a mis largos treinta años, aún no he violado a ninguna mujer, salvedad hecha, claro está, de aquellas que obtuve como botín de guerra a las orillas del Rhin o de las salvajes indígenas de Nueva Francia que caían entre las garras de mi batallón.

El cerco, pues, comenzó con la presteza y coordinación que la victoria total sobre el aburrimiento absoluto imprimió a nuestros corazones. Así, mientras mi esposa comenzó a tratar a la muchacha con un cariño exquisito, ganándosela para sí poco a poco, yo comencé a mostrarme cada vez más brutal y severo con ella, obligándola a hacer los trabajos más serviles y denigrantes que se me ocurrían.

En tres días tan solo yo había ganado a una sierva resentida hacia mí y mi esposa a una sumisa colaboradora y eficiente criada. Y así, mientras ella la convertía es su sirvienta principal, para desasosiego de nuestra pobre Claudette que no estaba al tanto del juego, yo le obligaba a limpiar las letrinas de los siervos, las cuadras, y todo lo que se me pudiese ocurrir que fuese completamente ajeno a sus funciones naturales, cosa, que de no haber contado con el concurso de mi amada, habría sido completamente imposible de ordenar a su criada de cámara.

Así, estaría entrando su buen esposo en vuestras tierras, cuando se precipitaron los acontecimientos de forma irreversible. Era un día gris y lluvioso como lo son todos por aquí, y a mí se me ocurrió que podría ser un divertido pasatiempo obligar a nuestra sirvienta a llevar mendrugos de pan a los mendigos que tienen a bien amontonarse junto al portalón de nuestra pequeña capilla todas las mañanas. Ella, sumisa y buena cristiana, aceptó de buen grado, pues ni la lluvia que cayó sobre las pobres Sodoma y Gomorra le hubiera podido impedir hacer obras de caridad a esta manufactura del jesuitismo. Faltaría más.

Así que presta y feliz se cubrió el vestido blanco de algodón con el que mi esposa siempre ha vestido a sus sirvientas principales con una gruesa capa de cuero y se presentó en la puerta a la espera del canasto con el pan. Debías haber estado allí para verme actuar, creo que el mismo Moliere me hubiera felicitado de haberme visto. Hasta yo me di miedo oyéndome decir lo que en ese momento le dije a ese pobre desgraciada. ¿A dónde vais con esa capa de cuero?. ¿Acaso os creéis mejor que esos pobres mendigos a los que la fortuna a castigado?. ¡Quitaros inmediatamente esa capa y también, como castigo la toca y la chaquetilla de vuestro uniforme y presentaros ante ellos como la mujer servil que sois!. Tan solo balbuceó un sumiso "pero señor….", pero en esta ocasión la estúpida moral jugó de mi parte, y consideró que tal vez yo tuviese razón, y que debía dar limosna agradecida de su trabajo y no con altivez.

Escasos quinientos pies separan la puerta de nuestra humilde mansión de la de nuestra capilla, pero fue distancia suficiente para que la lluvia empapase la blusilla blanca y la ciñese, transparentándola, a su bonito y generoso busto. Nunca me alegraré más que ese día de la firme oposición de mi esposa a que ninguna de sus siervas lleve corsé aunque pueda permitirse el raro lujo de comprarse uno. Ja, ja, ja.

Aún puedo oír los rugidos de aquella pléyade de harapientos cuando la pobre Marie llegó frente a ellos con sus mendrugos de pan mejor ocultos en aquel cestillo que sus propios encantos entre las telas empapadas de sus escasas ropas. Rugidos, al principio tan solo, cuando la vieron llegar, porque antes incluso de que hubiese sacado el primer mendrugo de pan, una sucia mano ya había ido a posarse firmemente en una de sus nalgas, para enorme susto de ella.

Y no me extraña, porque hubiera pagado dos onzas de oro en polvo a cualquiera de ellos con tal de poder estar en aquel momento en su lugar. ¡Que maravilloso espectáculo debió de ser ver acercarse a aquella hermosa mujer cada vez más empapada!. Su bonito cuerpo dejándose ver a través del algodón mojado, sus pequeños y duros pezones marrones, sus caderas contundentes, sus pechos redondos y turgentes, sus piernas largas y sensuales pegadas a los pliegues de la falda, y esa piel pálida tan solo coloreada por unos labios rojos y carnosos y unos ojos azules como el cielo. ¡Que festín, amada mía, que festín de Dioses!.

Aún así, para mi sorpresa, no se amilanó, sino que tras dar al mendigo una bofetada, comenzó a repartir la limosna con bastante entereza. Más ni ese azote ni cien más hubieran podido doblegar a aquel sucio hombre, que excitado como estaba ante el cuerpo nítidamente dibujado de aquella pobre doncella, volvió a lanzar sus manazas contra el trasero de la chica. A la de él, envalentonadas, le siguieron dos manos más, y casi enseguida otras tres o cuatro, cubriendo en un instante todo la falda de la pobre mujer mientras esta daba un terrible grito de miedo.

Yo estaba disfrutando como un loco observando toda la escena desde el marco de la puerta de mi casona, mientras veía como aquella pobre mujer trataba de zafarse de entre aquel torbellino a base de cestazos y manotazos, mientras los mendrugos volaban divertidos por el aire, hasta que por fin me decidí a actuar. Agarré una de mis carabinas de caza, la cargué con la maestría y velocidad de un tirador prusiano, avancé hasta escasos treinta pies de la escena y disparé al aire. Un enorme silencio se apoderó de toda la escena, mientras la pobre chica emergía cuan Venus de las aguas zafándose de las última manos que aún permanecían prendidas a sus piernas.

Tenía la blusa rota, y aunque hacía esfuerzos por taparse lo mejor posible con los jirones que colgaban de sus hombros, malamente podía cubrir sus hermosos senos con ellos. En cuanto a su falda, o lo que aquellos bestias habían dejado de ella, dejaba a la vista unas enaguas no menos rasgadas y parte de unas piernas sencillamente deliciosas. Cosa rara, ni un solo gemido escapó de su boca, cosa que agradecí sobremanera, pues creo no hay nada menos excitante que una mujer llorando. Tan solo se arregló un poco el vestido, se apartó de los mendigos que yacían a sus pies asustados sin quitar el ojo de mi escopeta, y se acercó rápidamente hacia mí.

Así, con su rubio pelo revuelto, las mejillas ruborizadas y su divina anatomía amaneciendo por todos y cada uno de los innumerables desgarros de su vestido, se me tornó como la criatura más delicada y apetitosa de toda la Creación. Hubiera saltado encima suyo y la hubiera poseído delante de aquellos despojos humanos si no hubiese sido porque tenía tiempo. Porque sabía que, gracias a vos, tenía tiempo.

Una vez de vuelta a casa la envié directamente a los aposentos de mi esposa, quien había estado contemplando toda la escena desde su ventana y ya había preparado todo para el siguiente paso.

Desconozco como pudo ser la entrada de aquella profanada mujer en la habitación principal de mi cónyuge, pues aún no quise ocupar mi puesto de honor hasta que me aseguré de que ningún otro de mis siervos pudiese molestarnos. Primero ordené a unos echar de mis tierras a los mendigos, a otros les mandé a limpiar la capilla y a ellas, las mandé a la cocina. "Ventajas" de vivir en este humilde lugar: tan solo cuento con un pobre servicio de veinte almas, dos traídas de París, y el resto, población nativa. Con una servidumbre normal, hubiera debido inventar algún nuevo oficio para tener a todos distraídos.

Una vez despejé el terreno, ya sí tranquilo y despreocupado, me dirigí a mi cámara, me senté en un viejo butacón, y con el máximo sigilo que la emoción del momento me pudo permitir, entreabrí la mirilla que habíamos hecho poner hace algunos veranos para conectar mis pupilas con los devaneos sexuales de mi mujer con propios y extraños. Divino vouyerismo el mío y feliz exhibicionismo el de mi esposa. Y allí estaban ambas, sentadas sobre la cama y abrazadas. La una, ella, sollozando y tragando sus lágrimas, ya entonces venidas a menos mientras relataba con su cabeza tiernamente apoyada en el busto de mi amada el terrible susto que acababa de pasar, la otra, la mía, sonriéndome pícaramente con sus vivarachos ojos negros desde que me había sentido al otro lado de la mirilla y dando dulces palmaditas en la espalda de su criada. Un buen baño es lo primero que necesitas, le dijo mi mujer mientras comenzaba a desnudarla con suma dulzura. A la pobre chica, aún asustada, los desvelos de su ama le debieron parecer de lo más naturales, pues no interpuso ninguna objeción mientras ella le quitaba el vestido hecho harapos y la conducía a la pila de su bañera.

Aún me excito solo de recordar a aquella preciosa mujer desnuda completamente. Su anatomía hubiera sido complemento ideal del lecho de cualquier rey, marqués u obispo. Que pechos, que piernas, que vientre, que culo, redondo y carnoso, y que piernas. Que conjunto tan agraciado y tan a la altura de aquella cara de ángel. Una vez dentro, mi mujer, tras ordenarle permanecer de pies para lavarla mejor, comenzó a acariciarla suavemente con la esponja empapada en el agua tibia y las sales, comenzando por sus mejillas, luego por su cuello, luego, más lentamente, por sus senos, trazando tiernos círculos alrededor de sus pezones.

Al principio ella, no olvidando su condición de sirvienta, se mostró un tanto cohibida, pero con el paso de los minutos, las suaves caricias de aquella esponja y el tibio rumor de las gotas volviendo de su cuerpo a la tina, sus instintos femeninos fueron despertando, pasando de los sollozos a un callado rubor. A mi esposa no se le escapó tampoco el detalle, pues en cuanto notó que aquella mujer comenzaba a ser doblegada, le pidió, aparentemente ajena a todo, que abriese sus piernas.

Ella obedeció sumisa, y sumisa supo disimular el placer de las primeras caricias de la cálida esponja en su sexo, más tan solo por unos instantes. Enseguida, sin poderse contener, apoyó una de sus manos en el hombro derecho de mi esposa, como si perdiese pie, y dejó escapar de entre sus labios un hondo y sentido suspiro. No quiso mi mujer ser más cruel, yo tal vez hubiera continuado con el masaje, o hubiera recriminado a la pobre chica por su lubricidad, pero ella, tal vez porque llevaba desde nuestra partida de París sin poder rendir culto a su admirada Safo de Lesbos, acercó sus labios a los de la sirvienta y comenzó a darle un largo y delicioso beso en la boca.

Que escena tan deliciosa se mostró ante mis ojos a partir de aquel primer beso. Mi esposa, una vez separaron sus labios, tomó a la chica de una mano, y sacándola delicadamente de la bañera, la condujo a su cama, donde la tumbó sonriente y, una vez la tuvo allí, se posó felina encima suyo y comenzó a besar cada pulgada de su piel. Una vez estuvo segura de que en aquella núbil mujer sus remordimientos estaban ya completamente subyugados por la excitación, le hizo levantar de nuevo de la cama para que la ayudase a desnudarse a lo que la otra no supo negarse.

Poco a poco, mi deliciosa esposa fue quedando desnuda, cubierta únicamente por su bonita peluca blanca, rivalizando en belleza con la agreste anatomía de su compañera. Tal vez, pienso en esto ahora que os escribo, en aquel mismo instante el esposo de aquella pobre infeliz estaba desahogándose en vuestra amada boca por primera vez. Tal vez. Sin embargo, en aquel instante yo solo tenía ojos y pensamiento para aquella embriagadora escena.

Mi esposa, consciente de que estaba siendo observada por mí, solía dirigir furtivas miradas hacia la mirilla y cada vez que podía me regalaba algún guiño de satisfacción entre abrazo y abrazo. Incluso llegó, antes de volver a la cama, a acercar disimuladamente a su sirvienta hacia el lugar donde estaba la mirilla para fundirse allí, a escasas pulgadas de mí, en un cálido y apasionado beso, mientras apretaba su busto contra el de la chica y agarraba firmemente aquellas mullidas nalgas separándoles y mostrándome el palpitante sexo que pronto haría suyo.

Mi mano ya no pudo soportar más aquella visión, y casi sin poder impedírselo, tomo el control de mi pene, masturbándome con la furia de quien ya no soporta más el placer de lo que está contemplando. Mientras, al otro lado del tabique, mi esposa tras indicar a su sirvienta que se sentase en el costado de la cama, fue a ponerse de rodillas entre sus muslos, comenzado a besar su abdomen y sus piernas sin prisa alguna. Estos besos ya fueron demasiado para aquella pobre doncella, que víctima del placer, cayó rendida de espaldas, dejando el camino franco a mi amada, que instante después ya lamía ya con maestría la vulva de su sirvienta, que así, abierta de piernas frente a su boca, tan solo podía gemir y acariciar la peluca de mi esposa, erizando por entre sus artificiales rizos blancos sus finos dedos de mujer.

Un enorme chorro proveniente de mis entrañas acompañó a aquella núbil criada, mientras ésta arqueaba todo su cuerpo víctima de los espasmos del mayor orgasmo, tal vez el único, de su vida. Después, una enorme calma se apoderó de los tres. Mi esposa permaneció durante un rato besando los empapados muslos de su nueva amante, ésta por su parte, continuó tumbada, sumamente relajada, acariciando dulcemente la peluca y las mejillas de mi mujer, y yo, trataba de levantarme de asiento sin mancharme más aún. Y entonces, para mi sorpresa, fue cuando le descubrí escondido detrás de una de las cortinas que hay delante de la puerta entreabierta de la habitación de mi esposa.

Era uno de los hijos de la cocinera, un chicuelo holgazán y simpático que solía corretear aún por los pasillos de la casa en lugar de ir al campo con su padre y sus hermanos. En cuanto lo descubrí contemplando extasiado la escena me quedó muy claro lo que habría de hacer: Con sigilo me subí las calzas, salí al pasillo y, antes de que él pudiese reaccionar, salté sobre empujándole contra el interior de la cámara de mi esposa, donde fuimos recibidos, tanto por ella como por su criada, entre estridentes gritos de sorpresa.

De lo que sucedió a continuación os daré cumplida información en mi próxima misiva, así como de mis progresos con vuestra encantadora Monique, más no deseo que sea el tamaño de una carta mía quien os asuste, por lo que os ruego me disculpéis por esta brusca interrupción, que siempre podrá dar pie al vuelo de vuestra lúbrica imaginación.

Os mando esta respuesta con el escolta que acompañaba a vuestra preciosa niña. Sinceramente, querida, no creo que vaya a serle ya de mucha más utilidad dentro de la seguridad y el calor de mi humilde morada.

 

 

Se despide de vos terriblemente agradecido y enamorado,

Charles Champ d´Hiers

Marqués de Montreal du Loire y caballero de Su Cristianísma Majestad