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Desafio de galaxias (capitulo 62)

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                                             * * * * *

Marisol, estaba sentada en la terraza de un restaurante cercano al Palacio Real, en compañía de sus amigos más allegados, cuándo sonó su comunicador. Miró el visor, y contestó mientras se levantaba apartándose tres o cuatro metros de la mesa.

— Buenas noches señor presidente.

Desde la mesa, todos la miraban en silencio mientras Marisol, extremadamente seria, hablaba con el presidente. Unos minutos después, cortó la comunicación y con los brazos en jarra permaneció pensativa mirando al suelo. Después, abrió el comunicador, busco en el menú, e hizo una llamada. Estuvo hablando unos minutos más y, finalmente, mientras se acercaba a la mesa, concluyó:

— En esto estás solo querido amigo, es lo mejor, pero tranquilo, si así lo quieres, procuraré estar lo más cerca posible, y ante todo, recuerda: mucha cabeza, tienes que ser juicioso, —cerro el comunicador y se sentó de nuevo en la mesa mientras los demás, expectantes, esperaban a que les informara—. El canciller de Maradonia ha disuelto el parlamento, ha abolido la constitución, y ha decretado la ley marcial. Sus tropas, y los paramilitares del partido, patrullan por las calles, y están deteniendo opositores.

— ¡Qué hijo de puta! —exclamó Sarita sin poder contenerse— pero, ¿cuánto hace que no hay un golpe de estado en la República?

— O un régimen fascista.

— Desde que Zannar derroco al anterior emperador y le quito el trono. Unos meses después, comenzó la guerra.

— Es decir, más de cuatrocientos años, —apunto Marión—. ¿Y qué vamos a hacer?

— Vosotros nada, —afirmo Marisol— este asunto es estrictamente maradoniano.

— Pero le has dicho a Cimuxtel que estarías cerca…

— Sí. Ahora está amaneciendo en Dreylhan, en el curso de la mañana, embarcaran los tres cuerpos de ejército de Cimuxtel, y veinticuatro horas después, llegaran a Maradonia. Una vez hayan desembarcado, me uniré a las naves de apoyo en la órbita del planeta.

— ¿Quién te acompañara?

— Nadie, voy yo sola, ni siquiera me llevo a Sarita y al Fénix, iré en una…

— ¡No flipes! —la interrumpió Sarita— yo voy contigo.

— ¡Y con el Fénix! —afirmo Anahis.

— ¡No, no, no…!

— ¡Sí, sí, sí! —afirmo también Marión— y no te pongas tonta, que le digo a Anahis que llame a su padrino.

— ¡Joder que no!

— ¡Marisol! —intervino Hirell— no seas cabezona, esto no es un debate, ¡coño!

— ¿¡Ves lo que has hecho!? —exclamó Sarita mirando a su amiga— has conseguido que Hirell te grite.

— Y que diga una palabrota, —añadió Anahis riendo.

— «Coño», no es una palabrota, —afirmo Hirell.

— Yo creo que si lo es.

— Yo también.

— Y yo.

— ¡Joder!, ¿queréis dejar de discutir de palabrotas? —exclamó Marisol que no se podía creer lo que estaba oyendo.

— Eso es otra palabrota: ¡joder!

— No, no lo es.

— Bueno, se ha acabado el tema: mañana te vas con el Fénix, —afirmo Marión.

— Y conmigo, —añadió Sarita.


 

Cuatro días después, desde el Fénix, Marisol era testigo de los acontecimientos en Maradonia. Cimuxtel, con buen criterio, había desembarcado a veinte kilómetros de la capital para evitar un enfrentamiento con el ejército del canciller. Solo se habían producido ligeros combates, y muy aislados, con los paramilitares del partido. En una acción rápida, se había liberado a los miles de opositores que se encontraban recluidos en el Estadio Nacional.

A pesar de la superioridad numérica de las fuerzas del canciller, este, había cedido el control del territorio a Cimuxtel, se había parapetado en el interior de las antiguas murallas de la capital con las tropas del partido, mientras que su ejército se desplegaba en el exterior, bajo la protección de las murallas, frente a la extensa explanada del Campo de Hierro.

La propaganda oficial, y la del partido, tronaba en todas direcciones, en un intento de hacer creer, que se encontraban siendo atacados por un ejército invasor, que intentaba dar un golpe militar contra la soberanía de los patriotas maradonianos. Para contrarrestar la propaganda fascista, Marisol pidió al presidente, que los canales federales dieran una cobertura total al conflicto. Incluso Bulban TV, con Iris al frente, llego a Maradonia: la idea de Marisol era que los bulban vieran que, contra regímenes fascistas, ya fueran maradonianos o bulban, había que combatir.

Así las cosas, y mientras la situación se mantenía en un equilibrio inestable, Marisol cometió un error. Decidió mandar refuerzos a Cimuxtel en un intento de igualar numéricamente las fuerzas y obligar al canciller a reconsiderar su estrategia. Ordeno desembarcar seis nuevas divisiones maradonianas, casi noventa mil soldados, que reforzaron las fuerzas de Cimuxtel. La respuesta del canciller fue rápida e inesperada: fuerzas milicianas de los sistemas aliados, Radahar, Tarkynia, Vitervia y Nólom-Inceek, desembarcaron en los puertos espaciales de la capital, en total, cerca de medio millón de efectivos provistos de armamento ligero.

Marisol estaba desolada, su decisión había tenido un efecto contrario al que había previsto, y ahora, en su despacho, estaba al borde del llanto. Desde su mesa auxiliar, Sarita la observaba. Se levantó, se acercó a ella, y abrazándola por detrás la besó con la ternura que da la intensa amistad de las dos.

— No te comas el coco, —dijo con suavidad mientras la cogía la mano— está claro que ese hijo de puta lo tenía previsto.

— Sí, pero yo se lo he puesto en bandeja.

— Tarde o temprano iba a ocurrir, además, tú has traído tropas maradonianas y el no.

— ¡Joder Sarita!, eso es hilar muy fino tía; no cuela, son subespecies de la maradoniana, por eso siempre van juntos a todos lados. Es como si me dices que entre los humanos, los blancos y los negros son especies distintas.

— ¡No te pongas cabezona que no es lo mismo!

— Mira tía, no quiero discutir contigo…

— Pues no lo hagas, y deja de compadecerte, a ver si a estás alturas vas de empezar a hacer el gilipollas.

— ¡A la orden! —exclamó Marisol y acto seguido la abrazó tumbándola.

— ¡Eh! A ver si alguien nos va a ver, que soy una mujer casada.

— ¡Joder! Y yo…

— Tú no, y por cierto, ¿por qué no? ya es hora, ¿sabes?

— Cuándo tú te quedes embarazada.

— Pues entonces… es posible… que tengas que ir pensando en comenzar con los preparativos.

— ¿¡Cómo!?

— Que ya he tenido una falta.

— ¡No jodas! —exclamó Marisol llenándola de besos— ¿y Felipe…?

— Todavía no lo sabe, y tú, no se lo vas a decir, ahora está muy liado en Petara.

— Que alegría, tía, ¿y que te gustaría: niño o niña?

— Casi preferiría niña, pero en el fondo me da igual, y yo sé que a Felipe le gustaría niño.

— ¿Y has pensado ya en algún nombre?

— Todavía es pronto para eso, pero hace tiempo, Felipe y yo, decidimos, que si teníamos una niña la llamaríamos: María de la Soledad.

— ¡Joder tía! —exclamó Marisol mientras se le humedecían los ojos.

— ¡No! si al final vas a llorar.

— ¡Joder!


 

En la soledad de su camarote, y a pesar de la buena noticia del embarazo de Sarita, Marisol seguía deprimida. Desnuda y sentada en el sofá, en momentos como estos, es cuándo más echa de menos a Anahis.

— «Estás sola????» —tecleo un mensaje en la tableta electrónica.

— «Si, estoy en mi dormitorio», —respondió unos segundos después.

— «No tendrás puesto ese horrible pijama q usas a mis espaldas????».

— «X supuesto».

— «Me lo temía. Cuándo regrese lo voy a quemar».

— «Si no me dejaras sola no tendría q usarlo».

­­— «Has mirado si lo hay con funda para la cola??? Jejeje».

­— «Jajaja!!!!!!! m parto».

— «Quítatelo!!!!».

— «X que quieres q me lo quite????».

— «Para verte mejor», —respondió Marisol, conectando el video enlace. En la pantalla de la tableta, apareció la imagen «empijamada» de Anahis. Estaba tumbada bocabajo sobre la cama, con las piernas flexionadas hacia arriba, mientras su cola jugueteaba con la elegancia de una culebra—. ¡Joder!, si llevas hasta calcetines.

— Hola mi amor.

— Hola cariño.

— Ya me he enterado de que las cosas se han complicado…

— Por mi culpa, se han complicado por mi culpa.

— ¡Eh! No quiero verte con las orejas gachas.

— La situación está muy difícil y puede derivar en una guerra civil.

— Tú lo solucionaras, como siempre, solo tienes que confiar en ti misma.

— Nena, yo no soy un puto político…

— Claro que no lo eres, ni falta que hace. Ahí abajo, lo que hay son soldados, y nadie como tu sabe conectar con ellos, no lo olvides. Sin ellos, el canciller no es nadie. ¿Me has entendido?

— No se…

— ¿¡Que si me has entendido!?

— ¡Sí!, te he entendido mi amor, te he entendido… ¿cuándo te vas a quitar el puto pijama?

— Ahora mismo, —respondió Anahis riendo.

— ¡Y esos horribles calcetines!

— ¡Vale pesada!, también me los quito, —cuándo estuvo desnuda, se arrodilló sobre la cama mostrando su esplendido cuerpo a Marisol, que recostada en el sofá comenzó a acariciarse la vagina. Con una amplia sonrisa la imito, y su mano se deslizó suave hacia la vagina, comenzando una estimulación, primero sosegada, y luego más enérgica, hasta que al cabo de unos minutos de frenética actividad, las dos llegaron al orgasmo casi al unísono.

— Mi amor, he descubierto que el cibersexo no me mola, —dijo Marisol cuándo su respiración se sosegó— prefiero tenerte aquí, conmigo, olerte y meterte mano.

— Y a mi estar ahí, pero te recuerdo que entre Marión y tú, hicisteis el nuevo reglamento. Y además, te aseguro, que a ella tampoco le gusta, posiblemente tenga que ver con el tiempo que estuvo separada de Hirell cuándo te lo llevaste a conquistar Kalinao.

— ¡Nos ha jodido! Pues mañana la dices que prepare otro reglamento… que nos guste a todos.

— ¡Vale! Mañana se lo digo.

— Cariño, te dejó dormir, ya puedes ponerte ese horrible pijama.

— Por supuesto.

— Y los calcetines.

— También.

— Un beso mi amor, te quiero.

— Un besito nena, yo también te quiero.


 

El día comenzó temprano y muy complicado. Marisol había estado dando vueltas sobre la cama incapaz de conciliar el sueño, hasta que al final se quedó dormida. Un par de horas después, cuándo faltaban otras tantas para que las primeras luces de la mañana iluminaran las tinieblas de la noche, Sarita entró en el camarote y la despertó con energía.

—¡Marisol, despierta! —la zarandeo con brusquedad.

— ¿¡Que pasa!? —desorientada se incorporó dejando al descubierto sus perfectos pechos que vibraron con el impulso.

— Levántate, hay actividad en la superficie.

— ¿Qué tipo de actividad? —preguntó saltando de la cama y cogiendo el tanga que Sarita había sacado de un cajón.

— El canciller está desplegando sus fuerzas en campo abierto.

— ¡Qué hijo de puta! ¿y Cimuxtel?

  También está movilizando sus unidades, —respondió mientras Marisol terminaba de vestirse. Después, salieron corriendo en dirección al centro de mando del Fénix.

— ¡Informe! —ordeno Marisol al jefe de servicio cuándo llegaron.

— Todavía es de noche en la zona del despliegue y estamos con infrarrojos, —dijo el oficial que era maradoniano— el enemigo…

— ¡Aquí no hay enemigos, capitán! —le interrumpió.

— Lo siento mi señora, —se disculpó el oficial asintiendo—. Las fuerzas del canciller se están desplegando en la zona oriental del Campo de Hierro, ofreciendo un frente de batalla de treinta kilómetros. Casi seiscientos mil efectivos, creemos que los paramilitares del partido permanecen en el interior de las murallas.

— Está claro que ese cabrón no va a sacrificar a sus colegas políticos. Su línea de frente es demasiado larga, ¿sabemos ya quien dirige las fuerzas del canciller?

— No, pero no tienen oficiales de alto rango. Si es un militar será un capitán, entre los que desertaron había dos.

— O los dirige él personalmente; es tan engreído, que es perfectamente capaz, —apunto una teniente maradoniana.

— Pues eso no nos interesa.

— No lo entiendo mi señora, —dijo el capitán— más facilidades para el general…

— El general Cimuxtel es un estratega experimentado, no tiene ni para empezar, sea quien sea, el que dirige las fuerzas del canciller, y este puede mandarlas a una masacre sin sentido. Es posible que sea lo que busca.

— El general está desplegando sus fuerzas con la artillería y las brigadas acorazadas en la retaguardia. No responde al fuego de la artillería ene… de las tropas del canciller. Se están parapetando bajo los escudos de energía.

— Muy bien, muy bien, una estrategia defensiva. Perfecto. ¿A qué distancia están las vanguardias?

— A doce kilómetros, mi señora, pero las tropas del canciller continúan con el despliegue.

— Y su artillería tira sin orden ni concierto, están fuera de alcance.

— Y aun falta una hora para que amanezca.

— Esto va a ser largo, —dijo Marisol sentándose en su sillón—. ¡A ver! Que alguien me traiga un puto café.


 

Nueve horas después, las vanguardias se encontraban a un kilómetro y medio una de otra. Cimuxtel, estoico, aguantaba bajo los escudos de energía, mientras las fuerzas del canciller tiraban con todo lo que tenían disponible. Estás, demostraban poca practica con la artillería, aunque, ocasionalmente, y más fruto de la fortuna que de otra cosa, conseguían colar algún proyectil por debajo del escudo. Marisol, desde hacia un par de horas, había estado paseando, nerviosa, por su sitio habitual, pero ahora, estaba delante de todas las consolas, a escasos tres metros de la gran pantalla mural que dominaba el centro de mando del Fénix. Mientras permanecía inmersa en sus pensamientos, todos guardaban silencio. Eran conscientes, igual que ella, de que más pronto que tarde, el general Cimuxtel tendría que responder y ordenar el avance de sus fuerzas. Marisol, giro la cabeza e hizo una seña al capitán para que se acercara.

— Que todos los maradonianos de la infantería del Fénix me esperen en el hangar de vuelo con equipo de combate y que mi lanzadera este preparada para partir.

— A la orden mi señora. Solicito permiso para acompañarla a donde usted vaya, —Marisol le acarició uno de sus brazos con afecto y afirmo con la cabeza—. Gracias mi señora.

— ¿Te preparo el uniforme de campaña? —dijo Sarita después de acercarse también.

— No Sarita, no. No voy a combatir. Aunque es posible que no salga de está, —y ante el intento de Sarita de decir algo, la tapo la boca con dos dedos mientras la sonreía. Después, comenzó a andar camino del hangar de vuelo.

Cuándo llego, se encontró con todo el regimiento preparado y equipado. Con los brazos en jarra, se los quedo mirando, y acto seguido, con la ayuda de dos soldados se encaramó a un palet de municiones.

— Chicos, no podéis venir, está vez no: este es un asunto de maradonianos.

— Con el debido respeto mi señora, —dijo en coronel al mando— tú tampoco, y no creo que te vayan a crecer dos brazos más, además, en está unidad no hay razas, solo camaradas de armas, y lo sabes muy bien.

— Pepe, no vamos a intervenir en la batalla, solo voy a bajar yo: tengo que parar esto como sea. Mientras, quiero que un escuadrón asalte la cancillería y apresen al canciller y a sus colaboradores, y quiero que el escuadrón sea maradoniano. O, ¿es que no están capacitados para hacerlo?

— ¡Pues claro que lo están!

— Pues entonces ya está. Por favor, Pepe.

— Está bien, y ¿para que quieres tu lanzadera? No esta armada.

— Porque tiene mi escudo de armas en los costados.


 

Unos minutos después, la lanzadera salía del hangar del Fénix. En su interior, Marisol, acompañada por Sarita, que se había negado en redondo a bajarse de ella, se dirigía al campo de batalla del Campo de Hierro. Instantes después, los transbordadores con el escuadrón maradoniano, partían también y se dirigían al asalto de la cancillería.

Desde la altura, Marisol, de pie entre el piloto y el copiloto, vio los fogonazos de los impactos, la humareda de las explosiones, y aunque era imposible, creyó oír el griterío de los soldados y el lamento de los heridos.

— Sobrevuela la tierra de nadie hasta el final del despliegue, y después, vira y entra lentamente a cuatro metros de altura, entre los dos ejércitos. Cuándo llegues al centro, pósate.

— Mi señora, no creo que…

— Ya me has oído, —le interrumpió Marisol poniendo la mano sobre su hombro.

La lanzadera avanzó por la tierra de nadie recibiendo varios impactos de la artillería del canciller, que zarandeaban la nave. Pero según avanzaba, la actividad artillera iba decreciendo, hasta que, al posarse, la artillería enmudeció. Todos había visto con claridad los emblemas de Marisol en los laterales de la lanzadera.

— Abrid la escotilla superior, —ordeno Marisol.

— ¡No, no, no, no! No te vas a subir ahí arriba, —exclamó Sarita asustada.

— Mi señora, su asistente tiene razón, es muy peligroso, —afirmo el piloto—. No puedo permitirlo.

— Ni vosotros, ni nadie, me va a impedir subir ahí arriba. O me abrís la escotilla o la abro yo, —uno de los escoltas, desplegó la escalerilla y subiendo, abrió la escotilla. Subió por la escalerilla, mientras Sarita, con el corazón en un puño la miraba. Cogió una cámara de video, la conectó, y ordeno al piloto que enlazara la señal con el Fénix y el Cuartel General. Salio al exterior enfocando a Marisol, que mirando a las fuerzas del canciller permanecía inmóvil. El silencio era total. Marisol, con el pelo mecido por el viento, veía como una enorme masa de soldados se aproximaba a ella con paso decidido. Miró hacia atrás, y vio a las fuerzas de Cimuxtel avanzar igualmente. La señal de Sarita fue enlazada, por orden de Marión, con los canales federales, y todos vieron como los soldados la rodeaban con una devoción casi mística. La bajaron de la lanzadera, y a hombros, seguidos por una enorme masa de más ochocientos mil soldados, se encaminaron hacia la capital, donde el escuadrón del Fénix, ya había apresado al canciller y sus adláteres. Cuándo Marisol llegó al palacio de la Cancillería, Cimuxtel ya la estaba esperando. Marisol se bajo de los hombros de su portador y se aproximó a él fundiéndose en un fraternal abrazo. Después, el glorioso general, puso una rodilla en tierra y la ofreció su espada.

— Mi señora, yo siempre estaré a tus ordenes, y besaré por donde pises.

— A quien tienes que servir a tu patria, —le dijo cogiéndole la cabeza con las manos— igual de bien que lo has hecho estos días.

— Yo no soy un político mi señora. No sé si sabré.

— Sabrás, ya lo creo que sabrás.

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