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Mostrando a mi novia (2)

en Voyerismo

En cuanto el tren entró en el anden, los pocos que estabamos esperándolo nos apresuramos a entrar en él para tomar asiento. Mi novia y yo elegimos dos asientos al fondo del vagón, y en cuanto nos sentamos, ella se apoyó en mi hombro y se quedó dormida. Llevábamos toda la noche de juerga, y aquellos asientos de felpa roja parecían el lugar más cómodo del mundo a esas horas de la mañana.

A pesar de que yo también estaba cansado, no tenía mucho sueño, entre otras cosas porque desde que había expuesto la noche anterior el cuerpo de mi novia en aquella página de Internet, no podía dejar de pensar en todos los comentarios que le dedicarían las decenas de pervertidos que la viesen. En vista de esto, preferí pasar el rato repasando el rostro de todos y cada uno de los siete pasajeros que nos acompañaban: al otro extremo del vagón, tres chicos de nuestra edad se habían hecho con el control de seis asientos y ya se habían tumbado tranquilamente en ellos, poco más adelante, dos señoras de unos cincuenta años iban charlando tranquilamente con otro señor de unos cuarenta. Debían de ser habituales de ese tren. Me hacía gracia el contraste entre los jóvenes, destrozados por una noche de juerga y aquellas buenas gentes, tan duchaditos y tal, y tan dispuestos a ir a trabajar. Era la misma historia de todos los viernes después de un "jueves de verano".

Por último, bastante más cerca de nosotros que del resto de los pasajeros, se sentó un hombre de unos cincuenta años, pelo cano, aspecto de trabajador sencillo y aplicado y de buena gente. No sé, me cayó bien nada más verle.

Y eso que a él, quien de verdad le cayó bien fue mi novia, porque ya antes de subirse al tren le había estado lanzando unas miradas al culo nada indiscretas. Tal vez por eso se había situado en un sitio estratégico, lo suficientemente cerca de nosotros para poder verla a gusto y lo suficientemente lejos para no dar mucho la nota.

Mi novia, todo hay que decirlo, tampoco le dejaba mucho a la vista: llevaba una falda vaquera hasta las rodillas con algo de vuelo, pero tal y como se había sentado y habiendo cruzado las piernas, tan solo enseñaba las rodillas. Para colmo se había cubierto con su chaqueta a modo de manta, con lo que se puede decir que terminaba por codificar completamente su anatomía.

El caso es que aún no sé porque lo hice. Tal vez porque me apetecía, tal vez porque aquel hombre me había caído bien. O tal vez porque ya empezaba a ser consciente de que me había descubierto una nueva perversión que se había apoderado completamente de mi libido. Sea por lo que fuere, en cuanto el tren se puso en marcha, coloqué mi mano distraídamente sobre las rodillas de mi amada novia.

Al principio, el hombre interpretó aquel gesto como una advertencia, una censura, así que bajó la mirada rápidamente. Yo me di cuenta y pensé que si quería hacer lo que me había propuesto debía ser más delicado, aún así, aproveché la coyuntura para, mediante una pequeña presión, obligar a mi novia a separar sus piernas sin que el hombre se diese cuenta.

Cuando, al cabo de pocos segundos, el pasajero levantó de nuevo la mirada no pudo reprimir un ligero mohín de satisfacción al comprobar como "involuntariamente" mi novia había separado sus piernas. No es que pudiera verle mucho más, pero supongo que su calenturienta imaginación estría ya lamiéndole los muslos.

Con un poco de disimulo, comencé a abrir ligeramente las piernas de mi novia, llegando a separarlas algo más de un palmo. Al hombre este gesto mío no le pasó desapercibido, como me demostró lanzándome una mirada extrañada.

Vale, venga, las cartas sobre la mesa, pensé. Le respondí a su mirada con una sonrisa entre pícara y socarrona y comencé a acariciar el muslo izquierdo de mi novia, arrastrando tras la palma de mi mano la tela de su falda. El hombre no supo encajar muy bien sus cartas, al menos al principio, aunque la visión de la casi totalidad de la pierna de mi novia desnuda le hizo olvidarse de todo lo demás.

Con sumo cuidado retiré la chaqueta de encima de su regazo y continué arrastrando la falda hacia la cintura. Al cabo de unos pocos pero muy tensos segundo, el diminuto triángulo rosa del tanga de mi novia comenzó a amanecer entre sus piernas.

No sé a que velocidad latiría el corazón de aquel hombre, pero el mío estaba a punto de estallar. Afortunadamente mi novia tiene, como ya dije, un sueño bastante pesado, pero sabía que al quitarle la chaqueta, por el frío, se podría despertar. Y de despertarse me iba a costar mucho explicarle porque tenía la falda arrebujada en su cintura. Afortunadamente, no se despertó.

Y yo seguí. Y seguí retirando la falda de sobre las piernas de mi novia, hasta que la reduje al tamaño de un cinturón. Para entonces su tanga ya era claramente visible, tanto para aquel espectador como para cualquiera que se le ocurriese pasar por el pasillo en ese momento.

Una vez dejé a la vista el tanga probé con un más difícil todavía para gusto de mi público: con suma delicadeza, introduje el meñique por entre la diminuta braguita y la piel de su ingle y comencé a deslizarlo hacia arriba y hacia abajo, enseñando cada vez más porción del escaso bello que cubría su pubis.

Ante esta sugestiva visión aquel pobre hombre no pudo hacer otra cosa que tragar saliva. De hecho yo mismo hubiera tragado también saliva de haber tenido en mi boca algo de ella, pero no, la mía estaba seca.

Sin embargo, llegado a ese punto no se me ocurría que más hacer. No le iba a desabrochar la blusa. No sabía como seguir. Hasta que se me ocurrió como.

Solté con delicadeza el tanga, saqué mi mano de entre sus piernas, estire el dedo corazón frente a mi boca ante la espectante mirada del viajero, me lo metí dentro, lo chupé, lo saqué y lo dirigí de nuevo hacía su conejito.

No me podía creer lo que iba a hacer, pero es que, de nuevo, ya no era yo mismo. Separé de nuevo la tela del tanga de la piel, esta vez menos delicadamente, dejando a la vista el principio de los labios de la vagina de mi novia, y con todo el cuidado que pude, le metí el dedo en dirección a su clítoris.

Entonces mi novia reaccionó moviéndose bruscamente.

Podéis imaginar el susto que nos llevamos los dos (él y yo). Sin embargo, hubo suerte: no se despertó. De todas maneras, para mi desconsuelo, había adoptado una postura que me imposibilitaba para seguir con mi espectáculo, así que la cubrí de nuevo con la chaqueta, y apoyando mi cabeza en su hombro, me dejé dormir poco a poco.

Antes de que cerrara los ojos definitivamente, pude ver, sin embargo, como el hombre, ante la perspectiva del final de la función, se levantó muy silenciosamente y se encaminó hacia el cuarto de baño del vagón.

Cuarto de hora después llegamos a nuestro destino, y para entonces el hombre ya no estaba, o tal vez seguía en el baño. No lo sé.