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Nunca es tarde para ser infiel

en Intercambios

NUNCA ES TARDE PARA SER INFIEL

Por: Horny

I

Natalia y Rubén fueron una pareja de libro. Fieles a sus convicciones, trabajaron juntos para levantar una familia. Criaron tres hijos de manera ejemplar y alimentaron en ellos el amor por la vida y los valores. No dieron de que hablar y fueron respetuosos de las normas.

La estructura básica de la relación había girado alrededor de los niños y los compromisos sociales. En apariencia, la vida hogareña se desenvolvía en una calma y estabilidad envidiables. Él era un trabajador incansable y ella, la mejor ama de casa. La división del trabajo que no nos gusta a las feministas ni a los promotores de la liberación masculina, pero que ha dado resultado en la gran mayoría de los matrimonios. Todo era predecible, manejable y aceptable.

Sin embargo, más allá de esta serenidad afectiva, algo estaba mal. En el amor, la coexistencia pacífica y reglamentada puede resultar tan estimulante como un domingo de siesta. Una apatía compartida los había alejado de aquella vibrante emoción de los primeros años de casados. Los dos habían sido efusivos, extrovertidos e impetuosos, especialmente en lo sexual. En aquella memorable época, Rubén no daba abasto y Natalia no se quedaba atrás. Sin lugar a dudas, la pasaron muy bien.

Sin embargo, como ocurre en muchas parejas de casados, la costumbre mató al asombro. De la fogosidad atrevida de él no quedaba casi nada, y del erotismo de ella ni sombra. De tanto en tanto, bajo los efectos del licor y el influjo de la luna llena, dejaban de bostezar y sus pasiones se encontraban como en los buenos tiempos.

En la comunicación interpersonal funcionaba el mismo principio de excitación esporádica. Había unos pocos días al año en que hablaban hasta por los codos y el furor de la conversación de apoderaba de ellos como antes, pero rápidamente el ímpetu decrecía y retornaban a la acostumbrada reserva: el punto muerto, el aguante taciturno del que ya no aspira a nada.

La situación se agravó con el casamiento del último de los hijos. El impacto se sintió de inmediato. Cada cual tomó por su lado, pero viviendo bajo el mismo techo y durmiendo en la misma cama.

 

II

Libre de apariencia, Rubén decidió trabajar menos, jugar golf, salir con sus amigos y volver a retomar al hombre que había sido. Empezó a levantar pesas, renovó su vestuario, adelgazó y se tiñó el bigote. Extrañado, notó que las mujeres lo miraban más, especialmente las jóvenes, y podía coquetearles sin tanto recato. En treinta años de casado solamente había tenido una o dos aventuras intrascendentes y de corta duración. Un pensamiento había empezado a calar y sacudir sus paradigmas de "hombre feliz": "Tengo cincuenta y tres años y me he portado toda la vida como un santo. He sido un papá responsable y un muy buen esposo. Creo que llegó la hora de pensar en mí…. Podría morirme mañana…". El permiso estaba dado: el demonio del medio día había hecho su aparición.

Quería volver a sentir el poder y la emoción de la conquista. Necesitaba perder el norte y enredarse con alguien que lo hiciera rejuvenecer. Extrañaba la "fiebre del sábado en la noche", sentarse en el bar de moda, emborracharse con algún amigo hasta el amanecer, ir al casino, ver un strip-tease, jugar póquer, en fin, andar de un lugar a otro dejando que la líbido y el capricho eligieran por él.

Al poco tiempo tenía amante, una morena despampanante de treinta y dos años, con abundante silicona y un novio permisivo. A su lado se sentía más joven aún, los más de veinte años de diferencia según el no se notaban, se sentía en sus quince dispuesto no a hacer el papel de hombre experimentado sino a dejar que fuera ella la que tomara las riendas de la relación y le enseñara todo lo que quisiera.

Mientras que con su esposa todo se había vuelto tedio y rutina con Eva, su amante, se sentía como un toro en la cama, revitalizado y con ganas de probar cosas nuevas. Cuando llevaban apenas una semana de relación Eva lo convenció de ir a un bar de esos de intercambio. El poco o nada sabía de esos sitios pero con tal de complacerla se dejó llevar como niño al jardín de kinder.

Rubén, el esposo consagrado, el padre de tres hijos, estaba a punto de ingresar a ese bar prohibido; un lugar de escasos límites carnales, cuyo discreto aviso, de un tenue aluminio reflexivo, apenas susceptible a la luz fría de la fachada, contrastaba con la realidad ardiente que en su interior suele transcurrir.

Se sentaron en la barra y Rubén observó a las parejas que iban llegando, cargando en su historial relatos afines al de Eva y su novio expertos ya en este tipo de lugares. Llegaron sin escándalo, subieron las escaleras y se perdieron en la penumbra. No había ni supermodelos, ni actores porno, ni cuerpos moldeados en gimnasio. Era gente común, más que todo profesionales jóvenes de los que uno se encuentra en cualquier panadería. Ahí estaba el sobrepeso discreto de la gran ciudad, la alopecia de nuestro compañero de trabajo, el señor Martínez, gente que en cualquier otro escenario de esa loca urbe no se le estaría escondiendo al brillo de las luces.

Avanzó la noche y la penumbra dejó ver fugaces secuencias de lo que allí transcurría. Algunas parejas intercambiaron interminables besos, como quinceañeros que se arrinconan en los teatros vespertinos. Otras, se entregaban al sexo oral. Algunas parejas formaron un solo bulto en la oscuridad, mientras que otras se desataron en cordiales charlas con los vecinos de mesa, un diálogo entusiasta y con futuro promisorio.

Se estaba dando allí el protocolo del mundillo swinger: la dama a la que definitivamente no le gusta el caballero de la contraparte y se lleva con discreción la mano al arete para hacérselo saber a su marido; el caballero que se está emocionando con la mujer ajena y en cada frase que dice le pone la mano en el muslo; el otro al que no le gusta el atrevimiento y le pide al tipo que se calme.

El recinto se fue llenando de gente, que observaba en silencio. En los futones comenzaron a verse parejas semidesnudas tirando sin pudor, incluso un par de discretos intercambios.

Eva y Rubén fueron al cuarto de fantasías y allí en una colchoneta se dieron las cosas con otra pareja conocida de Eva con la cual llevaban unos minutos de acercamiento en medio de tragos y una conversación intrascendente. Primero estuvieron ellas dos, se encontraron en medio de la cama. A pesar de las impresiones anteriormente vividas fue muy excitante para Rubén ver cómo Eva sentía placer estando con otra mujer. Puntualmente se dieron besos y caricias con femenina suavidad mientras sus parejas las observaban a cada lado. Poco a poco ellas se fueron despojando de la ropa. Luego regresaron a ellos y tuvieron su sexo allí, cada uno por su lado, a la vista de todos, sin recato aparente. Posteriormente el otro tipo tocó a Eva y Rubén tocó a la de él, sencillamente intercambiaron y cada uno vio a su pareja con el contrario.

La cabeza de Rubén se vio llena de repente de imágenes de lo que había visto en ese lugar y de sus propias fantasías. Le excitaba sobremanera ver a Eva con otro hombre, mientras el tenía otra mujer a su disposición; se inclinó entre las piernas de la mujer que tenía al lado a la cual acababa de conocer pues lo que más le apetecía en estos momentos era comerle el coño, pasarle la lengua de arriba abajo por sus labios rosados y peludos, saboreando su olor y su sabor tan excitante, esa mezcla de excitación, sudor y pis que lo volvía loco.

Cerró sus labios sobre su clítoris, jugó con el con la lengua como si fuese un caramelito, con la nariz enredada en sus pelos, la lengua recogiendo las gotas de su placer, entrando y saliendo de su vagina como una pequeña polla, mientras que con un dedo acariciaba su punto G. Rubén se llenó la boca de sus jugos, su dedo empapado abandonó la humedad y el calor de su chocho para colocarse a la entrada de su culo. Extendió el lubricante natural de la mujer en su delicioso agujerito y sintió como poco a poco se iba abriendo para dejar pasar el dedo curioso. Su boca se llenó completamente de su excitación, sus labios, nariz y barbilla brillantes por los jugos íntimos de la extraña. A esas alturas le dolía la mandíbula pero siguió lamiendo, chupando y besando la fruta jugosa que tenía ante si, mientras su dedo estaba ya totalmente dentro de su culo estrecho y caliente, entrando y saliendo como si se tratara de otra polla.

La mujer, súper excitada se giró para poder colocarse en un 69. Enseguida se metió en la boca la polla de Rubén, erecta y lubricada con presemen, llenándolo de calor y humedad, jugando con el glande rosado y húmedo. El placer era absoluto, la habitación se llenó de olor a sexo en estado puro. Mientras la mujer lo seguía mamando de maravilla, Rubén sacó el dedo de su culo, y lo sustituyó por la lengua. La puso suavemente en su ano, haciendo círculos sobre la piel de la entrada disfrutando del cambio de tacto, olor y sabor. Su agujero se dilató poco a poco y la punta de la lengua se adentró en el pasadizo. El gusto era muy fuerte, no sabía si podía seguir la exploración, pero los gemidos y la mamada de la mujer lo animaron a entrar un poco mas. La excitación de Rubén era tan grande en ese momento que habría hecho todo lo que le hubiera pedido esa mujer cuyo nombre no recordaba ni le importa recordar.

A los pocos segundos la mujer comenzó a gemir mas fuerte, y él supo que se estaba corriendo. Le llenó la boca a Rubén de su jugo picante, las contracciones las notaron su lengua, su ano abrazándola con fuerza... hasta que el tampoco aguantó mas; el orgasmo le llegó con una gran fuerza y largos chorros de espeso semen salieron de su interior y fueron a parar a la boca de la mujer. Ella rápidamente se sacó la polla de la boca pues había demasiado semen. El resto cayó en su cara y vientre.

Rubén quedó totalmente saciado, disfrutando de su intenso orgasmo cuando en su boca apreció mas humedad y un nuevo sabor desconocido pero al mismo tiempo no tuvo duda de que se trataba. La mujer había explotado de placer, dejándose llevar por la pasión del momento, liberándose totalmente, sin retenerse, en una lluvia dorada que Rubén nunca había experimentado.

 

III

Libre de toda obligación maternal, Natalia sintió que tenía alas. Decidió poner todo en manos de la muchacha del servicio y dedicarse a lo que quería. Volvió a salir con las amigas y a explorar un mundo que se había negado a conocer. Comenzó a caminar todas las mañanas, renovó su vestuario para hacerlo más cómodo (y, por qué no, un poco más sexy), tomó clases de tango, bajó de peso y cambió su peinado (se hizo rayitos). Extrañada notó que los hombres la miraban de una manera maliciosa (aún era muy bella) y no le disgustaba en lo absoluto. Jamás había tenido una aventura, ni estado con otro que no fuera su marido.

Un pensamiento cada vez más pertinaz atacó y removió sus paradigmas de "mujer feliz": "Tengo cincuenta años y me he portado toda la vida como una santa. He sido una mamá responsable y una muy buena esposa. Creo que llegó la hora de pensar en mí…. Podría morirme mañana…". El permiso estaba dado: el síndrome del nido vacío había comenzado a funcionar.

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en los casos donde la mujer descubre que está afectivamente sola, Natalia conocía de antemano la pobreza del vínculo y estaba preparada. Más aún, podría decirse que había esperado el momento. A diferencia de Rubén, ella no pretendía volver a la lejana adolescencia ni ponerse a prueba, sino sentirse libre y curiosear. Le interesaba el futuro. Deseaba tener una nueva experiencia afectiva. No muchas, sino una. Quería sentir un beso inédito, el abrazo desconocido, tocar un rostro distinto y establecer un vínculo, pero no de enamoramiento (¡qué estorbo!) sino de amigo cariñoso. No estaba buscando el prototipo del amante, sino un compañero especial con quien pudiera salir del tedio y compartir algunas cursilerías, como ver un amanecer, comer helado, tomar un café de noche y averiguar cómo era un motel por dentro.

Al poco tiempo tenía amante, un asistente a las clases de baile, separado, siete años menor y dispuesto a todo, incluso a ser cursi.

Un día, a solas en la casa de su amante tuvieron un encuentro especial. Habían alquilado una película en video, bastante erótica aunque no porno (Natalia nunca había visto una). A los dos les gustó bastante y después de verla se quedaron en el sofá, abrazados y besándose suavemente, sin prisas, disfrutando tan sólo de la cercanía y la intimidad que había entre ellos. Con el paso de los minutos, los besos se hicieron cada vez más profundos, un poco más urgentes también. Sus lenguas se encontraron más de una vez y el contacto entre ellas le produjeron a Natalia escalofríos de placer. Las manos iban recorriendo el cuerpo del otro por encima de la ropa con las limitaciones de espacio y comodidad por estar en el sofá. Cuando las manos intentaban abrirse paso por los pantalones, sabían que había que cambiar de situación. Tras dudar unos instantes si se duchaban o no se decidieron por lo último para estar más tranquilos, aunque les diera pereza en ese momento.

Desnuditos los dos se metieron bajo el cálido chorro de agua tras visitar previamente el WC (por separado y de forma casta). La ducha fue muy breve, pero llena de caricias y besos, un trámite que había que cumplir para poder disfrutar más plenamente de sus cuerpos después. Se metieron en cama, ya limpios, frescos y todavía excitados. Estaban fríos por lo que tuvieron que abrazarse fuertemente y permanecer así un buen rato; Natalia la pobre tenía la piel de gallina.

Poco a poco fueron entrando en calor, cuerpo contra cuerpo. Los dos olían a jabón, pero en breves momentos otro aroma hizo su aparición, el de la excitación de Natalia, ese olor misterioso y tan agradable anunciando la llegada de sus deliciosos jugos íntimos. Las manos iban recorriendo los puntos más interesantes de sus respectivas anatomías: pezones erectos, vientre cálido,... tras el paseo, las manos de él se posaron en la entrepierna de ella, disfrutando del calor, del suave tacto y de la humedad que se comenzaba a notar en el interior.

Él, suavemente ponía un poco de presión sobre su monte, al tiempo que apretaba su palma contra sus labios. Estaba dispuesto a comenzar una exploración más profunda cuando Natalia se incorporó y poniéndose de rodillas a un lado, comenzó a jugar con el muy erecto miembro, pasando suavemente su mano por el capullo colorado y brillante de deseo y de presemen transparente, bajando por su tallo. El roce en las venas provocaban en él pequeñas corrientes de deseo que lo recorrían desde los huevos hasta la puntita de la polla,.. estaba en la gloria.

Pero había más. Natalia comenzó a pasar su lengua de forma muy sensual por la superficie del glande de su amante, bebiendo el jugo que salía en gotitas, una tras otra desde su interior hasta terminar en la boca de Natalia; su calor, su humedad se iban adueñando de todos sus sentidos. El afortunado capullo pronto despareció entre los labios de Natalia, donde le esperaba un trato aun más placentero: era chupado, succionado, lamido, y su jugo degustado por la hábil boca de ella.

Él asistió impotente al precioso espectáculo que le ofrecía Natalia, una visión maravillosa verla disfrutar de su verga de esa manera, metiendo cada vez un poco más en su suave y acogedora boca. Pero algo tenía que hacer, no era justo. Por lo que le pidió que se posicionase más estratégicamente. La cabeza de él quedó entre las piernas de Natalia y con una almohada se puso muy cerca de lo que buscaba: su sexo húmedo y embriagador. Estaban en posición para realizar un 69 perfecto, pero Natalia no quería que le besase ahí. No hubo problema ya que los ojos y la nariz de él estaban dando un festín. Con sus manos acariciaba las nalgas de Natalia y el movimiento hacía que ante él quedasen expuestos su chocho rosadito y brillante, su ano pequeñito, no tan rosado. Esos dos objetos de deseo combinaban perfectamente para sacarlo de sí de puro deseo. Sus olores se mezclaron para formar la expresión de su pasión. Hablando de pasión, todo lo que le estaba haciendo Natalia estaba provocando convulsiones en la polla de él, cada vez sentía más placer y notaba que su leche quería salir en busca de lo que tanto gusto le daba.

La tensión iba en aumento, el deseo también. Sin controlarse, acercó el aún precioso culo de Natalia a su cara y comenzó a besar, a lamer, a chupar a mordisquear sus nalgas, enterrando su cara en su raja perfumada. Natalia suspiraba, gemía suavemente, su ritmo se aceleraba y él se sentía al borde del orgasmo y se lo hizo saber.

Se detuvieron un momento y luego él la penetró. Entró poco a poco, tal como se lo había pedido ella y como le encantaba a él, sintiendo su cálido y húmedo canal. Enterrado en ella, como un misionero, se puso a trabajar suavemente, moviendo lentamente las caderas, sintiendo cada milímetro, oyendo el leve chapoteo, ese delicioso ruidito que es la banda sonora de toda buena sesión de sexo. Natalia arqueó las piernas, se aferró a las nalgas del hombre mientras le pedía que siguiese, sí, más rápido, y comenzó un ritmo más fuerte, ella acompañándolo con sus movimientos, esa perfecta unión que hacía incrementar más si cabe el placer de ambos. Hasta que no pudieron más: él estalló en mil pequeñas explosiones de placer, el semen acumulado durante el tiempo que llevaban sin verse no dejaba de salir,  notaba los gruesos chorros recorriendo uno tras otro la longitud de su miembro, aumentando su gusto.

El chocho de Natalia se contraía abrazando la polla, movida por sus propias leyes...

 

IV

Rubén y Natalia siguen en sus enredos. Él tiene una pelirroja en perspectiva, y ella sigue fiel a su amigo, al menos por el momento. A veces, cuando hace frío o llueve, Natalia y Rubén amanecen abrazados, y un dejo de ternura parece conectarlos por un instante, pero de inmediato, cuando toman conciencia, cada cual da la espalda y regresan al desamor.

 

Todavía tengo casi todos los dientes,

casi todos mis cabellos y poquísimas canas.

Puedo hacer y deshacer el amor,

trepar una escalera de dos en dos

y correr cuarenta metros detrás del ómnibus,

o sea que no debería sentirme viejo.

Pero el grave problema es que antes

no me fijaba en esos detalles.

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