miprimita.com

Mostrando a mi novia (y 3)

en Voyerismo

"Estupefacto: adj. Atónito, pasmado."

Sí, se ajusta bastante a la realidad, pero no sé, se me queda corto. No, definitivamente no me vale.

"Estupro: 1. m Coito con persona mayor de 12 años y menor de 18, prevaliéndose de superioridad, originada por cualquier relación o situación. 2. m. Der. Acceso carnal con persona mayor de 12 años y menor de 16, conseguido con engaño. 3. m. Der. Por equiparación legal, algún caso de incesto. 4. m. Antiguamente, coito con soltera núbil o con viuda, logrado sin su libre consentimiento."

Vale, no tendrá nada que ver con esta historia, pero suena bien. Sobretodo eso de "coito con soltera núbil". Pero bueno, volvamos al tema:

"Petrificado: adj. Asombrado o aterrorizado hasta el punto de quedarse inmovilizado."

Aquí lo tenemos: "petrificado". Así me quedé yo: petrificado. Completamente petrificado. Petrificadísimo. (Vaya, pues parece que el corrector del procesador de textos no reconoce la palabra "petrificadísimo"… sabrá él si me quedé así o no, hombre).

Sí, sí, ahora me lo tomo a broma, más que nada porque ya nada se puede hacer, pero si tenéis la bondad, amables visitantes, de continuar leyendo esta humilde vivencia, podréis comprobar por vosotros mismos que de divertido no tuvo nada de nada.

Corría el verano del año pasado, el "Aserejé" barría en todas las pistas de baile, en San Sebastián apenas llovía (y creerme que eso sí que fue algo histórico), los papás de mi novia se habían ido de vacaciones a Tenerife y yo, aprovechando la coyuntura, estaba disfrutando de unos maravillosos días en su casita con su querida hijita.

Aquella mañana concretamente y tan solo tres minutos antes de quedarme petrificado, me había despertado descubriendo que estaba solo en la cama de matrimonio de sus padres, cuartel general de nuestros escarceos amorosos desde el "día D", cuando les habíamos despedido en el aeropuerto entre lágrimas de tristeza (ellos) y de cocodrilo (nosotros), hacia ya casi una semana.

Dos minutos treinta segundos antes de quedarme petrificado, recuerdo que había pensado que podría ser una buena idea levantarme, ducharme e invitar a mi novia a dar una vuelta por el Paseo de la Concha (que no se rían mis queridos cómplices argentinos, que juro por mi honor que se llama así) para terminar comiendo en algún lugar pintoresco del puerto. Para, a su vez, acabar comiéndonos en algún otro rincón del puerto, puede que no tan pintoresco, pero sí más privado.

Cuarenta segundos antes de quedarme petrificado, por fin, había logrado reunir las fuerzas necesarias para levantarme de la cama. Y fue entonces, en aquel fatídico momento, cuando elegí el camino equivocado: en lugar de dirigirme a la ducha, o mejor aún a la calle o todavía mejor, al primer banderín de reclutamiento de la Legión Extranjera, decidí buscar antes a mi novia para darle los buenos días.

Treinta y cinco segundos antes de quedarme petrificado, salí al pasillo. Treinta y tres segundos después, volví a entrar a por mis zapatillas, pues sí bien toda la casa tenía alfombras, no me gusta caminar sin mis zapatillas con forma de conejito.

Nueve segundos antes de quedarme petrificado volví a salir al pasillo, ya convenientemente calzado con mis cálidas zapatillas de conejito. Seis segundos antes de quedarme petrificado pasé junto a la puerta de su dormitorio, el mismo donde ambos habíamos perdido la virginidad seis meses atrás. N.del A.: Sí, ya sé que ambos teníamos ya veinte años, pero lo que vosotros no sabéis, ni podéis imaginaros siquiera, es lo difícil que es perder la virginidad en Guipúzcoa.

Cuatro segundos antes de quedarme petrificado miré al interior de su dormitorio y vi que estaba vacío. Dos segundos después llegué al siguiente cuarto, donde estaba el ordenador. Uno después, giré la cabeza y miré hacia el interior. Treinta décimas después, la vi sentada frente a la pantalla del mismo. Treinta décimas después mi cerebro procesó a que página pertenecían las imágenes que estaba proyectando el tubo de rayos catódicos de aquella pantalla.

Puede que Alvaro Z. "te comería todo ese culo que tienes, morenaza", no supiera a quien pertenecía aquel culo. Puede que Luis M. "Relinda, si fueras mía te haría más mujer aún", tampoco lo supiese, pero yo si sabía a quien pertenecía, y lo que era peor: su propietaria también lo había descubierto.

Un amigo mío dijo una vez que, como tributo a la belleza de la novia de otro, deberían poderse ver fotos de su cuerpo desnudo en toda la red. Y sí, a todos mis amigos (el novio de la perfecta interfecta no se hallaba presente, claro) nos pareció una brillante idea, pero a ninguno se nos ocurrió llevarla a cabo, al menos a mí no aún y tampoco con aquella "modelo". Y es que aquello había sido pura teoría, mientras esto era la terrible realidad.

Allí estaba yo, muerto en pie, sin poder mover un solo músculo, ni tan siquiera, o mejor aún, sobretodo, el corazón. Muerto en pie con la vista clavada en la pantalla que ella estaba viendo, en las fotos de su cuerpo desnudo que yo le había sacado y en los comentarios de decenas de chicos (y alguna que otra chica) le habían dedicado.

Fue su brazo derecho el que me despertó. Fue un movimiento ligerísimo, de milímetros tal vez, pero gracias a él, en lugar de derrumbarme y echarme a llorar como una Magdalena pude volver de nuevo a la vida.

Al principio me costó entender que era lo que estaba pasando frente a mis ojos, lo reconozco. Aquella camisa de cuadros escoceses desabotonada y abierta cayéndole a ambos lados de su cintura, aquellos brazos aparente quietos aunque en constante y lento movimiento, y aquellos suavísimos suspiros me dibujaron poco a poco la imagen que se estaba componiendo al otro lado de la silla.

Yo solo podía ver su espalda, su bonita cabellera morena y el respaldo de la silla, pero al otro lado, mi novia se estaba dando un festín con su propio cuerpo enardecida con los comentarios que decenas de anónimos le habían dedicado.

Sus manos estaban recorriendo suave y lentamente sus pezones, su pubis y su vulva, alterando sutilmente la normalidad de todos aquellos resortes que solo ella sabía activar, mientras de su boca se escapaban de vez en cuando algún que otro jadeo mal callado.

Evidentemente se me había olvidado borrar las direcciones visitadas una vez cerrada mi última sesión de "voyeur-onanismo". Evidentemente, ella curiosa había entrado "por casualidad" en aquella página. Y evidentemente, lo que menos me importó en aquel momento fue el "cómo", ya que estaba complemente loco con el "qué".

Sabía, porque ella misma me lo había confesado que alguna vez se había masturbado, pero jamás había tenido la gentileza de explicarme con ejemplos prácticos como lo hacía, limitándose a satisfacer mi enorme curiosidad con un cortante "pues así, ¿como si no?", que me dejaba tal cual.

Pero esta vez estaba allí, a dos metros de mi, tocándose, acariciándose, excitándose, sin imaginar mi presencia, solo para sus ojos. Estaba a dos metros de mi, y a uno del espejo. Dichosa coquetería.

Sabía que podía verme reflejado en el espejo tan bien como yo podría verle a ella, pero no me importó. Realmente ni lo pensé. Tan solo alcé mi mirada hacia aquel cristal maravilloso y me quede embobado viendo a su cara de niña mujer reaccionando ante los estímulos de sus dedos.

Tenía la cabeza ligeramente inclinada, los ojos cerrados, y salvo cuando ya no podía esconder por más tiempo algún suspiro, los labios haciendo el gesto de ir a dar un beso.

Sus pezones, apenas sí los podía ver, estaban erectos y encogidos, como dos piedrecitas de arcilla, saludando respingones a los dulces pellizcos que ella misma se estaba dando con suma delicadeza. Tenía unos pechos preciosos, pero hasta ese día nunca me había dado cuenta de cuanto.

Poco a poco fue dejando escapar cada vez más suspiros, hasta que llegó un momento en el que los suspiros se tornaron jadeos, sus suaves movimientos se volvieron más enérgicos y su cuerpo, hasta entonces casi inmóvil, comenzó a moverse como si estuviera siendo empujado desde su cintura hacia arriba.

Fueron unos largos segundos en los que contemplé como todo su cuerpo se estremecía al ritmo de aquel orgasmo, unos segundos en los que no me explico como pude contenerme y no saltarle encima para hacerla mía.

Su cabeza, rendida tras el último jadeo, venció sobre su nuca, dejando caer a plomada su melena. Sus ojos, cerrados, parecía que tratasen de retener entre los párpados los estertores de aquel intenso placer mientras el resto de los músculos de su cuerpo se iban distendiendo lentamente.

Un último suspiro se escapó de entre sus labios cuando sacó los dedos de su interior. Después, se pasó la lengua por las comisuras de su boca y, con la cabeza aún rendida hacia atrás, comenzó a abrir lentamente los ojos.

Debía de tener un aspecto grotesco, paralizado bajo el umbral de la puerta, asombrado aún con el espectáculo, sin embargo ella, en cuanto me vio entrar en el campo de cisión de sus ojos, me saludó con una satisfecha sonrisa.

"Te voy a matar", me dijo.

Dejamos el paseo y la comida para el día siguiente. Aquella tarde y aquella noche tuvimos otras cosas más importantes que hacer.

Y no, a pesar de que estuvo cerca de matarme, no lo hizo.

 

Gracias por el consejo, amigo… tú si que sabes lo que es rendir un tributo a la belleza.