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En el instante justo en el sitio inapropiado

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EN EL INSTANTE JUSTO EN EL SITIO INAPROPIADO

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Cuatro y treinta y un minutos. Era la hora. Tomó las sortijas y se cuadró frente a la percha, que, le pareció, recitaba sus latines con emoción, mientras la ausencia de Patricia, a su lado, tendía su ausencia de mano para que le introdujera el anillo, y la ausencia del órgano descargaba atrás, en el coro de la oficina, desde su ausencia de tubos, el todopoderoso fragor de la marcha de Mendelssohn…

"¡Mierda, con este atraso y yo jugando!", se escuchó decir como si fuera otro el que hablara. Cerró el reloj, insertó las sortijas en su cofrecillo y guardó todo en un bolsillo del pantalón. En el baño trató de desahogar el afán en una micción que se negó a sí misma y que le dejó la sensación de una vejiga más hinchada de lo que había estado unos minutos antes. Al arreglarse la bragueta pensó en don Mario; lo imaginó en todos los atuendos y en todas las edades, repitiendo durante toda su vida, como un Sísifo fáunico, esa única acción.

—Maldito viejo, todo tu dinero no te basta para escapar al mínimo de los viles detalles de la vida —se desahogó ante la pared.

Frente al espejo estudió por última vez su figura: recorrió con satisfacción las líneas impecables del terno, la disposición perfecta del pañuelo de seda en el bolsillo de la pechera, el nudo de la corbata logrado con maestría…. Se alisó con sumo cuidado el cabello, más por el placer de palpar un corte de cincuenta mil pesos que por arreglar una desviación inadvertida o la erección de un pelo insubordinado; frente a su rostro practicó diversos gestos: expresión de trascendencia, aire de melancólica lejanía, esbozo de una sonrisa de profunda felicidad, levantado de ceja con ceño adusto… No cabía duda: las señoras se quedarían con la boca abierta y los compadres se retorcerían de envidia. Bastaría con que lo vieran llegar para que olvidaran las molestias del retraso. Sí, al cabo todo saldría a la perfección.

No se le escapó el extraño ambiente que reinaba en la oficina, a esa hora nunca vacía. Le pareció que desde su mutismo los escritorios, haciendo una ligera reverencia, le daban un adiós marcial a su soltería. En la iglesia, como otros tantos escritorios, estarían todos los amigos y parientes de don Mario. Recua de estafermos. Lo sentía por Patricia, pero le regocijaba pensar que la vergüenza también alcanzaría al viejo y a su imagen social. Y todo por un error de ortografía: si el cretino del joyero no hubiera escrito Irarrasabal sino Irarrázabal, o si don Mario no se hubiera escandalizado por un detalle tan nimio… Pero no, el patriarca tenía que ver su apellido claveteado de zetas y de tildes para reconocer que su hija era quien era. Lo que más le indignaba a Eliseo era haber tenido que pagarle al joyero una propina de veinte mil pesos para que corrigiera a tiempo su error, pues de no hacerlo le habría entregado la sortija al día siguiente o sabe Dios cuándo… Semejante atraso por una errata, por el orgullo del viejo y por los malditos nervios que le disparaban las ganas de orinar a cada rato. Por eso debió ir a la oficina (al cabo distaba tan sólo dos cuadras de la joyería), aunque al final todo había sido para nada.

Recogió un telegrama que yacía junto a la puerta. "Si alguien asiste hoy oficina favor presentar disculpas doctor Astorga por mi ausencia en su boda motivos salud punto firma Ruth". Don Gastón había tenido el gesto de dar el día libre a todos para que pudieran asistir a su boda y luego a la fiesta. Ahora sus compañeros debían estar revolviéndose en las bancas de la iglesia o transitando impacientes por sus afueras sin mejor distracción para entretener la tensión de la espera que idear el epíteto que mejor le cuadraba. Todos menos Ruth. El telegrama temblaba en su mano; lo leyó una vez más y a continuación lo tiró a la basura. Disculpas doctor Astorga por mi ausencia en su boda motivos salud… Esto sólo lo sabían Ruth y él. Y los dos únicos ausentes también eran ellos. Doña Elisa no necesitaría forzar mucho la imaginación para establecer el nexo, y sus argumentos, unidos a los que adecuadamente acomodarían los restantes parientes de Patricia, acabarían delineando el más satisfactorio retrato hablado de sus oscuras facetas espirituales. La familia de Patricia habría preferido enterarse de que él se encontraba tirado en medio de una carretera, con las vísceras dispersas en dos kilómetros, o, Dios no lo quiera, habría dicho doña Elisa, saber que la policía lo había detenido por asesinato involuntario, a saber que a esa hora, el día de la boda, se encontraba todavía en la oficina, retenido por inexplicables motivos que, no obstante, parecían guardar relación con la ausencia de Ruth. Doña Elisa había mirado siempre con ojos suspicaces a Ruth.

—Esas aves de rapiña demasiado atractivas no están en una oficina precisamente para ayudar a sus jefes —le había prevenido un día a su hija. Los novios habían celebrado la ocurrencia, pero en esa ocasión a Eliseo le había costado trabajo ocultarle a Patricia las historias bastante conocidas en el medio sobre las andanzas de don Mario con sus secretarias, hecho que años atrás había puesto en jaque su matrimonio. De todos modos, Eliseo no pudo dejar de sentirse el peor sinvergüenza, "Eliseo Astorga, el más redomado cafre de toda Bogotá, deja con los crespos hechos a su novia, la hija del distinguido empresario Mario Irarrázabal", veía ya los titulares en la primera página de los diarios sanguijuelas del escándalo y los chismorreos en los tres minutos finales de los noticieros de televisión, con un llamado a los televidentes para que adivinaran los motivos del desplante, premio: un auto cero kilómetros.

Cuatro y treinta y ocho minutos, hora en que la ceremonia, de haber tenido un curso normal, estaría ya avanzada. Eliseo cerró la puerta de la calle y apenas pudo contener el embate de un poderoso viento que lo acorraló contra la puerta, por unos segundos le cortó la respiración y de un manotazo le desordenó el cabello. "Es el viento de la desgracia", le pareció oír a una voz que no tenía emisor visible. Para alejar los malos pensamientos se concentró en su destino y se calzó las Ray-Ban, que al cubrirle los ojos demasiado juntos y de mirada más bien vacua —palabras de su hermana—, le infundían seguridad. Imaginó al cura impaciente, a las señoras dando pataditas contra el suelo para no comerse las uñas, a don Mario domesticando su furia sin látigos, sin saber contra qué descargar sus ganas de degollar a su futuro yerno, a doña Elisa al borde de un ataque de "si-si-si-si", como solía llamarle al nerviosismo, y a Patricia, su amada Patricia, inmóvil, anonadada ante la visión de su destino, que amenazaba con desmoronarse en unos cuantos minutos en el teatro más ridículo de cuantos pueda imaginar una mujer. Se arrebujó como mejor pudo en su chaqueta de paño inglés —tan cálida, tan pulcra— y empezó la marcha hacia la carrera Séptima, el camino más expedito para llegar a la iglesia de Usaquén. El frío se le colaba por todas partes y la llovizna le hacía contraer los músculos de la cara, pero ni aun así las manos dejaban de sudarle. Inútil reconocer, a esas alturas, que debió haber ido al centro en el carro de alguien, no en taxi: ahora no veía uno que lo pudiera sacar de allí.

Miró nuevamente el reloj —era consciente de que lo consultaba con la frecuencia propia de un escolar a quien le hubieran regalado el primero—. Cuatro y cuarenta y siete minutos. A media cuadra de la Séptima se detuvo. Una manifestación gritaba consignas salariales, derechos de trabajadores, protestas contra la violencia y el paramilitarismo y rimas ridículas contra el gobierno. ¡Sólo eso le faltaba: un movimiento social que se interpusiera entre Patricia y él! Consideró la situación: atrás retrocedían cinco cuadras de camino que llevaban a un sitio sin mejor salida. En cambio, si atravesaba ese río humano y tomaba en dirección a la Décima, quizás encontraría una ruta alternativa. La sola idea del contacto con la turba indignada lo hizo estremecer. Volvió a mirar a sus espaldas, más movido por la resignación de quien se despide del mundo de la normalidad que por el afán de constatar que no había mejor camino. Aspiró una bocanada de aire, tensionó los músculos para que soportaran el embate, agachó un poco la cabeza y con los ojos cerrados, como si se zambullera en una letrina, se adentró en la acuidad ácida de ese dragón que abría sus fauces para escupir sandeces. Instantes después fijó su objetivo: una bocacalle que se abría promisoria en el flanco occidental de la Séptima. Al norte los gritos arreciaban tanto que no pudo evitar volverse hacia ese lado: seis policías se encarnizaban a patadas contra un adolescente y un hombre de apariencia campesina, mientras una mujer pequeña —"muñeca desastrada que has venido al mundo para entorpecer a la autoridad", recitó en tono jaculatorio—, al tiempo que gritaba, aplicaba todos sus esfuerzos a alejar a uno de los uniformados, cuyos ojos y garras se hundían en el terror del hombrecillo; a la izquierda, otro grupo de policías cargaba a uno de los suyos —la sangre ocultaba sus facciones— y se perdía de prisa entre sus compañeros, rumbo a uno de los furgones. "Cómo hacerles entender que la vida puede vivirse de modo sereno, incluso augusto, lejos del escándalo y la vulgaridad", filosofó para sus adentros, entornando los párpados tras los vidrios oscuros. Dos detonaciones casi simultáneas interrumpieron sus reflexiones y movilizaron la mancha de vulgaridad hacia el sur. Trató de aguantar en su posición, pero sucesivos cuerpos chocaron contra el suyo y una serie de insultos diluyeron lo que le quedaba de augusta serenidad. Adelante, incluso los embozados que arrojaban piedras parecían arredrarse y se lanzaban a buscar refugio en la capa de manifestantes que estaba a sus espaldas. El trecho intermedio entre el tumulto y los escudos se abrió como un mar sagrado y mostró un fondo sembrado de cascote de piedra y ladrillo. La ventisca, incapaz de guardar imparcialidad, esparció una especie de humo que hizo más compacta e irracional la mancha de cuerpos: la multitud, asustada, se arremolinó sobre su lomo como si buscara salir del enredo de su propio cuerpo. Cuando Eliseo sintió la irritación en las mucosas y vio que un tropel de policías embestía con la coordinación de un enjambre de abejas, comprendió que lo mejor era acomodarse a la marea que se replegaba hacia un lugar lejano de la callejuela en la que había creído ver su salvación. La carrera zafó sus Ray-Ban, que en segundos fueron pisoteados y repisoteados con sevicia, chivos expiatorios del delito de ser elegante.

A una cuadra se detuvo, como los demás, para constatar el espacio perdido. La retaguardia, visiblemente más afectada por los efectos de los gases, se apretaba como ganado contra los que llevaban la delantera. "¡Respiren a través de un pañuelo mojado!", gritó una voz, y en seguida todos se dieron a la tarea de buscar entre sus prendas cualquier tela —una gorra, el borde inferior de la camiseta, la manga del saco— para seguir el consejo. Eliseo lo dudó un momento, pero cuando vio que una muchacha sacaba de entre la manga de su camiseta, con pases de maga menesterosa, un sostén para seguir las instrucciones, se resignó, tomó su pañuelo de seda y, guiado por el ejemplo, lo mojó en un charco próximo, lo escurrió un poco y con repugnancia se lo llevó a la cara, preocupado de lo que pensaría don Mario si lo viera. Cuando notó que el agua sucia le había chorreado las solapas, tratando de parecer gracioso preguntó a una muchacha con pinta de hippie que estaba a su lado:

—¿Con qué nos limpiaremos luego el barro del mundo?

Ella lo miró con desprecio y en lugar de contestarle se unió al coro que vociferaba, ahora más airado que nunca, sus consignas contra los "traidores del pueblo".

—Rata piojosa —murmuró por lo bajo, consciente de que ella no alcanzaba a escucharlo.

Intentó salir de ese núcleo, pero hacia los flancos la multitud se apretujaba, como si se hubiera puesto en contacto con barreras de mierda. Con dificultad consiguió avanzar hacia el sur, enfrentando rostros furibundos y puños que se levantaban para ofrendar un ave a un César que quizás gravitaba como un alma universal sobre las cabezas de todos.

Por un momento el viento se calmó y abrió un corredor para que cayeran, como flores arrojadas al paso de una muchacha núbil, los primeros goterones de una lluvia que, sin embargo, más que un manto de flores parecía un alud de gavilla. Los manifestantes silenciaron por un momento sus arengas. En medio de ese pasadizo serpenteó el timbrazo de un teléfono lejano, inubicable. Eliseo cerró los ojos y lo vio: no importaba que fuera un teléfono extraño timbrando en una casa desconocida, no importaba quién marcara, esa llamada era para él, porque a esa hora, imposibilitados de ocultar por más tiempo su molestia, los padres de Patricia le habrían pedido que telefoneara a todos los números conocidos hasta dar con su paradero o hasta averiguar qué ocurría. Sí, el pobre viejo no confiaría en sus nervios como para llamar personalmente, aunque no le habría faltado temple para apretar el gatillo a sangre fría si le hubieran dado la ocasión de tener a su futuro yerno ante un pelotón de fusilamiento. Para nadie era un secreto que don Mario nunca lo había tragado, ni entero ni en cubitos, y que sólo el hecho de que a Eliseo lo hubieran elegido ingeniero jefe para la construcción de las Torres de Ruán lo había persuadido de bajar la guardia y de tragarse en silencio las alcurnias y honrosas desinencias de apellidos que tanto le importaban. Cuánto habían hecho sufrir a su madre esas heráldicas anacrónicas, cuya lógica siempre concluía en la inconveniencia de considerar las aspiraciones de Eliseo como pretendiente de Patricia. Quizás por eso mismo a ella tampoco le simpatizaba Patricia. Sí, mamá habría preferido una muchacha menos llamativa, más poca cosa —palabras que un día doña Elisa había dejado caer al paso con desprecio—, ajena a la prosapia de página social y con menos cencerros colgando de sus apellidos. El cencerro largo y agudo repicó una vez más a lo largo de la calle, reclamando un destinatario que quizás había huido para siempre del país o se había extraviado entre los meandros de su destino. Un grito rompió el silencio:

—¡Che, contestá, que Carlitos Gardel te está llamando desde el infierno!

La multitud sepultó el espacio de silencio con carcajadas apoteósicas.

Eliseo abrió los ojos: la gente se revolvía inquieta en su lugar, sin decidirse a abandonar la manifestación, pese a los amagos de tormenta. El agua seguramente disminuiría el efecto de los gases, pensó, pero más que el prometido alivio de sus mucosas le pesó la idea de lo que le ocurriría a su traje en caso de que lloviera —y el cielo enlodado de nubes prometía uno de esos arranques de furia tan comunes en la ciudad—. Cerró los párpados por unos segundos más, deseoso de lograr así fuera una comunicación imaginaria con su prometida. Y la vio. Patricia caminaba con los pies desnudos sobre un tapiz de flores que conducía hasta el altar. Pero iba sola, como si al no poder casarse con él hubiera decidido casarse de todas maneras, para evitar el ridículo, y optara por la única salida: eso que las monjas llaman el matrimonio con Cristo. En el momento culminante de la ceremonia los espectadores levantaban el puño, como en un saludo al difunto führer ("q.e.p.d.", musitaron maquinalmente los labios de Eliseo), y empezaban a gritar la misma sarta de provocaciones que ahora no imaginaba sino que volvía a oír físicamente. La idea de su ausencia se le hizo insoportable, porque imaginó a todos los concurrentes emocionados ante un rito perfecto, perfecto a pesar de su ausencia, o quizás debido a ella. Al fondo le parecía ver a don Mario, que con una sonrisa beatífica esperaría las felicitaciones por haber salvado a tiempo a su hija del aparecido cazafortunas que pretendía robársela. Con un aire de falsa modestia predicaría a quienes lo rodearan:

—Por favor, ¿cómo pudieron tomarse en serio ese pequeño capricho de mi nena? Si todos sabemos que ella sólo se casará con el hijo del presidente.

En ese momento abrió los ojos y se sumó a la vocinglería popular con una frase que a sus inmediatos desconcertó: "¡Salgamos de esta jalea!", sacudió la cabeza para zafarse de la imagen, se empinó sobre las puntas de los pies y echó un vistazo a los costados, en busca del camino más apropiado. El del occidente se ofrecía más compacto y difícil de sortear. El del oriente, para él siempre un retroceso, mostraba una arteria franca por donde ya se movían algunos individuos. En el extremo una muchacha negra de unos diecinueve años miraba, igual que él, para todos lados.

"Una negra busca su destino", empezó a machacar en su mente, obsesivo, para entretener los nervios, y aunque jamás le habían atraído las de su raza, debió reconocer que era hermosa: su piel tenía el brillo de la madera pulimentada; de sus ojos emanaba un halo de ingenuidad infantil. "Es virgen y busca su destino", corrigió la fórmula, más interesado. En un instante sus miradas se cruzaron y quedaron detenidas en la mutua contemplación. Ella sonrió con una coquetería tímida, como si hubiera descubierto el objeto de su búsqueda o si considerara a ese hombre apto para cautivarlo con sus efluvios de apareamiento. Lo que haya sido, su sonrisa bastó para que Eliseo decidiera su camino. Tomó aliento y empezó a abrirse paso a codazos y empujones hacia el sitio donde ella se encontraba, sin cesar de repetir, ahora en voz alta:

—Es virgen y busca su destino, es virgen y busca su destino…

No había dado diez pasos cuando una mole de carne que sostenía el extremo de una valla que anunciaba la presencia de un sindicato y sus demandas, se interpuso en su camino.

—Disculpe, señora, llevo prisa —dijo Eliseo, pero ella se cuadró a propósito frente a él, como si su principal conquista laboral consistiera en impedirle el paso. Eliseo intentó meterse entre el estrecho espacio que dejaba el cuerpo de la mujer y el de un hombre extremadamente óseo, de unos cincuenta y tres años, pero la mujer lo rechazó con un fuerte empujón, al tiempo que expelía un bufido y maldecía.

—Disculpe, señora, no fue mi propósito importunarla, pero esto está lleno de gente… ¿podría dejarme pasar? —insistió. Pero ella, con mal tono y apoyada en la mirada del hombre huesudo que había girado para no perderse el espectáculo, le respondió:

—Claro que está lleno de gente. Si no se ha enterado, joven, estamos en un paro cívico. Ahora, si lo que usted pretende es que me arroje encima de la gente no más que por darle en el clavo a su gusto, puede quedarse esperando todo el día. ¿Comprende?

—Lo que comprendo, señora —la encaró Eliseo—, es que si usted se arroja encima de esta pobre gente, aplastaría todo el movimiento social de este país y provocaría una tragedia de proporciones.

La jamona se desgajó en una retahíla de insultos, pero más que sus palabras a Eliseo le seguía pesando la mirada insistente del hombre de los huesos. Quería responderle a la mujer, pero los ojos vidriosos del sujeto lo perturbaban. Ellos ocultaban unas intenciones que Eliseo no alcanzaba a descifrar. Por un momento supuso que quería clavarle la punta del paraguas en el pecho, para empañar la blancura de una auténtica camisa europea que el viejo jamás podría darse el gusto de poseer. La gorda, que esperaba un apoyo más efectivo que una mirada ambigua, continuaba sola con su perorata:

—Miren al lindo, si se cree Blanca Nieves en versión machito.

Para entonces todos los ojos de buitre se habían clavado sobre Eliseo. El color escarlata se posesionó de sus mejillas, quemándolas desde dentro. Y es que embutido en su terno de un millón cuatrocientos mil pesos recién comprado una semana atrás, con su peinado príncipe de Gales —se lo había garantizado el peluquero, que le juró haber visto de pasada al Príncipe en París y que se había apoyado en un abanico de fotos para lograr la mejor imitación del corte real—, con su reloj Fraenier Moeris del siglo pasado que Patricia le había regalado en su aniversario… Eliseo no estaba preparado para una humillación semejante. Pero mayor fue su ofuscación cuando otro gordo, grasoso y oscuro, que sostenía el otro extremo de la valla, acudió a apoyar a la mujer. Con una voz entorpecida por los gargajos, consultó:

—Patricia, ¿qué es lo que pasa con este infeliz?

"Qué puedes saber tú de felicidad, maldito basuriego, si en tu vida jamás has soñado, siquiera, con tomar por el talle y besar a una criatura como Patricia", tuvo ganas de escupirle Eliseo, pero al reparar en que la mujerona también se llamaba Patricia (¿cómo podían permitirlo las autoridades?) y que seguramente el gordo habría hecho mucho más que tomarla por los ijares y restregarle la mula contra el hocico, prefirió continuar en silencio con su proceso de enrojecimiento. La irritación, creciente y sin vías de desagüe, le hizo sentir, ¡malditas bolas de sebo!, que el terno le quedaba grande, que por las axilas transpiraba una sopa espesa que sólo la exudarían los cerdos tras digerir la bazofia rutinaria. Por primera vez el reloj de bolsillo, con todos sus años y su plata tallada, le pesó como un pedazo de herrumbrosa ancla entre las pulcras entretelas del bolsillo. La mujer, entre tanto, le respondía al gordo:

—Este mariconcito, que se cree que puede venir aquí a dar órdenes.

Más que de la situación, quería huir de sí mismo. Desvió la mirada. Unos pocos metros más allá le aguardaban unos ojos fraguados en acero que casi se perdían en una tez todavía más negra. Lo miraban fijamente y sonreían sin que el rostro los apoyara con un solo músculo. "Allí está otra vez el eterno enigma de las sonrisas africanas", se dijo, como si pudiera burlarse a solas y a salvo de algo, pero no pudo sostener la mirada y mecánicamente, como recurso de salvación, volvió a consultar el reloj (cinco y dieciséis minutos, leyó sin poner atención, más preocupado en corregir la nueva fórmula: "Sonrisas africanas y vírgenes…"). Trató de hallar un puerto seguro en el recuerdo de Patricia, pero se le vino a la cabeza el de la negra que, lo sabía aun sin verla, continuaba sonriéndole desde un tiempo hecho de tierra y niebla, ajeno a los relojes, a los movimientos de protesta social y a la conciencia gremial de los proletarios y sexual de los porcinos. La suya era la sonrisa de quien espera su tiempo con la seguridad de que es inaplazable.

Las baladronadas del gordo lo devolvieron a su precaria situación. Comprendió que su paulatino acercamiento no tenía por único fin ahogarlo con las reminiscencias de plátano frito de su aliento, sino provocar una pelea. Antes de que le pusiera las manos encima, Eliseo lo empujó y buscó salir a prisa de la aglomeración que con sus giros parecía buscar, en ese momento, la esencia del nudo en masa. El hombre de los huesos aprovechó la confusión que desató su iniciativa para mandarle la mano a la bragueta —"con decisión y entereza", decían sus ojos, ahora audaces— mientras le susurraba al oído, con una voz quebrada por el deseo cumplido y la constatación de la desesperanza futura:

—¡Mijito rico!

De un manotazo se libró de su caricia y presenció cómo la multitud le arrebataba a esos tres sucios personajes, dos de los cuales, con el puño en alto, continuaban insultándolo, impotentes para salvar la creciente cantidad de cuerpos que se interponía, y el tercero, que lo seguía con una mirada cuyo significado era tan diáfano que ofendía.

Como si a la atmósfera le resultara imposible seguir manteniendo abierta la nave de calma que había inaugurado para propiciar la lluvia, dejó que la ventisca se desplomara con todo el ímpetu de un instinto contenido. Su fragor desintegraba las gotas en el aire, antes de que tocaran el suelo; no obstante, el cielo siguió empedrándose de nubarrones. Cuando Eliseo por fin arribó al sitio donde había visto a la mujer negra, ella ya no estaba. Empinándose consiguió ver cómo su pelambre hirsuto se alejaba a unos treinta metros. Poco después, trepado en la cornisa de una vitrina, la vio detenerse en un claro, envuelta en el halo solitario de su propia atmósfera, pero sus ojos no se le dieron por segunda vez y tuvo que resignarse con la visión de su espalda descubierta por un escote en V que se hundía en las profundidades más secretas de su cuerpo.

—Ese carbón promete en sus entrañas los destellos del diamante más puro —musitó lúbrico. Pero en seguida la conciencia del deber tironeó en otro sentido: "¿Qué estoy haciendo?", se preguntó. Trató de pensar nuevamente en Patricia, de recordar su desnudez alba y relajada después de hacer el amor, pero su cerebro parecía empecinado en esquivar su imagen y a cambio preferir el naufragio en el vórtice de la ausencia, pero no la de Patricia, sino de la mujer que había visto desaparecer tras unos carteles que distinguían a un grupo de oficinistas del sector oficial. No sabiendo cómo nombrarla, le gritó "¡Patricia!", pero ella se perdió, sin volverse, entre los manifestantes.

Debió reconocer que su desaparición le causaba una sensación de desgracia mayor que la que habían suscitado los impedimentos a su boda. Con temor comprendió que el reloj y su maldito tiempo en relieves de plata le habían empezado a importar un carajo, y con ellos el tiempo de la espera de Patricia, el del hogar de ilusión que habían imaginado entre besos, creyéndose el cuento de que eso era la felicidad, el de los chiquillos que habían planeado tener —aunque la idea nunca le había cuajado del todo, por muchos esfuerzos que había hecho para sobreponerse a la imagen de media docena de pequeños que se anidarían irrespetuosos en la cama nupcial entre una Patricia de maquillaje trasnochado y un Eliseo vencido para siempre por el cansancio de la rutina—. En ese momento tuvo la sensación de que su cuerpo —¿o su destino?— era disputado por dos tiempos antagónicos. No quiso buscar una confirmación consultando nuevamente la hora: ¿de qué podía servir esa torpe máquina si se limitaba a constatar el artificio? Prefirió hundirse en el vértigo, en busca de la más cruda y viva desesperación. Esperaba que el contacto con esa especie de agonía hiciera reaccionar al animal de su cuerpo y desatara su furia para impulsarlo a salir de allí. Y efectivamente, en pocos segundos se apoderó de él un impulso ciego que lo llevó a empujar, a pisar sin contemplaciones, a marchar con determinación hacia el único camino que lo podía llevar a Patricia, y que sospechosamente coincidía con aquél por donde había desaparecido la mujer de color. Cuántas veces se sacó a colación a su madre, cuántos banderazos y coscorrones llovieron sobre su cabeza… Pero consiguió llegar al claro y excederlo hasta ganar una zona más despejada. Allí, tras inspeccionar los alrededores, pudo reconocer su triunfo (de ahí en adelante el camino se abriría más franco hacia rutas alternativas), y su derrota (la muchacha había desaparecido).

Se arregló las solapas manchadas y el cuello de la camisa, apretó un poco el nudo de la corbata y alisó con sumo cuidado sus cabellos.

—Es hora de terminar —le dijo a la primera cara que se le interpuso, con una seguridad que no lo acabó de convencer, y emprendió la marcha hacia la salida más cercana, acuciado por los preludios de un nuevo afán urinario.

Pero si la densidad de cuerpos había disminuido, en compensación la densidad atmosférica se había espesado. El viento nuevamente se contuvo, como si intentara propiciar una pasajera calma para que el látigo de la tempestad tuviera algo que romper. Y en efecto, en el corto trayecto que lo separaba de la puerta de su destino, súbitamente el cielo se derrumbó a baldados. La multitud se revolvió buscando de modo instintivo dispersarse, pero de todas partes salieron imperiosos llamados a no romper filas, a conservar el orden y mantener la protesta. Al ver su afán, un muchacho de aspecto fornido lo sujetó del brazo y le dijo:

—Compañero, la lucha contra la oligarquía debe superar mayores dificultades que una simple lluvia.

—¡Imbécil! —le respondió Eliseo, pero la conminación del joven había funcionado como una arenga para todos los que los rodeaban, pues se cerraron en torno de ellos y volvieron a gritar, ahora con redoblado denuedo, invectivas clasistas. Eliseo sintió cómo el agua comenzaba a filtrarse en canales por entre los surcos que había dejado el gel en su pelo, y al poco rato terminaba desembocando en innumerables riachuelos que la conducían a su rostro. Se zafó del luchador popular e intentó reanudar su camino, pero el otro se obstinó en detenerlo y lo agarró de la corbata. Eliseo, enfurecido, se la disputó, pero el puño del joven no cedió. Eliseo intentó golpearlo, pero otros manifestantes lo inmovilizaron y lo tiraron al suelo. Entonces el joven se agachó hacia él, apoyó una bota de geólogo sobre su pecho y tirando más de la corbata, con una sonrisa de excesiva autoconfianza, lo sondeó:

—¿O es que somos tiras infiltrados, compañero?

A través de la lluvia que caía perpendicular sobre sus ojos, Eliseo vio el odio revolotear hambriento en la cara de todos.

—Éste no es más que otro hijueputa oligarca —dijo alguien al tiempo que un tercer desharrapado se apresuraba a hurgar en los bolsillos interiores de la chaqueta del caído. Cuando éste intentó impedirlo, otro zapato se posó sobre su cuello, más amenazante que el del geólogo. El intruso sacó la billetera y comenzó a buscar pruebas. Nuevas explosiones (seguramente más bombas lacrimógenas) suspendieron a tiempo el desagradable incidente y suscitaron la respuesta del bando opositor, consistente en varios tiros. La estampida hacia el sur no se hizo esperar, y apenas le dio tiempo a Eliseo de girar el cuerpo para quedar boca abajo y cubrirse la cabeza con los brazos, mientras la manada tropezaba con él o lo pisoteaba. En esa posición, quizás para no perder la fe en su cometido, empezó a gritar como loco:

—¡Soy Eliseo Astorga y voy a casarme con Patricia Irarrázabal, así, con la maldita tilde y la hijueputa zeta: Irarrázabal, y llegaré hasta la iglesia Santa Bárbara de Usaquén así tenga que matar a todos estos malparidos!

Cuando todo el ganado pasó, pudo ver a los policías que corrían golosos en pos de él, solitario trofeo abandonado en medio de la calle. Se levantó de un salto y, olvidando los dolores del cuerpo y su auto de fe, pero atravesado por una espada en medio de la vejiga, echó a correr tras la manada, la única salvación que le quedaba. Otros tiros y una nueva oleada de piedras detuvieron a sus perseguidores y le permitieron alcanzar a las huestes combativas del pueblo. Ya mezclado con la turba, desanudó la corbata —"Jamás se les ocurra ir a la guerra con corbata", pensó en aconsejarles después a sus amigos— y, levantando la cara al pródigo grifo celestial, la utilizó para limpiarse el barro de las mejillas y la frente.

El movimiento popular lo dejó nuevamente cerca de una de las calles orientales. Fiel a su propósito, en menos de tres minutos consiguió desenredarse de esa madeja y conquistar la nueva arteria. Como una amante dadivosa, se ofrecía limpia de bandos y sorpresas, perfecta para la huida. Algo alejado del tumulto, se dio un tiempo para inspeccionar su indumentaria: el traje manchado de barro y de huellas de zapatos le colgaba pesado y desastrado en la parte superior, y a la altura de las piernas se adhería a su piel como un batracio temeroso.

"No habrá boda, así no puede haberla, pero de todos modos tengo que llegar y explicar. Ellos entenderán. Me pararé en el portal de la iglesia; Patricia me verá irrumpiendo contra la luz como un héroe que ha vencido a la muerte y vendrá corriendo a mis brazos; tendré que aguantar de don Mario algún sarcasmo estúpido, pero nada peor de lo que ya he vivido. Sí, las cosas todavía tienen remedio", pensó tratando de reconquistar el aplomo.

Enfiló por el centro de la calle. Cojeaba y las exigencias urinarias le hacían juntar los muslos, pero ya no se cuidaba de la lluvia. Si conseguía poner en práctica sus planes, una vez alcanzada la esquina giraría hacia el norte, caminaría hasta superar el territorio que dominaba la policía, y luego intentaría conseguir un taxi, si es que alguien era capaz de pararle a una pinta como la suya… que además no tenía con qué pagar. Con un movimiento mecánico sacó el reloj y en vano buscó una prórroga, una tardanza de gracia que tironeara los caballos del tiempo hacia atrás: cinco y veintiocho minutos. Como si aún le quedara tiempo para ducharse, se detuvo bajo el poderoso chorro de una canal y procedió a limpiar, con una calma que a él mismo no dejó de asombrarlo, las manchas de la ropa, de la cabeza y del calzado. En pocos segundos el agua caló completamente las prendas más internas y lo cubrió con una frazada de hielo. Un torrente cálido y amoroso le rodó por las piernas, embargándolo de júbilo y paz espiritual. Simultáneamente, la espada en la vejiga se retiró y las lágrimas se asomaron por un segundo a sus ojos, para en seguida ser raptadas en vuelo por el agua que flotaba a lo largo de toda la calle. Temblando de frío, continuó su camino, ensimismado con los ruiditos que sus pasos suscitaban en el interior de los zapatos: corrientes de agua y orines rodeaban los dedos, ascendían, borboteaban, descendían, giraban y buscaban un reposo que nunca se les daba. Empezó a reír. Recordó el esmero del vendedor que lo atendió en la tienda de calzado y la cara de respeto del cajero cuando canceló los cuatrocientos mil pesos por ellos:

—¡Que los disfrute, caballero!

Ya a mitad de la cuadra reparó en una casa próxima a la esquina, que se destacaba por tener el portón abierto: casita de chocolate, invitación de bruja buena. Si entraba y explicaba su caso, no faltaría un alma caritativa que lo ayudara. A la gente le gusta ser partícipe de escenas telenovelescas, y ésta podía parecer una de ellas, porque no hay telenovela que no termine en una boda después de un largo suplicio. Después se ocuparía de resarcir a sus benefactores. En el fondo del pasadizo, contra la luz de la mampara distinguió dos sombras que se contorsionaban de modo anómalo. En un primer momento pensó en una pareja de enamorados, pero un detalle lo previno contra el posible idilio: un escudo descansaba contra la pared y sobre el suelo se destacaba un casco. Se acercó, hundió la cabeza en la sombra del pasillo hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y así pudo constatar lo que ocurría: un policía de unos cuarenta años, con los pantalones caídos al nivel de las rodillas, tenía acorralada a una mujer, que se defendía silenciosa, como si temiera que sus gritos pudieran tornar más vergonzoso el ultraje que estaba sufriendo. El hombre había conseguido subirle la falda y trataba de bajarle los interiores, sin parar de barbotar una sopa de pujos, piropos y maldiciones. En algún momento ella levantó el rostro y se quedó mirando a Eliseo por sobre el hombro del agresor. Eliseo reconoció los ojos de pantera: era la muchacha negra. Para acabar de vencer las defensas de su víctima, el violador le asestó un puñetazo en el vientre. Ella dejó escapar un vagido lánguido y se dobló hacia adelante, mientras el otro conseguía bajarle el calzón y procedía, goloso, a meterle las manos entre las piernas.

—¡Maldito cobarde! —gritó Eliseo y se lanzó contra él.

La sorpresa puso al policía en desventaja: Eliseo consiguió echarlo hacia un lado y el otro, enredado en los pantalones, cayó de modo aparatoso. La muchacha, todavía doblada, aprovechó para escabullirse. Eliseo intentó alcanzarla, pero el policía se asió de los faldones de su chaqueta, se incorporó con una agilidad no presentida y le asestó un bolillazo en plena cara. Eliseo sintió que el mundo se le oscurecía, y cayó. Alcanzó a prever el siguiente golpe. Retrocedió caminando con los codos; un movimiento de su brazo hizo caer el escudo sobre su cuerpo justo a tiempo para que soportara el segundo impacto. Mientras el policía trataba de despojarlo de esa defensa, Eliseo se detuvo a contemplar, ensimismado, cómo le colgaban los genitales, en tanto su cabeza entorpecida trataba de establecer una relación lógica entre ese factor animal y la autoridad que representaba su portador. La patada que aplastó con oportuna diligencia esa parte que por un momento creyó éticamente intocable, no dejó de extrañarle: salió sin una orden, sin un plan de ataque, sin que su mente hubiera establecido un nexo entre defensa y agresión. Ahora era el violador quien se doblaba y trastabillaba, sin dejar de maldecir. "Al caído, caerle", le anunció a Eliseo su instinto, y procedió a cumplir la orden: se levantó, tomó el escudo y lo descargó con todas sus fuerzas contra la cabeza más bien calva, tan humana y vulnerable sin su casco. No hubo necesidad de un segundo golpe: el hombre se derrumbó sin dignidad sobre las baldosas. También fue el instinto el que le condujo la mano a los bolsillos del pantalón de su enemigo, en busca de un billete que pudiera ayudarlo a salir de ese lío. Eliseo recién fue consciente de lo que buscaba cuando la mampara se abrió y un grupo de personas se asomó para averiguar la razón del escándalo. Los pares de ojos se movieron al unísono, inquisitivos, como en un ballet previamente ensayado, de la cara de Eliseo a su mano, de ésta a lo largo del cuerpo desfallecido, se detuvieron con prolijidad en la zona abrupta, oscura y blanda del pubis policial, cuando saciaron la curiosidad de ver cómo era esta parte en un miembro de la fuerza pública, saltaron a la cara bonachona, que como una tarjeta de identidad proclamaba desde su sueño: padre de tantos hijos, hogar feliz e inmaculado, servidor de la República...; constataron la información en el color del uniforme y retornaron finalmente, escandalizados y rabiosos, al rostro de Eliseo, con la conclusión que querían escuchar ya pintada en sus facciones. "Estos hijueputas creen que soy un depravado y que mi intención es violar a un indefenso policía", acertó a interpretar Eliseo, que hasta entonces pretendía explicarles que necesitaba su dinero, pero entendió que jamás podría explicarles de modo satisfactorio la escena que estaban presenciando, porque escapaba de la normalidad telenovelesca que ellos eran capaces de comprender. El rubor y la impotencia quemaron una vez más sus mejillas y sintió la imperiosa necesidad de escapar, antes de que el grupo reaccionara e intentara convertirse en instrumento de la justicia. Salió del zaguán con la intención de virar hacia el oriente, pero en esa dirección, a lo lejos, una patrulla ensuciaba la perspectiva con su presencia. Viró entonces hacia la multitud de la Séptima, que como un viejo e inmenso caracol insistía en replegarse hacia el sur, como si ése fuera el paraíso de las coles.

Confundido entre los demás cuerpos, se dio tiempo para palpar con cuidado los alrededores de la ceja izquierda. Sus dedos descubrieron un abultamiento doloroso que parecía crecer con el tiempo y que ya le obligaba a mantener el ojo entrecerrado. Entre tanto, la lluvia persistía en su juego de regarle la sangre por la cara. De todos modos agradeció —a quién, Dios mío que estás en ninguna parte— por el frío, que en algo mitigaba su dolor.

El objetivo final de sus trabajos parecía perdido en una lejanía inalcanzable y su sentido, lo presentía, estaba hecho de la materia de los sueños: le sabía a irrealidad. Sin embargo, persistió en su empeño de lograrlo. Definitivamente, el mejor modo de salir de allí consistía en sobrepasar la manifestación por el lado sur, siguiendo el cauce natural de la multitud, hasta llegar siquiera a la avenida Jiménez. Si no contaba con más contratiempos y hallaba transporte rápido, podría llegar a Usaquén en una hora o en una hora y media. Patricia estaría furiosa. Tendría que aguantarles la mala cara a don Mario y a doña Elisa, y no encontraría el modo de ocultar su irritación por verse obligado a explicar una realidad que ni muy hábilmente expuesta alguien tomaría por verdad. Era como si estuviera allí. Casi podía verlos: toda la familia de Patricia con su expresión de esto no te lo perdonaremos nunca, cabrón, y si te lo aguantamos, ten bien claro que es por no herir más a Patricia, y no te olvides que siempre estaremos esperando la oportunidad del desquite. De su parte sólo estarían su madre y su hermana, ofendidas por haberse visto en la situación de dar la cara durante tanto tiempo, sin el socorro de nadie, a la jauría de los Irarrázabal; don Gastón maldeciría para sus adentros por haber perdido de modo tan vil toda una jornada de trabajo de sus empleados, y éstos quemarían el tiempo inventando chistes y chismes a su costa, si es que no claudicaban y aprovechaban las constantes salidas y el desorden para perderse en alguna cafetería aledaña, convencidos de que la espera era ya inútil —sí, ellos serían los primeros en desertar, pero no las mujeres: ellas no se perderían por nada el desenlace del fiasco—. Entre tanto tedio y desesperación sólo veía un rostro satisfecho: el de Cristina, la mayor de las cuatro hijas de don Mario y doña Elisa. Sí, allí estaría ella, irreconocible con su máscara esplendorosa y renovada, cuando quienes la trataban ya se habían habituado a su mueca de tragedia, la que le quedó cuando dos años atrás su prometido la dejó plantada en la ceremonia para largarse con una obrera que nunca nadie había visto antes, la mueca que desde el principio ella trató en vano de disimular con una sonrisa desgarrada y unas palabras que causaban todavía más pena:

—No importa, de todos modos nunca estuve segura de quererlo —y ya con los mocos quebrándole la voz—: quizás sea para mejor.

No tendría que decir una palabra para que Patricia y los demás supieran lo que la hacía feliz, como si en la desgracia compartida pudiera redimir su deshonra o ahogar ese dolor que había agriado su carácter de un solo golpe y ajado su cara en unos cuantos meses.

—También a ti te pasará, Patricia, sin importar que seas la gansita bella de la familia, como a su hora les pasará a todas estas otras —se le había salido un día, abarcando con un gesto de desprecio a sus hermanas, tras beber demasiada champaña, y desde entonces, con la bofetada de doña Elisa se había cerrado su desgracia, pues muy pocos volvieron a dirigirle la palabra, aunque tampoco hubo quien tuviera el suficiente arrojo de formalizar el rechazo segregándola de las reuniones, fiestas o almuerzos sociales.

A Eliseo nunca llegó a repugnarle Cristina, como les ocurrió a otros que la trataban y conocían su historia, pero cuando se cruzaba con ella sentía el deseo de zaherirla, impulso que tomaba como una tentativa de hacerla reaccionar pero que a veces interpretaba como un sentimiento negativo que nunca pudo cerrarse con la costra de una pulcra conmiseración, pues algo le decía que Cristina ya era un cadáver, y por los cadáveres no se debe sentir lástima ni amor ni nada. "Ahora —pensó— me he convertido en una especie de aliado suyo, si es que no en un instrumento de sus deseos", quizás así, más benévolamente, lo entendiera Patricia. "Y para don Mario y doña Elisa sólo seré la confirmación de que, tras la frustrada boda de su primogénita, únicamente les resta vivir para presenciar cómo se materializa con cada una de sus hijas, en una cadena inexorable, la maldición de la mayor".

Eran las cinco y treinta y siete cuando llegó a la estación del metro ubicada en el cruce de la Séptima con avenida Jiménez. Estaba abierta. Eso significaba que el transporte no se había cortado ni que por prevención se habían cerrado las estaciones del centro. Las circunstancias eran propicias: evadir la guardia y pasar por entre los compartimientos de salida no sería difícil (cierto día, observando a unos escolares, había aprendido el modo de burlar el sistema de las dobles compuertas). A partir de allí podría dar por terminada la pesadilla que lo alejaba cada vez más de Patricia: ahora su ruta iría directo hacia el norte, pasaría por la bendición protectora de una mano descendida expresamente del cielo y llegaría finalmente a la felicidad prevista con la exactitud de un cálculo financiero.

Descendió entre la multitud que ocupaba el primer tramo de escaleras. Tal como lo había imaginado, burlar la entrada no fue problema, más cuando los guardias estaban tan ocupados con los manifestantes que se habían tomado el interior de la estación para guarecerse de la lluvia y continuar allí con la protesta. Pasada esa barrera el camino estaba despejado: era obvio que nadie quería detenerse en las estaciones del centro. Supuso que a eso se debía que su andén estuviera desocupado, aunque no se preguntó por qué en el de enfrente la aglomeración tendía a crecer. Los gritos de arriba llegaban convertidos en un arrullo violento que hacía de la espera un acto de zozobra. Por momentos el barullo parecía crecer; sus indicios entraban sobre todo por las escaleras del costado sur. La gente de enfrente también miraba hacia ese lado, como si temiera que un torrente de lava fuera a inundar el subsuelo. Lucían nerviosos y guardaban un silencio expectante, como si temieran que cualquier ruido suyo pudiera delatar su presencia a un predador que rondara al acecho.

Entre las caras se iluminó a los ojos de Eliseo una que no parecía temer y que concentraba en él su mirada. Era otra vez ella, la muchacha negra. Empapada como estaba, lucía más salvaje y dionisiaca. No adivinó en sus ojos secuela alguna de lo que le había sucedido minutos antes. Era como un animalito sin recuerdos que flotara en el presente, ajeno a las ofensas, al rencor, a los lastres de la memoria. Sus ojos seguían sonriendo desde una niñez hacía poco abandonada, como un capullo. "Acepto que seas mi ángel", le habría gustado decirle al oído, pero un abismo hecho de direcciones opuestas los separaba, y esta vez para siempre. Sí, estaba seguro de que ésa era la última vez que la veía. Lamentó no haber podido acercarse a ella, pero no de modo accidental, sino con su aquiescencia, para sentir el roce de su calor y el aura de su tacto. Como si entendiera sus propósitos, ella se adelantó a los cuerpos que la precedían —de toda esa masa petrificada por el temor, el suyo era el único cuerpo vivo— y superó, incluso, la línea amarilla de precaución para situarse al borde del canal. Por un momento Eliseo temió que saltara, pero ella se quedó allí, quieta y ajena a todo, regalándolo con la sonrisa abisal de sus ojos.

De arriba llegaron gritos y fragor de pelea. Una detonación precipitó un caudal que acudió tumultuoso por la escalera sur del andén oriental. Eliseo los vio bajar a la carrera, atropellándose en pos del espacio que él ocupaba. Respecto a ellos, por su posición de avanzada, tenía alguna ventaja, así que decidió sacarle partido adelantándose a la huida por la escalera del costado norte. Pero pronto lo alcanzaron y lo apretujaron contra otra masa de gente, de aspecto campesino, que había invadido el hall de las taquillas. En éstas se centraba la disputa: un grupo de aspecto muy pobre había violentado las puertas y ahora se dedicaba a saquear las cajas, mientras otros arrastraban a los guardias, como trapos sin voluntad, hacia el exterior. La marea ejercía autónoma sus fuerzas sobre todos los ocupantes. De ahí que la corriente lo condujera, apretujado contra otros cuerpos, hacia la entrada del andén de la ruta suroccidental. En el trayecto sintió un contacto anormal en una de sus piernas que le trajo a la mente la cara huesuda del viejo a quien había conquistado sin proponérselo. Con un movimiento súbito agarró por la muñeca una mano que se había introducido en el bolsillo de su pantalón. Pertenecía a un muchacho de unos dieciséis años, de aspecto demacrado y tez oscura (la camisa —única prenda que cubría su torso— se le pegaba al cuerpo y dejaba traslucir su piel, al tiempo que ésta permitía adivinar el vientre hundido y las costillas pronunciadas). El muchacho le sonrió con desparpajo y le dijo con una voz todavía atiplada por una pubertad tardía pero que ya había conquistado los tonos característicos del cinismo:

—Patrón, parece que mi mano se equivocó de bolsillo.

—Pues cuídela más, mijo, no sea que se meta en un sitio donde se la dejen sin dedos —le respondió Eliseo presionando la muñeca, para dar más efecto a sus palabras.

La amenaza y la sujeción mutaron el semblante del muchacho. Un brillo de audacia iluminó sus ojos y un gesto que traicionó la tensión de sus músculos faciales le previno a Eliseo que algo intentaba. En efecto, alcanzó a ver cómo se llevaba la mano izquierda a la altura del cinturón y trataba de sacar algo de allí. Con un impulso violento, Eliseo le torció el brazo hasta que la mano se abrió. El Fraenier Moeris rutilaba extravagante entre la palma sucia y las uñas ennegrecidas. Se lo quitó y alcanzó a retirar el brazo antes de que el filo de la navaja hiciera contacto con su piel; no obstante, la hoja alcanzó a rasgarle la manga de la chaqueta y el puño de la camisa. Antes de que una segunda embestida lo alcanzara, echó hacia atrás el cuerpo hasta que consiguió hundirse entre la espuma hostil de otros que pronto se cerraron entre él y el adolescente. El remolino desesperado que buscaba huir de una nueva oleada de gases lacrimógenos terminó de alejarlos.

Una vez ganadas las escaleras, consiguió moverse con más libertad y adelantarse a otros individuos que llevaban la misma dirección, hasta que en algún momento su chaqueta quedó atorada en algo. Giró para descubrir el obstáculo, pero sólo pudo visualizar un trozo de la prenda que se perdía entre dos mujeres que lo empujaban para que les abriera paso. Echando los brazos hacia atrás, dejó que se escurriera y pretendió continuar su descenso, pero esta vez fue su camisa la que quedó atrapada por la mano del adolescente, que ahora emergía de entre una masa de vida múltiple e informe. Con un tirón se deshizo de la sujeción, pero también de todos los botones de la prenda, que saltaron con júbilo, como pequeños juguetes. Despechugado, descubrió que su nueva pinta le abría camino con más facilidad entre las mujeres, que se echaban a un lado para evitar el contacto con su vellido pecho. Más que las ansias de deshacerse de la persecución del adolescente lo acicateaban las de llegar hasta el sitio donde había visto a la muchacha. Pero no había llegado al andén cuando el torrente humano se precipitó hacia abajo, empujado por fuerzas invisibles que arriba provocaban chillidos y gritos desafiantes que por ratos conseguían sobreponerse a la vocinglería general. Eran las cinco y cuarenta y dos cuando volvió el reloj al bolsillo y cuando a las voces se sumó el ruido de un tren que se acercaba por el carril occidental. La máquina se detuvo justo a tiempo para recibir a la multitud más próxima al foso. En unos segundos los vagones se repletaron. Fue vano su esfuerzo por descubrir en qué carro había entrado ella. Empujado por quienes lo rodeaban, penetró a un vagón y se limitó a defender su lugar junto a la puerta. Eso ya era bastante: en la próxima estación descendería, por fin lejos de las luchas de clases. Costó que el tren arrancara, porque pasajeros a medio camino impedían que las puertas se cerraran. El efecto de los gases era cada vez más molesto, debido, seguramente, a la escasa aireación del túnel. En uno de los vagones algún espontáneo acomodador que ya estaba bien ubicado, impaciente por la demora, comenzó a patear a las montoneras histéricas que intentaban colarse donde ya no había sitio. En otros vagones, otros acomodadores imitaron al primero y en cosa de segundos se desató una gresca que el conductor ayudó a calmar cerrando las puertas, pese a los gritos de los atravesados y de los golpes que los rezagados daban contra las latas del vehículo. Al fin la máquina comenzó a desplazarse con un movimiento más lento del habitual, para permitir que los colgados se fueran desprendiendo como uvas rancias de su racimo. Ganada la oscuridad del túnel, el metro incrementó su velocidad.

Adentro el calor se amalgamaba con rezagos lacrimógenos y con el alboroto de la gente, que no cesaba de parlotear sobre lo que todos sabían. Pronto unas voces se impusieron solicitando a individuos que unas veces sí, otras no, contestaban como a un llamado de lista. Los murmullos se suspendieron ante los reclamos de orden que impartían las voces autoritarias. El acento, la vestimenta y características raciales delataban que la mayoría de los ocupantes del vagón eran desplazados de alguna provincia lejana. El que parecía tener mayor precedente sobre los demás tomó la vocería y comunicó la intención de tomarse el metro. Los campesinos apoyaron, entusiasmados. En la próxima estación, decía el cabecilla, habría que descender y apoderarse de la cabina de conducción, impedir que nadie abandonara el tren, reagrupar a la gente para que en cada vagón quedaran suficientes elementos de coordinación de la toma y se evitara al máximo el hacinamiento, y disponer la libertad de pasajeros en casos excepcionales: niños, mujeres embarazadas, ancianos, etc. Eliseo comprendió que su "caso especial" no sería atendido; como si deseara escarmentar por anticipado, imaginó la hilaridad que produciría la exposición detallada de su situación. Si tenía suerte, el comité, tras escucharlo con impaciencia y echar un vistazo a su atuendo extravagante, lo tildaría de loco o de oportunista, si es que no de tira infiltrado. Ya no le cabía duda: la serie de sucesos que estaba viviendo eran los eslabones de una cadena burlesca con que el destino pretendía quebrarle los pies a sus propósitos de casarse con Patricia Irarrázabal.

Sin saber por qué, empezó a sentir pena por Sofía y su primo Toñito. Siempre quiso verlos juntos, con sus trajecitos de muñecos finos, sosteniéndole la cola del vestido a Patricia, mientras ésta avanzaba gloriosa, del brazo de don Mario, por la nave central de la iglesia. Nadie podría explicarles por qué les jugó semejante fantochada, por qué les hizo añicos la ilusión del cuento de hadas. El perro también estaría merodeando por las afueras de la iglesia o aguardando en el auto a que la espera se diera por terminada: Toñito y Sofía no lo abandonaban nunca. Era un consuelo saber que los chiquillos tendrían al menos una entretención, aunque para los adultos Kepis sería una molestia más que con sus ladridos, sus necesidades vitales y su excesivo movimiento sería capaz de llevar hasta el paroxismo la inquietud de la espera.

La imagen de los niños se borró de un manotazo de su mente cuando del ventanal posterior sus ojos rescataron, en el vagón aledaño, la imagen de una mata de pelo ensortijado. Como si el contacto de su mirada tuviera la tangibilidad de una caricia, ella giró lentamente el cuerpo, hasta quedar de frente a la ventana, y enfocó con seguridad sus ojos en los de Eliseo. De lejos lucía como un ave extraviada en su propia piel; no obstante, su mirada había adquirido una fuerza particular: sin abandonar su eterna sonrisa, manifestaba una íntima satisfacción, como si hubiera ganado sobre Eliseo una nueva batalla. Éste, como si reconociera su derrota, esquivó por un momento esos ojos de Minotauro, pero cuando cayó en cuenta de que esa actitud lo desfavorecía, volvió a encarar a la muchacha. Entonces encontró en su rostro una nueva expresión: una mezcla de ironía y de ternura, pero también un dejo de fe, que en algo dulcificaban su aspecto guerrero. Se le hizo evidente que la presencia de ella en ese sitio no era casual. De algún modo lo había buscado y previsto. "Soy tu juguete", pensó en algún momento, asustado por las consecuencias de un encuentro que empezaba a parecerle calculado.

Cuando el tren se detuvo en la estación de la avenida Jiménez con Caracas, el dispositivo improvisado en su vagón echó a andar con eficacia: cinco hombres corrieron al compartimiento del conductor, los restantes se apostaron frente a cada vagón y algunos, con armas salidas vaya a saber de dónde, amenazaron con hacer fuego sobre quienes intentaran bajar. Sólo se admitió el descenso de gente que los desplazados reconocían, a la que pronto pusieron al tanto de la situación e integraron como parte activa del escuadrón de secuestro. La organización llevó menos de cinco minutos, tiempo en que se conformaron los comités de vigilancia de cada vagón, se seleccionó de modo apresurado a los primeros rehenes que serían liberados, se distribuyó mejor a los otros pasajeros y se les informó del operativo y sus fines. Consciente de que lo peor que le podía seguir pasando era permanecer en soledad, Eliseo aprovechó la reorganización para forzar su ingreso en el vagón de la mujer. Si estaba escrito que ese día no consumaría su matrimonio con Patricia, al menos quería tener la oportunidad de descubrir lo que la sonrisa de esos ojos negros escondía.

Permanecía de pie, de cara al ventanal a través del cual la había visto. Era alta —más que Patricia, debió admitir—, con un dejo natural demasiado elegante aunque su ropa denotaba una soez vulgaridad —con esa adjetivación la habría lapidado doña Elisa—: sus zapatos lucían despellejaduras imperdonables, la minifalda era campanuda y la tela demasiado ligera, el grabado era de pésimo gusto y lucía desvanecido, y para rematar, un cinturón barato y pasado de moda rodeaba con lasitud su cintura. Le pareció que la belleza de ese cuerpo exigía un lenguaje vulgar para que se lo calificase del modo más apropiado: de él había que decir que era suculento. Haber reparado con detenimiento en su apariencia exterior no lo desilusionó; al contrario, sintió como un reto la necesidad de aproximarse a esa fiera selvática que desde su sitio lo evocaba con sus primitivas estrategias de seducción.

Quizás porque estaba segura de que esta vez la víctima no escaparía de su trampa, no giró el rostro para ofertar su sonrisa. Eliseo pensó que en esa postura, de frente a la ventanilla y dándole la espalda, podría vigilarlo y al tiempo simular que ignoraba su presencia. Quizás le interesaba expresar públicamente que desconocía cualquier nexo con él. Entonces, por primera vez, se le pasó por la mente que podía haber un acompañante ante el cual ella tuviera que disimular. Estudió los rostros de quienes se encontraban en sus proximidades, pero en ninguno adivinó alguna familiaridad con ella. Consideró otra opción: quizás había confundido los signos, tal vez la muchacha había estado observando siempre a otro hombre, del cual él nunca fue consciente. Por un momento sintió que se precipitaba en un nuevo fracaso, y su sensación de soledad se ahondó. Algo como la voz de una madre universal empezó a hostigarlo interiormente: "No perteneces a este sitio ni a esta gente. Tu destino continúa esperándote en otra parte, y si lo desconoces, lo perderás y te perderás".

Pero en la realidad su destino parecía atraerlo a un sitio que nunca había presentido. Trató de ubicar con el pensamiento el lugar de lo que todavía quería creer era su destino, pero lo vio como a través de un espejo convexo hecho de tiempo: la distancia era enorme, el trayecto, insuperable. Entre tanto su cuerpo había continuado con una tarea que se había impuesto a sí mismo: acercarse a la mujer. Su conciencia lo había respaldado con un subterfugio: "Es lo mejor. Una vez palpada la hostilidad de esta otra realidad, será fácil liberarse de ella".

La palabra "palpar" se encadenó automáticamente con una intención sombría: quiso acercarse a la muchacha y rozarla de paso, en un contacto de apariencia accidental. Ése sería su pequeño premio, ya que creía imposible lograr lo que de pronto comprendió que en realidad deseaba: sentir en las palmas de sus manos y en las yemas de sus dedos lo que el policía había tomado a manotadas antes de que él se interpusiera. "Ese pobre hombre no tuvo la culpa. Es esta mujer la que con su sola presencia incita a cometer estupro", se dijo sin dejar de sentirse canalla por la posición que adoptaba. Con todo el ánimo que pudo juntar, dio un paso hacia el vértigo de la infantil treta. Pero justo cuando quedó detrás de ella lo detuvo un murmullo tibio y tranquilo. La muchacha cantaba en voz baja. Ninguna voz podría parecerse a ésa. Tenía la aspereza de un lenguaje concebido a medias, de sonidos que fluían entre las piedras pulimentadas por la corriente de un río de aguas prehistóricas. El canto obró como un hechizo: las intenciones de Eliseo naufragaron en el sinsentido, la meta que se había propuesto se diluyó al conjuro de esa melopea. Cerró los ojos, resignado a morir arrullado por ese canto de sirena, consciente de que era incapaz de mancillar con su tacto la piel de la muchacha.

No se percató de que en ese momento una luminosidad que llegaba de adelante anunciaba la proximidad de una nueva estación. Antes de salir del túnel, el tren frenó casi en seco. Eliseo no pudo dominar el impulso de su cuerpo, empujado por la inercia. Trató de impedirlo, pero todo su peso se oprimió contra ella. Sintió el trasero contra sus genitales y, contrario a lo que por un momento temió, de parte de ella hubo una especie de ofrecimiento voluntario, que hizo más estrecho el contacto. Éste se eternizó en unos cuantos segundos como la cristalización perfecta del más íntimo deseo. Todavía esperaba un empujón, un improperio, pero terminado el empellón ella se quedó allí, mirando hacia adelante, como si atrás nada ocurriera. Sin romper esa silenciosa comunión, Eliseo buscó en el cristal de la ventanilla el rostro de la muchacha. Sonreía con malicia. Ella condescendía, era evidente. Ya no le cupo la menor duda cuando sintió que la mano oscura rozaba la suya en la barra donde ambos se sujetaban. Pronto dos de esos delicados pero firmes dedos buscaron la compañía de los suyos, se entretejieron por debajo, reptaron por los flancos, los avasallaron por encima… En el vidrio ella seguía sonriendo y mirando hacia ninguna parte, como si se hubiera hundido en un lejano y grato recuerdo y nada supiera del presente que la rodeaba. Eliseo, entre tanto, dejó obrar sola a su otra mano, que ya había girado buscando la torpe excusa del pasamanos sobre el que ella descansaba su vientre, para rodearla por delante. Ella movió ligeramente el cuerpo hacia atrás para facilitar la operación. Pero no fue el tubo lo que Eliseo tomó; a esas alturas ni siquiera se conformó con el contacto de la otra mano de ella: sin la menor delicadeza, puso abierta su palma en el vientre de la muchacha. Creyó desmayar al contacto de su tibieza secreta de antorcha, de su fragilidad repleta de misterios subterráneos.

Todavía dentro del túnel, las puertas se abrieron y a gritos los cooperarios de la cabina de conducción comunicaron la razón de la parada. Alguien argumentó que lo más recomendable era no detenerse en las sucesivas estaciones, para evitar cualquier contacto con la policía que, según había informado una emisora captada en el interior del tren, ya estaba estudiando el modo de controlar la toma. A Eliseo ya nada de eso le importaba. Ebrio de lujuria, aprovechó la atención que todos ponían en los gritos exteriores y el súbito apagón de las luces —algún cooperario travieso en la cabina de mando habría maniobrado algún control que nadie se tomó el trabajo de volver a su sitio— para acercar el rostro a la nuca de la muchacha y musitarle al oído unas palabras que le salieron desgajadas de todo sentido. Ella echó hacia atrás la cabeza y Eliseo sintió que su rostro naufragaba en una masa compacta de pelo ensortijado. Como un relámpago se encendió y apagó de inmediato la imagen del cabello suave, lacio, largo y rojizo de Patricia, volando en el viento hacia un cielo en el que él jamás tendría un lugar. No se percató del momento en que el tren se puso en marcha hacia el agujero de felicidad que siempre se le había ocultado, ni fue consciente de cuántas estaciones se sucedieron a partir de entonces, como fogonazos a los que nadie atendía si no era para comprobar de pasada si la fuerza pública ya estaba haciendo acto de presencia en busca de una oportunidad para reducir a los captores.

Las luces se encendieron repentinamente y un grito acusatorio explotó en sus oídos:

—¡Cochinos depravados!

Era una voz de mujer. Le calculó unos cincuenta años, aunque no se esforzó en constatar la fuente. Se descubrió muy apretado contra la muchacha, con su mano izquierda sujetando con fuerza uno de sus senos desnudos y la derecha bajándole los calzones, ya prácticamente posada sobre una de sus nalgas. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás y había cerrado los ojos; ahora su sonrisa parecía provenir de un paraíso prohibido. Eliseo tuvo la sensación de haber dormido durante unos minutos durante los cuales su cuerpo debió haber galopado en perfecta libertad. No obstante, algo quedaba en su memoria de un diálogo que debió darse a un nivel epitelial. Recordó que se llamaba Libia, que era una desplazada del Urabá chocoano, que el día de su boda, durante la fiesta, había visto caer tiroteado a su marido, que la familia de éste pretendía que ella se conservara en casta viudez hasta que, cumplido el luto reglamentario, pudiera unirse a su cuñado, un muchacho que ya ejercía una celosa vigilancia sobre ella y trataba de consumar anticipadamente con su herencia lo que su hermano no había podido, mientras no desaprovechaba oportunidad para fanfarronear de su virilidad —él, que ahora era el mayor de los varones de la familia— con frecuentes visitas al burdel del pueblo; por su parte, Eliseo recordaba haberle contado de su boda como si estuviera improvisando una historia extravagante, que ella hizo una alusión burlona y tierna al calamitoso estado de su vestuario…

—¡Asquerosos perros! —insistió la voz de la mujer, sacándolo definitivamente del ensueño.

Sobresaltado, con la conciencia de haber sido sorprendido en un delito, soltó su presa y retrocedió hasta situarse lo más lejos posible de ella. Quería escapar, que el tren se detuviera para poder salir en busca de un recuerdo borroso que parecía llamarse Patricia, que el corredor abierto entre su cuerpo y el de la muchacha se cerrara para siempre, que la ausencia de su carne dejara de arderle en las manos y la boca… Ella caminó lentamente hacia él, con su sonrisa de animal impúdico y su traje vulgar claramente trasegado por el manoseo. En unos segundos la tuvo otra vez junto a sí —los rostros la habían seguido como una estela de curiosidad extasiada—, soportó que reclinara la cabeza contra su pecho, como si fuera un animalito indefenso, y no pudo contener el abrazo que en silencio se le exigía, aunque tampoco pudo prodigarlo con la generosidad que ella esperaba. Libia lo miró con unos ojos de suave reproche, y en ese momento él supo que su corazón podía soportar con más facilidad los embates de la ternura que los de la lujuria. De todos modos le acarició la cabeza, como si intentara calmarla, pero sintió que su mano se crispaba al contacto de ese pelo híspido. Algo en ella no se condecía con la ternura, quizás porque era animal de caza. Sin embargo, ella se abrazó a su cuerpo, como exigiéndola. Eliseo sintió en su pecho la viveza dura que siempre buscó en vano en los senos de Patricia y de otras mujeres. Dejó bajar la mano por la cabeza de la muchacha hasta rozar su oreja, que sintió ajena, palpó parte del rostro y la naturaleza de su piel le causó un estremecimiento, producto de una mezcla de rechazo y atracción que avivó más el deseo de tocarla. Dejó correr la caricia por el cuello y tomó el declive del hombro. Entonces su mano se hizo más pesada, buscando a propósito la resistencia necesaria para que el roce obligara al tirante del vestido a correrse en la misma dirección. Efectivamente, no fue difícil dejar desnudo su otro hombro. Empujó más la tela cuando llegó a ella acariciando el brazo, y cuando lo creyó prudente cambió unos grados el rumbo para tocar el seno aún cubierto. El vestido ofreció poca resistencia. El pecho salió al aire y sus ojos se perdieron en la aréola oscura y en el pezón erecto y firme en que culminaba. Era demasiado hermoso. La apartó un poco para facilitar la caída del vestido en todo el torso. Ella aceptó mirando con una inocente curiosidad, como si lo hiciera por primera vez, su propia desnudez. Eliseo se inclinó para tomar casi entero uno de esos senos en su boca. De lejos le llegó una exclamación en coro y al poco rato todo era otra vez silencio, el ámbito cerrado de esa atmósfera de leona en celo que emanaba de la negra. De soslayo vio por la ventanilla que daba al siguiente vagón su chaqueta cubriendo un cuerpo escuálido que furioso agredía los cristales. En algún momento su histeria fue interrumpida por un nuevo empujón hacia adelante, más violento que el anterior, y el súbito corte de la luz. Eliseo apenas pudo sostener a la muchacha para evitar que cayera. Miró hacia afuera. Estaban en una estación solitaria. De otros lados llegaban los gritos que informaban que al tren se le había suspendido la corriente desde afuera, que tras los pasamanos y en las taquillas estaban parapetados los policías, pero que los desplazados pretendían continuar con la toma. La rotura de vidrios volvió a reclamar su atención sobre el vagón siguiente. Sólo veía una sombra que ahora atentaba contra la siguiente barrera de cristal, la única que ahora dividía los dos vagones. Por la desgarbada silueta dedujo que era el adolescente ladrón. El vidrio se hizo añicos y la silueta, hirviendo a madrazos, se introdujo de cabeza en el carro donde él estaba.

—¡A mi hembra no la toca nadie, malparido! —fue lo primero que le escuchó cuando había recuperado la posición erecta, y de inmediato supo que el malparido era él.

En un segundo alcanzó a atar cabos, más como un mal presentimiento que como una operación dialéctica de razonamiento, y, todavía incrédulo, apenas alcanzó a alejar a la muchacha —todavía alelada y suplicante de ternura— hacia un costado, y a darse vuelta, para buscar la salida. El navajazo entró con pulcritud quirúrgica en su espalda justo en el momento en que asía la palanca para abrir la puerta de emergencia. Nadie intentó impedirle que accionara el mecanismo, pese a las órdenes que habían dado los coordinadores de la toma. Abandonó el carro entre círculos neblinosos, acompañado de los gritos de Libia, que clamaba su nombre al tiempo que chillaba:

—¡Otra vez, no! ¡Otra vez, no! ¡Viuda otra vez, no!

Un altoparlante ordenaba, ubicuo, que se detuviera y pusiera las manos en alto. Sin embargo, no pudo establecer la relación entre la orden y su presencia en el andén que por fin lo devolvía a la libertad. Sobre los pasamanos asomaron cabezas cubiertas de cascos blancos y fusiles que apuntaban hacia donde él estaba. "Me están cubriendo para que nadie me detenga", pensó. La orden volvió a sonar perentoria en todo el ámbito. Eliseo giró la cabeza para reconocer a quién estaba dirigida. En el vagón el muchacho trataba de retener a la negra, que se retorcía como una serpiente herida. Comprendió que para la policía él era el único sujeto visible y amenazante. Quiso obedecer, pero un cansancio infinito le impedía cualquier movimiento que no fuera el de sus piernas, que se obstinaban en encontrar el camino que llevaba a Usaquén. Los altoparlantes volvieron a anunciar algo que le llegó sólo como un rugido inextricable. "Todavía puedo llegar a tiempo", se dijo, y respondió al movimiento mecánico de extraer el reloj de su bolsillo. En ese preciso instante un destello múltiple se encendió ante él. Cayó de bruces. En un último esfuerzo, consiguió girar la cabeza hacia su mano. El Fraenier Moeris de Patricia se había detenido a las seis en punto de la tarde.

—Es una buena hora para celebrar una boda —musitó, e imaginó que justo en ese momento los invitados de Usaquén habrían empezado a abandonar el lugar, seguros de que el novio jamás llegaría. Doña Elisa, con la expresión desencajada, estaría tartamudeando las gracias por la gentileza y paciencia de la gente, don Mario concentraría su furor en deshacer los nudos que sujetarían el racimo de tarros al Mercedes Benz que había ofrecido para conducir a la pareja hasta la fiesta… Patricia permanecería aislada, con el semblante de tragedia petrificada en el rostro, tan parecida ahora a Cristina, mientras ésta, triunfal, buscaría reconciliarse con la gente, luciendo una sonrisa tétrica; Toñito y Sofía estarían llorando porque nadie habrá tenido la paciencia de inventarles una explicación adecuada a su edad, y porque en lugar de ello habrán recibido, como premio a su curiosidad, una palmada y es mejor que se callen de una vez, porque no queremos oír más preguntas estúpidas, y el pobre Kepis, que no tenía ningún mono que pintar en este asunto, estaría mordiendo la mano que le daba de comer y que ahora le habría asestado un bofetón de miedo por causa no discernible, y su madre y hermana hechas un solo mar de lágrimas y mocos, qué vergüenza, Dios mío, y ante esta gente que no perdona nada… Y se vio caído, como si el caído fuera otro, como si él estuviera arriba de él, y recordó la tilde y la zeta del anillo, y su cuerpo ahí tirado le pareció tan grotesco y de mal gusto como un error ortográfico en un anillo de bodas. Adelante, parapetados tras las balaustradas de las escaleras no vio ningún uniformado sino a su mamá y a su hermana, a conocidos de oficina, a gente en cuya amistad había confiado, y por sobre todos se levantó el odio unánime de los Irarrázabal. Todos estaban camuflados en sus trajes de pingüinos recién planchados, todos le apuntaban acusadores con sus índices humeantes.

—¡Partida de huevones! —murmuró tras agruparlos a todos en una sola mancha, y cerró los ojos. Retomando un pensamiento que se le empezaba a deshilachar, alcanzó a considerar que una falta de ortografía al cabo no es sino un error combinatorio, una inmiscución indebida, el hecho de estar en el instante justo en el sitio inapropiado. Pero dejó de pensar porque de atrás brotó un llanto que le sonó como una melodía que invitaba al sueño. Se le sumó un coro que en breve se fue adelgazando hasta convertirse en un arrullo:

—Por nuestro compañero caído en la lucha, ¡ni un minuto de silencio: toda una vida de combate!

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